H. G. Wells
El teniente permanecía en
pie frente a la esfera de acero y mordía un trozo de astilla de pino.
–¿Qué
piensa de ello, Stevens? –preguntó.
–Es
una idea –dijo Stevens con el tono del que se mantiene mentalmente abierto.
–Creo
que se hará pedazos… completamente –dijo el teniente.
–Él
parece haberlo calculado todo bastante bien –dijo Stevens, todavía desinteresado.
–Pero
piense en la presión –dijo el teniente–. En la superficie del agua es de catorce
libras por pulgada, a treinta pies de profundidad es el doble; a sesenta, el triple;
a noventa pies, el cuádruple; a novecientos, cuarenta veces; a cinco mil, trescientas,
esto es a una milla… es doscientas cuarenta veces catorce libras; o sea que… vamos
a ver… treinta quintales… una tonelada y media Stevens; una tonelada y media por
pulgada cuadrada. Y el océano al que va tiene cinco millas de profundidad. Es decir,
siete y media…
–Suena
a mucho –dijo Stevens–, pero es acero muy grueso.
El
teniente no respondió, sino que volvió a su astilla de pino. El objeto de su conversación
era una enorme bola de acero con un diámetro exterior de unos nueve pies. Parecía
el obús de alguna pieza de artillería titánica Estaba cuidadosamente colocada en
un monstruoso andamiaje montado dentro del armazón del buque y las gigantescas cabrias
que pronto iban a echarla por la borda daban a la popa del barco una apariencia
que hubiera despertado la curiosidad de cualquier modesto marino que la hubiera
divisado, desde las aguas de Londres al Trópico de Capricornio. En dos puntos, el
uno sobre el otro, en el acero se abrían dos ventanas circulares de vidrio enormemente
espeso; una de ellas, colocada en un marco de acero de gran solidez, estaba en ese
momento parcialmente desenroscada. Ambos, hombres habían visto el interior de aquel
globo por primera vez aquella mañana Estaba cuidadosamente forrado de cojines de
aire y dotado de pequeños pivotes hundidos entre protuberantes almohadones para
manipular el simple mecanismo del artilugio. Todo estaba primorosamente forrado,
incluso el equipo Myers que tenía que absorber el ácido carbónico y reponer el oxígeno
inspirado por su inquilino, cuando se hubiera introducido por la boca de entrada
y ésta hubiera sido atornillada. Estaba tan cuidadosamente forrado que un hombre
podía ser disparado dentro del mismo por un cañón con total seguridad. Y así había
de ser, pues pronto un hombre iba a meterse en él por aquella boca de entrada de
vidrio y, herméticamente cerrado, seria arrojado por la borda para descender, descender
y descender hasta cinco millas, como decía el teniente. Aquello había hecho presa
fuertemente en su imaginación le había producido una ola de confusión, y encontró
en Stevens, el recién llegado a bordo, un enviado del cielo con quien hablar de
ello una y otra vez.
–Opino
–dijo el teniente– que el vidrio se curvará, se combará y se hará pedazos bajo semejante
presión. Bajo grandes presiones, Daubrée ha hecho que las rocas se vuelvan fluidas
como el agua, y fíjese en lo que estoy diciendo…
–Si
el cristal se rompiera –dijo Stevens–, ¿qué pasaría?
–El
agua se introduciría como un chorro de hierro. ¿Ha sentido alguna vez un chorro
directo de agua a alta presión? Golpea con la fuerza de una bala Simplemente lo
destrozaría y lo aplastaría Le desharía la garganta y se le metería en los pulmones;
se introduciría en sus oídos…
–¡Qué
imaginación tan detallista tiene! –protestó Stevens, que veía estas cosas vívidamente.
–Es
una sencilla explicación de lo inevitable –dijo el teniente.
–¿Y
la esfera?
–Emitiría
unas cuantas burbujitas y se posaría confortablemente hasta el día del juicio entre
el cieno y el barro del fondo… con el pobre Elstead aplastado contra sus propios
cojines como la mantequilla sobre el pan –y repitió esta frase como si le agradara
mucho–. Como la mantequilla sobre el pan.
–¿Echando
una mirada al aparato? –dijo una voz, y Elstead apareció junto a ellos, de blanco
flamante, con un cigarrillo entre los dientes y una sonrisa en la mirada que asomaba
bajo la sombra de la amplia ala de su sombrero– ¿Qué es eso de pan y mantequilla
Weybridge? ¿Quejándose como de costumbre de la paga insuficiente de los oficiales
navales? Falta menos de un día para que empiece. Hoy prepararemos las eslingas.
Este cielo limpio y este mar apacible son lo más favorable para mecer una docena
de toneladas de plomo y de hierro, ¿no es verdad?
