Thomas Mann
¿Hay que contar algo? ¿Aunque no sepa nada? Bueno, en este caso, voy a contar
algo.
Una vez –de esto hace ya dos años– estuve presente en
un accidente ferroviario. Todos sus pormenores parecen estar ante mis ojos.
No fue un accidente de primera categoría, uno de estos
clásicos “acordeones” con “docenas de personas desfiguradas” entre los hierros,
etc., etc. No. Sin embargo, fue un accidente ferroviario auténtico, con todos sus
requisitos circunstanciales, y, por añadidura, durante la noche. No todos han vivido
un suceso como este, y por esto quiero contarlo lo mejor posible.
Me dirigía, en aquella ocasión, a Dresde, invitado por
un grupo de amantes de las buenas letras. Era, pues, un viaje artístico y profesional,
uno de estos viajes que no me disgusta emprender de vez en cuando. Al parecer, uno
representa algo, ha entrado en la fama, la gente aplaude su presencia; no en vano
se es súbdito de Guillermo II. Por lo demás, Dresde es una hermosa ciudad (especialmente
su fortaleza), y tenía intención de pasar después diez o catorce días en el “ciervo
blanco” para cuidarme un poco y quizá, si a fuerza de “aplicación” me venía la inspiración,
para trabajar también un poco. Con este propósito había puesto mi manuscrito en
el fondo de mi maleta, con mis apuntes, un inmenso legajo de cuartillas envuelto
en papel de embalar de color parduzco y atado con un fuerte cordel que ostenta los
colores bávaros.
Me gusta viajar con comodidad, especialmente cuando
me pagan el viaje. Utilizaba, por consiguiente, los coches-cama; el día antes había
encargado un departamento de primera clase, y ahora me encontraba instalado en él.
Sin embargo, tenía fiebre, fiebre de viajar, como me ocurre siempre en tales ocasiones,
pues salir de casa sigue siendo para mí una aventura y en cuestiones de viaje nunca
llegaré a estar completamente curado de espantos. Sé muy bien que el tren de la
noche para Dresde sale todas las tardes de la Estación Central de Múnich y llega
a Dresde por la mañana. Pero, cuando viajo solo en tren y mi suerte está unida a
la suya, la cosa se torna grave. Entonces no puedo sacarme de la cabeza la idea
de que el tren parte aquel día exclusivamente para mí, y este error irracional tiene
naturalmente como consecuencia, una excitación interna, profunda, que no me abandona
hasta que no he dejado tras de mí todas las formalidades del viaje, el trabajo de
hacer las maletas, el trayecto de casa a la estación en un taxi cargado de bártulos,
la llegada a la estación, la facturación del equipaje, y hasta que no me sé definitivamente
bien instalado. Entonces, indudablemente, me entra una laxitud y bienestar en todo
el cuerpo, el espíritu se interesa por otras cosas, la gran atracción de lo lejano
se descubre tras la bóveda de vidrio y el corazón goza de la placentera espera.
Así sucedió también aquella vez. Había dado una buena
propina al mozo que trajo mi equipaje de mano, y él había cogido satisfecho las
monedas y me había deseado un buen viaje. Estaba yo entonces fumando mi cigarrillo
de la tarde en el pasillo del coche-cama, recostado en una ventana y mirando el
tráfago del andén. Se oían silbidos y chirridos de ruedas, carreras apresuradas,
despedidas y el voceo salmodiado de los vendedores de periódicos y refrescos, y
sobre todo este ajetreo ardían las grandes lunas eléctricas en medio de la neblina
de aquella tarde otoñal. Dos forzudos mozos tiraban de una carretilla cargada de
grandes maletas hacia la parte delantera del tren, donde estaba el furgón del equipaje.
