Antonio Ballesteros
He
rebobinado decenas de veces la grabación de la cámara de vigilancia del cajero
automático. He congelado la imagen innumerables ocasiones para escudriñar al
detalle la expresión de su rostro. He hablado con quienes le trataron en su
juventud y con los testigos de sus últimos días. Y, sobre todo, he reflexionado
de forma obsesiva sobre sus minutos finales, los recogidos en la grabación.
Con ese bagaje, me atrevo a afirmar que es
la pregunta que le hacen sus asesinos lo que desata en Guillermo Barea la
carcajada irrefrenable con que intenta redimir su vida. Sin embargo, su
inocente risa es interpretada como un desplante, como un desafío –nada más
lejos de la realidad, qué ironía–, y castigada de inmediato con la desmesurada
contundencia que las imágenes muestran: el primer golpe lo hace caer al suelo,
y la patada que a continuación le propina el más alto de los dos –el de las
botas camperas–, con una puntería tan brutal como certera revienta su hígado
carcomido por toneladas de alcohol: lo certifica la autopsia que ese mismo día
le practicarán. Pero no le quita la risa: tiene sesenta años recién cumplidos y
la certidumbre de que le van a matar.
Diez días antes, también al comenzar la
mañana, una empleada de la pastelería de Santo Tomé que servía mazapanes a unos
turistas vio a través del escaparate cómo las piernas de alambre de Guillermo
se doblaban y su liviano cuerpo se desplomaba. Corrió a socorrerlo. Alguien
llamó al servicio de urgencias y quince minutos después llegó la ambulancia que
le trasladó al hospital.
Cuando Guillermo salió del coma, tres días
más tarde, preguntó dónde estaba. Luego, con lengua de trapo y la mirada
perdida, comentó a las enfermeras que le habría gustado no despertar en Toledo.
Pensaron que deliraba, pero no…
Guille –como le llamaban sus compañeros de
instituto– viajó muchísimo de joven, y antes de los treinta había paseado por
medio mundo su alto concepto de sí mismo, su facilidad para los chascarrillos y
una sempiterna sonrisa. Aunque entre sus antiguos compañeros he hallado una
pareja división de opiniones sobre si carecía de talento o era la persona más
brillante que conocieron, todos destacan su alegre y bienparecido gesto, su
locuacidad enfebrecida y su precoz pose de artista.
Siempre fue viajero, pero al encajar el
segundo puntapié –la imagen del vídeo no deja lugar a dudas– no piensa en
paisajes ni aeropuertos, sólo en espantar el dolor para reír un poco más. Desde
el suelo contempla a sus agresores como preguntándose si son idiotas, unos
bestias o, además de todo eso, un impagable regalo del destino que le evitará
una larga y deprimente agonía.
En su adolescencia intentó ser pintor,
aunque los pinceles se resistían a obedecer cabalmente sus deseos; rondando los
veinte transmutó en poeta y compaginó los versos con la escultura; y más tarde
compuso un tipo de música que, como sus poemas, sus cuadros y sus estatuas,
nadie sino él comprendía.
Probó otras suertes hasta que topó –eso
decía– con ‘la revelación’: de pronto descubrió que el cine aunaba todas las
artes y lo esperaba para hacer patentes sus talentos. Era su destino. Y se puso
a la tarea de la única forma que sabía: hizo borrón de todo lo anterior y se
sumergió a pulmón libre en su nueva misión.
En apenas seis meses elaboró un guion
deslumbrante, planeó al detalle encuadres y luces y localizó exteriores.
También pidió dinero a sus padres para alquilar una nave industrial que
acondicionó como estudio, y se puso a trabajar…
Era un constante torbellino, y maceraba su
actividad en continuas risas que –eso le animaba y le servía de acicate– eran
celebradas alrededor. Por aquel entonces parecía el más sociable de los seres,
pero alguno de quienes más le conocieron afirma que padecía la más insaciable
soledad: la de quienes utilizan a los demás como espejos.
