José María Merino
La
doctora estaba en lo cierto: ningún proceso anormal se desarrollaba dentro del
pequeño cerebro, ninguna perturbación patológica. Sin embargo, si hubiese
podido leer el mensaje contenido en los impulsos que habían determinado
aquellas líneas sinuosas, se hubiera sorprendido al encontrar un universo tan
exuberante: el niño era un pequeño corneta que tocaba a la carga en el
desierto, mientras ondeaba el estandarte del regimiento y los jinetes de Toro
Sentado preparaban también sus corceles y sus armas, hasta que el páramo
polvoriento se convertía en una selva de nutrida vegetación alrededor de una
laguna de aguas oscuras, en la que el niño estaba a punto de ser atacado por un
cocodrilo, y en ese momento resonaba entre el follaje la larga escala de la voz
de Tarzán, que acudía para salvarle saltando de liana en liana, seguido de la
fiel Chita. O la selva se transmutaba sin transición en una playa extensa;
entre la arena de la orilla reposaba una botella de largo cuello, que había
sido arrojada por las olas; el niño encontraba la botella, la destapaba, y de
su interior salía una pequeña columnilla de humo que al punto iba creciendo y
creciendo hasta llegar a los cielos y convertirse en un terrible gigante
verdoso, de larga coleta en su cabeza afeitada y uñas en las manos y en los
pies, curvas como zarpas. Pero antes de que la amenaza del gigante se
concretase de un modo claro, la playa era un navío, un buque sobre las olas del
Pacífico, y el niño acompañaba a aquel otro muchacho, hijo del posadero, en la
singladura que les llevaba hasta la isla donde se oculta el tesoro del viejo y
feroz pirata.
Una vez más, la doctora observó perpleja las formas
de aquellas ondas. Como de costumbre, no presentaban variaciones especiales.
Las frecuencias seguían sin proclamar algún cuadro particularmente extraño. Las
ondas no ofrecían ninguna alteración insólita, pero el niño permanecía
insensible al mundo que le rodeaba, como una estatua viva y embobada.
El niño apareció cuando derribaron el Cine Mari.
Tendría unos nueve años, e iba vestido con un traje marrón sin solapas, de
pantalón corto, y una camisa de piqué. Calzaba zapatos marrones y calcetines
blancos. La máquina echó abajo la última pared del sótano (en la que se
marcaban las huellas grotescas que habían dejado los urinarios, los lavabos y
los espejos, y por donde asomaban, como extraños hocicos o bocas, los bordes
seccionados de las tuberías) y, tras la polvareda, apareció el niño, de pie en
medio de aquel montón de cascotes y escombros, mirando fijamente a la máquina,
que el conductor detuvo bruscamente, mientras le increpaba, gritando:
–Pero qué haces ahí, chaval. Quítate ahora mismo.
El niño no respondía. Estaba pasmado, ausente. Hubo
que apartarlo. Mientras las máquinas proseguían su tarea destructora, le
sacaron al callejón, frente a las carteleras ya vacías cuyos cristales sucios
proclamaban una larga clausura, y le preguntaban.
Pero el niño no contestó: no les
dijo cómo se llamaba, ni dónde vivía. No les dio atisbo alguno de su identidad.
Al cabo, se lo llevaron a la comisaría. Aquel raro atildamiento de maniquí
antiguo, y el perenne mutismo, desconcertaban a los guardias. Al día siguiente,
las dos emisoras daban la curiosa noticia, y en el periódico, por la mañana,
salió una fotografía del niño, con su rictus serio y aquellos ojos fijos y
ausentes.
La doctora puso en marcha el aparato y comenzó a
oírse otra vez el cuento. En el niño hubo un breve respingo, y sus ojos
bizquearon levemente, como agudizando una supuesta atención cuyo origen tampoco
podía ser comprobado. Tanto los sonidos reproducidos a través de algún
instrumento como las imágenes proyectadas de modo artificial, le hacían
reaccionar del mismo modo, y producían unas ondas como de emoción o súbito
interés. La doctora suspiró y le palmeó las pequeñas manos, dobladas sobre el
regazo.
–Pero di algo.
El niño, una vez más, permanecía silencioso y
absorto. Al parecer, su nombre era Pedro. Al poco tiempo de haberse publicado
la foto en el periódico, una señora llorosa se presentaba en la redacción con
la increíble nueva de que el niño era hijo suyo, un hijo desaparecido hace
treinta años. La señora era viuda de un fiscal notorio por su dureza. Le
acompañaban una hija cuarentona. Extendió sobre la mesa del director una serie
de fotos de primera comunión en que era evidente el parecido. Acabaron por entregarle
el niño a la señora, al menos mientras el caso se aclaraba definitivamente. El
hecho de que un niño desaparecido treinta años antes (en un suceso misterioso
que había conmovido a la ciudad y en el que se había aludido a causas de
venganzas oscuras) apareciese de aquel modo, como si sólo hubiesen transcurrido
unas horas, era tan extraño, tan fuera del normal acontecer, que a partir del
momento en que se le atribuyó aquella identidad, ni la prensa ni la radio
volvieron a hacerse eco de la noticia, como si el voluntario silencio pudiese
limitar de algún modo lo monstruoso del caso.