Reconocí mi maleta por ciertas señales que me eran familiares. Allí iba ella, una
entre tantas, y en su fondo reposaba el precioso fardo de papeles. “Bueno, pensé…
no hay por qué preocuparse, están en buenas manos”… miren a ese revisor con bandolera
de piel, frondoso mostacho de sargento de policía y mirada enfurruñada y alerta.
Miren con qué brusquedad impone su autoridad a aquella anciana de mantilla negra
y deshilachada, porque estaba a punto de subirse al vagón de segunda clase. Este
hombre es el Estado –nuestro padre– la autoridad y seguridad. No da gusto tener
tratos con él, es severo, muy severo, muy áspero, pero puedes fiarte de él y tu
maleta está tan segura con él como en el seno de Abraham.
Un señor con polainas y gabán de entretiempo se pasea
por el andén y lleva un perrito atado con una correa. Nunca vi un perrito tan mono.
Es un dogo regordete, brillante, musculoso, con manchas negras, tan bien cuidado
y gracioso como esos perritos que se ven a veces en los circos y que divierten al
público corriendo alrededor de la pista con todas las fuerzas de sus pequeños cuerpos.
El perro lleva un collar de plata, y la correa de la que es conducido es de piel
trenzada y de color. Pero esto no ha de asombrarnos si observamos a su amo, el señor
con polainas, quien sin duda es de la más noble alcurnia. En un ojo lleva un monóculo
que hace más severo todavía su semblante, y las puntas de su bigote se le levantan
tercamente, dando a la comisura de sus labios y a su barbilla una expresión de despecho
y firmeza. Dirige una pregunta al revisor de aire marcial, y aquel hombre simplón,
que se da perfecta cuenta de con quién tiene que habérselas, le responde saludándolo
con la mano en la gorra. Luego el caballero continúa su paseo, satisfecho de la
impresión que causa su persona. Pasea seguro de sí mismo, metido en sus polainas;
su rostro es frío, cáustico, y no se amedrenta ante hombres ni cosas. Es evidente
que nunca ha experimentado la fiebre de los viajes; es para él una cosa tan normal
y corriente que no le constituye ninguna aventura. Se encuentra como en su casa,
tranquilo y sin miedo de las instituciones y los poderes, una sola palabra lo explica:
es un caballero. Yo no puedo abarcarlo de una sola mirada.
Cuando cree que es hora, sube al tren (el revisor acababa
de volverse de espaldas). Pasa por detrás de mí en el pasillo y, aunque choca conmigo,
no dice “perdón”. ¡Qué caballero! Pero esto no es nada en comparación con lo que
sigue. ¡El caballero, sin pestañear siquiera, se introduce en su departamento con
el perro! Indudablemente esto está prohibido. ¿Cómo me atrevería yo, pobre de mí,
a introducir un perro en un departamento? Pero él lo hace en virtud de sus derechos
de caballero en la vida y cierra la puerta tras de sí.
El jefe de estación tocó su silbato, la locomotora respondió
con el suyo, y el tren se puso suavemente en marcha. Yo me quedé todavía un rato
en la ventana. Vi a los que se quedaban en tierra hacer señas con la mano, vi los
puentes de hierro, vi las luces que oscilaban y pasaban…
Luego me retiré dentro del vagón. El coche-cama no estaba
ocupado del todo; había un departamento vacío junto al mío, y, como no estaba arreglado
para dormir, decidí acomodarme en él, para leer un rato con tranquilidad. Así pues,
fui por mi libro y me dirigí allí. El sofá estaba forrado de seda color salmón,
en una mesita plegable había un cenicero y la lámpara de gas producía una luz clara.
Yo leía y fumaba cómodamente sentado.
El encargado del coche-cama entra servicial, me pide
el boleto de coche-cama y yo se lo pongo en su ennegrecida mano. Habla con mucha
cortesía –aunque por pura obligación–, omite darme las “buenas noches” –saludo estrictamente
personal– y se va para llamar la puerta del departamento contiguo. Pero le hubiera
sido mejor pasar de largo, pues allí estaba el caballero de las polainas, y como
el caballero no quería dejar ver a su perro, y además ya se había acostado, lo cierto
es que se puso terriblemente furioso, porque se atrevían a molestarlo.