–No
te afectará mucho el tiempo que haga –dijo Weybridge.
–No.
A setenta u ochenta pies de profundidad, y yo estaré allí en una docena de segundos,
no se mueve ni una partícula aunque el viento se desgañe arriba y el agua salte
a medio camino de las nubes. No. Lo que hay allí abajo es… –se fue hacia el costado
del buque y los otros dos lo siguieron. Los tres se apoyaron en la borda y se quedaron
mirando fijamente el agua verde-amarillenta.
–Paz
–dijo Elstead terminando su pensamiento en voz alta.
–¿Estás
completamente seguro de que el aparato de relojería funcionará? –preguntó Weybridge
en seguida.
–Ha
funcionado treinta y cinco veces –dice Elstead–. Está obligado a funcionar.
–¿Pero
si no lo hace?
–¿Por
qué no había de hacerlo?
–Yo
no bajaría en ese maldito trasto –dijo Weybridge–, ni por veinte mil libras.
–Qué
tipo más alegre eres –dijo Elstead, y escupió amistosamente hacia una burbuja del
agua.
–Todavía
no comprendo cómo vas a intentar que la cosa funcione –dijo Stevens.
–En
primer lugar, yo quedaré atornillado dentro de la esfera –dijo Elstead–, y cuando
haya encendido y apagado la luz eléctrica tres veces para indicar que estoy dispuesto,
me lanzarán por popa mediante aquella grúa, con todas esas grandes plomadas colgadas
debajo. El lastre de plomo tiene un carrete con unas cien brazas de cuerda fuerte
enrollada y eso es lo que une las plomadas a la esfera, además de las eslingas,
que serán cortadas cuando el artefacto sea bajado. Utilizamos cuerda en vez de cable
porque es más fácil de cortar y más flotante; puntos ambos necesarios, como verán.
“En
cada uno de estos lastres ven que hay un orificio que atravesará una varilla de
hierro la cual sobresaldrá seis pies por la parte inferior. Al ser atacada esa varilla
desde abajo, golpea una palanca que pone en marcha el mecanismo de relojería situado
en la parte del cañete en que se enrolla la cuerda.
“Bien.
Todo el aparato se introduce suavemente en el agua y se cortan las eslingas. La
esfera flota pues con aire en su interior es más ligera que el agua, pero los lastres
van rectos hacia abajo hasta que la cuerda se acaba. Cuando toda la cuerda esté
desenrollada la esfera descenderá también, tirada por la cuerda”.
–¿Pero
por qué la cuerda? –preguntó Stevens–. ¿Por qué no atar los pesos directamente a
la esfera?
–Por
el choque, allí abajo. Todo el artefacto se precipitaría hacia abajo, milla tras
milla, a toda velocidad al final. Se haría pedazos en el fondo si no fuera por la
cuerda. Pero los pesos chocaran con el fondo, y en cuanto lo hagan se pondrá en
juego la flotación de la esfera. Continuará hundiéndose cada vez más lentamente;
por último se parará y a continuación empezará a ascender de nuevo.
“Es
entonces cuando entra en acción el mecanismo de relojería. Los pesos se estrellan
directamente contra el fondo del mar; la varilla es golpeada, acciona el mecanismo
de relojería y la cuerda se rebobina en el carrete. Así, seré arrastrado hacia el
fondo del mar. Allí permaneceré una media hora, con la luz eléctrica encendida,
observando a mi alrededor. Entonces el mecanismo de relojería disparará una cuchilla
de resorte, la cuerda será cortada y yo me lanzaré de nuevo hacia arriba como una
burbuja de agua carbónica. La propia cuerda contribuirá a la flotación”.
–¿Y
si por casualidad choca con un barco? –dijo Weybridge.
–Subiré
a tal velocidad que lo atravesaré –dijo Elstead–, como una bala de canoa. No te
preocupes por eso.
–Suponte
que un hábil crustáceo se enreda en tu mecanismo de relojería…
–Sería
una apremiante invitación a detenerme –dijo Elstead, volviéndose de espaldas al
agua y mirando fijamente la esfera.
Levantaron a Elstead sobre
la borda a las once. El día estaba serenamente brillante y en calma, con el horizonte
perdido en la niebla. El resplandor eléctrico del pequeño compartimento superior
destelló jovialmente tres veces. Entonces lo posaron suavemente en la superficie
del agua y un marinero se colgó de las cadenas de popa dispuesto a cortar el aparejo
que mantenía unidos los lastres a la esfera. El globo, que parecía tan grande en
cubierta, bajo la popa del barco parecía la cosa más pequeña que se pueda concebir.
Giró un poco y sus dos oscuras ventanas, que estaban por encima de la línea de flotación,
parecían ojos girando asombrados hacia las personas que se apiñaban en la borda.
