Arthur Machen
Pasó durante la Retirada de los 80 mil, y la autoridad de la censura es suficiente
excusa para no ser más explícito. Pero pasó durante el más terrible día de aquella
terrible época, el día en que la ruina y el desastre llegaron tan cerca que su sombra
cayó sobre Londres; y, sin ninguna noticia certera, los corazones de los hombres
se angustiaron; como si la agonía de los ejércitos en el campo de batalla hubiera
ingresado en sus almas.
En este amargo día, cuando trescientos mil soldados
con sus artillerías se desbordaron como una inundación contra la pequeña compañía
inglesa, había un punto específico en nuestra línea de batalla que estaba en peligro
atroz, no de mera derrota, sino de suprema aniquilación. Con el permiso de la censura
y de los expertos militares, esa posición podía ser descrita como una saliente,
y si esa unidad que la defendía era aplastada y quebrada, entonces, todas las fuerzas
británicas serían despedazadas, y los Aliados deberían retroceder y se perdería
inevitablemente el Sedán.
Durante toda la mañana los cañones alemanes habían tronado
y desgarrado el área, y a los cientos o más de hombres que la defendían. Los hombres
bromeaban sobre los cañonazos y encontraban nombres graciosos para estos, hacían
apuestas y los recibían con pequeñas canciones. Pero las balas seguían explotando
y desgarrando las extremidades de buenos ingleses, y a medida que las horas del
día avanzaban, también lo hacían los terribles cañonazos. Parecía que no había auxilio.
La artillería inglesa era buena, pero no había suficientes unidades cerca y las
que quedaban, habían sido rápidamente reducidas a chatarra por las explosiones.
Hay momentos en una tormenta en el mar en que la gente
se dice entre sí, “esto es lo peor; no puede ser más duro”, y entonces hay un trueno
diez veces más fiero que todos los anteriores. Así estaban en esa trinchera los
británicos.
No había corazones más fuertes en el mundo entero que
los de aquellos hombres; pero igualmente se veían espantados por esos mortíferos
cañonazos alemanes que les caían encima y los aplastaban. Y en un momento pudieron
divisar desde sus cubrimientos, que una tremenda muchedumbre se estaba movilizando
hacia sus líneas. Los quinientos supervivientes que aún resistían pudieron divisar
a lo lejos a la infantería alemana que venía a presionarlos, columna tras columna,
una hueste de hombres grises, diez mil de ellos.
No había mucha esperanza. Algunos de ellos se chocaron
las manos. Un hombre improvisó una nueva versión del canto de batalla, “Adiós, adiós
a Tipperary”, terminando con “y no volveremos más”. Todos se comenzaron a despedir
con rapidez. Los oficiales creían que esta sería una buena oportunidad de ascenso;
en tanto los alemanes avanzaban línea tras línea. El humorista de Tipperary preguntó:
“¿qué precio tiene en Sidney Street?” Y un par de ametralladoras hicieron lo mejor
posible. Pero todos sabían que era inútil. Los cuerpos grises seguían su avance
en compañías y batallones, y otros se les unían, y se expandían y avanzaban más
y más.
“Mundo sin fin. Amén”, dijo uno de los soldados con
cierta irrelevancia, mientras apuntaba y disparaba. Y luego recordó, no podía saber
el porqué, un extraño restaurante vegetariano en Londres, donde había ido una o
dos veces a comer excéntricos platos de coteletas hechas de lentejas y nueces que
pretendían ser bistecs. Todos los platos de ese restaurante tenían impresa una figura
azulada de San Jorge, con la consigna Adsit Anglis Sanctus Georgius, que
San Jorge ayude a los ingleses. Este soldado resultó que sabía latín y otras cosas
inútiles, y en ese momento, mientras disparaba a su hombre en la masa que avanzaba,
a 300 yardas de distancia, vociferó aquella pía frase vegetariana. Y siguió disparando
hasta el fin, y al final Bill, a su derecha, tuvo que abofetearlo alegremente para
obligarlo a detenerse, diciéndole que si seguía así, malgastaría las municiones
de Su Majestad y no podía desperdiciarlas en horadar pequeños parches de alemanes
muertos.
El estudiante de latín, luego de pronunciar su invocación,
sintió algo así como una sensación de entre estremecimiento y shock eléctrico. El
rugido de la batalla se acalló en sus oídos y se trocó en un apacible murmullo,
y en vez de tal sonido, escuchó, según dijo luego, una gran voz, que resonaba como
el trueno: “¡Formación, formación, formación!”
Su corazón comenzó a arder como una brasa y luego se
enfrió como el hielo, ya que le pareció escuchar cómo un tumulto de voces respondía
al llamamiento. Escuchó, o creyó escuchar, a cientos que gritaban: “¡San Jorge,
San Jorge!”
“¡Ha! Señor; ¡ha! ¡dulce Santo, sálvanos!”
“¡San Jorge por la feliz Inglaterra!”
“¡Salve! ¡Salve! Monseigneur San Jorge, socórrenos”.
“¡Ha! ¡San Jorge! ¡Ha! ¡San Jorge! Un fuerte y enorme
arco”.
“¡Caballero del Cielo, ayúdanos!”
Y mientras el soldado escuchaba esas voces, vio frente
a sí mismo, más allá de la trinchera, una larga línea de formas, con aureolas resplandecientes
a su alrededor. Eran como hombres que llevaban arcos, y luego de un grito, lanzaron
su nube de flechas, silbando y zumbando a través del aire, hacia la masa de alemanes.
Los otros hombres en la trinchera seguían disparando.
No tenían esperanza; pero seguían apuntando como si estuvieran disparando en Bisley.
De pronto uno de ellos elevó su voz en inglés, “¡Dios nos ayuda!” gritó al hombre
que estaba a su lado, “¡esto es maravilloso! ¡Mira a aquellos hombres, míralos!
¿Los ves? No están cayendo por docenas, ni por cientos; caen por miles. ¡Mira, mira,
mira! Mientras te digo esto, ha caído un regimiento”.
“¡Cállate!” dijo el otro soldado, tomando un blanco,
“¡que estamos por ser gaseados!”
Pero luego de hablar tragó saliva del asombro, ya que
era verdad que los hombres grises estaban cayendo por miles. Los ingleses podían
escuchar los gritos guturales de los oficiales alemanes, el crepitar de sus revólveres
al disparar a los renuentes; y cómo línea tras línea, caían todos por tierra.
En todo momento el soldado cultivado en el latín escuchaba
el grito: “¡Salve, salve! ¡Monseigneur, santo, rápido en nuestra ayuda! ¡San
Jorge, ayúdanos!”
“¡Sumo Caballero, defiéndenos!”
Las zumbantes flechas volaban tan rápido y en espesas
nubes que oscurecían el cielo; la masa pagana se iba disolviendo frente a los soldados.
“¡Más ametralladoras!” gritó Bill a Tom.
“No los escuches,” respondió Tom. “Pero, gracias a Dios,
de todas maneras; hemos triunfado”.
De hecho, hubo diez mil soldados alemanes muertos antes
de llegar a esa saliente de la tropa inglesa, y consecuentemente no alcanzaron Sedán.
En Alemania, un país regido por los principios científicos, el Alto Mando General
decidió que los indignos ingleses habían utilizado tanques que contenían un gas
venenoso de naturaleza desconocida, y no hallaron heridas reconocibles en los cuerpos
de los soldados muertos. Pero el hombre que había probado nueces que sabían como
bistec, supo que San Jorge había traído esos arqueros de Agincourt a auxiliar a
sus pares.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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