domingo, 24 de agosto de 2025

Tres cuerpos en el asfalto

Milia Gayoso Manzur

 

Se lo llevaron a rastras. “¿Cuál ha de ser su nombre?”, les escuchó preguntarse a los hombres que vestidos con el mismo uniforme continuaron hablando de él durante todo el trayecto: “Tiene mucho olor, es un degenerado por andar semidesnudo mostrando sus partes, no puede continuar suelto molestando a toda la gente, hay que internarlo en el hospital”. Por fin pararon en un lugar, lo hicieron descender a empujones y lo encerraron en una celda. Unas horas después le deslizaron un plato de comida que devoró en minutos, un poco con la cuchara, otro poco con las manos.

Cuando se había echado sobre el catre para dormir sintió que una mano lo sacudía. Sin entender por qué, se encontró de nuevo en la calle. No reconoció el lugar, no era su zona de siempre. Lo dejaron en otra parte. No había tantos autos, tanta gente, tantos restos de frutas semipodridas, tantos trozos de pan amontonados cerca de la alcantarilla. Se rascó la cabeza coronada por una melena larga y hedionda; se rascó la barba, tan larga y sucia como sus cabellos. De pronto, le venían a la memoria algunos retazos, como fotos, de cosas que no entendía: él y otras personas vestidos con guardapolvos blancos rodeando a alguien acostado, algunos cuchillitos en sus manos, o de pronto la cara de una mujer y de dos niños que corrían detrás de un perrito peludo.

Sonreía a la gente con quien se cruzaba, pero todos le huían. Nadie respondió a su sonrisa. Se acomodó el pantalón abierto por delante y se sentó en el primer lugar que encontró, pero vino un señor amable y le dijo que se fuera de allí, que ese no era lugar para sentarse porque le podía pasar un auto encima, y vio que muchos de ellos venían hacia él y tuvo miedo, se aferró al brazo del desconocido que trató de tranquilizarlo y lo llevó hacia otra parte. “Cerrate el pantalón, compañero”, le dijo, pero él no podía: tenía entorpecidas las manos. Entonces lo ayudó a arreglarse y lo dejó sentado en la vereda, viendo pasar los colectivos llenos de gente colgada de las puertas.

Cuando sintió hambre vagó durante varias cuadras buscando algo que comer en el piso. Caminó mirando el suelo, entonces tropezó con varias personas que le recriminaron por no atender por donde andaba. Cansado de buscar se sentó nuevamente en la vereda a esperar, entonces vio, al otro lado de la calle, varios pollos que giraban uno tras otro, uno tras otro, interminablemente. Se levantó y fue directo hacia los mismos, queriendo calmar su hambre. Entró al bar y fue hacia su objetivo agarrando uno de los pollos con las manos. Gritó de dolor, estaba muy caliente. Cuando se entretuvo friccionándose las manos, sintió que alguien lo sacudía con fuerza y lo sacaba a empujones del lugar.

Apretó sus manos contra la pared para intentar mitigar el dolor. Volvió a vagar sin rumbo determinado, y vio a lo lejos el puente sobre la calle, entonces se dio cuenta que estaba por llegar a su lugar de siempre. Encontró manzanas podridas amontonadas en pequeños basurales y las comió con ganas, deleitándose con cada trozo negruzco. Llevó tres manzanas, un pedazo de pan y buscó un lugar donde acomodarse para dormir.

Se tendió boca arriba sobre un montón de césped al lado de una casilla. De a poco comenzaron a aparecer las estrellas y en su cabeza se agolparon imágenes suyas con el guardapolvo blanco y tres cuerpos ensangrentados sobre el asfalto: de una mujer hermosa y dos niños que lo llamaban papá.

 

(Tomado de www.cervantesvirtual.com)

 

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