Una voz se maravillaba de que a Elstead le gustara el balanceo.
–¿Está
listo? –preguntó el comandante.
–¡Sí,
sí señor!
–¡Entonces
séllenlo!
La
cuerda del aparejo se presionó contra la cuchilla y se cortó; un remolino agitó
al globo de forma grotesca y desmañada. Uno saludó con un pañuelo, otro intentó
un ineficaz saludo y un guardiamarina contaba lentamente:
–¡Ocho,
nueve, diez! –otro balanceo, y después, con una sacudida y un chapoteo, la esfera
se enderezó.
Pareció
quedar fija por un momento y hacerse rápidamente más pequeña; a continuación el
agua se cerró sobre ella y por unos momentos aún fue visible, agrandada por la refracción
y más oscura bajo la superficie. Antes de que se pudiera contar hasta tres había
desaparecido. Hubo un centelleo de luz blanca bajo el agua hasta que se convirtió
en un punto y desapareció. Después, nada excepto el abismo marino y la oscuridad
de las profundidades en que nadaba un tiburón.
Bruscamente
la hélice del barco empezó a girar, el agua se arremolinó, el tiburón desapareció
en una rugosa confusión y un torrente de espuma se levantó de la claridad cristalina
que había engullido a Elstead.
–Y
ahora ¿qué pasa? –dijo un marinero a otro.
–Vamos
a virar de borde un par de millas por temor a que choque con nosotros cuando suba
–dijo su compañero.
El
barco marchó lentamente hacia su nueva posición. A bordo casi todos los que estaban
desocupados se quedaron observando el burbujeo en que se había hundido la esfera.
Durante la siguiente media hora es dudoso que se hablara una palabra que no atañera
directa o indirectamente a Elstead. El sol de diciembre estaba en su punto más alto
y el calor era considerable.
–Tendrá
bastante frío allá abajo –dijo Weybridge–. Dicen que por debajo de cierta profundidad
el agua del mar está casi congelada.
–¿Por
dónde subirá? –preguntó Stevens–. Perdí la orientación.
–Aquél
es el lugar –dijo el comandante, que se enorgullecía de su omnisciencia Extendió
un dedo seguro hacia el sureste –y éste, según calculo, es casi el momento preciso
–dijo–. Ya lleva treinta y cinco minutos.
–¿Cuánto
tiempo tarda en llegar al fondo del océano? –preguntó, Stevens.
–Para
una profundidad de cinco millas y contando, como lo hemos hecho, una aceleración
de dos pies por segundo, en ambos sentidos, viene a ser sobre unos tres cuartos
de minuto.
–Entonces
va retrasado –dijo Weybridge.
–Casi
–dijo el capitán–. Supongo que hacen falta unos minutos para que la cuerda se enrolle.
–Lo
había olvidado –dijo Weybridge, evidentemente aliviado.
Y
entonces empezó el suspenso. Un minuto transcurrió lentamente y la esfera no salió
del agua Siguió otro y nada rompía la tenue y oleaginosa marejada. Los marineros
se explicaban unos a otros el detalle del enrollado de la cuerda. La arboladura
estaba salpicada de rostros expectantes.
–¡Sube,
Elstead! –llamó impacientemente un lobo de mar de pecho velludo; y los demás le
instaron y gritaron como si esperaran a que se levantara el telón de un teatro.
El
comandante los miró irritado.
–Por
supuesto, si la aceleración era inferior a dos –dijo–, estará más rato. No estamos
absolutamente seguros de que ésa fuera la cifra exacta No soy un creyente esclavo
de los cálculos.
Stevens
asintió concisamente. En el puente nadie habló durante un par de minutos. Entonces
sonó el reloj de Stevens.
Cuando,
veintiún minutos después de que el sol hubiera llegado al cénit seguían esperando
que reapareciera la esfera, nadie a bordo se había atrevido a musitar que la esperanza
estaba perdida. Fue Weybridge el que primero expresó esta evidencia. Habló mientras
el sonido de las campanas todavía resonaba en el aire.
–Siempre
desconfié de esa ventana –dijo de pronto a Stevens.
–¡Dios
mío! –dijo Stevens–; no creerás…
–¡Bien!
–dijo Weybridge, y dejó el resto a merced de la imaginación.
–No
creo gran cosa en los cálculos –dijo el capitán dubitativamente–, de forma que todavía
tengo esperanzas.
A
medianoche la cañonera seguía moviéndose lentamente en espiral alrededor del lugar
en que se había hundido el globo; un blanco rayo de luz eléctrica huía, se detenía
y barría de mala gana una y otra vez la inmensidad de las aguas fosforescentes bajo
las minúsculas estrellas.