Sus padres se lo consentían todo –era su
único hijo, llegado además cuando ya no lo aguardaban–, y se lo financiaban con
largueza. Todo se les volvía poco para que la crisálida filial eclosionara.
Guille, un elegido del destino, intuía ese momento a la vuelta de la esquina,
por eso no se cansaba de pedir, disfrutar y reír.
El tercer punterazo, según el forense, es
el que destroza su riñón derecho. Le hace arquear la espalda y le impide
troncharse de risa como –por lo que denota la expresión que muestra en la
imagen congelada del vídeo– le gustaría.
Fiel a sí mismo, al poco de comenzar el
rodaje lo interrumpió para casarse. Sagrario se llamaba la novia, y era amiga
de mi madre. Pero Guille, cómo no, también puso un prematuro fin a su luna de
miel, inquieto por reanudar la filmación. Pese a derrochar entusiasmo y
endeudarse hasta las cejas, nadie de entre sus conocidos apostaba porque
terminara la película ni porque Sagrario fuera feliz con él.
Y, en efecto, sólo un año duró su
matrimonio, que quebró irremisiblemente, al tiempo que también se divorciaba de
una película que, a esas alturas, ni él mismo entendía. Así fue como, cumplida
la treintena, al deslumbrante artista se le presentaron de pronto unas
insuperables complicaciones financieras y conyugales que le convencieron
definitivamente de que la vida era injusta con él.
Ya por entonces bebía a cantaradas, pero
cuando recibe la cuarta patada, del que calza botas de militar, no discierne si
bebía tanto porque Sagrario lo dejaba y todo se confabulaba en su contra, o
ella y la película se habían ido al carajo porque no dejaba de beber. Fuera
como fuese, tamañas decepciones significaron novedades demasiado ingratas para
él, que casi de golpe vio esfumarse su sonrisa.
El siguiente golpe, al menos, no viene
acompañado de ninguna pregunta y le permite concentrarse en el dolor sin tener
que reír al mismo tiempo.
Cuando Sagrario se fue, Guille se quedó
como alelado, incapaz de comprender su marcha. Presumía de haberla conquistado
por ser tan alegre y jaranero, tan dado a beber y divertirse, sin vislumbrar la
diferencia entre un rato de juerga y su perenne borrachera.
El sexto puntapié le rompe la ceja y
confirma que los chicos van en serio, por más que sigan haciéndole reír con la
estúpida pregunta que no dejan de formular.
Aunque estupefacto por la quiebra y el
divorcio, y sin entender que nadie valorara su agudeza, el Guille treintañero
aún se sentía bravucón y con fuerzas. Por esos días, según relata mi padre, su
constante queja era que nadie le entendía: al menos en eso, acertaba. Cuando
con el miedo y el desconcierto royéndole lo más íntimo echó cuentas, cuadró un
balance desolador: los padres –muertos en un accidente de carretera– y la
alegría le habían dejado huérfano; los amigos, hastiados de su egolatría y de
hacerle préstamos que no devolvía, miraron hacia otra parte.
Se descubrió Guille de pronto sin padres
ni amigos, sin mujer ni dinero y acuciado por juzgados, bancos y acreedores. Y
le dio por pensar y dudar incluso de lo que nunca había desconfiado: de su
talento. Aunque siguió, eso sí, emborrachándose cada día.
Cuando se quedó sin casa peregrinó un
tiempo por la de los amigos. En la de mis padres se alojó un par de meses,
hasta que una madrugada se quedaron esperándolo y no le volvieron a ver.
El vídeo muestra cómo la sangre resbala
desde su ceja izquierda y llega hasta la comisura de sus labios: en la boca se
mezcla con la bilis que, con tanto golpe, le sube desde el estómago, haciéndole
cada vez más difícil elegir entre gemir de dolor o partirse de risa.