Y, a pesar del traqueteo del tren, percibí a través
de la delgada pared el estallido irreprimido y elemental de su cólera.
–¿Qué pasa ? –gritó–. ¡Déjeme en paz… rabos de mico!
Empleó la expresión “rabos de mico”, una expresión de
buena sociedad, de señor y de caballero, que sonaba a cordialidad. Pero el empleado
optó por ir a las buenas, pues, por sí o por no, tenía que comprobar el boleto del
caballero. Salí al pasillo para seguir mejor el incidente, y fui testigo de cómo,
al final, la puerta del caballero se abrió un poco de empellón y el boleto salió
disparado a la cara del empleado, sí, le dio de lleno en la cara con fuerza y rabia.
El empleado lo cogió al vuelo con ambas manos y, a pesar de que uno de sus bordes
se le había metido en el ojo haciéndole saltar las lágrimas, juntó las piernas y
saludó militarmente con las manos en la gorra. Algo perturbado, volví con mi libro.
Considero por unos instantes los inconvenientes y las
ventajas de fumarme otro puro, y encuentro que no hay nada mejor. Así, pues, me
fumo otro mientras sigo leyendo entre el traqueteo del tren, y me siento a gusto
e inspirado. El tiempo pasa, son las diez o las diez y media o tal vez más. Los
pasajeros del coche-cama ya se han ido a descansar, y al final me decido a hacer
lo mismo.
Me levanto, pues, y me dirijo a mi departamento. Es
una alcoba pequeña, pero perfecta y lujosa, con tapices de piel estampada, perchas
y una jofaina niquelada. La cama está arreglada con ropas limpias y blancas, y el
cubrecama recogido en forma que invita a echarse.
“Oh, gran era moderna –pienso–. Uno se mete en esta
cama como si estuviera en casa, se traquetea un poco durante la noche, y he aquí
que por la mañana se encuentra ya en Dresde”.
Cojo mi bolsa de mano de la red para sacar mis útiles
de aseo. Con los brazos extendidos la levanto por encima de mi cabeza. En ese preciso
instante ocurrió el accidente. Lo recuerdo como si fuera ahora. Hubo una sacudida…
Pero con “sacudida” se dice muy poco. Fue una sacudida que al instante se caracterizó
por una manifiesta malignidad. Una sacudida odiosamente estridente. Y de tal violencia
que mi bolsa salió disparada de las manos no sé a dónde, y yo mismo fui despedido
contra la pared, resultando con las espaldas adoloridas. No hubo tiempo para reflexionar,
pues a continuación siguió un espantoso vaivén del vagón, que, mientras duró, dio
motivo suficiente para amedrentar al más pintado. Un vagón del tren se balancea
en los cambios de vía, en las curvas cerradas, esto es normal. Pero aquel vaivén
no dejaba a uno tenerse en pie, te lanzaba de una pared a otra y hacía prever que
de un momento a otro íbamos a volcarnos. Pensé: “Esto no marcha bien, esto no marcha
bien, esto no va bien de ninguna manera”. Así, literalmente. Pensé además: “¡Alto!
¡Alto! ¡Alto!” Pues sabía que si el tren se paraba se habría conseguido mucho. Y
he aquí que a esta ardiente y callada orden mía el tren se detuvo.
Hasta aquel momento, en el coche-cama había reinado
un silencio de muerte. Pero entonces cundió la alarma. Gritos estridentes de mujeres
se mezclaron con roncas exclamaciones de sorpresa de hombres. Cerca de mí oí a alguien
gritar “socorro”, y no había duda, era la misma voz que antes se había servido de
la expresión “rabos de micos”, la voz del caballero de las polainas, sólo que desfigurada
por el miedo. “¡Socorro!”, gritó, y en el instante en que yo salí al pasillo, donde
se habían agolpado los demás pasajeros, salió bruscamente de su apartamento en pijama
de seda y nos miró a todos con ojos extraviados.