–Si
la ventana no ha estallado y ha quedado aplastado –dijo Weybridge–, entonces el
panorama es condenadamente peor, pues el mecanismo de relojería se habrá estropeado
y estará vivo, a cinco millas bajo nuestros pies, en el frío y la oscuridad, anclado
en su pequeña burbuja donde nunca ha brillado un rayo de luz ni un ser humano ha
vivido desde que las aguas se formaron. Estará allí sin alimentos, hambriento, sediento
y asustado, pensando si se morirá de hambre o ahogado. ¿Qué pasará? El equipo Myers
se está agotando, supongo. ¿Cuánto durará? ¡Cielo santo! –exclamó–, ¡Qué poca cosa
somos! ¡Qué osados diablillos! Allá abajo, millas y millas de agua… sólo agua, y
toda esta extensión de agua alrededor de nosotros, y este… –tendió sus manos, y
mientras lo hacía, una pequeña raya blanca pasó silenciosamente por el cielo, como
luego más lentamente, se detuvo y se convirtió en un punto inmóvil, como si una
estrella nueva hubiera saltado al cielo. Después se fue deslizando de nuevo hacia
abajo y se perdió entre los reflejos de las estrellas, la blanca niebla y la fosforescencia
del mar.
Ante
aquella escena se detuvo, con los brazos extendidos y la boca abierta. Cerró la
boca, la volvió a abrir y agitó las manos con un gesto impaciente. Después se volvió
hacia el primer vigía y gritó:
–¡Elstead,
ah del buque! –y se fue corriendo. hacia Lindley y hacia el proyector–. ¡Lo vi!
–dijo–. ¡Allí, a estribor! Su luz está encendida y salió disparado del agua. Gira
el reflector. Lo veremos flotando cuando se eleve sobre las olas.
Pero
no recogieron al explorador hasta el amanecer. Entonces casi lo echan a pique. La
grúa giró y la tripulación de un bote enganchó la cadena a la esfera. Cuando abordaron
la esfera, desatornillaron la entrada y se asomaron a la oscuridad del interior
(pues la luz eléctrica estaba prevista para iluminar el agua de alrededor de la
esfera y no alumbraba su interior).
El
aire estaba muy caliente dentro de la cavidad y el caucho del borde de la entrada
se había reblandecido. No hubo respuesta a sus ansiosas llamadas, ni movimiento
alguno. Elstead parecía estar echado sin sentido, encogido en el fondo del globo.
El médico de a bordo se introdujo y lo alzó hacia los hombres que estaban fuera.
Durante un momento no supieron si Elstead estaba vivo o muerto. Su rostro, a la
luz amarilla de las lámparas del barco, relucía de sudor. Lo llevaron a su propio
camarote.
No
estaba muerto, según comprobaron, pero sí en un estado de absoluto colapso nervioso
y además cruelmente magullado. Durante algunos días tuvo que permanecer echado completamente
inmóvil. Transcurrió una semana antes de que pudiera contar su experiencia.
Prácticamente
sus primeras palabras fueron que pensaba descender de nuevo. La esfera tendría que
ser modificada dijo, con el objeto de que se pudiera echar fuera la cuerda si fuera
necesario, y eso fue todo. Había tenido la más maravillosa experiencia.
–Pensaron
que no encontraría más que fango –dijo–. ¡Se rieron de mis exploraciones y yo descubrí
un mundo nuevo! –Contó su historia en fragmentos deshilvanados y en desorden, de
manera que es imposible repetirla con sus propias palabras. Pero lo que sigue es
la narración de su experiencia.
Empezó
atrozmente, dijo. Antes de que la cuerda se tensara, el artefacto seguía rodando.
Se sentía como una rana en un balón de futbol. No podía ver nada excepto la grúa
y el cielo por encima de su cabeza, con un panorama ocasional de la gente en la
borda del barco. No tenía ni idea de cómo rodaría el objeto a continuación. De repente
se encontró con los pies por alto, trataba de enderezarse y volvía a rodar, patas
arriba y de cualquier modo, sobre el almohadillado. Cualquier otra forma que no
fuera la estática hubiera sido más confortable, pero ninguna hubiera sido digna
de confianza bajo la enorme presión del abismo submarino.
De
pronto el vaivén cesó, el globo se enderezó y cuando se puso en pie vio el agua
a su alrededor de un azul verdoso; una tenue luz se filtraba desde arriba y una
muchedumbre de pequeñas cosas flotantes pasaban corriendo ante él, según le pareció,
hacia la luz. Mientras miraba se hizo cada vez más oscuro, hasta que el agua se
volvió tan oscura como el cielo a medianoche, si bien de un matiz más verde por
arriba y por abajo, negra. Pequeños cuerpos transparentes formaban en el agua un
débil destello de luminosidad y pasaban raudamente como lánguidas franjas verdosas.