Saberse en su ciudad al despertar del coma
fue para él un pequeño fiasco, no dejaba de repetirlo a las enfermeras. Le
sumergía en el inhóspito estanque de los malos recuerdos. Quienes le conocen
piensan que no fue casualidad que al darlo todo por perdido y convertirse en
pordiosero, treinta años atrás, escogiera como especialidad el vagabundeo.
Creen que no lo hizo por seguir viendo mundo sino porque lejos de Toledo dejaba
de cruzarse con antiguos conocidos que le daban un par de monedas y hasta un
billete pequeño a cambio de que apartase de ellos su mirada quejosa, su aliento
alcohólico y su discurso monocorde. El limosneo local era demasiado duro para
él porque reflejaba a cada instante su ilusión fracasada, lo que quiso haber
sido y no fue.
En el hospital pasó por un sinfín de
pruebas. Después, un doctor le anunció lo que ya intuía, pero no pudo evitar
encogerse y arrugar el ceño al escuchar que el tumor había dictado sentencia a
dos meses vista. Y en ese tiempo, el diagnóstico anunciaba que rebosaría de
dolores difíciles de enmascarar.
Llegados aquí, al momento en que Guillermo
Barea se entera de que le queda muy poco tiempo de vida, permítanme una pequeña
pero esencial aclaración: fue ese médico –es mi mejor amigo– quien me alertó de
que él estaba en el hospital.
No me avisó por azar, sino porque sabía lo
mucho que su nombre significaba para mí desde que le conté el sobresalto que
sintió mi padre cuando le anuncié mi propósito de ser escritor: papá me miró
con extraordinario desasosiego y, aunque tartamudeando con frecuencia, habló
sin parar durante más de una hora, algo inusual en él.
En esa conversación tuve noticia por
primera vez de las andanzas de un antiguo amigo suyo llamado Guille, un medio
artista que deambulaba alcoholizado por el mundo. Al conocer mi vocación, fue
tal el pavor que sintió mi padre al imaginarme siguiendo sus pasos y en similar
situación –por más que sepa que ni el olor soporto del alcohol–, que en ese
brote de desmedida locuacidad incluso me desveló que el tal Guille había
rondado con insistencia a mi madre hasta que ella le dio calabazas. Y conocer
ese detalle aumentó mi curiosidad.
La rondó, según he podido saber, con esa
forma entre tímida y desdeñosa con que Guille se acercaba a las mujeres que le
gustaban, esperando que cayesen a sus pies como la fruta cuando madura. Alguno
de sus antiguos amigos sostiene la hipótesis de que Guillermo nunca se enamoró
de nadie, y que si después perdió tan locamente la cabeza por Sagrario no fue
sino porque ella, durante un tiempo, pareció corresponderle y fue el espejo que
él buscaba con desesperación.
Por esa charla supe que Guillermo, antes
de enamorarse de Sagrario, había cortejado a mi progenitora. Poco me aclaró
ella, mi madre, cuando le pregunté. Acariciándome la cabeza se limitó a
comentar que Guille era muy sensible y desbordaba imaginación, y que le habría
ido mejor si no hubiera estado tan pendiente de la impresión que causaba en los
demás.
Y desde entonces, quizá por el morboso
pensamiento de que a punto estuvo mi madre de ocupar el dudoso sitial por el
que luego pasó su amiga Sagrario, sentí crecer la obsesión por saber más sobre
aquel hombre. A veces me descubría escudriñando rincones, armarios y espejos a
la búsqueda de un improbable vestigio de su breve estancia en mi casa. Mi amigo
médico conocía ese interés, y por eso me avisó cuando reparó en el nombre y
apellido de su paciente.
