Naguib Mahfuz
Hablaba por el teléfono de una tienda con voz bastante alta para hacerse
oír a pesar del jaleo de la ruidosa calle de Al-Geis, inclinándose hacia el fondo
de la tienda para alejarse lo más posible del bullicio. Acabó con un “espérame,
voy en seguida”, colgó, cogió del mostrador una cajetilla de Hollywood y
pagó al dependiente los cigarros y la llamada. Giró, ya en la acera, para dirigirse
a la calzada. Tendría unos sesenta, más o menos. Alto, enjuto. Frente y ojos abombados.
Barbilla roma. En la pulimentada superficie de su calva no quedaban más que algunos
hilos blancos, iguales a los que le nacían en la barba. Su aspecto evidenciaba despiste,
producto quizá de la edad, o de la manera de ser, o ensimismamiento. Aparte de esto
gozaba de una vitalidad exuberante: sus ojos brillaban con vivacidad y alegría;
encendió un cigarrillo y le dio una profunda chupada, parecía estar más pendiente
de lo que iba pensando que de lo que sucedía en la calle. Dio otra media vuelta
a la derecha y marchó paralelamente a una fila de camiones estacionados junto a
la acera, hasta que encontró un sitio accesible para bajar a la calzada. Sonriéndose
sacudió la ceniza del cigarrillo y miró a la acera de enfrente. Estaba ya sobrepasando
la parte anterior del último camión cuando sintió el impacto de un coche que se
le vino encima a gran velocidad. Uno de los testigos diría después que si se hubiera
echado para atrás, a pesar de que el coche venía muy de prisa, aún se habría salvado,
pero que, por alguna causa –quizá el susto o un error de cálculo o el Destino– saltó
hacia adelante gritando: “¡Santo Dios!”
Desde luego hay accidentes a cada momento.
La víctima dio un grito parecido a un aullido, simultáneo
a los gritos de horror de la gente que había en la acera y en la plataforma del
tranvía. El hombre aún se levantó y caminó por espacio de unos metros, para caer
luego como un saco. El frenazo del Ford produjo un ruido gutural, convulsivo, desgarrado,
y el coche resbaló por el suelo aunque las ruedas ya se habían inmovilizado. Mucha
gente se precipitó hacia la víctima, como una bandada de palomas, formando una espesa
muralla que iba engrosando desordenadamente.
Ni un solo movimiento agitaba el cuerpo; estaba de bruces
y nadie se atrevía a tocarlo. Un pie sobre el otro y remangado el pantalón de una
pierna delgada y muy peluda; había perdido un zapato. Exhalaba un silencio que contrastaba
con la marea de alrededor; parecía ajeno a todo el asunto.
El conductor del Ford apoyaba su espalda en el coche
con circunspección y se había puesto a hablar al grupo de curiosos que le miraban:
–La culpa no fue mía, salió de pronto por delante del
camión, muy de prisa, sin mirar a la izquierda como debía…
Y como ninguno le hiciera eco siguió perorando:
–No pude evitar el atropello…
Salió del caído un quejido, como un escape de aire.
Hizo un movimiento completamente inesperado que duró sólo un segundo y a continuación
volvió a quedar exánime
–¡No murió! ¡Vive!…
–A lo mejor se trata de una herida superficial…
–Pero ¡cómo voló por el aire, Dios mío!
–Ya lo creo; ¡que Dios lo asista…!
–¿No hay sangre?
–Junto a la boca, ¡mira!
–Sin parar están ocurriendo casos así…
Llegó apresuradamente un policía, abriéndose paso a
golpes a través de la muralla humana, gritando a la gente que se alejara. Se hicieron
atrás unos pasos, unos pocos pasos solamente, sin apartar los ojos del caído ni
ceder en su tensión mezcla de curiosidad y pena.
Un hombre dijo:
–¿¡Lo vamos a dejar que se muera ahí sin hacer nada!?
El policía le contestó preventivo:
–Si el golpe no lo mató, la Brigada de Tráfico se hará
cargo de él.
El suceso afectó a aquella banda de la calzada y los
coches se veían obligados a rodear la muralla humana, mientras que el tranvía, preso
en sus raíles, iba abriéndose paso poco a poco entre dos filas laterales de gente
que le increpaban por la molestia; algunos de los viajeros dirigían de paso miradas
de interés a la víctima y luego apartaban los ojos del espectáculo con horror.
Llegó la Brigada de Tráfico tras su característica sirena
creciente y decreciente. El impulso que traía dejó al coche junto al caído. El inspector
era decidido y enérgico; dio órdenes de que se despejara a la multitud. Echó un
vistazo al hombre y preguntó al policía:
–¿No han llegado de la Casa de Socorro?
Como la pregunta estaba de más, no hubo respuesta. Preguntó
también:
–¿Hay testigos?
Se presentaron un limpiabotas, el conductor del camión
y un niño que vendía kebab y que andaba por allí con su bandeja vacía. Repitieron
al inspector lo que había ocurrido a partir de cuando el desconocido estaba hablando
por teléfono.
Llegó una ambulancia y sus ocupantes rodearon al accidentado.
El enfermero jefe lo examinó cuidadosamente puesto en cuclillas a su lado. Luego
se incorporó y fue hacia el inspector que se le anticipó diciendo:
–¿Cree necesario trasladarlo a la Casa de Socorro?
El otro contestó con voz que sonaba como la sirena de
su ambulancia:
–Donde hay que llevarlo es al Hospital Damardash.
El inspector comprendió lo que quería decir. El de la
Casa de Socorro añadió:
–Me parece que la cosa ha sido muy grave.
El hombre yacía en la Sala de Urgencia del Hospital
Damardash. Ya se venía encima la noche cerrada. Lo estaba examinando el médico jefe
en persona. Al acabar se volvió a su ayudante:
–Tiene una herida grave en el pulmón izquierdo, el corazón
fue seriamente afectado.
–¿Operación?
Negó con la cabeza:
–Está muriéndose.
El pronóstico del médico era correcto: el hombre hizo
un movimiento parecidísimo a un escalofrío, su pecho se agitó en una cadena de estertores,
emitió un suave quejido, y quedó inmóvil. Los dos médicos habían estado observándolo.
El director se dirigió a su ayudante:
–Acabó…
Llegó el inspector y el hombre seguía allí tendido con
todas sus ropas puestas, excepto el zapato que se le había perdido.
El médico dijo:
–¡¿Cuándo acabarán estos accidentes?!…
El inspector señaló al muerto:
–Las declaraciones de los testigos no están a su favor.
Se acercó a la cama:
–Espero que encontremos alguna información sobre su
persona.
Y puso manos a la obra al tiempo que su ayudante extendía
una hoja en una mesa preparándose a tomar nota de los efectos.
El inspector introdujo con cuidado la mano en el bolsillo
interior de la chaqueta y sacó una cartera vieja, de tamaño mediano; la registró
compartimento a compartimento y dictó al ayudante:
–Cuarenta y cinco piastras en billetes. Una receta del
doctor Fauzi Sulaymán…
Echó una mirada formularia a la lista de medicinas y
vio que más abajo había unas líneas; sus ojos las recorrieron por inercia: “No
tomar bebidas alcohólicas, huevos ni grasas: se recomienda prescindir de estimulantes,
tales como café, té y chocolate”. El inspector sonrió para sí, su médico le
había hecho las mismas recomendaciones aquel mismo mes. Prosiguió su faena y sus
dedos siguieron extrayendo el contenido de la cartera:
–Un breviario de azoras coránicas.
Al no encontrar nada más, comentó preocupado:
–¡No hay carnet de identidad!
Buscó en el bolsillo de fuera y en seguida dijo desilusionado:
–Tres piastras y media en morralla.
Encontró también una cajita. Levantó la bien encajada
tapa y encontró una materia extraña parecida al café molido, la olió un poco y no
tardó en estornudar profundamente, volvió la tapa a su sitio y dijo con ojos llorosos
todavía:
–Comprobado… rapé.
Siguió el registro:
–Un pañuelo… una cajetilla de cigarros Hollywood…
un llavero… un reloj de pulsera…
Lo último que le encontró encima fue una hoja de cuaderno
doblada, la desplegó y vio que era una carta sin sobre todavía. Tuvo esperanzas
de descubrir en ella alguna pista sobre la personalidad del individuo en cuestión.
Miró la firma, pero sólo decía: “Tu hermano Abdallah”. Subió al encabezamiento,
pero la carta estaba dirigida solamente a “Mi querido hermano que Dios guarde”.
Se sintió molesto por las dificultades que encontraba y se decidió a seguir:
“Mi querido hermano que Dios guarde: hoy se ha realizado 1a mayor ilusión
de mi vida”. Hizo una pausa para levantar los ojos a la fecha: 20 de febrero,
es decir, hoy mismo. Su mirada fue desde las líneas hasta el pálido rostro que iba
tiñéndose de un azul terrible, aquel rostro impenetrable como un enigma, inanimado
como una estatua ¡ese era el que acababa de ver cumplida la mayor ilusión de su
vida!
El médico preguntó:
–¿Se aclara algo?
Volvió a la realidad y sonrió desdeñosamente, que era
su modo de decir que nada:
–“Hoy se ha realizado la mayor ilusión de mi vida”,
así empieza la carta.
Volvió a la lectura apartando su mirada de los ojos
del médico:
–“Las amargas preocupaciones han abandonado mi pecho,
todas se fueron ya gracias a Dios. Amina, Bahiya y Zaynab están en sus casas y este
Ali ya tiene un empleo. Cuando recuerdo el pasado sus dificultades fatigas angustia
y penuria… doy gracias a Dios Bienhechor nuestra Providencia Evidente”.
Echó otra mirada furtiva al muerto, del que nadie sabía
su domicilio, cuyo aislamiento, silencio y resistencia a salir del anonimato producían
asombro. “¡Las dificultades, fatigas, angustia y penuria, la gran esperanza,
la Providencia Evidente!”
–“Después de pensarlo bien he decidido dejar el trabajo”.
(Es un dato) “ya que tengo comprobado
que mi salud está muy lejos de mejorar cuando estoy en la ciudad. Hice cuentas y
me encontré sirviendo al gobierno por tres guineas, o sea la diferencia entre
el sueldo que tenía y la pensión que me queda, así que decidí pedir la excedencia.
Pronto volveré al pueblo y a la agradable tertulia en casa de Abd al-Tawwad, el
jefe de policía. Ahora todo marcha como no podía haber soñado antes”.
Dijo el inspector mientras doblaba la carta:
–Era funcionario, por lo que se deduce de la carta:
pero no hay ningún dato más sobre su persona.
El médico:
–Seguiremos los procedimientos usuales. Lo normal es
que la familia aparezca en un plazo de tiempo prudencial y retire el cadáver del
Depósito.
(Tomado
de www.ciudadseva.com)
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