Milia Gayoso Manzur
Aún
hoy, el baño sigue siendo para Nara un lugar de sosiego. Allí piensa, lee el
diario o el capítulo de algún libro; allí llora, se desahoga, allí sueña.
Cuando era niña solía encerrarse durante horas en el baño a fin de huir de los
problemas. Vivió algunos años en Buenos Aires, en una casa de inquilinato en
donde los dos únicos baños se compartían entre la docena de departamentos y
generalmente uno de los dos estaba ocupado por ella durante largo tiempo.
¿Qué hacía allí durante
lapsos interminables? Nada. Simplemente bajaba la tapa del inodoro y se sentaba
encima: los codos sobre las rodillas y la cara entre las manos esperando que
pase la tormenta. Una de las inquilinas, doña Dominga, española y temperamental,
pero de gran corazón, fue quien influyó muchísimo en su formación porque le
daba consejos. La pileta de lavar ropa, también compartida, se encontraba al
lado de la puerta de la buena señora, entonces mientras Nara lavaba la ropa,
doña Dominga sermoneaba todas las mañanas: “Haz esto, aquello no se hace, esto
debe ser así o de aquella manera”.
Hablaban, discutían sobre
diferentes puntos sobre el amor, la amistad o la moralidad. Doña Dominga le
hablaba de su niñez en un enorme viñedo en su lejana España, de los hombres con
pies enormes que pisaban la uva, de las bondades del vino para darle brillo a
los cabellos, del recuerdo de su madre, del marido muerto muy joven, de los
años duros para sacar adelante la crianza de sus dos hijos varones. Uno de
ellos estaba casado, el otro, con más de cuarenta años vivía con ella. A Nara
le gustaba escuchar la historia de Cervando: él había tenido parálisis infantil
y le practicaron una operación exitosa para que caminara bien, pero al
abandonar el hospital, cuando cruzaban una plaza, un niño que jugaba lo lastimó
con su pelota. Todo fue inútil, no lo pudieron recurar y él quedó rengo.
Día a día, doña Dominga
le sermoneaba sobre lo incorrecto de pasar encerrada tanto tiempo en el baño
cuando los demás tenían que estar esperando para entrar, pero no todo era
sermón, porque entre plagueo y plagueo le preparaba enormes sándwiches que la
gula de los diez años de Nara devoraba en dos minutos.
Cuando llegaba el momento
del encierro en el baño, doña Dominga le golpeaba la puerta y le gritaba que no
era la única que necesitaba el baño. Esto ocurrió durante bastante tiempo,
hasta que un día relacionó los gritos, los ruidos y los golpes con los escapes
de la niña: Nara se encerraba en el baño cuando su mamá y su padrastro se
peleaban.
Entonces nunca más la
apuró a salir, a abandonar su refugio, sólo le decía: “Quedate tranquila, nena,
vamos a usar el otro baño”.
(Tomado
de www.cervantesvirtual.com)
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