Acudí enseguida, pero ni siquiera pude
hablar con él. Lo vi intubado, a través de un cristal. Su salida del coma
coincidió con un inexcusable viaje que interrumpí cuando mi amigo llamó de
nuevo para anunciarme su muerte…
Según relata uno de los amigos de mi
padre, que lo encontró en el extranjero diez años después de su descenso a los
infiernos, el alimento de Guillermo se reducía a coñac barato, lamentos y vino.
Continuaba con el reloj parado, aunque ya no pensaba en el vino como problema
sino como su sombra. A su genial film y a Sagrario los había dado
definitivamente por perdidos, más cuando supo que ella había rehecho su vida,
vivía con un hombre y era madre de una niña.
En la grabación se aprecia como si los
jóvenes fueran a perdonar la siguiente coz para tomarse un respiro: uno se pone
en jarras tras ajustarse el pañuelo que oculta su rostro; el otro se alisa la
camisa y se estira el pantalón. Se les nota sudorosos. Pero, sin duda, repiten
la pregunta una vez más, porque Guillermo Barea no puede reprimir otro esbozo
de carcajada que al instante aborta el zapatazo que hace crujir su espalda. No
incluye sonido la filmación, pero la brutalidad de ese golpe, créanme, incluso después
de haberlo visto tantas veces, sigue produciéndome escalofríos. Desmadejado en
el suelo, posiblemente quiera perder el sentido y acabar de una vez, pero al
instante recibe otro porrazo que retumba en su pecho sin dejarle reír a sus
anchas.
A esas alturas de la paliza es claro que
le resulta ya imposible gritar: el dolor de los golpes que está recibiendo
sepulta mejor que los calmantes que le dio mi amigo los que el tumor arranca de
sus tripas.
Tras enterarse por el doctor de la fecha
aproximada de su muerte, Guillermo Barea –con los andrajos malolientes con que
nueve días antes había sido recogido en Santo Tomé– se disponía a salir del
hospital con destino a ninguna parte cuando de nuevo se cruzó con mi amigo, que
al verle hizo un gesto de fastidio antes de tomarlo del brazo y hacerle volver.
Rogó a una enfermera que se ocupase de
proporcionarle ropas y adecentarlo. Tres horas después, Guillermo Barea
abandonaba el hospital enfundado en un traje gastado y holgadísimo para su
delgadez esquelética, pero afeitado y limpio, con pastillas para mitigar el
dolor durante diez días y cincuenta euros en el bolsillo.
Tras dejar atrás las avenidas de Barber y
de la Reconquista, comenzó a trepar hacia la ciudad antigua, por si encontraba
dónde dormir. A mitad de trayecto, junto a la Puerta de Bisagra, compró un
tetrabrick de vino. Según afirma el tendero que se lo vendió, al principio
pidió dos pero, quizá por no cargar con tanto peso en la subida por el Cristo
de la Luz, cambió de opinión sobre la marcha.
Tuvo suerte y cuando llegó al albergue de
transeúntes encontró plaza y, lo que aún es más sorprendente, no había
terminado de beberse el vino. Eso lo supe por un gallego errante y filósofo que
compartió con él camino, confidencias y mucho, muchísimo vino durante años, y
además le acompañó en su última noche.
Dice el gallego que cuando paseaban por
las avenidas más céntricas de las grandes ciudades, Guillermo, sosteniendo en
sus manos temblorosas una gastada fotografía, perdía su mirada en los
cartelones que anunciaban estrenos cinematográficos en los que aparecía el
rostro de una mujer morena.
La siguiente embestida –seguro que
Guillermo Barea no lleva la cuenta, yo sí: es la decimoquinta– la nota sin duda
más dentro que las anteriores: le falta el aire, tose sangre y se asfixia.
Confrontando la grabación con la autopsia, el hueso astillado de una costilla
ha debido de perforar la telilla protectora de un pulmón, y la sangre que
deambula errática por el interior de su tórax comienza a encharcarlo.
