Verónica Ladrón de Guevara
A Cesáreo
Estábamos ya en su cama cuando me dijo de improviso que no podía tener relaciones
sexuales conmigo. No supe si agradecer o no. Estaba habitado por una rara enfermedad
contagiosa. No, no era sida, aclaró; era un tipo poco ordinario de hepatitis, que
lo había invadido en un viaje a Cancún.
Era todo tan ilógico que lo primero que pensé era que
me estaba evadiendo. Seguramente es impotente –concluí.
–No te preocupes –le dije–, y me levanté despacio de
su lecho abotonándome la blusa azul.
–Esto no cambia las cosas, ¿verdad? –preguntó con un
dejo de inquietud en la voz.
–No, seguimos tan amigos –le contesté con sinceridad.
Sin embargo, no volví a su departamento. Algunas veces
llamó a mi oficina, pero coincidían sus telefonemas con reuniones de trabajo y en
consecuencia nunca respondí.
Creo que fue una de sus estudiantes quien me lo dijo:
“Guillermo se fue a vivir a Jerusalén.” ¿En serio? –exclamé asombrada–, ¿pero, por
qué allá? Él tenía amigos en Italia, uno muy querido, Enrico; y en París estaban
Emily, Sabine y Joel. ¿Por qué al Medio Oriente? Nadie me supo responder.
Una noche en que hubo una celebración por el cumpleaños
de alguien, llegué a casa con un acompañante casual. Habíamos bebido y deseábamos
estar a solas.
Preparé dos whiskys que quedaron intactos sobre la angosta
barra de la cantina. En mi recámara nos debatíamos en una lucha de brazos y piernas
entremezclados.
Fue al quedar yo boca arriba, jadeante y sintiendo el
vigor de mi compañero, cuando de pronto la vi. Estaba en el techo, como estampada
en él.
Era una imagen que resplandecía y que me miraba fijamente.
No pude gritar, sólo quedé inmóvil, viendo cómo oscilaba la cabeza en señal reprobatoria.
Una luz amarillenta la envolvía y me señalaba con el dedo índice, parecía ordenarme
que no.
La voz lejana del hombre que movía rítmicamente su anatomía
sobre mí, me hizo salir del estupor.
–¿Qué te pasa, eh? Te quedaste como muerta –inquirió
molesto.
–Lo siento –le dije decidida–, no puedo tener relaciones
sexuales contigo. No, no es sida –le expliqué con vehemencia, mientras él se incorporaba
en silencio y abotonaba su camisa azul–. Es un tipo raro de hepatitis que adquirí
en un reciente viaje a Cancún.
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