Alfonso Reyes
Tenía razones para dudar. Volvió a casa inesperadamente. La casa estaba
desierta.
En el vestíbulo, una madeja de lana, abandonada,
yacía en el suelo; era la lana con que su mujer estaba tejiendo no sé qué, por
matar el tiempo… o por tener pretexto de andar siempre con los ojos bajos. Bien
lo comprendía él.
–Todo está muy claro –se dijo–. En la lucha, o lo
que sea, la labor ha caído al suelo.
Pero la madeja se desenrollaba hacia el pasillo en
un infinito hilo de lana azul.
–Sigamos el hilo –pensó–. Por el hilo se saca el
ovillo.
Y, saltándole el corazón, empuñó el revólver.
El hilo azul corría por el pasillo, entraba en el
comedor, salía después por la otra puerta…
Y él lo seguía de puntillas, anhelante, guiado en
aquel laberinto de dudas y pasiones por el hilo azul. En su conciencia había
una sombra impenetrable, cortada por un hilo azul infinito.
El hilo seguía su camino misterioso. En el otro
extremo del hilo –pensaba él– está la ignominia. ¿Tal vez el crimen? Y tenía
miedo de sí mismo.
El hilo atravesaba un salón y, ya agitado por
evidentes palpitaciones, se escurría por debajo de la puerta del fondo.
Y vaciló ante aquella puerta: ¿sería mejor desandar
el camino y llevarse a la calle, como robado y a hurto, el secreto de su
felicidad? ¿Sería mejor ignorarlo todo? El hilo, fiel, le ofrecía el camino de
la fuga.
Al fin, haciendo un esfuerzo de serenidad, seguro
de que el revólver no se dispararía solo en su mano crispada, abrió la puerta…
Hecho una bailarina rusa, en un verdadero océano de
lana azul, sobre el tapiz de la alcoba, luchando con manos y patas, el gato –un
precioso gato blanco, verdadera nube de candor– se revolcaba, gozoso.
Junto al gato, en el sillón habitual, sin una
sonrisa, inmóvil, ella –siempre enigmática– lo contemplaba sin verlo.
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