René Marqués
Son of man,
You can not say or guess, for you know only
A heap of broken images, where the sun beats.
T. S. Eliot (The waste land)
A pesar del sol inmisericorde, los ojos se mantenían muy abiertos. Las pupilas,
ahora, con esta luz filosa, adquirían una transparencia de miel. La nariz, proyectada
al cielo, y el cuello en tensión, parecían modelados en cera: ese blanco cremoso
de la cera, esa luminosidad mate del panal convertido en cirio. Lástima que el collar
de seda roja ciñera la piel tan prietamente. Lucía bien el rojo sobre el blanco
cremoso de la piel. Pero daba una inquietante sensación de incomodidad, de zozobra
casi.
El cuerpo desnudo estaba reclinado suave, casi graciosamente,
en la popa del bote. Desnudo no. Los senos, un poco caídos por la posición del torso,
lograban a medias ocultarse tras la pieza superior de la trusa azul.
Remaba lenta, rítmicamente. No le acuciaba prisa alguna.
No sentía fatiga. El tiempo estaba allí inmovilizado, tercamente inmóvil, obstinándose
en ignorar su destino de eternidad. Pero el bote avanzaba. Avanzaba ingrávido, como
si no existiese el peso del cuerpo semidesnudo reclinado suave, casi graciosamente,
sobre la popa…
El bote pesa menos que el sentido de mi vida junto a
ti. Y los remos trasmitían la levedad
del peso a sus manos. Sus músculos, en la flexión rítmica, apenas si formaban relieve
en los bíceps; meras cañas de bambú, apenas nudosos, sin la forma envidiada de otros
brazos, a pesar de las vitaminas que en el anuncio del diario garantizaban la posesión
de un cuerpo de Atlas, de atleta al menos.
Observó su propio pecho hundido. Debo hacer ejercicio.
Es una vergüenza. La franja estrecha de vellos negros separando apenas las tetillas.
Dejaré de fumar el mes próximo. Me estoy matando. No sentía el sol encendido
en su espalda. Quizás por la brisa. Era una brisa acariciante, suave, fresca, como
si en vez de salitre trajera humedad de hoja de plátano o rocío de helechos. Resultaba
extraño. Ninguna de sus sensaciones correspondía a la realidad inmediata. Pero el
bote avanzaba. Y su propio vientre escuálido formaba arrugas más arriba del pantaloncito
de lana. Y abajo, entre sus piernas, el bulto exagerado a pesar de lo tenso del
elástico.
Porque hay un absurdo cruel en el
sentido equilibrio de ese alguien responsable de todo; que no es equilibrio, que
no tiene en verdad sentido, que no es igual a mantener el bote a flote con dos cuerpos,
ni hacer que el mundo gire sobre un eje imaginario, porque estar aquí no lo he pedido
yo, del mismo modo que nunca pedí nada. Pero exigen, piden, demandan, de mí, de
mí sólo. Eres tan niño. Y tienes ya cosas de hombre. Y no supe si lo decía porque
escribía a escondidas o por lo otro. Pero no debió decirlo. Porque una madre haría
bien en estrujar cuidadosamente las palabras en su corazón antes de darles calor
en sus labios. Y nunca se sabe. Aunque por saberlo acepté ir con Luis a la casa
de balcón en ruinas donde vivía la vieja Leoncia con las nueve muchachas. Y comprobaron
todas que sí, que yo tenía cosas de hombre, y gozaron mucho, sobre todo la bajita
de muslos duros y mirada blanda como de níspero. Pero fíjate que eso no es ser hombre.
Porque ser hombre es tener uno sentido propio. Y ella lo tenía por mí: No te cases
joven, hijito. Y el sentido no estaba en el amor. Porque el amor estaba siempre
en una muchacha negra, o mulata, o pobre o generosa en demasía con su propio cuerpo.
