Rabindranath Tagore
Las
taciturnas nubes se amontonan sobre la oscura linde del bosque.
¡No salgas, hijo mío! Las palmeras alineadas en el
borde del lago revuelven sus cabezas contra el cielo lúgubre; los grajos de
alas tiznadas se callan en las ramas de los tamarindos y una oscuridad
creciente invade la orilla oriental del río.
Atada a la cerca, nuestra vaca muge ruidosamente.
Espera aquí, hijo mío, hasta que la haya llevado al
establo.
Los hombres se precipitan en los prados inundados
para coger los peces que saltaron de los estanques desbordados. Los arroyuelos
del agua de la lluvia corren por los estrechos senderos como esos niños
traviesos que disfrutan escapando de su madre.
¡Escucha, alguien llama al barquero del vado! ¡Oh,
hijo mío, se ha hecho ya de noche y no se puede cruzar el lago! Se diría que el
cielo galopa rápidamente sobre la lluvia enloquecida, las aguas del río rugen
impacientes y las mujeres han vuelto precipitadamente del Ganges con sus
cántaras llenas.
Hay que preparar las lámparas para la noche.
¡No salgas, hijo mío! El camino del mercado está
desierto, el sendero junto al río resbaladizo, el viento ruge y se debate entre
las cañas de bambú como una alimaña cogida en una red.
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