–¡Gran Dios! –gritó–. ¡Omnipotente Dios!
Y para anonadarse todavía más –y tal vez para evitar
su completa aniquilación– añadió en tono suplicante:
–¡Amantísimo Dios!…
Pero de repente volvió sobre sí y optó por ayudarse
a sí mismo. Se precipitó en el armario empotrado en la pared, donde colgaban en
previsión un hacha y una sierra, rompió de un puñetazo el cristal del armario, no
tocó, sin embargo, los instrumentos –porque no llegó a alcanzarlos en el primer
intento–. Se abrió paso a través de los viajeros congregados –con unos empujones
tan furiosos que las damas, semivestidas, empezaron a chillar de nuevo– y se arrojó
fuera del tren.
Todo esto sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Entonces
experimenté los efectos de mi sobresalto: cierta sensación de flaqueza en la espalda,
una imposibilidad pasajera de tragar. Todo el mundo se apiñó alrededor del empleado
de manos ennegrecidas, que había acudido también allí con los ojos enrojecidos:
las damas, con los brazos y los hombros desnudos, forcejeaban con las manos a su
alrededor.
Era un descarrilamiento –explicó el empleado– había
descarrilado. Esto no era exacto, según se comprobó más tarde. Pero he aquí que
aquel hombre, bajo el efecto de las circunstancias, se sintió comunicativo, olvidó
su calidad de funcionario –aquellos incidentes excepcionales le habían soltado la
lengua– y nos habló con toda familiaridad de su mujer.
–Yo le había dicho a mi mujer: mujer, le dije, tengo
el presentimiento de que hoy va a pasar algo.
¡Toma! ¡Ya lo creo que había pasado! Desde luego, todos
le dimos la razón.
Dentro del vagón se desprendía humo, una humareda espesa,
no se sabía de dónde, y todos preferimos bajar y quedarnos en medio de la noche.
Para poder bajar, había que dar un gran salto desde
el estribo de la plataforma, pues allí no había andén alguno y, además, nuestro
coche-cama había quedado atravesado e inclinado hacia el lado opuesto. Pero las
damas, que se habían apresurado a cubrir sus carnes, saltaron desesperadas, y pronto
estuvimos todos entre las vías.
Estaba todo muy oscuro, pero pudimos ver detrás de nosotros
que no faltaba ningún vagón, aunque estaban igualmente atravesados en la vía. Pero
delante… ¡quince o veinte pasos más adelante! No en vano la sacudida se había producido
tan espeluznante. Allí adelante no había más que ruinas y escombros… Al acercarnos,
vimos sólo las márgenes del siniestro, y las pequeñas linternas de los revisores
se posaban errantes por encima.
Nos llegaron noticias; personas excitadas, de rostros
descompuestos. Nos informaron de la situación. Nos encontrábamos muy cerca de una
pequeña estación vecinal, próxima a Regensburg: por culpa de una aguja defectuosa
nuestro expreso había entrado a una vía muerta, había chocado, lanzado a toda velocidad,
con la parte trasera de un tren de mercancías que estaba detenido allí. Lo había
arrojado fuera de la vía, había destrozado sus vagones de cola y el mismo había
sufrido graves desperfectos. La gran locomotora de nuestro tren (fabricada en la
casa Maffei de Múnich) estaba hecha un montón de chatarra. Había costado siete mil
marcos. Y en los vagones de la cabeza, casi volcados, los asientos estaban en gran
parte empotrados unos en los otros. No, gracias a Dios no había que lamentar desgracias
personales. Se hablaba de una anciana que había “salido despedida”, pero nadie la
había visto. Todo lo más, los viajeros habían quedado sepultados entre maletas y
bolsas, y el pánico había sido grande. El furgón del equipaje había quedado reducido
a escombros. ¿Qué había pasado con el furgón? Que estaba destrozado.