¡Y
la sensación de la caída! Fue como el arranque de un ascensor, sólo que se mantenía.
Hay que imaginarse lo que significa esa sensación sostenida. Fue entonces el único
momento en que Elstead se arrepintió de su aventura. Vio las probabilidades que
tenía a una luz completamente nueva. Pensó en las jibias gigantes que se sabía existían
en las aguas medias, en los cuerpos que se encontraban a veces medio digeridos en
las ballenas o flotando muertos, descompuestos y medio comidos por los peces. Suponte
que una se agarrara y no se soltara. ¿Y había sido el mecanismo de relojería en
realidad suficientemente comprobado? Pero que deseara continuar o retroceder ahora
no importaba lo más mínimo.
En
cincuenta segundos todo se hizo tan oscuro como la noche, excepto donde el destello
de su luz traspasaba las aguas y tocaba de vez en cuando algún pez o material en
suspensión. Pasaban por delante de él demasiado deprisa para ver lo que eran. Una
vez cree que pasó un tiburón Y entonces la esfera empezó a calentarse por la fricción
contra el agua. Habían subestimado eso, al parecer.
Lo
primero que notó fue que estaba sudando; después oyó un silbido cada vez más agudo
bajo sus pies y vio una gran cantidad de burbujitas –eran muy pequeñas– abalanzándose
hacia arriba, como un abanico, a través del agua exterior. ¡Vapor! Tocó la ventana
y estaba caliente. Encendió la diminuta lámpara de incandescencia que iluminaba
su propia cavidad, miró el reloj acolchado que había junto a los pivotes y vio que
llevaba viajando dos minutos. Pensó que la ventana se quebrarla por el contraste
de temperaturas, pues sabía que el agua del fondo está cercana a la congelación.
Entonces
repentinamente el suelo de la esfera pareció presionar contra sus pies, la carrera
de las burbujas exteriores se hizo cada vez más lenta y el silbido disminuyó. La
esfera rodó un poco. La ventana no se había roto, nada había cedido y vio que los
peligros de naufragio, por lo menos, habían pasado.
En
otro minuto o así estaría sobre el lecho de las profundidades marinas. Pensó, dijo,
en Stevens y Weybridge y en los demás que estaban a cinco millas por encima de su
cabeza, a más altura que las nubes más altas que flotan sobre la tierra, navegando
lentamente, mirando hacia abajo y preguntándose qué habría sido de él.
Escudriñó
por la ventana Ya no había burbujas y el silbido se había parado. Fuera había una
densa oscuridad, negra como el terciopelo negro, excepto donde la luz eléctrica
perforaba el agua y mostraba su color, un verde amarillento. Entonces, tres cosas
como formas de fuego se pusieron en su campo de visión nadando y siguiéndose unas
a otras por el agua. No podía decir si eran pequeñas y cercanas o grandes y alejadas.
Cada
una estaba contorneada por una luz azulada casi tan brillante como las luces de
una lancha pesquera, una luz que parecía humear profusamente; a sus costados había
nubes, como las troneras de iluminación de un buque. Su fosforescencia parecía apagarse
a medida que entraban en el haz de su luz y entonces vio que eran pequeños peces
de extraño aspecto, con enormes cabezas, grandes ojos y cuerpos y colas menguados.
Sus ojos estaban dirigidos hacia él y entendió que lo estaban siguiendo en su descenso.
Supuso que eran atraídos por su fulgor.
En
seguida se unieron a ellos otros de la misma clase. Mientras continuaba descendiendo,
notó que el agua se volvía de un color pálido y que las pequeñas motas centelleaban
bajo su haz de luz como partículas en un rayo de sol. Esto era probablemente debido
a las nubes de fango y cieno que el impacto de sus lastres había removido.
Cuando
fue arrastrado hacia las plomadas estaba en una densa bruma blanquecina que su luz
eléctrica no podía atravesar más de unas cuantas yardas, y transcurrieron muchos
minutos antes de que se hundieran en parte las masas colgantes de sedimentos. Después,
iluminado por su lámpara y por la pasajera fosforescencia de un distante banco de
peces, pudo ver bajo la enorme negrura de las aguas una ondulante extensión, de
cieno blanco-grisáceo, roto aquí y allá por enmarañadas malezas de una vegetación
de lirios marinos que ondeaban hambrientos tentáculos.
Más
lejos estaban los graciosos y translúcidos contornos de un grupo de gigantescas
esponjas. Sobre este lecho se esparcía gran número de penachos erizados, aplanados
y de rico color púrpura y negro, que determinó debían ser alguna especie de erizos
de mar, así como pequeñas cosas de grandes ojos o ciegas que tenían un curioso parecido,
algunas a cochinillas y otras a langostas, que se arrastraban perezosamente por
el rastro de luz y se desvanecían en la oscuridad de nuevo, dejando surcos tras
de sí.