Aquella su última noche en el albergue y
entre los vivos apenas cenó, porque el dolor, pese a los calmantes, se le hizo
insoportable. Se acostó vestido. El gallego le oyó gemir mucho tiempo, y rogar
en susurros hasta la madrugada porque se le hicieran cortos los dos meses que
le quedaban por sufrir los mordiscos de la bicha que le comía. Al clarear
remitieron los dolores y cambió de tema: le dio por lamentarse de sus treinta
años sin risa. ‘Vaya vida desperdiciada’, se quejaba, ‘tanto tiempo sin reír’.
Es probable que los sucesivos porrazos
apenas los sienta. Ojalá haya sido así. Es ya un guiñapo y no ha terminado de
quejarse por el anterior cuando recibe el siguiente golpe, pero no deja de
carcajearse en silencio –su boca partida no da para más– porque esos idiotas
siguen preguntándole una y otra vez lo mismo.
En el albergue amaneció cansado y sin
vino, pero sin mucha preocupación porque aún tenía cuarenta y nueve euros en el
bolsillo. Al incorporarse en la cama sintió un roce: bajo el forro de la
chaqueta percibió un pequeño objeto. Introdujo la mano en el bolsillo, localizó
el descosido y rebuscó: sacó una tarjeta de crédito que sostuvo en su mano
temblorosa.
Con semblante sonriente se la mostró a su
compañero, que le observaba en silencio. Presumió de haber llegado a utilizar
muchas como esa en mejores tiempos. Señaló en la tarjeta, antes de levantarse,
el logotipo de la entidad: una de sus oficinas estaba en la plaza de la Merced,
muy cerca del albergue.
Apenas desayunó, desganado y encogido, y
comentó que el doctor –mi amigo– había sido un certero augur de los dolores que
se le avecinaban. Se tomó más calmantes de los que tenía prescritos y citó al
gallego en una tienda para comprar vino. Luego, a pasos cortos salió hacia la
sucursal bancaria con la intención de devolver la tarjeta, aunque la suponía
caducada.
Sin embargo, al llegar a la oficina la
encontró cerrada y echó de menos el trasiego habitual de la calle. Entonces se
abrió la puerta y apareció una chica que, al notar su desconcierto, comentó que
era el día de San Ildefonso, fiesta local, y que los bancos no abrían. Ella, la
muchacha, me confiaría más tarde que no recordaba haber afrontado nunca una
mirada tan turbada. Él, probablemente, pensó que sufría una alucinación al
encontrarse con la mujer con la que se había casado treinta años antes: la chica
es el retrato vivo y andante de su madre.
Por su parte, el filósofo gallego, cuando
días después se la presenté, aventuró que en ese encuentro Guillermo Barea
había vuelto a quedar preso de sus ojos –tan almendrados y hondos como en sus
delirios describía los de Sagrario– y de su boca –tan prometedora y carnosa
como la evocación que tan a menudo hacía de la de quien había sido su mujer.
La muchacha sostuvo la pesada puerta de
madera maciza, para facilitarle la entrada hacia el cajero. Es el momento en el
que Guillermo Barea, con su traje plagado de arrugas, entra en plano sin dejar
de mirar hacia la puerta. Casi se trastabilla, porque demasiadas emociones se
le deben de agolpar de pronto en el pecho y entre las sienes, al tiempo que el
mágico sonido de la voz de su amada, que no creía posible volver a escuchar,
continúa revoloteando en sus oídos.
La chica se despide con una sonrisa y la
puerta se cierra. Guillermo Barea queda, una vez más, solo. Más solo que nunca
queda. En el vídeo se le observa más de un minuto inmóvil en el centro de la
estancia, como pasmado, como si su alma se hubiera marchado con la presencia
que se ha ido, y la inexpresividad de su rostro expresa, al menos en ese
momento, menos angustia que desolación. Sus manos aletean como aves ciegas
intentando, sin conseguirlo, encontrarse. Se le deben de venir tantas cosas a
la cabeza que no puede concentrarse en una sola.
