Benedict Thielen
De su cuarto, porque era uno de los baratos, no había
vista hacia el océano. Estaba atrás del hotel, frente a un patio que todo
el día
y hasta
muy
noche se llenaba del estrépito de los platos y el olor
de la
comida. El caliente sol brillaba ahora directamente sobre
el patio, y desde donde estaba el hombre parado en la ventana, se podía decir que eran después de las dos. Se había levantado apenas unos minutos antes, y el sol le hería los ojos, pero él seguía allí, de espaldas al cuarto. De atrás le llegaba la voz de la mujer, tensa de ira, y a medida que salía cada palabra, él podía ver, aunque no la
estuviera mirando, la forma de su boca al decirla. Sintió salir las palabras y las sintió sobre sus hombros, resbalándose, como si fueran el chorro denso de algún
oscuro líquido, en
el que flotaran partículas que se le adherían al pasar por la túnica
de brocado violeta
que llevaba.
–¿Cómo quieres llegar a alguna parte
bebiendo y hablándome de esa forma frente a toda esa gente?; no te extrañe que no
encontremos contrato. Miami es un lugar
pequeño,
tienes que recordarlo, y…
Las palabras siguieron fluyendo hacia él,
punzándolo, mientras estaba allí sin
moverse, con los ojos casi cerrados por la resolana del patio. Sintió su
cuerpo tenso bajo la túnica de brocado, resistiendo la marea de palabras espesas
y pegajosas.
–¿Por qué no dices algo?
Su voz se elevó y las manos en sus bolsillos se encorvaron y cerraron hasta formar
puños. Empezó a voltear rápido para hablar, pero se contuvo y, dándole de nuevo
la espalda, adivinó el rictus que su silencio grababa en la cara de ella; sentía
ese silencio como un afilado instrumento entre sus propias manos, trazando
profundas, indelebles líneas.
–Sólo porque le hablo a un caballero en el
bar y porque bailo con él una vez, piensas que puedes ir y…
Se dio media vuelta, lentamente, y la
miró. El maquillaje que se acababa de poner en la cara no había sido todavía mezclado
ni desvanecido, así es que se veían dos manchas brillantes en los pómulos, que le
daban a la cara grotesco parecido con el de una muñeca. El sol, reflejado desde
el patio, llegaba oblicuo y caliente, cruzándole el rostro con profundas sombras.
Parecía vieja, pero no lo era, y por debajo, su garganta estaba llena, redonda
y blanca. Su cuerpo también se veía firme. Es algo que tienen las bailarinas, pensó:
sus cuerpos están siempre, al menos, en buena forma.
–Te portaste como un niño –emitió una
risita corta–. ¡Celoso! ¿Tú? ¡Por Dios, déjame que me ría!
Él asintió con la cabeza.
–Sí
–dijo–, parece
difícil de entender. Más ahora que lo pienso –le echó una mirada y vio la ira
profunda de su cara y
se sintió
en calma y, en cierta forma, complacido.
–Sí
–dijo
lentamente, gustando las palabras con la lengua y vigilando minuciosamente la
expresión de los
ojos
de ella.
“Sí, después de todo, ¿por qué tengo que estarlo? Qué más da una zorra de más
o de menos en mi joven vida…”
La vio tomar el espejo de mano y tratar de incorporarse de su lugar. Dio un paso
hacia
ella y le
agarró
la muñeca. Se mantuvo así,
mirándola, casi sonriendo, sintiendo la fuerza
con
que su mano le torcía la muñeca. Sintió el cuerpo de la mujer ponerse tenso al
tratar de levantarse de la silla. Con la otra mano la empujó lentamente por la
base del cuello. Por encima de sus dedos vio la blanca redondez de la garganta.
Eso y la posición de su mano lo hicieron pensar en algo del pasado. No supo qué
era exactamente, sólo que era agradable, y por algunos instantes se estuvo así,
en el silencio del cuarto, casi como en un sueño, escuchando el zumbido del aire
inmóvil y presintiendo el delicioso recuerdo intangible.
Después dejó caer
ambas manos a los lados del cuerpo y regresó a la ventana. Las
palabras de ella volvieron
a lanzarse contra él, pero esta vez ya no le
importaron. Pasaban como un torrente alrededor
de él.
