Ramón del Valle Inclán
Ese largo y angustioso escalofrío que parece mensajero de la muerte, el verdadero
escalofrío del miedo, sólo lo he sentido una vez. Fue hace muchos años, en aquel
hermoso tiempo de los mayorazgos, cuando se hacía información de nobleza para ser
militar. Yo acababa de obtener los cordones de Caballero Cadete. Hubiera preferido
entrar en la Guardia de la Real Persona; pero mi madre se oponía, y siguiendo la
tradición familiar, fui granadero en el Regimiento del Rey. No recuerdo con certeza
los años que hace, pero entonces apenas me apuntaba el bozo y hoy ando cerca de
ser un viejo caduco. Antes de entrar en el Regimiento mi madre quiso echarme su
bendición. La pobre señora vivía retirada en el fondo de una aldea, donde estaba
nuestro pazo solariego, y allá fui sumiso y obediente. La misma tarde que llegué
mandó en busca del Prior de Brandeso para que viniese a confesarme en la capilla
del Pazo. Mis hermanas María Isabel y María Fernanda, que eran unas niñas, bajaron
a coger rosas al jardín, y mi madre llenó con ellas los floreros del altar. Después
me llamó en voz baja para darme su devocionario y decirme que hiciese examen de
conciencia:
–Vete a la tribuna, hijo mío. Allí estarás mejor…
La tribuna señorial estaba al lado del Evangelio y comunicaba
con la biblioteca. La capilla era húmeda, tenebrosa, resonante. Sobre el retablo
campeaba el escudo concedido por ejecutorias de los Reyes Católicos al señor de
Bradomín, Pedro Aguiar de Tor, llamado el Chivo y también el Viejo. Aquel caballero
estaba enterrado a la derecha del altar. El sepulcro tenía la estatua orante de
un guerrero. La lámpara del presbiterio alumbraba día y noche ante el retablo, labrado
como joyel de reyes. Los áureos racimos de la vid evangélica parecían ofrecerse
cargados de fruto. El santo tutelar era aquel piadoso Rey Mago que ofreció mirra
al Niño Dios. Su túnica de seda bordada de oro brillaba con el resplandor devoto
de un milagro oriental. La luz de la lámpara, entre las cadenas de plata, tenía
tímido aleteo de pájaro prisionero como si se afanase por volar hacia el Santo.
Mi madre quiso que fuesen sus manos las que dejasen
aquella tarde a los pies del Rey Mago los floreros cargados de rosas como ofrenda
de su alma devota. Después, acompañada de mis hermanas, se arrodilló ante el altar.
Yo, desde la tribuna, solamente oía el murmullo de su voz, que guiaba moribunda
las avemarías; pero cuando a las niñas les tocaba responder, oía todas las palabras
rituales de la oración. La tarde agonizaba y los rezos resonaban en la silenciosa
oscuridad de la capilla, hondos, tristes y augustos, como un eco de la Pasión. Yo
me adormecía en la tribuna. Las niñas fueron a sentarse en las gradas del altar.
Sus vestidos eran albos como el lino de los paños litúrgicos. Ya sólo distinguía
una sombra que rezaba bajo la lámpara del presbiterio. Era mi madre, que sostenía
entre sus manos un libro abierto y leía con la cabeza inclinada. De tarde en tarde,
el viento mecía la cortina de un alto ventanal. Yo entonces veía en el cielo, ya
oscura, la faz de la luna, pálida y sobrenatural como una diosa que tiene su altar
en los bosques y en los lagos…
Mi madre cerró el libro dando un suspiro, y de nuevo
llamó a las niñas. Vi pasar sus sombras blancas a través del presbiterio y columbré
que se arrodillaban a los lados de mi madre. La luz de la lámpara temblaba con un
débil resplandor sobre las manos que volvían a sostener abierto el libro. En el
silencio la voz leía piadosa y lenta. Las niñas escuchaban. y adiviné sus cabelleras
sueltas sobre la albura del ropaje y cayendo a los lados del rostro iguales, tristes,
nazarenas. Habíame adormecido, y de pronto me sobresaltaron los gritos de mis hermanas.