Entonces,
repentinamente un enjambre revoloteante de peces pequeños viró y se dirigió hacia
él como una bandada de estorninos. Pasaron sobre él como una fosforescente nevada
y entonces vio detrás de ellos una criatura más grande que avanzaba hacia la esfera.
Al
principio podía verla sólo débilmente, era una figura moviéndose lánguidamente que
parecía un caminante; después entró en la luz que la lámpara arrojaba Cuando el
resplandor la hirió, cerró los ojos, deslumbrada Se quedó con la vista clavada en
rígido asombro.
Era
un extraño animal vertebrado. Su cabeza púrpura oscura sugería vagamente a un camaleón,
pero tenía la frente tan alta y un cráneo como jamás ningún reptil había presentado;
el perfil vertical de su cara le daba un extraordinario parecido con un ser humano.
Dos
grandes y protuberantes ojos se proyectaban desde los huecos –como un camaleón–
y tenían una ancha boca de reptil con labios córneos bajo sus pequeñas fosas nasales.
En lugar de orejas tenía dos agallas enormes, de las que sobresalía flotando un
árbol ramificado de filamentos coralinos, casi como las branquias en forma de árbol
que poseen todas las jóvenes rayas y tiburones.
Pero
la humanidad de su cara no era lo más extraordinario de la criatura Era un bípedo;
su cuerpo casi esférico estaba posado sobre un trípode formado por dos patas como
las de las ranas y una larga y gruesa cola; sus miembros delanteros, que caricaturizaban
la mano humana, al igual que en la rana, portaban un largo eje óseo cobrizo. El
color de la criatura era abigarrado; su cabeza, manos y patas eran púrpuras; pero
su piel, que colgaba descuidadamente sobre ella, como si fueran ropajes, era de
un gris fosforescente. Y allí permanecía, cegada por la luz.
Finalmente,
esta ignota criatura del abismo entornó los ojos y, protegiéndolos con su mano libre,
abrió la boca y dio escape a un sonido vociferante, articulado casi como pudiera
ser el habla, que penetró incluso en la caja de acero acolchada de la esfera. Cómo
pueda realizarse un sonido vociferante sin pulmones, Elstead no intenta explicárselo.
Entonces se movió hacia un lado, fuera del resplandor, adentrándose en el misterio
de las sombras que lo rodeaban y Elstead sintió más que vio que venía hacia él.
Imaginando que la luz lo había atraído, desconectó el interruptor de la corriente.
En ese momento algo suave frotó sobre el acero y el globo se inclinó.
Entonces
el grito se repitió y le pareció que un eco distante le contestaba. La flotación
volvió y todo el globo se inclinó y se ancló en la barra en que estaba enrollado
el cable. Permaneció en la oscuridad y escudriñó la inacabable noche del abismo.
Y en seguida vio, muy débil y remotamente, otras formas fosforescentes casi humanas
apresurándose hacia él.
Casi
sin saber lo que hada, tentó su tambaleante prisión buscando el pivote de la luz
eléctrica exterior y dio por casualidad con su propia lamparita incandescente, que
estaba en el hueco acolchado. La esfera giró y lo derribó; oyó gritos como de sorpresa
y cuando se puso en pie vio dos pares de acechantes ojos que miraban por la ventana
inferior y reflejaban su luz.
Al
poco unas manos frotaron vigorosamente su caja de acero y se produjo un sonido,
bastante horrible en su situación, de la protección metálica del mecanismo de relojería,
que estaba siendo fuertemente golpeado. Esto, ciertamente, le puso el corazón en
la boca pues si aquellas extrañas criaturas lograban detenerlo, no se produciría
nunca su liberación. Apenas lo había pensado cuando sintió que la esfera se balanceaba
violentamente y el suelo le presionaba firmemente los pies. Apagó la lamparita que
iluminaba el interior y envió el rayo de la lámpara grande hacia el agua exterior.
El lecho del mar y las criaturas en forma de hombre habían desaparecido y un par
de peces persiguiéndose se dejaron ver por la ventana.
Pensó
en seguida que los extraños habitantes de las profundidades habían roto la cuerda
y que se había soltado. Ascendió cada vez más deprisa y entonces se detuvo con una
sacudida que lo lanzó contra el techo acolchado de su prisión. Durante medio minuto,
quizás, permaneció demasiado atónito para pensar.
Después
sintió que la esfera giraba lentamente y se balanceaba y le pareció que era arrastrado
por el agua. Agachándose junte a la ventana trató de hacer efectivo su peso y de
girar aquella parte de la esfera hacia abajo, pero no pudo ver nada salvo el pálido
rayo de su lámpara cortando ineficazmente la oscuridad. Se le ocurrió que podía
ver más si apagaba la lámpara y hacía que sus ojos se acostumbraran a la profunda
oscuridad.
