Edmundo Paz Soldán
En
un claro del bosque, una tarde de sol asediado por nubes estiradas y movedizas,
la niña rubia de largas trenzas agarra el cuchillo con firmeza y el niño de
ojos grandes y delicadas manos contiene la respiración.
–Lo haré yo primero –dice ella, acercando
el acero afilado a las venas de su muñeca derecha–. Lo haré porque te amo y por
ti soy capaz de dar todo, hasta mi vida misma. Lo haremos porque no hay, ni
habrá, amor que se compare al nuestro.
El niño lagrimea, alza el brazo izquierdo.
–No lo hagas todavía, Ale… lo haré yo
primero. Soy un hombre, debo dar el ejemplo.
–Ese es el Gabriel que yo conocí y aprendí
a amar. Toma. Por qué lo harás.
–Porque te amo como nunca creí que podía
amar. Porque no hay más que yo pueda darte que mi vida misma.
Gabriel empuña el cuchillo, lo acerca a
las venas de su muñeca derecha. Vacila, las negras pupilas dilatadas. Alejandra
se inclina sobre él, le da un apasionado beso en la boca.
–Te amo mucho, no sabes cuánto.
–Yo también te amo mucho, no sabes cuánto.
–¿Ahora sí mi Romero?
–Ahora sí, mi Julia.
–Julieta.
–Mi Julieta.
Gabriel mira el cuchillo, toma aire, se
seca las lágrimas, y luego hace un movimiento rápido con el brazo izquierdo y
la hoja acerada encuentra las venas. La sangre comienza a manar con furia.
Gabriel se sorprende, nunca había visto un
líquido tan rojo. Siente el dolor, deja caer el cuchillo y se reclina en el
suelo de tierra: el sol le da en los ojos. Alejandra se echa sobre él, le lame
la sangre, lo besa.
–Ah, Gabriel, cómo te amo.
–Ahora te toca a ti– dice él, balbuceante,
sintiendo que cada vez le es más difícil respirar.
–Sí. Ahora me toca –dice ella,
incorporándose.
–¿Me… me amas?
–Muchísimo.
Alejandra se da la vuelta y se dirige
hacia su casa, pensando en la tarea de literatura que tiene que entregar al día
siguiente. Detrás suyo, incontenible, avanza el charco rojo.
(Tomado
de www.enfrascopequeno.blogspot.com)
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