Roberto Arlt
Los que me conocían, al enterarse de que iba a trabajar en el criadero de
gorilas de Farjalla Bill Alí se encogieron compasivamente de hombros.
Yo ya no tenía dónde elegir. Me habían expulsado de
los más importantes comercios de Stanley.
En unas partes me acusaban de ratero y en otras de beodo.
Mi último amo al tropezar conmigo en la entrada del mercado, dijo, comentando irónicamente
mi determinación:
“No enderezarás la cola de un galgo aunque la dejes
veinte años metida en un cañón de fusil”.
Yo me encogí de hombros frente al pesimismo que trascendía
del proverbio árabe. ¿Qué podía hacer? En África uno se muere de hambre no sólo
en el desierto sino también en la más compacta y vocinglera de las selvas. Allí
donde verdea el mango o ríe el chimpancé, casi siempre acecha la flecha venenosa.
En la factoría de Farjalla Bill trabajaba como tenedor
de libros. El canalla de Farjalla no sólo explotaba un provechoso criadero de gorilas,
sino también una academia de elefantes jóvenes. Allí se les enseñaba a trabajar.
El mercader vendía con excelente ganancia los elefantes domesticados y gorilas.
Disponía de varias leguas de selva y de numerosos rebaños de esclavos. Como éstos
eran sumamente torpes para dedicarlos a la educación del elefante, se les utilizaba
en los trabajos penosos. Las negras, generalmente, en la factoría se dedicaban a
nodrizas de los gorilas huérfanos, debido a que los monos adultos morían de tristeza
al verse privados de su libertad. Los gorilas recién nacidos y huérfanos requerían
atenciones extraordinarias para alimentarlos, porque con su olfato delicado percibían
la diferencia que había entre sus madres y las negras. Además, las pequeñas bestias
son terriblemente celosas y no toleran que la esclava amamante a su propio hijo.
Como Farjalla Bill Alí no se mostraba en este particular sumamente cuidadoso, una
negra llamada Tula, que trajo su pequeño al criadero, sin poderlo impedir, vio cómo
el gorila a cuyo cuidado estaba estrangulaba al niño.
Aquello originó un drama. El padre de la criatura, un
negro que trabajaba en el embarcadero de la ciudad, al enterarse de que su hijo
había perecido entre las zarpas de un gorila, se presentó en el criadero, tomó la
bestia por una pata y le cortó la cabeza. Gozoso de su hazaña, se presentó con la
cabeza del gorila en el puerto.
Rápidamente Farjalla Bill Alí fue informado del perjuicio
que había sufrido. Farjalla acudió al embarcadero. Desde lejos era visible la cabeza
del mono, colocada sobre una pila de fardos de algodón. Farjalla apareció “como
la cólera del profeta”, según un testigo. No pronunció palabra alguna, desenfundó
su gruesa pistola y descerrajó en la cabeza del marido de Tula todos los proyectiles
que cargaba el disparador. En mi calidad de capataz de descarga de otro comerciante,
fui testigo del crimen. Prácticamente el negro quedó sin cabeza. En el proceso que
se le siguió a Farjalla, éste salió absuelto. Los testigos depusieron falsamente
que el árabe tuvo que defenderse de una agresión del negro. Entre los testigos inicuos
figuraba yo. Mi patrón, que entonces estaba interesado en la compra de colmillos
de elefantes, había vinculado sus capitales a la empresa de Farjalla, y me obligó
a declarar que el negro había intentado agredir al árabe con un gran cuchillo. Durante
el proceso, la cabeza del gorila decapitado figuró como importante pieza de convicción.
De más está decir que durante la sustanciación de la
causa Farjalla Bill Alí no estuvo un solo día detenido. Hora es, por lo tanto, que
presente al principal personaje de la historia.
Farjalla Bill Alí era un canalla nato. Tenía antecedentes
y no podía desmentirlos. El abuelo de su madre había sido ahorcado en el mastelero
de una fragata por tratante de esclavos. El padre de Farjalla fue asesinado por
un mercader. La madre de Farjalla se dedicó durante bastante tiempo a la trata de
ébano vivo. Un elefante enfurecido durante una siesta, la mató a colmilladas. Farjalla
continuó en el oficio.
Era él un congolés alto, flaco, de nariz ganchuda. Pertenecía
al rito musulmán. Ornamentaba su cabeza un turbante de muselina amarilla, y jamás
nadie le vio desprovisto de su recio látigo. Azotaba por igual a blancos y negros.
Cierto es que cuando un blanco llegaba a trabajar para Farjalla, había alcanzado
su degradación más completa. Después de la factoría estaba el presidio.
Él conocía mis antecedentes. Cuando me presenté a Farjalla
para pedirle trabajo, ordenó que me entregaran una botella de whisky y me despidió
diciéndome:
–Ve y emborráchate. Después hablaremos.