En
esto fue sensato. Al cabo de algunos minutos la oscuridad aterciopelada se convirtió
en una oscuridad traslúcida; y entonces, allá a lo lejos, y tan débil como la luz
de una tarde inglesa de verano, vio figuras moviéndose por abajo. Pensó que las
criaturas habían desenganchado su cable y lo estaban remolcando por el lecho marino.
Y
entonces vio algo vago y remoto a través de las ondulaciones de la planicie submarina,
un amplio horizonte de pálida luminosidad que se extendía por aquí y por allá tan
lejos como el campo de visión de su pequeña ventana le permitía apreciar. Era remolcado
hacia allí como un globo desde el campo abierto a la ciudad. Se aproximaba muy lentamente,
y muy lentamente el brillo indistinto se concentraba en formas más definidas.
Eran
casi las cinco cuando llegó a esa zona luminosa, y para entonces pudo distinguir
una distribución sugestiva de calles y casas agrupadas sobre una amplia elevación
sin techo que sugería grotescamente una abadía en ruinas. Estaba desplegada como
un mapa bajo él. Las casas eran recintos de muros sin techumbre y su material de
huesos fosforescentes, como más tarde vio, daba al lugar la apariencia de estar
construido a base de disparates sumergidos.
Entre
las cuevas interiores del lugar, árboles liliáceos ondulantes extendían sus tentáculos,
y altas, tenues y vidriosas esponjas brotaban como brillantes minaretes y lirios
de luz membranosa del resplandor general de la ciudad. En los espacios abiertos
del lugar pudo divisar un agitado movimiento de multitudes, pero él se hallaba a
demasiadas brazas por encima de ellas como para distinguir a los individuos de aquella
multitud.
Entonces
lo arrastraron lentamente hacia abajo, y mientras lo hacían, los detalles del lugar
se introdujeron lentamente en su conocimiento. Vio que los caminos entre los nebulosos
edificios estaban señalados por líneas rebordeadas de objetos redondos, y entonces
percibió que en diversos puntos por debajo de él, en amplios espacios abiertos,
había formas como de barcos incrustados.
Lentamente
y con seguridad fue arrastrado hacia abajo y las formas que había bajo él se hicieron
más brillantes, más claras, más distintas. Era llevado, notó, hacia el gran edificio
del centro de la ciudad, y pudo echar una ojeada de vez en cuando a las formas multitudinarias
que tiraban de su cuerda. Se quedó asombrado al ver que la arboladura de uno de
los barcos, que formaba la característica prominente del lugar, estaba repleta de
una hueste de figuras gesticulantes que lo observaban y a continuación los muros
del gran edificio se levantaron silenciosamente alrededor de él ocultando la ciudad
a sus ojos.
Y
cómo eran las paredes, de madera anegada en agua y cable retorcido, arboladuras
de hierro y cobre, huesos y cráneos de hombres muertos. Los cráneos corrían en zigzag,
en espirales y en curvas fantásticas sobre los edificios; y dentro y fuera de las
cuencas de sus ojos, sobre toda la superficie del lugar, acechaban y jugaban una
multitud de pequeños peces plateados.
De
repente sus oídos se llenaron de un grave vocerío y de un ruido como un violento
resoplido de cuerpos, que fue sucedido por un fantástico canto. Por debajo de la
esfera se hundían, más abajo de las enormes ventanas ojivales, a través de las cuales
las vio vagamente, gran número de aquellas gentes fantasmales que lo observaban,
yendo finalmente a posarse en lo que parecía una especie de altar que se levantaba
en el centro del lugar.
Ahora
estaba en un nivel en el que podía ver a aquellas extrañas gentes del abismo distintamente
una vez más. Para su asombro percibió que se postraban ante él, todos menos uno,
vestido según parecía con una ropa de escamas en placas y coronado con una diadema
luminosa, que se quedó abriendo y cerrando su boca de reptil, como si dirigiera
el canto de los adoradores.
Un
curioso impulso llevó a Elstead a encender de nuevo su pequeña lámpara para hacerse
visible a aquellas criaturas del abismo, aunque el resplandor las hiciera desaparecer
rápidamente en la oscuridad. Tras esta repentina visión de él, el cántico dio paso
a un tumulto de alborozados gritos; y Elstead, ansioso por observarlos, apagó la
luz de nuevo y desapareció de su vista Pero durante un rato quedó demasiado cegado
para distinguir lo que estaban haciendo, y cuando al final pudo descubrirlos estaban
arrodillándose de nuevo. Y así continuaron adorándole, sin descanso o interrupción,
durante tres horas.
