jueves, 21 de agosto de 2025

Lección de una pelea de gallos

Benedict Thielen

 

De su cuarto, porque era uno de los baratos, no había vista hacia el océano. Estaba atrás del hotel, frente a un patio que todo el día y hasta muy noche se llenaba del estrépito de los platos y el olor de la comida. El caliente sol brillaba ahora directamente sobre el patio, y desde donde estaba el hombre parado en la ventana, se podía decir que eran después de las dos. Se había levantado apenas unos minutos antes, y el sol le hería los ojos, pero él seguía allí, de espaldas al cuarto. De atrás le llegaba la voz de la mujer, tensa de ira, y a medida que salía cada palabra, él podía ver, aunque no la estuviera mirando, la forma de su boca al decirla. Sintió salir las palabras y las sintió sobre sus hombros, resbalándose, como si fueran el chorro denso de algún oscuro líquido, en el que flotaran partículas que se le adherían al pasar por la túnica de brocado violeta que llevaba.

–¿Cómo quieres llegar a alguna parte bebiendo y hablándome de esa forma frente a toda esa gente?; no te extrañe que no encontremos contrato. Miami es un lugar pequeño, tienes que recordarlo, y…

Las palabras siguieron fluyendo hacia él, punzándolo, mientras estaba allí sin moverse, con los ojos casi cerrados por la resolana del patio. Sintió su cuerpo tenso bajo la túnica de brocado, resistiendo la marea de palabras espesas y pegajosas.

–¿Por qué no dices algo?

Su voz se elevó y las manos en sus bolsillos se encorvaron y cerraron hasta formar puños. Empezó a voltear rápido para hablar, pero se contuvo y, dándole de nuevo la espalda, adivinó el rictus que su silencio grababa en la cara de ella; sentía ese silencio como un afilado instrumento entre sus propias manos, trazando profundas, indelebles líneas.

–Sólo porque le hablo a un caballero en el bar y porque bailo con él una vez, piensas que puedes ir y…

Se dio media vuelta, lentamente, y la miró. El maquillaje que se acababa de poner en la cara no había sido todavía mezclado ni desvanecido, así es que se veían dos manchas brillantes en los pómulos, que le daban a la cara grotesco parecido con el de una muñeca. El sol, reflejado desde el patio, llegaba oblicuo y caliente, cruzándole el rostro con profundas sombras. Parecía vieja, pero no lo era, y por debajo, su garganta estaba llena, redonda y blanca. Su cuerpo también se veía firme. Es algo que tienen las bailarinas, pensó: sus cuerpos están siempre, al menos, en buena forma.

–Te portaste como un niño –emitió una risita corta–. ¡Celoso! ¿Tú? ¡Por Dios, déjame que me ría!

Él asintió con la cabeza.

–Sí dijo, parece difícil de entender. Más ahora que lo pienso –le echó una mirada y vio la ira profunda de su cara y se sintió en calma y, en cierta forma, complacido.

–dijo lentamente, gustando las palabras con la lengua y vigilando minuciosamente la expresión de los ojos de ella.

Sí, después de todo, ¿por qué tengo que estarlo? Qué más da una zorra de más o de menos en mi joven vida…

La vio tomar el espejo de mano y tratar de incorporarse de su lugar. Dio un paso hacia ella y le agarró la muñeca. Se mantuvo así, mirándola, casi sonriendo, sintiendo la fuerza con que su mano le torcía la muñeca. Sintió el cuerpo de la mujer ponerse tenso al tratar de levantarse de la silla. Con la otra mano la empujó lentamente por la base del cuello. Por encima de sus dedos vio la blanca redondez de la garganta. Eso y la posición de su mano lo hicieron pensar en algo del pasado. No supo qué era exactamente, sólo que era agradable, y por algunos instantes se estuvo así, en el silencio del cuarto, casi como en un sueño, escuchando el zumbido del aire inmóvil y presintiendo el delicioso recuerdo intangible.

Después dejó caer ambas manos a los lados del cuerpo y regresó a la ventana. Las palabras de ella volvieron a lanzarse contra él, pero esta vez ya no le importaron. Pasaban como un torrente alrededor de él.