Estuve tres días ebrio. Al cuarto, una lluvia de puntapiés
que recibí sobre las costillas me despertó. De pie junto a mí, frío y adusto, permanecía
el tratante. Me levanté dolorido mientras que el bellaco me preguntaba:
–¿Vas a dormir hasta el día del juicio final? Ven al
almacén. Es hora de que te ganes el pan.
Así me inicié en su factoría. Pero nuestras relaciones
no podían marchar bien. Un día que salimos por el río cerca de los llamados “rápidos
de Stanley” en busca de un cargamento de marfil, después que hubimos adquirido la
mercadería y en momentos que los “cazadores” wauas, en sus piraguas, efectuaban
en torno de nosotros un simulacro de danza náutica, Farjalla quiso apoderarse por
la violencia de una esclava que yo había canjeado por una pistola automática. Farjalla
alegaba que yo no podía adquirir mercadería de ninguna especie mientras trabajaba
a sus órdenes. Alegó que si los cazadores me vendieron la esclava era en razón del
prestigio de Farjalla. Evidentemente, el negro procedía de mala fe. Yo era un blanco,
y a mi compra de la negra no podía oponerse ningún derecho.
Entonces Farjalla, irritado, me respondió que jamás
toleraría que la negra viviera en la factoría.
Yo le respondí que de ningún modo pensaba llevar a mi
esclava a su ladronera. Cuando pronuncié esta última palabra la irritación de Farjalla
subió tal que inclinándose sobre mí, y antes que pudiera adivinar su intención,
me escupió a la cara.
¡Dios de los dioses! Dispuesto a romperle los huesos
me abalancé sobre él, pero Farjalla me lanzó tal puntapié en la boca del estómago
que caí desvanecido en el fondo de la barca.
Cuando desperté de los efectos del golpe, del aguardiente
de banana y del cansancio, mi esclava había desaparecido. Me encontraba cesante
e ignominiosamente vapuleado.
Los negros me miraban irónicamente. Comprendí que estaba
perdido si no me reconciliaba con Farjalla Bill Alí.
Tragando mi odio, labio sonriente y corazón traicionero,
me dirigí a la factoría. El árabe despotricaba entre sus cargueros. Apenas si se
dignó contestar a mi saludo. Yo entré en el escritorio del almacén como si nada
hubiera sucedido.
Desde entonces mis relaciones con el mercader fueron
odiosas. Él me consideraba un esclavo despreciable; yo un hombre a quien mi venganza
algún día haría rechinar los dientes.
Pero está escrito que los caminos del perverso no van
muy lejos.
Pocos días después de los acontecimientos que dejo narrados
murió en la factoría un gorila adulto que debíamos remitir al jardín zoológico de
Melbourne. Farjalla, que por negligencia aplazaba el envío, se daba a todos los
diablos, resolvió enviar en su lugar un chimpancé que estaba al cuidado de Tula,
la mujer del negro que Farjalla había asesinado a tiros. Tula estaba sumamente encariñada
con el pequeño mono. El chimpancé la seguía como un chicuelo travieso sigue a su
madre. Cuando la viuda se enteró de que el mono iba a ser remitido a un jardín de
fieras, se echó a llorar desconsoladamente. Era cosa de ver y no creer cómo la negra
tomaba al chimpancé y le atusaba el pelo y lo apretaba contra su pecho llorando,
mientras que el mono, con expresión compungida, miraba en rededor, acariciando con
sus largos dedos sonrosados y velludos las húmedas mejillas de su madre adoptiva.
Farjalla Bill Alí era un hombre a quien no enternecían
las lágrimas ni de un millón de negras.
Partiríamos al día siguiente para la ciudad de Stanley.
En el mismo camión llevaríamos al gorila muerto, al chimpancé vivo y a la negra.
El chimpancé lo enviaríamos desde la ciudad de Melbourne. En cuanto al gorila muerto
la negra se quedaría con él junto a una termitera.
Camino a Stanley, y poco menos que a dos leguas de la
factoría se descubría un trozo de selva diezmado por las termites u hormigas blancas.
Allí, en el claro terronero requemado por el sol levantábanse una especie de menhires
de barro de cinco a siete metros de altura. Estos monumentos huecos eran los nidos
de las termites. Farjalla tenía la costumbre, cuando se le moría un animal exótico,
de vender el esqueleto. En Stanley vivía un hombre que compraba los esqueletos de
gorilas para remitirlos a Londres. Probablemente los esqueletos estaban destinados
a establecimientos educativos.
Con el fin de evitar el proceso de descomposición natural,
Farjalla, de acuerdo a las costumbres del país, llevaba el cadáver hasta la termitera,
y con un mazo abría un agujero en el nido. Inmediatamente hileras compactas de termites
cubrían el muerto abandonado sobre el agujero. En pocas horas el esqueleto quedaba
perfectamente mondado.
Y no dejaré de añadir que hasta hacía pocos años los
traficantes de esclavos castigaban a los negros muy rebeldes untándolos con miel
y amarrándolos a uno de estos hormigueros.