Sin embargo, el asunto era objeto de toda clase de
hipótesis, comentarios y conclusiones en mercados y peluquerías, oficinas y
tertulias y, por supuesto, en cada uno de los hogares. Hasta tal punto el tema
parecía extraño, que los amigos de la familia dudaban si lo más adecuado sería
darle a la madre la enhorabuena o el pésame. Al aparecido le llamaron “el niño
lobo” desde que ingresó en la Residencia, aunque la doctora señalaba lo
impropio de la denominación, ya que el niño no manifestaba ningún
comportamiento por el que pudiese ser asimilado a aquel tipo de fenómenos, sino
sólo una especie de catatonía, de rara estupefacción. Sin embargo, las extrañas
circunstancias de su aparición, aquella presencia alucinada, sugerían realmente
que el niño hubiese sido recuperado fortuitamente de algún remoto entorno,
virgen de presencia humana.
Puso música y el niño tuvo otro pequeño sobresalto.
Era un niño muy guapo. Ahora la miraba como si quisiera decirle algo, pero ella
sabía que era inútil animarle. Aquella supuesta intención era sólo una figuración
suya. El desconocido pensamiento del niño estaba muy lejos. Era una verdadera
pena.
–No te voy a llevar al cine –dijo la doctora.
Primero, le reconocieron en la Residencia. Luego,
la familia le había trasladado a Madrid, buscando esa mayor ciencia que siempre
en provincias se atribuye a la capital. Pero no hubo mejores resultados. Cuando
volvió, el niño mantenía la misma presencia atónita y, aunque las hermanas
hablaban de llevarle a California (donde al parecer las cosas del cerebro
estaban muy estudiadas), la madre se había acostumbrado ya a la presencia
inerte de aquel muñeco de carne y hueso, y posponía la decisión de separarse de
él.
De vuelta a la ciudad, el niño seguía subiendo a la
Residencia, donde la doctora le miraba todas las semanas. La doctora era
bastante joven, y se estaba tomando el caso con mucho interés. Además de las
connotaciones médicas y científicas del asunto, le fascinaba la impasibilidad
de aquel ser mudo, cuyos ojos parecían mostrar, junto a un gran olvido, un
desolado desconcierto.
La evidente influencia que producía en el cerebro
del niño cualquier imagen o sonido proyectado a través de medios artificiales,
le había sugerido la idea de llevarle al cine. La doctora era poco aficionada
al cine, sobre todo por una falta de costumbre que provenía de su origen rural,
de un internado severo de monjas y de una carrera realizada con bastantes
esfuerzos y poco tiempo de ocio. Sus descansos vespertinos solía emplearlos en
la lectura de temas vinculados a su profesión, y sólo de modo ocasional (y más
como ejercitando un obligado rito colectivo, donde lo menos significativo era
el espectáculo en sí) asistía a la proyección de alguna película que la
publicidad o los compañeros proclamaban como verdaderamente importante. La idea
le surgió al ver las largas colas llenas de niños que rodeaban al Emperador. Al
parecer, se trataba de una de esas películas de enorme éxito en todas partes,
que se pregonan como muy apropiadas al público infantil, con batallas
espaciales y mundos imaginarios.
La doctora se proponía observar cuidadosamente al
niño a lo largo de toda la sesión, escrutando el pulso, la respiración y otras
manifestaciones físicas del posible impacto que la visión de la película
pudiese tener en aquel ánimo misteriosamente ajeno.
Le observó durante los primeros minutos de
proyección. El niño se había acurrucado en la butaca y observaba la pantalla
con una avidez de apariencia inteligente. Mientras tanto, la historia comenzaba
a desarrollarse. Una espectacular nave aérea perseguía a otra navecilla por un
espacio infinito, fulgurante de estrellas, muy bien simulado. La nave
perseguidora hace funcionar su artillería. La pequeña nave es alcanzada por los
disparos de raro zumbido, y atrapada al fin por medio de poderosos mecanismos.
El vencedor llega para conocer su presa. Es una estampa atroz: una figura alta,
oscura, con un gran casco negro parecido al del ejército, cuyo rostro está
recubierto por una mezcla imprecisa de animales y objetos: ratas, mandriles,
cerdos, caretas antigás.
Entonces, el niño extendió su mano y sujetó con
fuerza la de la doctora. Ella sintió la sorpresa de aquel gesto con un impacto
más que físico. Exclamó el nombre del niño. Le observó de cerca, al reflejo de
las grandes imágenes multicolores. En los ojos infantiles persistía aquella
mirada inteligente, absorta en la percepción óptica, y la doctora sintió una
alegría esperanzada.
La princesa ha sido capturada, aunque ha conseguido
lanzar un mensaje que sus perseguidores no advirtieron. Mientras tanto, sus
robots llegan a un desierto reverberante, cuya larga, soledad sólo presiden los
restos de gigantescos esqueletos. El cielo está inundado de un extraño color,
en un crepúsculo de varios soles simultáneos.
Sin darse cuenta, la atención de la doctora se
distrajo en aquella insólita aventura y no percibió que el niño había soltado
su mano. El niño había soltado su mano, y atravesaba la oscuridad multicolor, ascendía
por la rampa de la nave, conseguía introducirse en ella como disimulado
polizón.
La nave corría rápidamente el espacio oscuro, lleno
de estrellas, que la rodeaba como un cobijo. Los héroes vigilaban el fondo del
cielo para prevenir la aparición del enemigo.
Al fin, la doctora se dio cuenta de que el pequeño
había soltado su mano y volvió la cabeza a la butaca inmediata. Pero el niño ya
no estaba y, del mismo modo que había sucedido en aquella lejana desaparición
primera, la búsqueda fue completamente infructuosa.
(Tomado
de www.talesofmytery.blogspot.com)
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