…Diciendo que golpearías al fulano y a todos los demás y que los echarías. Bonita reputación vamos a tener por aquí y sobre todo, muchas oportunidades de conseguir un contrato…

Se estuvo allí mucho rato y después se dio media vuelta y le dijo:

–Olvídalo, Lucille, ¿quieres?, y óyeme, Lucille, un día me voy a cansar. Me… voy a… cansar. ¿Te das cuenta?

Fue hasta el lavabo y abrió el agua caliente…

–Mejor vamos a desayunar. Te sentirás mejor cuando tengas algo en el estómago.

–No sé cómo piensas seguir así –dijo ella–. El dinero no va a durar para siempre.

¿Quieres que me encuentre un contrato hoy? –dijo mientras empezaba a enjabonarse la cara–. ¿Ahora? ¿En este momento? ¿En domingo?

–Siempre es domingo para ti.

–¿Es culpa mía si el agujero donde estrenamos quebró a las dos semanas?

–No, pero… –miró alrededor del cuarto, y de pronto su voz pareció quebrarse–: Dios mío, Ray, es que me canso de vivir en tugurios como éste. ¿Te acuerdas cuando vivíamos en el Roney Plaza?

Se pasó el dorso de la mano por los ojos, se levantó, tomó una manta de los pies de la cama y la extendió en el suelo.

Él se volvió a mirarla. Estaba acostada sobre la manta y había empezado a hacer sus ejercicios de flexibilidad, levantando hacia el techo primero una pierna y luego la otra. Sus piernas eran hermosas y fuertes.

Sabes…vaciló, Lucille, lo siento por lo de anoche. Quiero decir, haberte querido pegar y todo. Pero, maldita sea, no me gustaba la forma en que te manoseaba. Ya sabes cómo me pongo. De pronto algo…

Ahora estaba sentada en la colcha, las manos en las rodillas, haciendo girar el torso. Su cara estaba sonrojada por el ejercicio y se veía bonita.

Las palabras le salían a tirones, al ritmo de su movimiento:

–Me asustas… cuando te pones… así…, no sé… qué harás…

Él se rio volteando hacia el espejo y comenzó a rasurarse. La navaja era nueva y cortaba con limpieza a lo largo de la mejilla y la garganta. Era casi un placer rasurarse con hoja nueva y afilada. Sintió hambre.

–No te preocupes –dijo él–. No soy peligroso.

La calle, cuando salieron, estaba llena de gente y con la corriente de automóviles que pasan en domingo por la tarde. El aire asoleado era estimulante, y después de tomar el desayuno en la cafetería de la esquina, se sintieron tan bien que no parecía que se hubieran desvelado hasta las cinco de la mañana.

Se quedaron unos minutos a la sombra del toldo frente a la cafetería. Una sinfonola retumbaba en un bar, al otro lado de la calle, y ambos empezaron a marcar el ritmo mientras estaban allí, parados.

Él le sonrió y dijo:

–Bueno, ¿qué vamos a hacer este soleado y brillante domingo por la tarde?

–Más vale que regresemos al cuarto –dijo ella– y tratemos de poner el nuevo número.

Él meneó la cabeza.

He estado pensando en él, Lucille, y entre nos, creo que es una mugre. No nos llevará a ninguna parte. Tengo que pensar en algo nuevo.

Ella quiso interrumpirlo, pero él le detuvo la mano.

–No, he estado pensándolo bien y me doy cuenta de que no es bueno. Es inútil seguir con él –volvió a menear la cabeza–. No. Tengo que dar con nuevas ideas. Necesito un cambio.

–Temperamental –dijo ella.

No empieces otra vez, ¿quieres? No, pero óyeme, ya lo que vamos a hacer. Domingo iba la otra noche; ya sabes, el que toca el acordeón. Iba a las peleas de gallos que hay aquí. Debe ser divertido. Algo diferente. ¿Has visto alguna vez una?

No. Pero de todas maneras no podemos permitírnoslo.

Déjame los problemas financieros a mí dijo y le hizo señas a un taxi parado en la esquina–. De todas maneras me estoy oxidando tratando de hacer algo con esa rutina. Necesito un cambio.

Si tú lo dices contestó ella.

Él volvió a sentir esa momentánea tensión del cuerpo, pero luego ella le sonrió, y él se rio y dijo:

Es que tienes poca confianza, eso es todo.

