Antoni Marí
Pablo
fue mi mejor amigo. Tal vez el único amigo que tuve nunca. No he mantenido con
nadie una relación como la que mantuve con él, mientras vivió. Tal vez fuera
por la edad. En la adolescencia la amistad es como la extensión de esa
conciencia perpleja que uno va descubriéndose, a empellones y sustos. Siempre
pensé que aquella extensión de mi conciencia que se personificaba en la figura
de Pablo, era más firme y más real que la mía propia.
Pablo
era más inteligente que yo, más franco y más abierto. Yo tenía serias
dificultades para relacionarme con el mundo de los acontecimientos: para mí,
todo suponía un problema o una contrariedad. Era suspicaz y sentía temor por
cualquier cosa. Pablo, en cambio, era valeroso; sabía enfrentarse a las
dificultades como una persona mayor, pensaba yo. Estas cualidades, sin embargo,
no me habrían despertado el afecto, ni la amistad que le profesaba, si no
hubiera reconocido en él aquellas otras que parece que se pierden con los años,
como la solidaridad, la fidelidad, la capacidad de entrega y la paciencia.
Conocí
a Pablo durante el primer curso de bachillerato. Su padre, por su trabajo, tuvo
que venir a nuestra ciudad y él se incorporó a nuestra clase ya bien entrado el
curso escolar. Le reconocí inmediatamente como al amigo que realmente fue y
pienso que él también me reconoció a mí; en aquellos años yo tenía tan mal
concepto de mí mismo que no podía creer que nadie quisiera, por su propia
voluntad, hacerse amigo mío. Y él sí quiso. Tal vez, ésta fue una de las
razones por las cuales yo no podía dudar de su amistad; porque fue su amistad y
su afecto los que propiciaron que sea como soy ahora.
Cuando
terminamos el bachillerato, entramos en la universidad. Y aunque él hacía letras
y yo ciencias, seguíamos viéndonos con la misma frecuencia de antes y
participando de todo aquello en lo que ocupábamos nuestra vida y nuestra
existencia. A mí me interesaban sus estudios, y él parecía interesarse por los
míos. Llegué a tener una formación humanística, que todavía hoy asombra a mis
colegas. Pablo podía mantener cualquier conversación sobre física cuántica o
sobre el principio de incertidumbre de Heisenberg. Tanto en su casa como en la
mía entablábamos larguísimas discusiones sobre el futuro de la humanidad, la
idea de nuestro tiempo y la temperatura de las chicas con quienes salíamos los
sábados.
Todo
acontecía con regularidad: las clases, los paseos, las discusiones, los
guateques. A pesar de que el tiempo, los estudios y los quehaceres diarios le
habían hecho perder algo de su esplendor original, nuestra amistad permanecía
firme: nos sabíamos mutuamente deudores de lo que cada uno de nosotros
consideraba como lo mejor de sí mismo.
Un
día, Pablo me llamó por teléfono. Tengo que hablarte ahora mismo. Nos vemos
dentro de media hora en el bar de la plaza. Estaba pálido y nervioso. Los
médicos le habían detectado una terrible enfermedad en los huesos. Que se le
desintegraban progresivamente como una piedra enferma, y que en un par de años
serían como aserrín, o arena o polvo de granito. No me lo creí; tal vez pensara
que se encontraría un remedio y que no era posible una muerte así, a los
veintitrés años. Sin embargo, dos meses después, Pablo ya no salía de casa de
sus padres.
Al
principio siguió yendo a la universidad; después sólo asistía a las clases de
última hora; más tarde salía a mediodía a pasear por el barrio o a tomar el sol
en la plaza de enfrente de su casa. Luego, ni tan siquiera podía andar cuatro
pasos sin que su cuerpo manifestara la violenta enfermedad que lo sumía.
Finalmente ya no salió más de casa de sus padres.
Yo
le visitaba todas las tardes y sé que agradecía mis visitas y el tiempo que
ocupaba en su compañía. Le leía algún libro, el periódico, cualquier cosa
liviana que me cayera entre las manos; le contaba las cosas que me sucedían, lo
que yo creía que podía distraerle en la reclusión a que le tenía sometido su
enfermedad. Iba perdiendo capacidad de atención y, cuando la tenía, no solía
ser por mucho tiempo. Posiblemente no atendiera a la lectura y tampoco le
interesara lo que pudiera ocurrir. Sin embargo ponía la cara de atención que
tan bien le conocía y se esforzaba por mostrar interés.
Fue
perdiendo la memoria. En algunas ocasiones no llegó a reconocerme y entonces
preguntaba a su madre quién era yo y qué quería. Otras veces no recordaba dónde
estaba, ni qué hacía en aquel lugar. Para evitar o, simplemente, para aliviar
aquella progresiva pérdida de su memoria, yo intentaba contarle cosas de
nuestro pasado común, episodios felices, sucesos memorables, anécdotas y
chascarrillos de nuestra adolescencia. Cuando podía recordar, se detenía en los
detalles más sencillos. Apenas recordaba los grandes acontecimientos y, en
cambio, podía describir con precisión situaciones y escenas que, a pesar de
haberlas vivido los dos, yo las tenía totalmente olvidadas.
