Milia Gayoso Manzur
Se lo llevaron a rastras. “¿Cuál ha de ser su
nombre?”, les escuchó preguntarse a los hombres que vestidos con el mismo
uniforme continuaron hablando de él durante todo el trayecto: “Tiene mucho
olor, es un degenerado por andar semidesnudo mostrando sus partes, no puede
continuar suelto molestando a toda la gente, hay que internarlo en el hospital”.
Por fin pararon en un lugar, lo hicieron descender a empujones y lo encerraron
en una celda. Unas horas después le deslizaron un plato de comida que devoró en
minutos, un poco con la cuchara, otro poco con las manos.
Cuando
se había echado sobre el catre para dormir sintió que una mano lo sacudía. Sin
entender por qué, se encontró de nuevo en la calle. No reconoció el lugar, no
era su zona de siempre. Lo dejaron en otra parte. No había tantos autos, tanta
gente, tantos restos de frutas semipodridas, tantos trozos de pan amontonados
cerca de la alcantarilla. Se rascó la cabeza coronada por una melena larga y
hedionda; se rascó la barba, tan larga y sucia como sus cabellos. De pronto, le
venían a la memoria algunos retazos, como fotos, de cosas que no entendía: él y
otras personas vestidos con guardapolvos blancos rodeando a alguien acostado,
algunos cuchillitos en sus manos, o de pronto la cara de una mujer y de dos
niños que corrían detrás de un perrito peludo.
Sonreía
a la gente con quien se cruzaba, pero todos le huían. Nadie respondió a su
sonrisa. Se acomodó el pantalón abierto por delante y se sentó en el primer
lugar que encontró, pero vino un señor amable y le dijo que se fuera de allí,
que ese no era lugar para sentarse porque le podía pasar un auto encima, y vio
que muchos de ellos venían hacia él y tuvo miedo, se aferró al brazo del
desconocido que trató de tranquilizarlo y lo llevó hacia otra parte. “Cerrate
el pantalón, compañero”, le dijo, pero él no podía: tenía entorpecidas las
manos. Entonces lo ayudó a arreglarse y lo dejó sentado en la vereda, viendo
pasar los colectivos llenos de gente colgada de las puertas.
Cuando sintió
hambre vagó durante varias cuadras buscando algo que comer en el piso. Caminó
mirando el suelo, entonces tropezó con varias personas que le recriminaron por
no atender por donde andaba. Cansado de buscar se sentó nuevamente en la vereda
a esperar, entonces vio, al otro lado de la calle, varios pollos que giraban
uno tras otro, uno tras otro, interminablemente. Se levantó y fue directo hacia
los mismos, queriendo calmar su hambre. Entró al bar y fue hacia su objetivo
agarrando uno de los pollos con las manos. Gritó de dolor, estaba muy caliente.
Cuando se entretuvo friccionándose las manos, sintió que alguien lo sacudía con
fuerza y lo sacaba a empujones del lugar.
Apretó
sus manos contra la pared para intentar mitigar el dolor. Volvió a vagar sin
rumbo determinado, y vio a lo lejos el puente sobre la calle, entonces se dio
cuenta que estaba por llegar a su lugar de siempre. Encontró manzanas podridas
amontonadas en pequeños basurales y las comió con ganas, deleitándose con cada
trozo negruzco. Llevó tres manzanas, un pedazo de pan y buscó un lugar donde
acomodarse para dormir.
Se
tendió boca arriba sobre un montón de césped al lado de una casilla. De a poco
comenzaron a aparecer las estrellas y en su cabeza se agolparon imágenes suyas
con el guardapolvo blanco y tres cuerpos ensangrentados sobre el asfalto: de
una mujer hermosa y dos niños que lo llamaban papá.
(Tomado
de www.cervantesvirtual.com)
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