Y no era ése el sentido que ella tenía para mí, sino una blanca y bien nacida. Y
tampoco era en escribir: Deja esas tonterías, hijito, sino en una profesión, la
que fuese, que no podía ser otra sino la de maestro, porque no siempre hay medios
de estudiar lo que más se anhela. Y murió al llevarle yo el diploma, no sé si de
gusto, aunque el doctor aseguró que era sólo de angina. Pero de todos modos murió.
Y yo creí que al fin mi vida tendría un sentido. Pero no se puede llenar una vida
vacía de sentido como se ahíta una almohada con guano, o con plumas de ganso, o
con plumas más suaves de cisne. Porque ya yo era maestro. Y no pasaría necesidades,
teniendo una carrera, como había asegurado ella, ni escribiría jamás. Y te conocía
a ti que prometías dar amor a mi vida, suavidad a mi vida, como pluma de cisne.
Y me casé contigo que entonces tenías los pechitos erguidos y eras de buena cuna,
y creí que sería hombre de provecho porque no fui más a la casa vieja de balcón
en ruinas (a Leoncia sólo la vi luego cargando el Sepulcro, los Viernes Santos,
en la procesión de las cuatro), y me dediqué a trabajar como lo hacen los mansos
y a quererte como el que tiene hambre vieja de amor, que eso tenía yo, porque no
hay ser que viva con menos amor que el hijo de una madre que dirige con sus manos
duras el destino, y es esclava de su hijo. Y esa hambre de amor que yo tenía desde
chiquito y que no saciaban las muchachas de la casa vieja (eran nueve las muchachas)
estaba en mí para que tú la saciaras, y por eso no escribí ya más, y todo ello para
que estés ahora ahí, quieta, en la popa del bote, como si no oyeras ni sintieras
nada, como si no supieras que estoy aquí, gobernando la nave, yo, por vez primera,
hacia el rumbo que escoja, sin consultar a nadie, ni siquiera a ti, ni a mi madre
porque está muerta, ni a la principal de esa escuela donde dicen que soy maestro
(“mister”, “mister”, usted es lindo y me gusta y el mundo se está cayendo), ni a
la senadora que demanda que yo vote por ella, ni a la alcaldesa que pide que yo
mantenga su ciudad limpia, ni a la farmacéutica que exige que yo, precisamente yo,
le pague la cuenta atrasada, sonriendo, como sonríen los seres que tienen siempre
la vida o la muerte en sus manos, ni a la doctora que atendió al nene, ni a todas
las que exigen, y obligan, y piden, y sonríen, y dejan a uno vacío, sin saber que
ya otra había vaciado de sentido, desde el principio, al hombre que no pidió estar
aquí, ni exigió nunca nada; a nadie, ¿entiendes?, a nadie.
¿Por qué se afinaba tanto la costa? La copa de los cocoteros se fundía ya
con las dunas y las uvas playeras. Era una pincelada verde, alargada, como una ceja
que alguien depilara sobre el párpado semicerrado de la arena. El mar parece
azul desde la costa, pero es verde aquí, sólo verde. ¿No había una realidad
que fuese inmutable sin importar la distancia?
Cada remo hacía chas al hundirse en el agua y
luego un glú-glú rápido. Y a pesar de ser dos los remos, el sonido era simultáneo,
como si fuese uno. El cuerpo en la popa seguía ejerciendo una fascinación indescriptible.
No era que los senos parecieran un poco caídos. Eso sin duda se debía a la posición
de ella frente a él. Pero el vientre no era tan terso como la noche de bodas.
–No, así no quiero. Los hijos deforman el cuerpo.
Precisamente allí, donde la pieza inferior de la trusa
azul bordeaba la carne tan apretadamente, se había deformado el vientre.
–Ay, mi pobre cuerpo. Por tu culpa.
Y había crecido ahí, precisamente ahí, en el lugar que
había sido terso y que él besara con la pasión de una luna perdida en la búsqueda
inútil de su noche. Hasta que no pudo crecer más y rompió la fuente de sangre y
gritos.