Iban por Causeway, cruzando la bahía Vizcaína, donde estaban anclados los yates blancos, a través de Miami. Después, por unos atajos entre chozas de madera, donde viven los negros y los cubanos, y, finalmente, por un camino sucio hasta un edificio circular, café, parchado con enmohecidos anuncios de hojalata.

Una brisa sopló a través de la mitad superior de la pequeña arena, pero aun así el lugar estaba pesado de calor, humo de puro, olor de serrín y sudor. Dentro de las claudicantes barreras de hojalata, pintadas de rojo, de la luneta, había dos cajas de madera con los gallos dentro, y los entrenadores estaban en cuclillas, al lado de ellas. En el centro de la arena, un grupo de hombres morenos gritaba en español, y otros, agitando fajos de billetes, anotaban las apuestas en un libro de cuentas.

–¡Dios mío –dijo ella mientras se sentaba en la dura banca–, qué idea!

–Espera –dijo él mientras se sentaba más adelante y encendía un cigarro–, vas a llevarte una gran impresión de todo esto.

En ese momento los hombres empezaron a salir de la arena, las dos cajas de madera fueron levantada hacia el techo por medio de sogas y cada entrenador cogió a su gallo, cargándolo con ternura y cuidado, susurrándole al oído.

Dieron un paso al frente y lentamente acercaron los dos gallos hasta que estos se hicieron frente, uno de cada lado. Después los pusieron en el suelo y los empujaron.

Los gallos se encararon durante unos segundos sin moverse. Después, las plumas de sus cuellos empezaron a erizarse y sus pescuezos se estiraron hacia adelante, hasta que los picos casi se tocaban. En esa posición se encogieron, como si estuvieran atados el uno al otro, las cabezas inmóviles, los cuerpos tensos, las plumas erizadas, circundándoles el cuello, y los ojillos ligados por el odio mutuo.

En el aire maloliente y quieto nada se movía. Súbitamente se vio una ráfaga de plumas de los dos gallos, que como lanzados por resortes simultáneos brincaron hacia arriba, chocando a mitad del salto, al mismo tiempo que estallaba un grito en cada boca abierta; un grito de agonía, de triunfo y de alivio.

“Ay”, gritaban las voces cuando las dos cabecitas se golpeaban. “Ay, ay”, cuando los espolones arañaban las plumas del dorso de alguno de los dos. “Ay, ay, ay”, cuando alguno de los gallos se bamboleaba y por una fracción de segundo rodaba por el aserrín y se levantaba otra vez, en un remolino de alas.

Las voces se lamentaban, bramaban, cuando los gallos se entrelazaban, rodaban, saltaban, volaban o se arrojaban en la arena. Los gallos se abrazaban como boxeadores, y sus cabezas, de rojas crestas temblorosas, se empujaban con las espaldas del contrario; las malignas patas, como garras, arañaban el piso en busca de apoyo. Volaban aparte, pero cerca, impulsados por el remolino de su ciega compulsión o se lanzaban el uno contra el otro, empujados por los resortes de su oscura, insaciable malicia. Del apretado nudo de sus cerebros, la furia surgía como chispazos a través de la columna vertebral, hacia la acción ágil, impulsiva y mortal de los espolones. Alrededor de ellos el aire oscilaba con los gritos, las quejas y los chillidos de los hombres, pero en la arena, donde ellos luchaban, había silencio. Estaba allí, casi como una columna palpable, rodeando el esfuerzo de la lucha con una quietud que era como la calma en el centro del huracán, un núcleo de silencio en el centro del odio y la furia que se levantaba en remolinos, desde la oscuridad de los inflamados, despiadados corazones.

“Ay, ay, ay”. De pronto, uno de los gallos quedó tendido en el suelo, las garras moviéndose lentamente en el aire, mientras el otro se paró sobre él con una curiosa, medio abstracta calma, en la aporreada y ensangrentada cabeza. Las garras en el suelo se movían lentamente, con gracia, como manos dirigiendo los movimientos de una orquesta. El gallo de arriba no se movía. Estaba parado con una pata sobre la cabeza del otro. Los asientos se ladearon y temblaron. El techo reverberaba, pero en la arena había silencio.

El gallo clavaba su mirada firme más allá del que estaba bajo sus patas, mientras la aguja escondida de su espolón taladraba, silenciosa, el cerebro del otro.