–…Diciendo que golpearías al fulano y a todos
los demás y que los echarías. Bonita reputación vamos a tener por aquí y sobre todo, muchas oportunidades de conseguir
un contrato…
Se estuvo allí mucho rato y después se dio
media vuelta y le dijo:
–Olvídalo, Lucille, ¿quieres?, y óyeme,
Lucille, un día me voy a cansar. Me… voy a… cansar.
¿Te das
cuenta?
Fue hasta el lavabo y abrió el agua caliente…
–Mejor vamos a desayunar.
Te sentirás mejor cuando
tengas algo en el estómago.
–No sé cómo piensas seguir así –dijo ella–.
El dinero no va a durar para siempre.
–¿Quieres
que me encuentre un contrato hoy? –dijo
mientras empezaba a enjabonarse la cara–. ¿Ahora? ¿En este momento? ¿En domingo?
–Siempre es domingo para ti.
–¿Es culpa mía si el agujero donde
estrenamos quebró a las dos semanas?
–No, pero… –miró alrededor del cuarto, y de
pronto su voz pareció quebrarse–:
Dios
mío, Ray, es que me canso de vivir en tugurios como éste. ¿Te acuerdas cuando vivíamos
en el Roney Plaza?
Se pasó el dorso de la mano por los ojos, se levantó, tomó una manta de los pies de la cama y la extendió en el suelo.
Él se volvió
a
mirarla. Estaba acostada sobre la manta
y había empezado a hacer sus ejercicios
de
flexibilidad, levantando hacia el techo primero una pierna y luego la otra. Sus piernas eran hermosas y fuertes.
–Sabes… –vaciló–, Lucille, lo siento por lo de anoche. Quiero decir, haberte querido pegar
y todo. Pero, maldita sea, no me gustaba la forma en que te manoseaba. Ya sabes
cómo me pongo. De pronto algo…
Ahora estaba sentada en la colcha, las manos
en las rodillas, haciendo girar el torso. Su cara estaba sonrojada por el
ejercicio y se veía bonita.
Las palabras le salían a tirones, al ritmo
de su movimiento:
–Me asustas… cuando
te pones… así…, no sé… qué harás…
Él se rio volteando
hacia el espejo y comenzó a rasurarse. La navaja era nueva y cortaba con limpieza
a lo largo de la mejilla y la garganta. Era casi un placer rasurarse con hoja
nueva y afilada. Sintió hambre.
–No te
preocupes –dijo él–. No soy peligroso.
La calle,
cuando salieron, estaba llena de gente y con la corriente de automóviles que
pasan en domingo por la tarde. El aire asoleado era estimulante, y después de
tomar el desayuno en la cafetería de la esquina, se sintieron tan bien que no
parecía que se hubieran desvelado hasta las cinco de la mañana.
Se quedaron unos minutos a la
sombra
del toldo frente a la cafetería. Una sinfonola retumbaba en un bar, al otro lado de la calle, y ambos empezaron a marcar el ritmo mientras estaban allí, parados.
Él le sonrió y dijo:
–Bueno, ¿qué vamos a hacer este soleado y
brillante domingo por la tarde?
–Más vale
que regresemos al cuarto –dijo ella– y tratemos de poner el nuevo número.
Él meneó la cabeza.
–He estado pensando en él, Lucille, y entre nos, creo que es una mugre. No nos llevará a ninguna parte. Tengo que pensar en algo nuevo.
Ella quiso interrumpirlo, pero él le detuvo
la mano.
–No, he estado pensándolo bien y me doy
cuenta de que no es bueno. Es inútil seguir con él –volvió a menear la cabeza–. No. Tengo que dar con nuevas ideas. Necesito un
cambio.
–Temperamental –dijo ella.
–No empieces otra vez, ¿quieres? No, pero óyeme, ya sé lo que vamos a hacer. Domingo iba la otra noche; ya sabes, el que toca el acordeón. Iba a
las peleas de gallos
que
hay aquí. Debe ser divertido. Algo diferente. ¿Has visto alguna vez una?
–No. Pero de todas maneras no podemos permitírnoslo.
–Déjame
los problemas financieros a
mí –dijo y le
hizo señas a un taxi parado en la esquina–. De todas maneras me estoy
oxidando tratando de hacer algo con esa rutina. Necesito un cambio.
–Si tú lo dices –contestó ella.
Él volvió a sentir
esa momentánea tensión del cuerpo, pero luego ella le sonrió, y él se rio y dijo:
–Es que tienes
poca
confianza, eso es
todo.