–Es un niño.
¡Qué débil y frágil es! Como son siempre los niños. Aunque
la fragilidad de la embarcación no le impedía llevar el peso de los dos cuerpos
rasgando el verde desasosegado del mar. El sol de nadie tenía piedad. Y él remaba
sin prisa, el infinito a su espalda. ¡Es tan frágil la infancia! Tan frágil un cuerpo
reclinado suave, casi graciosamente, sobre la popa del bote.
Ahora no sentía el cansancio de las noches y las mañanas.
–El nene está llorando.
–Levántate tú. Yo estoy cansada.
Remaba rítmicamente, sin esfuerzo casi, sin fatiga,
la brisa salpicando de espuma el interior del bote.
–Por mí, querido, un televisor.
–No sé si pueda. Este mes…
–La vida no tiene sentido sin televisor.
La vida no tenía sentido, pero el sol evaporaba rápidamente
las gotas tenues de mar sobre la piel de ella.
–Mañana vence el plazo de la lavadora eléctrica.
Cada remo hacía chas al hundirse en el agua y
luego un glu-glú rápido, huidizo. Pero lento, angustioso, enloquecedor, saliendo
de la incisión en la garganta del nene por el tubo de goma con olor a desinfectante.
–Si se obstruye el tubo, muere el niño. (El niño
mío, quería decir ella, el niño que era mi hijo.)
Café negro y bencedrina. Aléjate, sueño, aléjate.
Limpiar el tubo, mantener el tubo sin obstrucciones. Glu-glú, al unísono,
los remos saliendo del agua. Glu-glú, el reloj de esfera negra, sobre la
mesa de noche.
–Papi, mami está llorando porque se le quemó el arroz.
(Ay, se le quemó el arroz. Otra vez se le quemó el arroz.)
Glu-glú, y la espuma del tubo, que era preciso limpiar. Cuidadosamente.
Cuidadosamente, con el pedazo de gasa desinfectada.
–Papi, cuando yo sea grande, ¿me casaré también?
Café negro y bencedrina. ¿Por qué los remos empezaban de
súbito a sentirse pesados y recios bajo sus manos? Café negro…
–No puedo más. Quédate tú ahora con el nene.
–Yo no. Los nervios me matan Soy sólo una débil mujer.
Glu-glú. Glu-glú. Minuto a minuto. Glu-glú,
en el reloj de la mesa. Glu-glú, en la punta de los remos. Glu-glú,
en los párpados pesados de sueño. Glu-glú. Glu-glú. Glu…
–Otra vez tarde. Y ayer faltó usted a clase.
–Ayer enterré a mi hijito.
Ya la tierra no se veía. Ya el horizonte era idéntico
a su izquierda o a su derecha, frente a sí, o a sus espaldas. Ya era sólo un bote
en el desasosiego del mar. Y ahora que era sólo eso, ahora que no importaban los
límites ni los horizontes, los remos empezaban a perder su ritmo lento para moverse
a golpes secos, febriles, irregulares.
–Este vecindario se ha vuelto un infierno.
–Era bueno cuando nos mudamos.
–Hay algo que se llama el tiempo, querido. Y que pasa.
Pero nosotros…
Nosotros somos una pareja de tantas,
porque el marido es maestro y la mujer una bien nacida, y peor hubiese sido si soy
escritor, aunque no estoy seguro. La principal es mujer, y la senadora es mujer,
y mi madre fue mujer, y yo soy sólo maestro, y en la cama un hombre, y mi mujer
lo sabe, pero no es feliz porque la felicidad la traen las cosas buenas que se hacen
en las fábricas, como se la trajeron a la supervisora de inglés, y a otras tan hábiles
como ella para atraer la felicidad. Pero mi mujer no. Pero Anita, de la Calle Luna,
es feliz cuando me goza, o aparenta que me goza, a pesar de que es mayor que aquellas
muchachas de la vieja casa de balcón en ruinas (eran nueve las muchachas y la menor
tenía los muslos duros y la mirada de níspero), pero no pide absurdos, sólo lo que
le doy, que es bastante en un sentido, mas no exige un traje nuevo para la fiesta
de los Rotarios el mismo día en que me ejecutan la hipoteca, y los cuarenta dólares
que me descuentan del sueldo por el último préstamo y quince más para el Fondo del
Retiro, porque la ley que hizo la senadora es buena y obliga a que yo piense en
la vejez (la de mi mujer quiere decir la ley, porque no hay ley que proteja al hombre),
aunque antes de llegar a esa vejez que la ley señala no se tenga para el plazo atrasado
del televisor (nadie puede vivir sin televisor, ay, nadie puede), y ella insiste
en que lo eche afuera para conservar el cuerpo bonito y lucir el traje nuevo (no
ése, sino el último, el de la falda bordada en “rhinestones”), si tan siquiera fuese
para gozarlo (su cuerpo, digo), pero apenas me deja, con esa angustia de lo completo,
y todo por no usar la esponja chica, como dijo la trabajadora social de Bienestar
Público que es en verdad Malestar Privado o cuando no con aquello de no, me duele,
que Anita me dice porque se conforma con los tragos en la barra y los cinco dólares,
más dos del cuarto que usamos esa noche, y no se queja, ni le duele, porque no es
bien nacida y tampoco estoy seguro de que sea blanca.
–¿Es que no tienes vergüenza ni orgullo, querido? La gente decente vive hoy
en las nuevas urbanizaciones. Pero nosotros…
Las puntas del pañuelo rojo que ceñía el cuello tan
justamente flotaban al aire gritando alegres trap-traps. Él estaba seguro
de haber apretado el lazo con firmeza al notarlo demasiado flojo (por eso ahora
parecía un collar de seda), pero lo había hecho con gestos suaves para no incomodarla,
para que no se alterara en lo más mínimo la posición graciosa del cuerpo sobre la
popa. Por lo demás, el bote avanzaba.
–Si yo fuese hombre ganaría más dinero que tú. Pero
soy sólo una débil mujer…
Una débil mujer destinada a ser esclava
del marido porque yo soy el marido y ella la esclava. Mi madre era también una débil
mujer. Y si mi hijo no hubiese muerto también habría sido el amo de dos esclavas
y es mejor que muriera. Un maestro no muere, pero precisa tenerlo todo eléctrico,
porque no hay servicio y cómo ha de haberlo si las muchachas del campo se van a
las fábricas o a los bares de la Calle Luna (a casa de Leoncia no porque murió un
Viernes Santo, mientras cargaba el Sepulcro en la procesión de las cuatro), y se
niegan a servir, lo cual es una agonía en el tiempo porque creen ser libres, y no
lo son si luego aspiran a salir de la fábrica, y tener, y exigir, y el marido agonizar,
porque la estufa eléctrica es buena, y la olla de presión también, pero el arroz
se amogolla, o se quema, y las habichuelas se ahúman, y los sáñuiches de “La Nueva
Aurora” no son alimento para un hombre que trabaja, y hay que gastar en vitaminas
que la farmacéutica despacha con su sonrisa eterna, y a veces me dan tentaciones
de pedirle veneno, pero en casa no hay ratas, aunque es cierto que tengo una especie
de erupción en las ingles, y alguna cosa habrá para esa molestia (me pregunto si
la farmacéutica sonreirá también cuando le hable del escozor en mis ingles), un
polvo que sea blanco y venenoso porque ahora en el verano es peor (la erupción,
quiero decir), y tengo que llevarla a la playa y me dará dolor de cabeza hablándome
del auto nuevo que debo comprar, y de las miserias que pasa, y de su condición de
mujer débil y humillada, hasta que me estalle la cabeza y me den ganas de echarle
plomo derretido en todos los huecos de su cuerpo, pero no le echaré nada porque
soy maestro de criaturas inocentes (“mister”, “mister”, a esa niña la preñó el conserje),
y para sentirme vivo tengo que ir a la Calle Luna, pero a Anita, claro está, ya
no le haría daño, y es que en casa es donde soy el amo, hasta que reviente.
Vio en el fondo del bote sus propios pies desnudos: los dedos largos, retorcidos,
encaramándose uno encima del otro. Me aprietan, madre. Ese número te queda
bien, hijito. Pero me aprietan, madre. Ya los domarás; son bonitos, como
si quisieran protegerse, unos a otros, contra la crueldad del mundo. Y vio luego
los pies de ella formando óvalos casi perfectos, con los dedos suaves y pequeños,
las uñas de coral encendido.
–¿Para qué estás amolando ese cuchillo tan viejo?
–Para mañana. Para abrir unos cocos en la playa mañana.
–Me da dentera.
Observó el vuelo de un ave marina sobre el bote: el
plumaje tan blanco, los movimientos tan gráciles, la forma toda tan bellamente encendida
de sol. Y el ave se lanzó sobre el agua y volvió a remontarse con un pez en sus
garras. Y eran unas garras poderosas, insospechadas en la frágil belleza del cuerpo
aéreo.
–Tenemos que cambiar la cortina vieja del balcón, querido.
¡Qué vergüenza! Somos el hazmerreír del vecindario.
El vecindario ríe, y oigo su risa, y debe sus cuentas
en la misma farmacia. La farmacéutica entregándole el pequeño paquete: la calavera roja sobre
dos huesos en cruz. “Uso externo.” ¿Veneno para las ratas? Sonriendo, sonriendo
siempre.
El cuchillo viejo estaba a sus pies, en el fondo del
bote, las manchas negras oscureciendo el filo.
–¡Cuidado, que el coco mancha!
–No importa, queridita. Pruébalo. Es fresco y dulce.
(Uso externo no; interno, interno.)
–Es demasiado picante.
–No importa, queridita. Vamos a pasear en bote. Y no
tendremos agua a mano por un buen rato. Bebe.
Remaba ahora con furia, sin sentido del rumbo. El bote,
inexplicablemente, describía círculos amplios, más amplios…
–No es que yo sea mala, querido. Es que nací para otra
vida. ¿Qué culpa tengo, si el dinero…?
Los círculos, cortados limpiamente a pesar del desasosiego
del agua, daban la sensación de que había en ello un propósito definido. ¿Pero lo
había? El bote giraba locamente empezando a estrechar los círculos. ¿Qué busca
el bote, qué busca el bote?
–Mami dice que tú eres un infeliz. ¿Por qué tú eres
un infeliz, papi?
El sudor de la frente le caía a goterones sobre los
párpados, atravesando las pestañas para dar a la visión del mundo la sensación de
un objetivo fuera de foco.
–¿Sabes, querido? Un hombre de verdad le da a su mujer
lo que ella no tiene.
Y la nicotina en los bronquios, aglutinándose para obstruir
la respiración. El pecho escuálido era un fuelle de angustia y ruidos, la franja
estrecha de pelos separando apenas las tetillas. Y era desordenada, exasperante
la flexión de los brazos moviendo los remos.
El bote acortaba los círculos, los hacía más reducidos,
pero siempre inútiles, furiosamente inútiles, como un torbellino que aparenta tener
sentido oculto, sin tenerlo, excepto el único de girar, girar con rabia atroz sobre
sí mismo, devorando sus propios movimientos concéntricos.
De pronto, dejó de remar. El bote, huérfano de orientación
y mando, osciló peligrosamente. El sudor seguía dando a sus pupilas la visión de
un mundo fuera de foco. Pero reinaba el orden porque allí, de súbito, estaba ahora
la anciana de pelo blanco, semidesnuda en la trusa azul, asqueante, su cuerpo expuesto
al sol inmisericorde.
–Eres muy joven para pensar en el matrimonio. No pienses
en eso todavía, hijito.
–No pienso en eso, madre. Lo juro. No pienso en eso,
ya.
Jadeaba de fatiga, aunque sus brazos permanecían inmóviles,
laxos, doloridos, abandonados los remos que flotaban y se deslizaban de sus manos,
y se alejaban, sin remedio, en el tiempo, sobre lo verde…
–Papi, mami dice que tú no debías…
Pero debí hacerlo desde hace años.
Debí hacerlo. Porque hay algo que le roe a ella las entrañas, demandando, exigiendo,
de mí, que no tengo la culpa de poseer lo que ella no tiene y nunca pedí a nadie.
Sólo vivir tranquilo, buscando un sentido de mi vida. O angustiado, no logrando
encontrarlo jamás. Pero sin esa presión horrible de la envidia de ella, sin esa
exigencia de siempre proporcionar a su vida cosas que no entiendo. Ayer se llevaron
la lavadora eléctrica. Porque piensa que ser hombre es sólo eso. La casa nueva,
querido. Pero ser hombre es, por lo menos, saber por qué está uno en un bote sobre
las aguas verdes que de lejos parecen ser azules. Y sin embargo, si ella lo pide.
Si tú lo pides…
Lo pedía, dentro de la trusa azul, reclinada en la popa, aquella criatura
radiante y juvenil, de belleza sobrehumana. Baile en los Rotarlos, querido. El sol
de nadie tenía piedad. ¿Me queda bien lo rojo, querido? El cuchillo a sus pies tuvo
un chispazo cegador a pesar de las manchas negruzcas en el filo. Ni pensar en otro
hijo. ¡Y con tu sueldo…! Al inclinarse a agarrarlo sus ojos resbalaron sobre el
abultado relieve entre sus piernas. Ay, no, querido, que me haces daño.
Daño en el alma a un hombre que no
pide sino buscar el sentido de su vida. Llamada urgente del banco. Tampoco mi hijo
lo hubiese encontrado. Llamada urgente… Y es mejor que muriera. Ejecutaron ya… Pero
no puedo. Porque antes he de saber por qué estoy aquí. Sin prórroga… Y no me han
dado tiempo. Muy señor nuestro, lamentamos…No me han dejado paz para la búsqueda.
Telegrama del Departamento. Telegrama… ¡Todo lo que quieran por tener la paz! Lamentamos…Y
saber. Saber…
–Cosas de hombre, hijito.
–Sí, madre, del hombre que nunca conociste.
Se puso de pie. El bote osciló bruscamente, pero él
logró mantener el equilibrio. En la popa había un cuerpo. Inmóvil ya, era cierto.
Pero el mundo allá, en la playa, seguía siendo un mundo de devoradoras y de esclavos.
Y acá, era un viaje sin retorno. Introdujo el cuchillo entre su carne y el pantaloncito
de baño. Volteó el filo hacia afuera. Rasgó la tela. Hizo lo propio en el lado izquierdo
y los trozos de lana, junto a las tiras de elástico, cayeron al fondo del bote entre
sus pies desnudos.
El bote estaba solo entre el cielo y el mar. Nada había
cambiado. El sol era el mismo. Y la brisa seguía arrancando alegres trap-traps
a las puntas del pañuelo de seda roja. Pero el tiempo, antes inmóvil, empezaba a
proyectarse hacia la eternidad. Y ahora él estaba desnudo en el vientre del bote.
Y en la popa había un cuerpo reclinado.
–Un hombre da a su mujer…
Sí, querida, ya lo dijiste antes. Con la mano izquierda agarró el
conjunto de tejido esponjoso y lo separó lo más que pudo de su cuerpo. Levantó el
cuchillo al sol y de un tajo tremendo, de espanto, cortó a ras de los vellos negros.
El alarido, junto al despojo sangrante, fue a estrellarse contra el cuerpo inmóvil
que permanecía apoyado suave, casi graciosamente, sobre la popa del bote.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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