Miré y las vi en medio del presbiterio abrazadas a mi madre. Gritaban despavoridas.
Mi madre las asió de la mano y huyeron las tres. Bajé presuroso. Iba a seguirlas
y quedé sobrecogido de terror. En el sepulcro del guerrero se entrechocaban los
huesos del esqueleto. Los cabellos se erizaron en mi frente. La capilla había quedado
en el mayor silencio, y oíase distintamente el hueco y medroso rodar de la calavera
sobre su almohada de piedra. Tuve miedo como no lo he tenido jamás, pero no quise
que mi madre y mis hermanas me creyesen cobarde, y permanecí inmóvil en medio del
presbiterio, con los ojos fijos en la puerta entreabierta. La luz de la lámpara
oscilaba. En lo alto mecíase la cortina de un ventanal, y las nubes pasaban sobre
la luna, y las estrellas se encendían y se apagaban como nuestras vidas. De pronto,
allá lejos, resonó festivo ladrar de perros y música de cascabeles. Una voz grave
y eclesiástica llamaba:
–¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán…!
Era el Prior de Brandeso que llegaba para confesarme.
Después oí la voz de mi madre trémula y asustada, y percibí distintamente la carrera
retozona de los perros. La voz grave y eclesiástica se elevaba lentamente, como
un canto gregoriano:
–Ahora veremos qué ha sido ello… Cosa del otro mundo
no lo es, seguramente… ¡Aquí, Carabel! ¡Aquí, Capitán…!
Y el Prior de Brandeso, precedido de sus lebreles, apareció
en la puerta de la capilla:
–¿Qué sucede, señor Granadero del Rey?
Yo repuse con voz ahogada:
–¡Señor Prior, he oído temblar el esqueleto dentro del
sepulcro…!
El Prior atravesó lentamente la capilla. Era un hombre
arrogante y erguido. En sus años juveniles también había sido Granadero del Rey.
Llegó hasta mí, sin recoger el vuelo de sus hábitos blancos, y afirmándome una mano
en el hombro y mirándome la faz descolorida, pronunció gravemente:
–¡Que nunca pueda decir el Prior de Brandeso que ha
visto temblar a un Granadero del Rey…!
No levantó la mano de mi hombro, y permanecimos inmóviles,
contemplándonos sin hablar. En aquel silencio oímos rodar la calavera del guerrero.
La mano del Prior no tembló. A nuestro lado los perros enderezaban las orejas con
el cuello espeluznado. De nuevo oímos rodar la calavera sobre su almohada de piedra.
El Prior se sacudió:
–¡Señor Granadero del Rey, hay que saber si son trasgos
o brujas!
Y se acercó al sepulcro y asió las dos anillas de bronce
empotradas en una de las losas, aquella que tenía el epitafio. Me acerqué temblando.
El Prior me miró sin despegar los labios. Yo puse mi mano sobre la suya en una anilla
y tiré. Lentamente alzamos la piedra. El hueco, negro y frío, quedó ante nosotros.
Yo vi que la árida y amarillenta calavera aún se movía. El Prior alargó un brazo
dentro del sepulcro para cogerla. La recibí temblando. Yo estaba en medio del presbiterio
y la luz de la lámpara caía sobre mis manos. Al fijar los ojos las sacudí con horror.
Tenía entre ellas un nido de culebras que se desanillaron silbando, mientras la
calavera rodaba por todas las gradas del presbiterio. El Prior me miró con sus ojos
de guerrero que fulguraban bajo la capucha como bajo la visera de un casco:
–Señor Granadero del Rey, no hay absolución… ¡Yo no
absuelvo a los cobardes!
Y con rudo empaque salió sin recoger el vuelo de sus
blancos hábitos talares. Las palabras del Prior de Brandeso resonaron mucho tiempo
en mis oídos. Resuenan aún. ¡Tal vez por ellas he sabido más tarde sonreír a la
muerte como a una mujer!
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