En estas estaba yo….
Un empleado sin gorra corría de una a otra del tren:
era el jefe de la estación, quien a gritos y entre lágrimas recomendaba a los pasajeros
que guardaran disciplina, despejaran la vía y entraran en los vagones. Pero nadie
le hacía caso, porque no llevaba gorra y su actitud no inspiraba respecto. ¡Pobre
hombre! En él recaía toda la responsabilidad. Tal vez aquel accidente representara
el fin de su carrera y la ruina de su vida. No hubiera sido discreto preguntarle
sobre los equipajes.
Se acercó otro empleado cojeando. Lo reconocí por su
mostacho de sargento de policía. Era el revisor, aquel revisor de mirada enfurruñada
y alerta que había conocido aquella misma tarde, el Estado, nuestro padre. Cojeaba
encorvado, apoyando una mano en la rodilla, y no hacía más que quejarse de su rodilla.
–¡Ay, ay! –decía–. ¡Ay!
–Bueno, bueno, ¿qué pasa? ¡Ay, señor! Me quedé cogido
en medio de todo aquello. No podía respirar. ¡He tenido que escapar por el techo!
Aquel “escapar por el techo” sonaba a reseña de prensa;
desde luego, aquel hombre no empleaba con propiedad la palabra “escapar”. No pensaba
tanto en su accidente como en la reseña periodística de su accidente. Pero, ¿de
qué me servía esto? Aquel hombre no estaba en condiciones de informarme sobre mi
manuscrito. Y me dirigí a un joven que venía sano y salvo del lugar del accidente,
aunque muy serio y excitado, para preguntarle sobre el equipaje.
–Pues verá, señor, nadie lo sabe…
–¿Cómo está aquello?
Y por su tono comprendí que debía alegrarme de haber
salido con todos los miembros ilesos.
–Todo está revuelto. Zapatos de señora… –dijo con un
salvaje acento de destrucción y arrugando la nariz–. Los trabajos de descombros
nos lo dirán. Zapatos de señora.
En esta estaba yo. Como un solitario en la noche, entre
las vías, examinaba mi corazón. Trabajos de descombros. Trabajos para buscar mi
manuscrito tenían que hacer. Probablemente estaría destruido también, despedazado,
triturado. Mi colmena, la materia prima de mi arte, mi providente zorrera, mi orgullo
y mi esfuerzo, lo mejor de mí. ¿Qué iba a hacer yo en aquellas condiciones? No tenía
copiado aquello que existía, que acababa de ser ensamblado y forjado, que alentaba
con vida y sonidos propios… Por no hablar de mis apuntes y estudios, de todo mi
atesoramiento de material, recopilado, adquirido, recogido, extraído con penas y
dolor durante años y años. ¿Qué iba a hacer? Examiné mi situación a fondo y saqué
la conclusión de que tendría que volver a empezar desde el principio. Sí, con la
paciencia de una fiera, con la tenacidad de un ser abisal, al que se le ha destruido
la obra fantástica y complicada de su pequeña inteligencia, de su propia carne…
tendría que volver a empezar desde un principio tras un momento de confusión y perplejidad,
y, quizás esta vez resultará un poco más fácil…
Pero, mientras tanto, habían llegado los bomberos con
antorchas que arrojaban una luz rojiza sobre los escombros, y cuando yo me dirigí
hacia la parte delantera del tren para buscar el furgón de los equipajes, vi que
estaba casi intacto y que no faltaba nada en las maletas. Los objetos y mercancías
desparramados por el suelo pertenecían al tren de mercancías: había sobre todo una
inmensa cantidad de ovillos de cordeles, que cubría una gran extensión de tierra.
Me sentí aliviado y me mezclé con la gente que estacionaba
allí charlando, haciendo amistades a propósito de aquel percance sufrido en común,
fanfarroneando y dándose tono. Parecía ser que nuestro maquinista se había accionado
valerosamente y había accionado el freno de alarma en el último instante, evitando
así una catástrofe mayor. De no haberlo hecho así –se decía–, todo hubiera quedado
irremisiblemente hecho un acordeón y el tren se habría precipitado por la gran pendiente
que se abría a la izquierda.
¡Magnífico conductor! No había aparecido por allí, nadie
lo había visto; sin embargo, su fama se extendió por todo el tren y todos lo elogiábamos
en su ausencia.
Y todos sentimos.
Pero nuestro tren estaba en una vía que no le correspondía
y, en consecuencia, era preciso asegurar la espalda, para que otro tren no se le
echara encima por detrás. Y así algunos bomberos se colocaron en el último vagón
con hachones, e incluso aquel excitado joven que tanto me había asustado con sus
“zapatos de señora” había cogido también un hachón y lo blandía de un lado a otro
haciendo señales, por más que no se veía ningún tren por los alrededores.
Poco a poco se fue imponiendo orden en medio de aquel
desbarajuste y el Estado –nuestro padre– logró hacer valer de nuevo su autoridad
y prestigio. Se había telegrafiado y se habían dado todos los pasos oportunos: un
tren de socorro procedente de Regensburg entró humeando cautelosamente en la estación,
y cerca de los vagones siniestrados se colocaron grandes reflectores de luz de gas.
Entonces nos hicieron desalojar las vías y nos indicaron que aguardáramos en el
edificio de la estación en espera de ser reexpedidos. Cargados con nuestro equipaje
de mano, y algunos con maletas, nos trasladamos, a través de una hilera de vecinos
curiosos, a la sala de espera, donde nos apretamos como pudimos. Y una hora después
estábamos todos de nuevo distribuidos y colocados a la buena de Dios en un tren
especial.
Yo tenía boleto de primera clase (me habían pagado el
viaje), pero de nada me sirvió pues todo el mundo prefirió acomodarse en vagones
de primera, y estos compartimentos estaban todavía más llenos que los otros. Pero,
una vez hube encontrado mi rinconcito, di con el caballero de las polainas, aquel
que tenía expresiones como la de “rabos de mico”, mi héroe. Pero no llevaba el perro
consigo: se lo habían quitado –en contra de todos sus derechos de caballero– y lo
habían metido en un oscuro calabozo situado detrás mismo de la locomotora, desde
donde llegaban lastimeros aullidos. El caballero en cuestión poseía también un boleto
amarillo que no le servía de nada, y se quejaba y murmuraba, intentando provocar
un levantamiento en contra del comunismo y en contra de la igualdad absoluta que
se había instaurado frente a su majestad el accidente. Pero se levantó un señor
y con toda lealtad le respondió:
–¡Déjese de levantamientos y tenga la bondad de sentarse!
Y con una amarga sonrisa el caballero no tuvo más remedio
que conformarse con aquella extraña situación.
Pero, ¿quién sube en estos momentos ayudada por dos
bomberos? Una anciana, una abuelita con una deshilachada mantilla sobre la cabeza,
la misma que en Múnich estuvo a punto de subirse a un vagón de segunda clase.
–¿Es de primera este vagón? –pregunta sin cesar–. ¿Es
cierto que este vagón es también de primera?
Y después que han confirmado su pregunta y se le ha
hecho sitio, se deja caer en el acolchonado asiento de terciopelo con un “¡alabado
sea Dios!”, como si por fin se sintiera segura. Al llegar a Hof eran las cinco y
ya amanecía. Allí desayuné y tomé un expreso que me trasladó con tres horas de retraso.
Bien, pues este fue el accidente ferroviario que yo
viví. Y con una vez me basta. Aunque los lógicos me hagan objeciones, espero, sin
embargo, que tendré la buena suerte de no volver a encontrarme en un caso parecido.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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