Iban por Causeway, cruzando la bahía Vizcaína, donde
estaban anclados los yates blancos, a través
de
Miami. Después, por unos
atajos
entre chozas de madera, donde viven los negros y los cubanos, y, finalmente, por un camino sucio hasta un edificio circular, café, parchado con enmohecidos anuncios de hojalata.
Una brisa sopló a través de la mitad superior
de la pequeña arena, pero aun así el lugar estaba pesado de calor, humo de puro, olor de serrín y sudor. Dentro de las
claudicantes barreras de hojalata, pintadas de rojo, de la luneta, había dos cajas
de madera con los gallos dentro, y los entrenadores estaban en cuclillas, al lado de ellas.
En el centro de la arena, un grupo de hombres morenos gritaba en español, y
otros, agitando fajos de billetes, anotaban las apuestas en un libro de cuentas.
–¡Dios mío –dijo ella mientras se sentaba
en la dura banca–, qué idea!
–Espera –dijo él mientras se sentaba más adelante
y encendía un cigarro–, vas a llevarte una gran impresión de todo esto.
En ese momento los hombres empezaron a salir
de la arena, las dos cajas de madera fueron levantada hacia el techo por medio de
sogas y cada entrenador cogió a su gallo, cargándolo con ternura y cuidado,
susurrándole al oído.
Dieron un paso
al
frente y lentamente
acercaron los dos gallos hasta que estos se hicieron
frente,
uno de cada lado. Después los pusieron en el suelo y los empujaron.
Los gallos se encararon durante unos segundos sin moverse.
Después,
las plumas de sus
cuellos
empezaron a erizarse y sus pescuezos se estiraron hacia adelante, hasta que los picos casi se tocaban.
En
esa posición se encogieron, como si estuvieran atados el uno al otro, las cabezas inmóviles, los cuerpos tensos, las plumas erizadas, circundándoles el cuello, y los ojillos ligados por el odio mutuo.
En el aire maloliente y quieto nada se movía. Súbitamente se vio una ráfaga
de plumas de los dos gallos, que como lanzados por resortes simultáneos brincaron hacia arriba, chocando a mitad del salto, al mismo tiempo que estallaba un grito
en
cada boca abierta; un grito de agonía, de triunfo y de
alivio.
“Ay”, gritaban las voces cuando las dos cabecitas se golpeaban. “Ay, ay”, cuando los espolones arañaban las plumas del dorso de alguno de los dos. “Ay, ay, ay”, cuando alguno de los gallos
se bamboleaba y por una fracción de segundo
rodaba por el aserrín y se levantaba otra vez, en un remolino de alas.
Las voces se lamentaban, bramaban, cuando los gallos se entrelazaban, rodaban, saltaban, volaban o se arrojaban en la arena.
Los gallos se abrazaban como
boxeadores, y sus cabezas, de rojas crestas temblorosas, se empujaban con las espaldas del contrario; las malignas patas, como garras, arañaban el piso en busca de apoyo. Volaban aparte, pero cerca, impulsados por el remolino de su ciega compulsión o se
lanzaban el uno contra el otro, empujados
por los resortes de su oscura, insaciable
malicia. Del apretado nudo de sus
cerebros, la furia surgía como chispazos a través de la columna vertebral, hacia la acción
ágil,
impulsiva y mortal de los espolones. Alrededor de ellos el aire oscilaba con los gritos, las quejas
y
los chillidos de los hombres, pero en la arena, donde ellos luchaban, había silencio. Estaba allí, casi como una
columna palpable, rodeando el esfuerzo de la lucha con una quietud que era como
la calma en el centro del huracán, un núcleo
de silencio en el centro del odio y la furia que se
levantaba en remolinos, desde la oscuridad de los inflamados, despiadados corazones.
“Ay, ay, ay”.
De
pronto, uno de los gallos quedó tendido en el suelo, las garras
moviéndose lentamente en el
aire,
mientras el otro se paró sobre él con
una curiosa, medio abstracta calma, en la
aporreada y ensangrentada cabeza. Las garras en el suelo se movían lentamente, con gracia, como manos dirigiendo los movimientos de una
orquesta. El gallo de arriba no se movía. Estaba parado con una pata sobre la cabeza del otro. Los asientos se ladearon y temblaron. El techo reverberaba, pero en la arena
había silencio.
El gallo clavaba su mirada
firme más allá del que
estaba bajo sus patas, mientras
la aguja escondida de su espolón taladraba, silenciosa, el cerebro del otro.