Muy minucioso fue el relato
de Elstead de su asombrosa ciudad y de su gente, aquella gente de la perpetua oscuridad
que nunca habían visto el sol, la luna o las estrellas, la verde vegetación ni ninguna
criatura viviente de respiración aérea, que nada sabían del fuego ni de ninguna
luz que no fuera la fosforescencia de los seres vivientes.
Con
todo lo sobrecogedora que pueda ser su historia, todavía es más sobrecogedor saber
que científicos tan eminentes como Adams y Jenkins no encuentran nada increíble
en ella. Afirman que no ven ninguna razón por la que seres inteligentes, de respiración
acuática, criaturas vertebradas habituadas a las bajas temperaturas y a una enorme
presión y de tan pesada estructura que ni vivas ni muertas puedan flotar, no puedan
vivir sobre el fondo del profundo mar enteramente insospechadas para nosotros, descendientes
como nosotros de la gran Thenomorpha de la Nueva Era de Arenisca Roja.
Nosotros
seríamos vistos por ellos, sin embargo, como criaturas extrañas, meteóricas, que
habitualmente caemos de modo catastróficamente muertos de la misteriosa oscuridad
de su cielo acuoso. Y no solamente nosotros, sino también nuestros barcos, nuestros
metales, nuestras herramientas, llegarían lloviendo de la noche.
Algunas
veces objetos de naufragios los golpean y aplastan, como si fueran el juicio de
algún poder superior de las alturas, y algunas veces llegan cosas de la mayor rareza
o utilidad o formas de sugestión estimulante. Cabe comprender, quizás, algo de su
comportamiento ante el descenso de un hombre viviente, si se piensa qué gente bárbara
podría parecer a quien se le presentara de súbito caído del cielo una resplandeciente
criatura provista de un halo.
En
un momento u otro probablemente, Elstead contó a los oficiales del Ptarmigan
todos los detalles de sus extrañas doce horas en el abismo. Cierto que también intentara
escribir, pero nunca lo hizo, y así, desgraciadamente, hemos tenido que reunir trozo
a trozo los discrepantes fragmentos de su historia según los recuerdos del capitán
Simmons; Weybridge, Stevens, Lindley y los demás.
Nosotros
lo vemos oscuramente en ojeadas fragmentarias: el enorme edificio fantasmal, los
cantores prosternados con sus cabezas oscuras de forma de camaleón y su vestimenta
débilmente luminosa; y Elstead, con su luz nuevamente encendida, tratando vanamente
de llevar a sus mentes la idea de que la cuerda a la que estaba sujeta la esfera
iba a ser cortada. Minuto a minuto se soltaba y Elstead, mirando su reloj, se horrorizó
al ver que sólo tenía oxígeno para cuatro horas más. Pero el canto en su honor continuó
tan despiadadamente como si fuera la marcha fúnebre de su cercana muerte.
La
forma de su liberación no la comprende, pero a juzgar por el extremo de la cuerda
que colgaba de la esfera, había sido cortada por el roce contra el borde del altar.
Bruscamente, la esfera giró y subió precipitadamente fuera de aquel mundo, como
si una criatura etérea envuelta en el vacío volara por nuestra propia atmósfera
de regreso a su éter nativo. Debió arrancarse de su vista como una burbuja de hidrógeno
se precipita hacia arriba en nuestro aire. Debió parecerles una extraña ascensión.
La
esfera se lanzó hacia arriba con mayor velocidad aún que cuando, cargada con las
plomadas, se había precipitado hacia abajo. Notó un calor excesivo. Viajó hacia
arriba con las ventanas por encima y recuerda el torrente de burbujas espumeantes
contra el cristal. A cada momento esperaba que echase a volar. Entonces, repentinamente,
algo parecido a una enorme rueda pareció desprenderse sobre su cabeza, el compartimento
acolchado empezó a girar y se desmayó. Su recuerdo siguiente fue el de su camarote
y la voz del médico.
Ésta
es la esencia de la extraordinaria historia que Elstead relató fragmentariamente
a los oficiales del Ptarmigan. Prometió dejarlo por escrito en fecha próxima
Su mente estaba ocupada sobre todo por la mejora de su aparato, cosa que llevó a
cabo en Río.
Queda
solamente por decir que el 2 de febrero de 1896 realizó su segundo descenso al abismo
del océano, con las mejoras que su primera experiencia le sugirió. Lo que sucedió
probablemente nunca lo sabremos. Nunca volvió. El Ptarmigan batió todo el
punto de su inmersión buscándolo en vano durante trece días. Luego regresó a Río
y las noticias fueron telegrafiadas a sus amigos. De forma que hasta el presente
así está el asunto. Pero es muy probable que se haga algún otro intento de verificar
esta extraña historia sobre las hasta ahora insospechadas ciudades de las profundidades
marinas.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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