Cargamos el gorila muerto en el viejo camión del mercader.
Luego la negra y el chimpancé. Yo iba junto al árabe que conducía el volante. Quiero
hacer constar que nosotros éramos las únicas personas que quedaban en la factoría.
Todos los servidores se habían concentrado en el Norte para dar caza a una pareja
de leones que la noche anterior devoraron un buey. Los hombres, armados de largas
lanzas para cazar elefantes, seguidos de sus mujeres y sus hijos, se habían internado
en la selva.
Salimos con el sol hacia la ciudad de Stanley. Torbellinos
de mariposas multicolores se desparramaban por el camino. Aunque el camión se deslizaba
rápidamente, nos sabíamos vigilados por todos los ojos del bosque. De pronto, Farjalla,
sin apartar los ojos del volante, me dijo:
–Búscate otro amo. No me sirves.
–Bueno –respondí.
Tras nosotros se oía el llanto de la negra abrazada
a su chimpancé. Eran unos sollozos sordos. Por entre unas tablas se distinguía a
la mujer abrazando tiernamente a la bestia, y el mono, con expresión compungida,
miraba en rededor, brillantes los ojos lastimeros. La negra acariciaba la cabeza
del chimpancé, que inspeccionaba el rostro de su madre adoptiva con perpleja vivacidad.
No sabía de qué peligro concreto defenderla.
–¡Calla esa boca! –rezongó el mercader dirigiéndose
a la esclava sin mirarla, porque cuando manejaba le concedía una importancia extraordinaria
a esta operación. Tratando de fingir sumisión, le dije:
–Siento no haberte podido servir.
El árabe se limitó a contestarme:
–No sirves ni para cortar las babuchas de un vagabundo.
La negra, abrazada al pequeño chimpancé, había comenzado
otra vez a llorar. Súbitamente salimos de la sombra verde. Arriba estaba el cielo.
Frente al claro requemado por el sol, las termites habían levantado sus rugosos
bloques pardos. En el remate de algunos de estos nidos gigantes brotaban matas de
hierba.
Con rechinamiento de herrería se detuvo el camión. Cogí
la maza y me dirigí a un hormiguero tres veces más alto que yo. Parecía un tronco
desgastado por la tempestad. La negra cargó con el bolsón con el gorila muerto,
y trabajosamente, agobiada, se dirigió a la termitera. Tras ella, chueco, mirándome
resentido, caminaba el pequeño chimpancé.
Levanté la maza y la descargué sobre la base del hormiguero.
El hormigón del nido no cedió. Farjalla se acercó, yo levanté la maza, y antes que
él pudiera evitarlo, le descargué un vigoroso puntapié en la boca del estómago.
El mismo puntapié que él me había dado en el bote, el día de la fiesta negra en
los “rápidos de Stanley”. Farjalla se desplomó. Le dije a la esclava:
–Trae el gorila.
La mujer dejó caer pesadamente la bestia muerta junto
al tratante de esclavos. Sin perder tiempo, le despojé de su turbante, y con la
larga tira de muselina lo amarré de pies y manos. Luego descargué otro mazazo en
la termitera, y un trozo de corteza se hundió definitivamente, dejando ver el interior
plutónico, sembrado de negros canales por los que se deslizaba febrilmente una blancuzca
humanidad de hormigas grises.
–¡Ayúdame! –le grité a la negra.
La esclava comprendió. Levantando al gorila muerto amarrado
al traficante, empujamos los dos cuerpos sobre la termitera. La mujer lanzó algunos
gritos guturales, el pequeño chimpancé corrió hacia ella y se pegó a su flanco tomándole
la mano.
Ella, riéndose, con los labios entreabiertos, se quedó
contemplando la hervorosa grieta de la termitera. Millares y millares de hormigas
rabiosas cubrían de una sábana gris los dos bultos. La chilaba de Farjalla y el
velludo cuerpo del gorila quedaron revestidos de una costra movediza y cenicienta
que se ajustaba constantemente a las crecientes desigualdades de aquellos cuerpos.
La negra y su hijo adoptivo miraban aquel final.
Yo tomé la botella de whisky que había quedado debajo
del cajón del asiento del camión y le dije a la esclava:
–Es mejor que te vayas y no vuelvas más.
La mujer, tomando apresuradamente la mano del mono,
se dirigió al bosque. Les vi por última vez cuando entraban en el linde de la muralla
vegetal.
El pequeño chimpancé, tomado de su mano, volvía la cabeza
hacia mí como un chicuelo resentido. Y, oculto ahora tras unos cactos, aguardaba
el momento de subir al caballo que había escondido la noche anterior. Tula apartó
unas ramas y se hundió en lo verde. Yo monté a caballo y regresé a la factoría para
probar la coartada, mientras que allí, bajo el sol se quedó Farjala Bill Alí. Las
hormigas se lo comían vivo.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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