José Fernández del Vallado
Un
hombre viejo, en el campo, con la cabeza cubierta por un sombrero Panamá, avanza
despacio, con un saco de esparto ceñido al cinto. Con sus manos rugosas toma la
pértiga y bastonea el olivo para desbrozarlo. Las aceitunas verdes van cayendo como
una fina lluvia de simiente. Se yergue y estira los brazos para restablecer el flujo
sanguíneo. Al fondo está el cauce del río, seco, con los cantos rodados y pulidos,
y al otro lado las quebradas, presidiendo el horizonte como yelmos roídos. Y detrás,
una valla de alambre roñoso. Antes no había zonas acotadas sino campo abierto, y
hombres que se batían palmo a palmo por una libertad bajo amenaza. Entrecierra los
párpados y traga la poca saliva que le queda; una gota de sudor se desliza por su
rostro y humedece y sala sus labios.
Comenzó a ver a su madre de tarde en tarde, le acariciaba
la nuca y le pedía que saliera a saludar a los hombres. Pero él no quería ver a
nadie, ni comer, ni moverse, sólo distinguía a los milicianos en la grieta, cercados
por el ejército fascista, sudando, sabedores de que si los descubrían, estaban listos.
“No hay grieta ni milicias, hijo”. Ella no los veía. Él sí: era estrecha, como la
abertura de una cremallera. “Huid” les decía. “Escapad” suplicaba. Pero la noche
caía como una tela de tul y allí permanecían, esperando a la muerte o al día siguiente.
Cuando la fiebre lo dejó en un estado de letargo, apareció en la puerta de la habitación,
casi translúcido, el padre. “¿Los ves?” le preguntó el viejo a su viejo. La madre
contuvo un sollozo. Acarreó una silla y se sentó en silencio. El padre negó una
vez; fue suficiente. De nuevo Navidad. Había pavo, confites y turrón de Mazarrón,
bizcochos borrachos, y borrachos tambaleándose en las calles. Dentro, un viejo solitario.
Lo supo esa Navidad, no antes; el doctor vino a verlo.
Lo hizo pasar a la cabaña. Se sentó frente a él en la hamaca, lo miró a la cara
y pidió un vino tinto. El viejo empezó a contarle cosas del campo, cómo decaían
los olivos. “Habrá que remover la tierra y dejar rastrojo. Mis padres me ayudarán…”
–No hay padres, Don Fabián –lo censuró el doctor–. Son
irreales, visiones suyas. Como lo de la grieta. Vendrá conmigo al hospital.
Él se volvió. Sus ojos, de un azul
profundo, inquirieron llenos de vida.
–¿Cuánto…?
–No sé. Días. Tal vez un mes.
El viejo sonrió. Acogió la mano del doctor y murmuró:
–Suficiente…
Y con voz queda, añadió:
–Yo los maté. Tendré tiempo de sacarlos de la grieta
y enterrarlos en el camposanto.
(Tomado
de www.talesofmytery.blogspot.com)
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