Un entrenador saltó al pequeño ruedo. Llevaba en la mano un reloj de arena. Se agachó hacia los
gallos y le dio vuelta a la clepsidra. En la polvosa luz del sol, la arena roja
pasaba de un recipiente al otro. El silencio se extendió y todos los ojos se
fundían en líneas convergentes hacia el rojo chorro del tiempo, la corriente de
segundos a través del cristal, encima de las cabezas de los
gallos.
La muchacha murmuró:
–Está muerto –pero él sacudió
la cabeza.
–Mírale las manos –se rio un segundo–. Quiero
decir,
las patas. Parecen manos.
Las amarillas garras se movían lentamente, mientras pasaban los segundos.
El reloj se vació. Los entrenadores
levantaron a los dos
gallos
y los volvieron a poner frente a frente, azuzándolos antes de dejarlos otra vez en el suelo. Así era: el gallo no estaba muerto y voló hacia el otro, haciéndolo vacilar con un largo tajo de espolón.
El aire estaba denso; de pronto, ambos contrincantes empezaron a trotar juntos, uno al lado del otro, alrededor de la arena. Al verlos
no se podía sino pensar
en lo hermoso de los dos animales que caminaban en armonía. Sus movimientos tenían una cierta gracia, una cierta
calma,
precisión y discreta belleza.
Mas otra vez hubo
un batir
de plumas, pero ahora las garras del gallo de abajo se movieron sólo unas cuantas veces, convulsivamente, sin gracia, mientras el otro se erguía, la pata en el pescuezo y la cabeza estirada, picoteando con calma deliberada la moribunda, y poco
después
muerta, cabeza de su enemigo.
El áspero, triunfante canto del gallo
vibró
en el aire.
–Ven –dijo Ray, tomándola de la mano–, vámonos de aquí.
–¿Qué
pasa?
–preguntó ella cuando salieron–. ¿No lo aguantas?
Él la miró.
Su cara estaba congestionada. Se rio
y
dijo:
–Claro,
¿y tú?
Pero óyeme, tengo algo. Yo sabía que lo encontraría.
La empujó hacia
el
taxi que esperaba.
–Escucha –le dijo cuando estuvieron dentro
y en camino–. Escúchame, te dije que el otro número era una mugre. Pero, óyeme, encontré algo aquí –se golpeó
la rodilla con la mano–. ¡Nena, esto los va a enloquecer! Lucille, mira, es un baile, ¿ves? Nosotros vestidos de gallos, ¿ves?, con
plumas y todo. ¿Te das cuenta? Una pelea de gallos. Primero mirándonos, después
saltamos agitando las alas
alrededor
como ellos. ¿Te das cuenta?
Todo está allí.
Una expresión de admiración apareció en la cara de ella.
–Ray –dijo–, Ray…
–Te dije que sacaría algo –le contestó él, tomándole
la mano–. Cariño, óyeme, al final, la muerte. ¿Ves? Yo te mato
y tus manos se mueven como las del gallo y luego se quedan quietas… Es natural,
por Dios. Todo está allí: excéntrico, adagio y el final… muerte. Eso es lo que los
va a impresionar. La muerte. ¿Sabes?
Como aquel número de los apaches. Ya sabes cómo eso los enloquece. ¿Te acuerdas cuando te doblaba
hacia atrás muy despacio y te ponía las manos alrededor de la garganta?, ¿te acuerdas?
Los ojos de ella brillaron al verlo.
–Cariño, creo que ahora sí hemos dado en el blanco
–dijo
ella–. Quiero decir,
de veras
–se
estremeció–. Pero, por Dios Santo, ¿no es horrible?
Quiero decir, los gallos. Es tan… brutal.
–Al diablo –dijo él–, es sólo
natural. Para ellos, claro. Se pelearían
contra cualquier cosa. Es su instinto, ¿sabes?, matar.
–Ya
sé
–dijo ella– pero…
Él le
dio unas palmaditas en las rodillas y le dijo:
–Olvídalo. Es que todavía estoy loco por ti, nena, y cuando un
tipo así…
De pronto ella
le echó los brazos al cuello y lo besó en la boca, larga y fuertemente.
La mano de él encontró
el hombro de ella y se fue deslizando hasta quedar asiendo
ligeramente la garganta. Aun con los ojos cerrados veía la suave, blancas
redondez y sentía su tibia belleza bajo sus manos que se cerraban.
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