Unos
meses más tarde, el estado de Pablo empeoró. Fue debilitándose, incapaz de
sostenerse y apenas con fuerza para abrir la puerta. Sus ojos fueron
cubriéndose de un velo gris y de una pesadez quieta. Se quedaba absorto y casi
inmóvil, y su mirada se perdía en cualquier rincón de la casa. Apenas hablaba.
Los últimos días ya no tenía recursos para expresarse, ni tan sólo para dar a
entender el más pequeño quiebro de su pensamiento. Aquella enfermedad le había
transformado en otro hombre.
Era,
ciertamente, otro hombre; no conservaba rasgo alguno de aquel carácter que
había hecho posible nuestra amistad. Su inteligencia parecía recluida en el
lugar más inverosímil de su cerebro; su curiosidad se había transformado en un
solipsismo hermético, y su alegría, ahora, era una inquieta desazón. Aunque
todos comprendiéramos que había razones para ello, no dejábamos de lamentar el
lento resquebrajamiento de sus facultades y su lento y trágico morir.
Una
tarde, al visitarle, me estremeció un escalofrío. Su estado era deplorable. Su
rostro estaba pálido, los labios eran como finos pliegues transparentes y, en
sus manos, las venas azules y espesas parecían a punto de rasgar la suave
película que las cubría. Sus ojos, en cambio, seguían vivos; eran como dos
luciérnagas luminosas que se hubieran escondido en una grieta profunda. Al
verme me sonrió y, con un gesto de complicidad, me hizo un ademán para que me
sentara junto a él. Me miraba y sonreía. ¿Recuerdas aquella verbena de San
Juan?, me preguntó. Qué borrachos estábamos. Qué curda más memorable. Nos
echaron, ¿recuerdas. Tú estabas más borracho que nadie. Ni siquiera sabías lo
que hacías. Parecía contento y me miraba sin dejar de sonreír. ¿Recuerdas?, lanzaste
una bola de confeti que fue a dar en la frente de la chica que daba la fiesta,
un poco más y le sacas un ojo. Pablo iba a decir algo más pero se atragantó.
Una fuerte convulsión le dejó sin sentido. Su madre le tocó la frente y dijo:
Le ocurre a menudo, no puede contenerse. Pero no hay que temer. Lo mejor es
dejar que repose, que se tranquilice. Vuelve mañana. Ya sabes que le gustan
mucho tus visitas y que cada tarde te espera.
Salí
de casa de Pablo presintiendo lo peor, y, sin ánimo de volver a casa, pasé por
la de Federico, un amigo común, para procurar distraerme y reconfortarme con su
compañía. Estaba a punto de salir. Iba a una fiesta. Me animó a ir con él. Ven.
Será peor si te quedas en casa. Tomarás unas copas y te distraerás. Si quieres
me quedo contigo, pero sería mejor que fuéramos los dos a la fiesta.
Era
una fiesta para celebrar no sé qué. A mí me pareció una fiesta infantil; me
sorprendió y desagradó la multitud y el griterío, y tuve que esforzarme por no
volver a casa. Todos gritaban, cantaban, aplaudían, se daban golpes en la
espalda, llevaban narices postizas y espantasuegras. Eran como niños, y su
alegría tonta y la algarabía que producían a mi alrededor me molestaban
profundamente. No estaba para fiestas y menos con aquella gente incontinente.
Las
serpentinas y el confeti se esparcían por el suelo, sobre las lámparas, en los
platos de carne asada, en los vasos de whisky, en las jarras de cerveza, y se
metían en las orejas. Procuré incorporarme al jolgorio a pesar de que nunca me
han gustado las fiestas populares. Tampoco quería irme a casa; en aquellas
circunstancias necesitaba compañía. La imagen de Pablo no cesaba de azuzar mi
imaginación y mi tristeza. Tenía fija en mi mente, y ahora en mi recuerdo,
aquella otra fiesta, aquel incidente del confeti que había olvidado.
La
fiesta continuaba. Federico estuvo atento y solícito conmigo, conocía mi
profunda amistad con Pablo y consiguió aliviar mi tristeza y hacerme olvidar la
melancolía que me atenazaba. Finalmente me integré en la fiesta y también tiré
confeti y serpentinas y bebí todo lo que caía en mis manos. A medianoche, sin
despedirme de nadie, y sin pensar por qué, salí de la fiesta y fui a casa de
Pablo.
Su
madre me abrazó silenciosamente conteniendo la respiración, comprendí que Pablo
había muerto. Me retuvo entre sus brazos; yo miraba, en la pared, un grabado de
Ricardo Baroja. El ruido de la fiesta me estallaba en los oídos, el alcohol
parecía agolparse en las sienes, reventándolas. Todo me daba vueltas. La madre
de Pablo me tomó de la mano y me llevó al dormitorio.
Estaba
en la cama envuelto en una sábana blanca. Cerré los ojos y una multitud de
estrellitas veloces corrió de izquierda a derecha. Un dolor que parecía
atravesarme el pecho me hizo llorar. Las lágrimas resbalaban quemándome el
rostro, todo estaba borroso y lejano. Como pude, sin mirar, me saqué el pañuelo
del bolsillo. Me sequé la humedad de las lágrimas y miré furtivamente a Pablo
quien, con aquel gesto, había quedado cubierto de confeti, de minúsculos
papelitos festivos que motearon su mortaja de miles de colores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario