domingo, 17 de agosto de 2025

Se cayó en la rendija

Milia Gayoso Manzur

 

Cuando volvió del mercado notó que algo había ocurrido en su ausencia. Fue a la cocina a acomodar las verduras y la carne en la heladera, los paquetes de fideos en el estante y el café en el frasco de vidrio. “Adela, quiero hablarte”, escuchó la voz de su patrona, “Adela, se perdió el anillo del señor y como no entró otra persona en la casa durante una semana, creemos que fuiste vos, así es que devolvelo por las buenas porque de lo contrario…”. “Pe… Pero yo no fui señora, se lo juro, para qué quiero un anillo, yo no fui”, balbuceó confusa y asustada.

“Lo único que te digo es que lo devuelvas por las buenas o te mandamos al Buen Pastor para que te pudras, tenés medio día para pensarlo”, y dicho esto la dejó sola, estrujando una papa con las manos. Se sentó en una silla y tomándose la cabeza entre las manos se puso a llorar silenciosamente. “Yo no toqué nada, tengo que tranquilizarme, tengo que tranquilizarme”, se repitió varias veces. Sacó fuerzas y continuó con su tarea, arregló las cosas y puso el agua en la cacerola, para la comida. Terminó de limpiar la casa, hizo el almuerzo y cuando estaba todo servido lo anunció a los patrones. No hubo charla en la mesa, sólo caras largas e indirectas.

Como estaba recién casada y vivía a tres cuadras, le daban permiso para ir a su casa durante una hora por la siesta para almorzar con su marido. Pero no pudo comer, apenas lo vio comenzó a llorar y entre sollozo y sollozo le contó que le acusaron de un robo que no cometió. Cuando regresó a las tres de la tarde todo parecía más tranquilo y tuvo la esperanza de que si bien no aparecía el anillo se olvidaran del incidente. No volvieron a decirle nada durante el día y cuando volvió a su casa a las nueve de la noche se sintió más aliviada.

Al día siguiente los patrones salieron temprano, como a las ocho, antes de irse la patrona le encargó que preparara temprano el almuerzo y que lavara toda la ropa, además de baldear el patio y repasar toda la casa. A las once y media de la mañana entró el jardinero a la cocina y le dijo que preguntaban por ella.

Apenas le dejaron sacarse el delantal mojado y agarrar su monedero. La sentaron entre dos oficiales y ante sus preguntas insistentes y su llanto le contestaron que la acusaron de un robo. Llenaron unos papeles con sus datos y la destinaron a una celda. Era viernes, Adela pensó en su marido, en sus padres que estaban lejos, en la injusticia que estaban cometiendo con ella. “No es cierto, no es cierto, no es cierto”, le repitió una y otra vez a la policía que le tomó los datos y le dijo que iba a quedar presa. “Yo no robé nada, nada, pero si apenas era un anillito barato, ha de estar por ahí, yo no robé nada”. A nadie le importó. Se puso a llorar sentada sobre la estrecha cama en su jaula triste.

No permitieron a sus familiares que la vieran, porque era fin de semana, por esto, por lo otro. No comió durante tres días, no tuvo ganas ni fuerzas. Recién el lunes pudo ver a su marido y a una señora con quien había trabajado durante ocho años que fue a visitarla, enterada de su situación. Con su poco dinero pudieron pagar a un abogado, que logró liberarla.

Una semana después, golpearon a la puerta de su humilde piecita de alquiler. Era su ex patrona. “Adela, quiero hablarte un ratito”, le dijo, sonriente, como si nada hubiera pasado. Ella no supo si cerrarle la puerta en la cara o salir corriendo. “Adela, quiero decirte que encontramos el anillo, había sido que se cayó en la rendija de la cabecera de la cama”.

 

(Tomado de www.cervantesvirtual.com)

 

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