Después parece recordar por qué llegó
allí. Avanza hacia la puerta interior de la oficina, sin duda para deslizar la
tarjeta por debajo. Pero no lo hace. Se agacha con dificultad, como si los
dolores perforasen sus entrañas, y se sienta en el suelo porque, probablemente,
la cabeza le da vueltas.
Se ve a continuación, por la izquierda del
plano fijo, cómo se abre la puerta y entran sus verdugos. Son dos, fornidos y
muy altos. Ocultan sus rostros con pañuelos pero llevan al aire sus cráneos
rapados, lo que fue decisivo para identificarlos. Le alzan sin contemplación y
lo empujan contra la pared. Registran sus bolsillos, se guardan el dinero que
encuentran y le ponen la tarjeta de crédito frente a los ojos. Y entonces, a
esa conclusión he llegado, hacen por primera vez la pregunta que lo desternilla:
Guillermo Barea ha pasado muchos años en
la calle siendo un Guillermo cualquiera –recuperó el apellido y algo de su
dignidad cuando mi amigo le anunció la fecha de su muerte–, y ha conocido gente
de todas las calañas: desde el primer momento sabe que, además de altos,
jóvenes y fuertes, son unos asesinos.
En cuanto ve la expresión de sus ojos sabe
que no saldrá vivo de aquel vestíbulo, y al escuchar su pregunta recuerda de
nuevo que hace más de treinta años que no ríe. ¡Vaya desperdicio, media vida
sin reír! Cuando le exigen la contraseña de la tarjeta, como quien se agarra a
un clavo ardiendo, Guillermo Barea echa mano del sarcasmo para recuperar la
risa: un triste sarcasmo es lo único que ha podido conservar en treinta años de
infierno. En vez de explicarles que la tarjeta no es suya, comienza a reír por
el malentendido, y se empeña en no dejar de hacerlo durante los tres minutos
que dura la paliza…
Durante esos tres minutos, Guillermo Barea
disfruta un patético sucedáneo de la felicidad: sabe que se ahorra dos meses de
dolores y, para colmo de dichas, recupera su risa. Y quizá muera sin darse
cuenta de ello, pero al fin, aunque en vídeo, completa su película.
Abre el párpado del ojo que tiene menos
herido y a cámara lenta ve acercarse a su entrecejo la puntera de una bota
militar. Y medio segundo antes del fundido en negro con que se cierra su vida,
consigue componer una mueca que remeda su olvidada y juvenil sonrisa…
Ya está contada la historia, ya puedo
descansar. Quizá los verdaderos sentimientos de Guillermo Barea, aquel fugaz
huésped de mis padres, en cuya casa apenas se alojó durante dos meses, no
fueran como los he interpretado, pero tras meditar mucho sobre ello tengo la
convicción de que sí.
Ahora les dejo, llevo largo rato
escribiendo y hay un lienzo que me espera a medio terminar. Ya ven, además de
escribir, tengo afición a pintar. A mi madre, aunque no dice nada, le gusta
cómo está quedando mi cuadro, y noto que cuando pasa frente a él se le vidrian
levemente los ojos. Mi padre lo evita y lo mira de lejos y con recelo: está muy
serio últimamente papá.
Cuando lo acabe quizá llame a mi novia. Se
llama Sagrario y es preciosa: tiene la boca prometedora y carnosa, y sus ojos
son hondos y almendrados como lo fueron los de su madre.
A ella y a mis amigos intentaré
convencerles de que me ayuden a rodar ese cortometraje que me ronda la cabeza y
que, con seguridad, será una sensación mundial. Aunque, pensándolo mejor, antes
de seguir pintando voy a ponerme otra rayita de coca, para que me mantenga
entonado y risueño, mientras vuelve la inspiración.
Ya les contaré cómo me va…
(Tomado
de www.tallermecontasunahistoriadale.blogspot.com)
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