Un entrenador saltó al pequeño ruedo. Llevaba en la mano un reloj de arena. Se agachó hacia los gallos y le dio vuelta a la clepsidra. En la polvosa luz del sol, la arena roja pasaba de un recipiente al otro. El silencio se extendió y todos los ojos se fundían en líneas convergentes hacia el rojo chorro del tiempo, la corriente de segundos a través del cristal, encima de las cabezas de los gallos.

La muchacha murmuró:

–Está muerto pero él sacudió la cabeza.

Mírale las manosse rio un segundo. Quiero decir, las patas. Parecen manos.

Las amarillas garras se movían lentamente, mientras pasaban los segundos.

El reloj se vació. Los entrenadores levantaron a los dos gallos y los volvieron a poner frente a frente, azuzándolos antes de dejarlos otra vez en el suelo. Así era: el gallo no estaba muerto y voló hacia el otro, haciéndolo vacilar con un largo tajo de espolón.

El aire estaba denso; de pronto, ambos contrincantes empezaron a trotar juntos, uno al lado del otro, alrededor de la arena. Al verlos no se podía sino pensar en lo hermoso de los dos animales que caminaban en armonía. Sus movimientos tenían una cierta gracia, una cierta calma, precisión y discreta belleza.

Mas otra vez hubo un batir de plumas, pero ahora las garras del gallo de abajo se movieron sólo unas cuantas veces, convulsivamente, sin gracia, mientras el otro se erguía, la pata en el pescuezo y la cabeza estirada, picoteando con calma deliberada la moribunda, y poco después muerta, cabeza de su enemigo.

El áspero, triunfante canto del gallo vibró en el aire.

–Ven –dijo Ray, tomándola de la mano–, vámonos de aquí.

–¿Qué pasa?preguntó ella cuando salieron. ¿No lo aguantas?

Él la miró. Su cara estaba congestionada. Se rio y dijo:

Claro, ¿y tú? Pero óyeme, tengo algo. Yo sabía que lo encontraría.

La empujó hacia el taxi que esperaba.

–Escucha –le dijo cuando estuvieron dentro y en camino–. Escúchame, te dije que el otro número era una mugre. Pero, óyeme, encontré algo aquí –se golpeó la rodilla con la mano. ¡Nena, esto los va a enloquecer! Lucille, mira, es un baile, ¿ves? Nosotros vestidos de gallos, ¿ves?, con plumas y todo. ¿Te das cuenta? Una pelea de gallos. Primero mirándonos, después saltamos agitando las alas alrededor como ellos. ¿Te das cuenta? Todo está allí.

Una expresión de admiración apareció en la cara de ella.

Ray –dijo, Ray…

–Te dije que sacaría algo –le contestó él, tomándole la mano. Cariño, óyeme, al final, la muerte. ¿Ves? Yo te mato y tus manos se mueven como las del gallo y luego se quedan quietas… Es natural, por Dios. Todo está allí: excéntrico, adagio y el final… muerte. Eso es lo que los va a impresionar. La muerte. ¿Sabes? Como aquel número de los apaches. Ya sabes cómo eso los enloquece. ¿Te acuerdas cuando te doblaba hacia atrás muy despacio y te ponía las manos alrededor de la garganta?, ¿te acuerdas?

Los ojos de ella brillaron al verlo.

–Cariño, creo que ahora sí hemos dado en el blanco –dijo ella–. Quiero decir, de veras –se estremeció–. Pero, por Dios Santo, ¿no es horrible? Quiero decir, los gallos. Es tan… brutal.

Al diablo –dijo él–, es sólo natural. Para ellos, claro. Se pelearían contra cualquier cosa. Es su instinto, ¿sabes?, matar.

Ya sé –dijo ella– pero…

Él le dio unas palmaditas en las rodillas y le dijo:

Olvídalo. Es que todavía estoy loco por ti, nena, y cuando un tipo así…

De pronto ella le echó los brazos al cuello y lo besó en la boca, larga y fuertemente.

La mano de él encontró el hombro de ella y se fue deslizando hasta quedar asiendo ligeramente la garganta. Aun con los ojos cerrados veía la suave, blancas redondez y sentía su tibia belleza bajo sus manos que se cerraban.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario