jueves, 6 de noviembre de 2025

El ojo de la muerte

Augusto Roa Bastos

 

No aseguró al caballo en uno de los horcones del boliche donde ya había otros, sino en un chircal tupido que estaba enfrente. Las peripecias de la huida le obligaban a ser en todo momento cauteloso.

El malacara parecía barcino en la luna. Se internó entre las chircas hasta donde lo pudiera dejar bien oculto. La fatiga, quizá la desesperanza, fundía al jinete y a la cabalgadura en un mismo tranco soñoliento. Sólo la instintiva necesidad de sigilo distinguía al hombre de la bestia.

Desmontó, desanudó el cabestro y lo ató a la mata de un caraguatá. Los cocoteros cercanos arrojaban columnas de sombra quieta sobre ellos. Le aflojó la cincha, removió el apero para que el aire fresco entrara hasta el lomo bajo las jergas y le sacó el freno para que pudiera pastar a gusto. Después se acercó y juntó su rostro al hocico del animal que cabeceó dos o tres veces como si comprendiera. Le friccionó suavemente las orejas, el canto tibio de la nariz. Más abajo del ojo izquierdo del animal sintió una raya viscosa. Retiró la mano húmeda, pegadiza. Pensó que sería un poco de baba, espesa por la rumia. Al vadear el arroyo había bebido mucho. No le dio importancia. No pensó en eso. Lo importante era ahora que los dos tenían un respiro hasta el alba.

Se dirigió al boliche. Una raja de luz salía por la puerta del rancho. En una larga tacuara, amarrada a un poste, manchaba levemente el viento de la noche un trapo blanco: el banderín del expendio de Cleto Noguera. Caña y barajas. Tereré y trasnochadores orilleros siempre dispuestos para una buena pierna.

Empujó la puerta y entró. Un golpe de viento hizo parpadear el candil. En el movimiento de la llama humosa las caras también parecieron ondear cuando se volvieron hacia el recién llegado. Cesó el rumoreo incoherente de los que comentaban para adentro sus ligas. Cesó el orejeo decidor de los naipes sucios y deshilachados. Hasta que alguien irrumpió jovialmente:

–¡Pero si es Timó Aldama! Apese pues el kuimba’é. Aquí está el truco esperándolo desde hace un año.

Hacía un año que duraba la huida.

La faena recomenzó con risas y tallas acerca del arribeño.

Timó Aldama se acercó a la mesa redonda y se sentó en la punta de un escaño.

–Seguro que Timó –añadió, “apretando” un envido, el que lo había reconocido– trae las espuelas forradas de plata saguasú. ¿Ayé, cumpá? Él va a los rodeos y saca pirá-piré a talonazo limpio de los redomones que doma.

–Y si no –apuntó otro–, de las carreras y los gallos. Timó es un güen apostador. Tiene ojos de kavuré’í.

–Y es un truquero de ley –dijo zalamero alguien más–. ¿Se acuerdan de la otra vez? Nos soltó a todos. Karia’y pojhïi ko koa.

–Se llevó mi treinta y ocho largo –recordó con cierta bronca un arriero bajito y bizco, rascándose vagamente la barriga hacia el lugar del revólver.

–Y a mí me peló el pañuelo de seda y el cuchillo solingen.

La conspiración del arrieraje se iba cerrando alrededor del arribeño suertudo. Alguien, quizás el mismo Cleto Noguera, le alcanzó un jarro. Aldama bebió con ansias. La caña le escoció el pescuezo y le hizo cerrar los ojos mientras los demás lo seguían “afilándolo” para la esperada revancha.

–Y a mí casi me llevó la guaina. Si no hubiera sido por los treinta y tres de mano que ligué, el catre se habría quedado vacío y yo andaría a estas horas durmiendo con las manos entre las piernas, enfermo de tembo ätä.

Una carcajada general coreó la chuscada obscena. El mismo Aldama se rio. Pero en seguida, casi serio, levantó el cargo.

–No, Benítez. No juego por mujer. Yo tengo mi guaina en mi valle. Soy güen padre de familia.

–Un poco jugador nomás –chicaneó uno.

–Y… cuando se presenta la ocasión, no le saco el bulto a la baraja. Cada uno trae su signo.

–Así me gusta –aduló el que había hablado primero alcanzándole nuevamente el jarro–. Timó Aldama es de los hombres que saben morir en su ley. Así tiene que ser el macho de verdá.

El elogio resbaló sobre Timó sin tocarlo. Empezaba a ponerse ausente. El otro insistió:

–¿Hacemos una mesa de seis, Timó?

–No. Voy a mironear un poco nomás.

Pero lo dijo sin pensar en lo que decía. Su rostro ya estaba opaco por el recuerdo. Recordaba ahora algo que había olvidado hacía mucho tiempo. Tal vez fue la alusión a las barajas, eso que él mismo había dicho respecto a los signos de cada vino. Tal vez lo que dijo el otro con respecto a eso de “morir en su ley”. El hecho fue que lo recordó en ese momento y no en otros que acababa de pasar y en los cuales también ese recuerdo hubiera podido surgir y envolverlo en su humo invisible hasta ponerlo de espaldas contra la fiera realidad que lo perseguía sin descanso. Por ejemplo, cuando huyendo de la comisión que casi lo tenía acorralado, el malaca había rodado al saltar una zanja incrustando la cabeza en una maraña espinosa.

La caída del caballo resultó en realidad una providencial zancadilla a la muerte. La violencia del golpe los aplastó a los dos durante un momento en la espesura dónde se habían hundido, mientras los otros pasaban de largo sin verlos. Desde la flexible hamaca de ramas y hojas a la que él había sido arrojado, veía aún al caballo incorporarse renqueando y maltrecho, mientras el galope de la partida se desvanecía en el monte.

Pero no fue el ímpetu secreto de la rodada sino esa trivial referencia a las barajas la que había arrancado del fondo de él las palabras de la vieja que ahora recordaba como si acabara de oírlas.

Fue en una función patronal de Santa Clara. Todavía no se había “juntado” con Anuncia; todavía Poilú no había nacido.

Una tribu de gitanos había acampado en las afueras del pueblo. Era un espectáculo musitado, extraño, nunca visto, el de esa gente extraña ataviada con andrajos de vivos colores. Su extraño idioma. Las largas trenzas de las mujeres. Las sonrisas misteriosas de los hombres. Las criaturas que parecían no conocer el llanto.

Timó Aldama, rodeado de compinches, venía de ganar en las carreras. Al pasar delante de los gitanos, les ofreció unas demostraciones acrobáticas con su parejero y, por último, lo hizo bailar una polca sinuosa y flexible. Dos razas se miraban frente a frente en la insinuación de un duelo hecho de flores, sonrisas y augurios sobre el verde paisaje y la luz rojiza del atardecer. La juventud hacía ligero e indiferente el cuerpo de Timó Aldama. El ritmo del caballo le cantaba en las espuelas; un ritmo que él contenía con sus manos huesudas y fuertes. Los gitanos sólo tenían su noche y sus distancias; su miseria rapaz. De allí se arrancó una vieja gorda que se aproximó y detuvo de las riendas al parejero del rumboso jinete. Los ojos oscuros y los ojos verdes se encontraron:

–¿Qué quiere, yarü?

–Decirte tu destino, muchacho.

–Mi destino lo hago yo, abuela. ¿No es así acaso con todos?

–Sin embargo, no sabes una cosa.

–¿Qué cosa?

–Cuándo vas a morir.

–Ah, para eso falta mucho. Se muere en el día señalado. No en la víspera.

–Pero ese día lo puedes saber…

–¿Cómo?

–¿Quieres saberlo?

–Sí. Para sacarle la lengua al diablo.

–Tiene un precio.

Timó Aldama sacó del bolsillo varios billetes, los arrugó en su puño y los bajó hasta la mano de la vieja convertidos en un solo y retorcido cigarro gris. Las risas hombrunas estallaron en torno al dadivoso. La gitana gorda atrapó el cigarro y lo hizo desaparecer en su seno. La tribu miraba impasible.

–No morirás, muchacho, hasta que el ojo de tu caballo cambie de color.

–¿De éste, abuela? –el rostro cetrino de Timó planeaba sobre ella como un cuervo.

–Del que montes en ese momento. Y entonces, tal vez, tal vez puedas conjurar el peligro si te quedas quieto, si no huyes. Pero… eso no es seguro.

–Bueno, abuela; gracias por el aviso. Cuando llegue el momento me acordaré de usted –y el parejero de Timó Aldama volvió a encabezar la tropa de jinetes bulliciosos, marcando en el polvo con sus remos finos y flexibles el ritmo de una polca, apagando con el polvo la agüería de la gitana.

Después habían sucedido muchas cosas.

Aquella trenza en que había herido a un hombre por una apuesta estafada, la muerte del herido unos días después, la persecución, esta misma partida de truco en que él ahora estaba envuelto ofreciendo a esos hombres más que una revancha una restitución casi póstuma, eran solamente las últimas circunstancias, no los últimos episodios, de un destino que, salvo aquella casual e indescifrable adivinanza de la vieja gitana, le había negado constantemente sus confidencias y favores. De tal modo que él había venido avanzando, huyendo como un ciego, en medio de una cerrazón cada vez más espesa.

Esos mismos hombres que le estaban simbólicamente exterminando sobre el poncho mugriento del truco se le antojaban sombras de hombres que él no conocía. Sabía sus nombres, los ignoraba a ellos. Y el hecho mismo de que ellos no le mencionaran el crimen ni la huida, los hacía aún más sospechosos. Ellos deberían saberlo, pero simulaban una perfecta ignorancia para que la emboscada jovial diera sus frutos. Se dio cuenta de que esos hombres estaban ahí para que ciertas cosas se cumplieran.

No pudo evitarlo. Las suertes del truco le arrebataron en la decreciente noche todo lo que él a su vez había arrebatado a aquellos hombres un año atrás, en ese mismo pueblo de Cangó, el primero en que había pernoctado al comienzo de su huida.

El pañuelo de seda, el cinturón con balera, el treinta y ocho caño largo, el solingen con cabo de asta de ciervo, herrumbrado y desafilado, las nazarenas de plata, todo estaba nuevamente en poder de sus dueños.

Después comenzó a perder –a entregar– sus propias cosas; una tras otra, sin laboriosos titubeos. Al contrario, era una minuciosa delicia; un hecho simple, complicado tan sólo por su significado. Era como si él mismo hubiera estado despojándose de estorbos, podándose de brotes superfluos.

El alba le sorprendió sin nada más que la camisa puesta y la bombacha de liña rotosa. Tuvo que salir de allí atajándosela con las manos. El cinturón y los zapatones habían quedado en el último pozo.

Cleto Noguera cerró sobre él las puertas del boliche. En su borrachera, en el mareo ominoso que lo apretaba hacia abajo pero que también lo empujaba, él sintió que esas puertas se cerraban sobre él dejándolo, no en el campo inmenso lleno de luz rosada, de viento, de libertad. Sintió que lo encerraban en una picada oscura por la que no tenía más remedio que avanzar.

Entre las chircas arrancó un trozo de ysypó y se lo anudó alrededor de la bombacha que se le deslizaba a cada momento sobre las escuetas caderas.

El malacara estaba echado entre los yuyos. Cuando lo vio venir, movió hacia él la cabeza y la dejó inclinada hacia el lado izquierdo. Timó Aldama lo palmeó tiernamente. El caballo se levantó; la grupa, después las patas delanteras. Ya estaba repuesto, listo para reanudar la fuga interminable. Timó Aldama volvió a juntar su rostro al hocico del animal, como lo hiciera a la noche, antes de dejarlo para entrar al boliche. También el animal volvió a cabecear dos o tres veces, como si correspondiera.

Fue entonces cuando se fijó. El ojo izquierdo del malacara había cambiado de color: tenía un vago matiz azulado tendiendo al gris ceniza, y estaba húmedo, como con sangre. No reflejaba nada. Miraba como muerto, El otro ojo continuaba oscuro, vivo, brillante. El alba chispeaba en él con tenues astillas doradas.

La agüería de la gitana cayó sobre él. Sintió un fragor, le pareció ver un cielo oscuro lleno de viento y agua, vio un inmenso machete arrugado que venía volando desde el fondo de ese cielo negro, entre relámpagos deslumbradores, que lo buscaba, que caía sobre él con ira ciega y torva, inevitable.

Ya no pudo pensar en nada más que en la inminencia de esa revelación que le aturdía los oídos. Toda posibilidad de justificar los hechos simples había huido de él. Por ejemplo, que el cambio de color del ojo de su caballo se debía simplemente a una espina de karaguatá que se había incrustado en él cuando rodara en la zanja. Para él, el ojo tuerto del caballo era el ojo insondable de la muerte.

La vieja de colorinches le había dicho también:

–Y entonces tal vez, tal vez puedas conjurar el peligro si te quedas quieto, si no huyes. Pero… eso no es seguro.

Tampoco podía ya recordarlo. Y echó a correr por el campo en el rosado amanecer.

Los cuadrilleros del ferrocarril, que hacían avanzar la zorra moviendo rítmicamente las palancas de los pedales, vieron venir por el campo a un hombre que les hacía desde lejos con los brazos desesperadas señales. Parecía un náufrago en medio de la alta maciega. Detuvieron la marcha y lo esperaron. Apenas pudo llegar al terraplén. Se desplomó sin poder trepar hasta el riel. Entonces los cuadrilleros lo subieron a pulso a la zorra y prosiguieron su marcha hacia el sur. Debían llegar esa noche a Encarnación.

El hombre parecía un cadáver. Flaco, consumido, pálido. Probablemente hacía varios días que no comía ni bebía. Tenía los pies llagados y las carnes desgarradas por las espinas. De su ropa no restaban sino tiras de lo que debía haber sido una camisa y una bombacha vieja sujeta con un trozo de bejuco en lugar de cinto.

Por el camino reaccionó y pareció reanimarse un poco, pero no habló en ningún momento. Los ojos mortecinos miraban algo que ellos no veían. Pidió con señas que detuvieran la zorra o que la hicieran avanzar más velozmente. Su gesto ansioso fue ambiguo. Los cuadrilleros supusieron que era un loco, pero no podían abandonarlo a una muerte segura al borde de la vía, en ese descampado inmenso, con la tormenta que se venía encima. El cielo hacia el sur estaba encapotado y negro con una calota gigante que parecía de hierro fundido. El hombre volvió a insistir en el gesto. Algo le urgía sordamente. Los cuadrilleros, sin dejar de remar en la zorra, le alcanzaron una cantimplora con agua y un trozo de tabaco torcido. El hombre los rechazó con un gesto. Daba la impresión de que había perdido la memoria de esas cosas.

La zorra entró en los arrabales de Encarnación en el momento en que el ciclón que arrasó la ciudad comenzaba a desatarse.

El hombre saltó ágilmente de la zorra y se encaminó hacia las casas cuyos techos empezaban a volar en medio del fragor del viento y de la tromba enredada de camalotes y raigones que subía arrancada del Paraná. Avanzaba impávido, sin una vacilación, como un sonámbulo en medio de su pesadilla, hacia el centro tenebroso del vórtice.

Negro, con tinieblas viscosas de cielo destripado, verde de agua, ceniciento de vértigo, blanco como plomo derretido proyectado por una centrífuga, el viento chicoteaba la atmósfera con sus grandes colas de kuriyúes trenzadas y masticaba la tierra, la selva, la ciudad, con su furiosa dentadura de aire, de trueno sulfúrico. Entre los machetones arrugados de las chapas de cinc volaban pedazos de casas, pedazos de carretas, pedazos humanos salpicando agua o sangre. Planeaban zumbando, bureando a inmensa, a fantástica velocidad sobre el hombre que iba dormido, que había pasado sin transición de una magia a otra magia, que aún seguía avanzando, que avanzó unos pasos más hasta que el vientre verdoso y mercurial de la tormenta lo chupó hacia adentro para parirlo del otro lado, en la muerte.

 

(Tomado de www.literatura.us)

 

“Aliados” y “alemanes”

Lino Novás Calvo

 

Chirriquitín como yo era, ya era “aliado”. Mi padre me llamó entonces el “Tomeguín”. Pero yo no creía que aquel fuera mi padre. Era un hombre que había pasado un día por la colonia, en Georgina, y se fuera. Yo nací y crecí y por muchos años no oí siquiera su nombre, hasta que él era “alemán” y yo era “aliado”. Por entonces ya yo estaba solo y en La Habana, y no tenía más que al viejo Pedralves, cochero de La Habana, y los cocheros de su piquera, ya llamados “aliados”. Poco antes se habían soltado por las calles unas cafeteras carraqueantes que echaban humo por todas partes y espantaban a los caballos, y se llamaban “alemanes”. En seguida se formaron los dos bandos, porque los cocheros bajaron la tarifa a diez “kilos” y los fotingueros cobraban a veinte. Entonces los fotingueros les llamaban “aliados” y les tiraban los fores contra los caballos.

Mi padre apareció un día timoneando, encaramado en uno de aquellos bichos de lata, llamando a los cocheros por nombres como balbaneras, tiempomuertos y tiempoespañas. Aquel mi padre, Marcos “Tilburí”, se bajaba en la esquina de Subirana, pedía un tabaco y una campana, mentaba la madre y la mujer del bodeguero y se iba riendo. Yo paraba entonces por la bodega del tuerto y escuchaba. Tilburí no sabía que yo fuera su hijo ni yo que Tilburí fuera mi padre. Yo me apellidaba Pedralves, como el viejo cochero, y sus “alemanes” me llevaban a comer a la fonda del Guajiro y decían que con el tiempo yo sería algo serio. Tilburí venía a la fonda, llamando hijos de tal a todo el mundo y riendo con sus bigotes recortados. Pedralves decía que Tilburí era un desmadrado y nunca me dijo que fuera mi padre. Yo sabía que el fotinguero vivía en la tercer accesoria con una negra. Sólo Pedralves sabía que Tilburí era mi padre, porque él mismo había sido antes mayoral en aquella colonia de Martinón, y cuando mi madre se tiró al tacho hirviendo él me trajo a La Habana y me bautizó e inscribió como hijo suyo. Nadie se lo discutía. Así que yo me llamaba Pedralves. pero el viejo sabía que Tilburí era el hombre. Éste me veía por allí, me daba sustos y me llamaba “Tomeguín”. “¿Cómo es posible que Pedralves haya parido un hijo tan chiquito?”, dijo Tilburí.

Pedralves era un viejo alto, medio encorvado y de largos bigotes blancos. La fonda del Guajiro era el paradero de todos los “alemanes” del barrio. Tilburí venía allí porque vivía en Subirana y tal vez para reírse de los cocheros. Estos a su vez se burlaban de los fotingos, hasta que vieron que la cosa iba de veras y se encresparon. Entonces comenzaba a haber dinero de sobra por todas partes y los “alemanes” alquilaban siempre, aun a peseta. Se veía que los caballos enflaquecían, y los cocheros tomaban un aire triste y hablaban en voz sorda y baja en pequeños grupos, como conspiradores, en la piquera, en la fonda, en la bodega. El odio era contra los fores. El propio Pedralves los veía pasar con una mirada torva, como si fueran puercos cimarrones que, de golpe, se hubieran colado en la yuca, y sentía ganas de tirar de machete y emprenderla a tajos con ellos.

Por eso ya no parecía broma lo de Tilburí. Antes se le toleraba y aun se le quería. Pedralves sabía sus antecedentes, pero se callaba, y él mismo fingía divertirse con sus cosas. Tilburí había sido también cochero antes de que los fores echaran tanta cría. Entonces malbarató el coche, regaló los caballos a un hermano de su mujer y compró un fotingo. Fue en ese entonces cuando todos los cocheros dejaron de reír al entrar Tilburí insultando a todo el mundo. El chofer no hacía caso. Aquellos viejos eran para él antiguallas que no sabían cambiar con los tiempos. Pedralves era el Káiser, y había uno chiquito que se llamaba el Mikado. Entonces era todavía broma y no se tomaban las cosas a mal. Luego vino lo otro. Los cocheros de coches viejos y caballos esqueléticos se arruinaban, y cuando más iban a menos, menos carreras había. Mariana empezó a llorar.

Mariana, la mujer de Pedralves, era mujer chiquita y redonda, tan vieja como él. La gente creía que yo era su hijo, y decía que le había salido a ella, porque era así chiquito y tenía los ojos claros. Los tres vivíamos en un “solar” también chiquito, a la vuelta de Subirana. que hacía entrada al placel. Hoy ese placel ha cambiado. Alguien drenó el pantano y después construyeron algunas casas más, y en lo que queda juegan los muchachos a la pelota. El mismo solar de madera y pedazos de lata desapareció y ya no quedará de todo eso más que mi cuento. Por eso me decido a escribirlo. No por mí, sino por Pedralves y el pantano y Tilburí, mi padre. Nadie hubiera dicho que Tilburí, con sus hombros anchos y sus brazos peludos, tuviera un hijo así de finucho y rubianco y fantasioso. Pero así era; Pedralves estaba seguro y yo creo cuanto Pedralves haya podido decir durante toda su vida.

Mariana lloraba, digo. El viejo no tenía con qué pintar el coche y el podenco no comía más que maloja. “Yo lo siento por el niño –decía Mariana–. Se va a quedar solo y no habrá quien lo críe, y acabará mal”. Ella misma ignoraba que yo tuviese un padre tan cercano. Mariana era ya demasiado vieja para lavar ni hacer nada y hablaba sola. Yo huía de aquel solar cuajado de negritos barrigones y grandes bateas coronadas de espuma y mujeres de grandes grupas blancas y cabezas negras, ceñidas con pañuelos y brillantes cuernos rojos. Me gustaba más irme a la piquera y sentirme cochero como el viejo Pedralves. Así comenzaron a pelear dentro de mí aquellos animales como gatos rabiosos. Uno de los gatos era lo que yo sentía por Pedralves y otro lo que me atraía de los fotingos. Estos se me habían colado en el alma y a la larga sería inútil querer expulsarlos y permanecer fiel a Pedralves. Yo no podía odiar como él a los fotingos y el propio Tilburí tenía para mí como un aura de nobleza. Yo adoraba ya a Tilburí. porque era el hombre que sabía manejar la máquina y ésta era un dios. Yo soñaba con ella y daba vueltas en torno a cuantas veía paradas y hubiera dado mi vida por poder manejar una hora cualquiera de aquellos bichos de metal. Entonces no nos parecían tan ridículos como ahora al verlos en los viejos periódicos. Quizás por eso, también, los cocheros se agruparon en defensa. Veían que las miradas de la gente se iban detrás de los coches de motor y que dentro de poco ya no habría quién montara en los otros. Mariana lloraba y hablaba sola.

El drama empezó así: Pedralves era un viejo anarquista y debió de ser él quien concibió la idea de crear el grupo terrorista. Era un emigrado que había estado en el Perú y leyera a Bakunin y a González Prada. A éste lo conociera personalmente y guardaba un retrato suyo dedicado. Pero ahora ya no era anarquista. No pensaba, al menos, en destruir el orden establecido, sino más bien en destruir el nuevo orden, los fotingos que arruinaban a todos los cocheros. Ahora me imagino cómo debió ser aquella reunión. Una veintena de cocheros, de los más seguros, se reunió de noche en el placel, al borde del pantano, y se sortearon. Del sorteo salió un grupo de tres o cuatro que tendría por misión pinchar las ruedas de los fotingos y, de algún modo, paralizar sus motores. No sabían cómo harían esto último. Ninguno de ellos sabía cómo funcionaban ni lo que había que hacer para paralizar sus pulsaciones. A uno se le ocurrió ponerles cartuchos de dinamita debajo, pero Pedralves, que dirigía el grupo, se opuso: “Todo lo que se haga ha de hacerse impunemente –dijo–, con esa gente no se puede obrar con caballerosidad; hay que ser pícaros como ellos, nada de bombas”.

Yo no supe nada por de pronto. Vi que Pedralves afilaba una lezna y que una noche tiraba a su mujer patas arriba porque la vieja se había puesto a abrir un paquete que había traído él. Mariana creyó que era algo de comer. Yo creo que era algún polvo destinado a paralizar los fotingos. Cal viva, tal vez. A los pocos días entró Tilburí en la fonda diciendo que había que acabar con todos los cocheros, con todos los “aliados”, porque habían echado cal viva en el tanque de un fotingo y les habían pinchado las ruedas a dos o tres más. La policía apareció por el barrio y registró los cuartos, pero no halló nada. Días después se dijo que había habido más pinchados, y que en vez de cal habían echado azúcar en los tanques. Alguien debió de ilustrar a Pedralves sobre el modo de hacer las cosas, y Pedralves a su vez había transmitido a otro las instrucciones. La policía no pudo detener entonces a nadie, pero al poco tiempo sorprendieron al propio Pedralves hurgando en el carburador del fotingo de Tilburí y lo llevaron preso. Mariana no se enteró por de pronto. Se pasó cuatro días en casa, sin comer más que una sopa de ajo, hablando sola. Creyó que el viejo habría enganchado alguna buena carrera para el campo, y esperaba que a la vuelta traería un rollo de billetes. A mí me mandaba a la fonda a que me invitaran. Tilburí lo hizo, pero en derredor estaban los ojos de los compañeros de Pedralves, y yo salí corriendo y me pasé la tarde en el placel, llorando. No sabía dónde estaba Pedralves y rogué a Dios que nunca más volviera; que su caballo hubiera tropezados y que alguien lo hubiera sacado a él muerto de debajo del coche volcado. Tilburí no dijo nada. Ahora venía menos jocoso y miraba a los cocheros con cierto rencor y tristeza.

Por fin se supo todo. El propio Tilburí lo contó a la fonda. Había ido a la cárcel a ver a Pedralves y a ofrecerle ayuda. El viejo escuchó al fotinguero con la cabeza erguida y cuando el otro terminó de hablar le escupió a los ojos. Esa fue su única respuesta. Tilburí volvió al barrio y lo refirió a la fonda.

–Lo siento –dijo–. ¡Ese viejo loco! Va a dejar morir de hambre a su mujer y a su hijo.

Los otros cocheros escucharon en silencio. Tilburí montó en el fotingo y salió dando brincos por sobre los baches de la calle. Los cocheros lo siguieron con la vista, todos en silencio, todos inmóviles, como viejos horcones clavados en un pantano. El mismo lavaplatos se quedó con la servilleta sucia en la mano, y la mujer del fondero, que servía a la mesa, empinó el vientre abultado y se quedó medio derrengada sobre sí misma, viendo desaparecer al fotinguero.

No volvió por algunos días. Yo dormía en la cama del viejo, junto a la de Mariana. Una noche desperté soñando que veía a la vieja suspensa sobre el suelo, queriendo salir por la claraboya, y luego por la rendija de la puerta, dando quejidos, como un gato, aprisionada. El solar estaba en silencio, y la luna entraba por las grietas de la puerta, iluminando vagamente la habitación. Yo me tiré de la cama –del catre– y, desnudo, me lancé al patio. No había visto nada, pero tenía un miedo terrible. Algunas vecinas salieron al patio y encendieron la luz brillante de nuestro cuarto. Ahora pienso que tiene que haber algo. Yo no creo en nada, por supuesto, pero algo tiene que haber. De otro modo, yo no hubiera despertado en aquel momento, cuando Mariana daba las últimas boqueadas. Nada podía salvarla. Y de todos modos, los vecinos no hubieran hecho nada por ella. Nosotros éramos allí los únicos blancos. De algún modo habían llegado a pensar que los Pedralves tenían mal de ojo y brujería blanca. Desde que ellos estaban allí se morían todos los niños. No era que lo sintieran mucho, desde luego. Había demasiados niños, siempre llorando y pidiendo comida. Esto coincidía con la aparición de los fotingos y la miseria de los cocheros. La mayor parte de los hombres de aquel solar vivían de los coches, reparándolos curando los caballos, haciendo aparejos. De modo que los niños morían. El pantano de al lado estaba lleno de miasmas, y los niños se iban allí a revolver el fango. En un mes había habido seis niños muertos, y alguien dijo que los Pedralves tenían la culpa.

Pero muerta Mariana todo el solar encendió velas en la habitación y las mujeres se turnaban para velarla. Yo dormía entonces en el patio, a la luna. Alguien llevó el recado a Pedralves a la cárcel; nadie tenía dinero para el entierro. Pero Pedralves no podía salir aún de la cárcel, y alguien mandó aviso a Tilburí. Este trajo el dinero, y él mismo se sentó junto al cadáver a velarlo. Nadie pensaba que Pedralves se presentara entonces. El viejo apareció en la puerta como un fantasma: alto, más encorvado, la cara envuelta en barbas blancas y con una mirada de fuego en los ojos. Yo vi justamente aquella mirada, y nada más, cuando apareció en la puerta. Tilburí se echó a un lado y luego salió sin decir nada.

–¡Salgan todos de aquí! –ordenó Pedralves.

Nadie se resistió. Las mujeres se arremolinaron en el patio, a la luna, hablando con voz presurosa. El viejo cerró la puerta y se arrodilló ante el cadáver y sin decir nada, le estuvo mirando la cara consumida hasta el amanecer. Yo permanecía en el suelo, mirándolo a él también sin decir nada. Durante toda la noche, las mujeres siguieron en el patio, en torno a un negro grande que era nuevo allí. Este hombre conocía a Pedralves del campo. La gente dijo que tenía algo contra Tilburí, por causa de la mujer de éste, pero yo eso no lo sé. Simón había ocupado un cuarto del solar, solo: nadie sabía su oficio. Yo creo ahora que el hombre había pasado años en presidio y que la mujer de Tilburí era su propia mujer. Me lo contó así, no hace mucho, un viejo fotinguero. Pero allí nadie sabía. Simón habló de que conocía a Pedralves y de que era un mal espíritu. Esto para despistar. Su odio secreto era contra Tilburí, y no contra Pedralves. Este se levantó a la mañana siguiente y acompañó a su mujer hasta el cementerio de Colón. Parece que el viejo no se acordaba de Simón. Al verlo luego, cuando venía a casa, no lo saludaba. Pedralves entraba y salía ahora sin saludar a nadie, y en la fonda no hablaba tampoco con nadie. Había vuelto a trabajar en el coche. Por algunas semanas no se habló más de ruedas pinchadas ni de azúcar en la gasolina.

Pero los del grupo no habían renunciado. El sorteo les había dado una misión y tenían que cumplirla. El propio Pedralves fue detenido nuevamente, pero no había pruebas y lo soltaron. Entonces ocurrió aquel hecho extraño.

Simón se apareció un día con una mujer blanca. Era una criada de servir, con ojos claros y dulces y un constante aleteo de miedo en ellos. Hoy yo me explico muchas cosas. Alguien dijo que Simón la había conseguido por miedo, indirectamente. Yo no sé. Ese es ya un campo muy esluvioso, y al fin no importa. El caso es que Simón trajo la criada, sacada de una casa rica y la metió en aquel cuarto. La mujer imitaba todo lo que hacían las demás, y trataba de fundirse con ellas, pero sus palabras salían de ella como falsificadas, y las demás reían. Eso era todo. Con Manuela no hubo nunca nada hasta que se dio en decir que estaba loca y embrujada. Tal vez hubiese algo de eso, pero no importa. Simón se vio en alguna parte con el grupo terrorista. El solar, por boca de Manuela, seguía diciendo que Pedralves era el que causaba la muerte de los niños.

–Les va a matar todos los hijos, viejas –les decía Manuela–. Ese es un blanco de mal agüero, créanme a mí, viejas –repetía la mujeruca rubia.

Las otras ya no reían. Se olvidaron hasta de que Manuela era extraña a su ambiente y odiaban cada vez más al viejo. A mí mismo me echaban a los niños mayores o más fuertes para que me pegaran. Bueno, yo me defendía. Es lo menos que puede hacer uno en este mundo. Eso de volver la otra mejilla no va conmigo. Ello me ha dado algunos disgustos, pero no me arrepiento. Uno de los dos tiene que caer y puede que a mí me haya tocado muchas veces rodar por debajo. Pero al menos ¡la echaba!

Pedralves no se daba cuenta. Parecía vivir ahora como soñando. No oía lo que se hablaba en derredor y sólo venía al cuarto a dormir unas horas. El cochero “Almamía” era ahora su compañero más cercano. Puede que fuera enlace entre los distintos grupos. Por algunas semanas más se volvió a suspender la alarma de los sabotajes a los fores, y de pronto se desató otra racha, y esta vez sí apelaron al método caballeresco: el fotingo de Tilburí había volado en cien pedazos; un cartucho de dinamita había estallado en sus entrañas. Tilburí acababa justamente de volver la espalda, entrando en la bodega del Tuerto. Nadie había visto nada, pero cuando se despejó el humo se presentó la mujer de Tilburí y le habló secretamente. Nadie sabe lo que le dijo, pero yo me lo imagino. Ella debía haberse enterado de quién había volado el coche. “Ha sido mi marido, Simón”, le debe de haber dicho. Por alguien lo sabría. Tilburí se quedó pensativo, mirando a las ruinas de su Ford. Yo salía entonces de la fonda y también me quedé mirando las ruinas. Por algún tiempo viví entre ellas, examinando cada pieza rota, acariciándolas como si fueran reliquias. Como si aquel fuera un santuario, un sagrado sepulcro arrasado por los bárbaros. Sólo que yo adoraba el sepulcro de un dios por venir, no de un dios que había sido.

Tilburí calló por de pronto. Pedralves fue nuevamente detenido, pero pudo presentar la coartada.

–Yo no he hecho eso –dijo a la policía–, pero afirmo que quien lo hizo realizó una obra de justicia. Las máquinas nos están arruinando a todos.

Se alisó los bigotes y salió muy erguido de la estación. Yo estaba con él en la piquera cuando lo detuvieron y le acompañé. Fue la primera vez que vi una estación por dentro. No lo olvidaré. A él lo soltaron, porque no había pruebas en contra, pero prendieron a otro. Tilburí callaba. A la policía le dijo que no sabía nada.

–Ha sido el viejo Pedralves, viejas –decía Manuela en el solar–. Ha sido él, no lo duden, con sus malas entrañas. Ustedes no lo conocen.

Tilburí desapareció de pronto. Ahora no tenía dinero para comprar otro carro. O bien era que esperaba hacer algo antes de volver a trabajar. Manuela salió una tarde al paso del viejo y lo acusó a gritos en medio del patio.

–Usted es el culpable, maldito. Usted ha traído la desgracia a esta casa. Lo sé. Usted es un blanco maldito, un hombre de mala sombra, que anda poniendo petardos a los fores –decía la rubianca.

Pedralves la apartó del camino con un manotazo y Simón salió como un cohete y cogió al viejo por uno de sus largos brazos. Pedralves se encaró con él otro, mirándole a los ojos, con aquella mirada de loco que se le iba formando. Simón lo empujó hacia su cuarto y llevó a Manuela al suyo. La rubia abrazó entonces a su hombre dando gritos histéricos. Fue cuando se dio en decir que estaba loca, a temer que prendiera fuego a las cunas de los niños. Simón se encerró con ella. Por más de una hora se la oyó gemir y llorar desde fuera. Fue por esto por lo que la gente del solar sospechó después de Pedralves cuando Simón apareció muerto.

El caso ocurrió así. A mí me seguían dando de comer en la fonda del Guajiro. Al viejo no lo veía ya en todo el día. Venía a las altas horas y me preguntaba si había comido. A veces me daba unos centavos para dulces o me traía unos pantalones. Aquella Nochebuena de 1915 me trajo una libra de turrón, y luego, en Reyes, me regaló unos zapatos. Fueron los primeros que tuve, pero él no podría ya regalarme otros. Había vendido el coche y trabajaba uno ajeno, de la cuadra de Almamía. Este fue el último superviviente.

Fue también por Reyes cuando estalló la cosa. Tilburí había vuelto a comer alguna vez en la fonda. La gente se preguntaba de qué vivía. Alguien dijo que su mujer lo quería mucho y que era ella la que le buscaba la comida. No se lo decían en la cara, desde luego. Todas las bromas y las parejerías habían emigrado de aquella esquina de la bodega y de la otra de la fonda. La gente no veía ya a Tilburí sino asociado a la voladura del fotingo y de algún modo se sospechaba que preparaba una venganza.

–Yo no me fiaría de ése –dijo el Tuerto–. Antes mucha guaracha, pero ahora trae la muerte en los ojos. No me fiaría yo de los hombres que cambian así. Para mí que él mismo está haciendo de policía. Pronto se verá. Alguien va a caer por este barrio.

Y así fue. Alguien cayó, en efecto. Simón seguía viniendo poco al solar, y Manuela estaba ya visiblemente loca. Por lo menos, comenzaba a estarlo. Las demás mujeres lo notaban, y llevaban a los niños pequeños junto a las bateas mientras lavaban. Casi todo el mundo se había olvidado de Tilburí. Manuela y Pedralves eran enemigos, y todo el solar era ya enemigo de los dos. Simón venía a veces a la alta noche y salía a mediodía con un ancho pantalón azul, una camisa de pliegues y un pañuelo rojo al cuello. A su paso, las mujeres abrían los ojos. Algunas se recostaban contra el marco de la puerta, presentándole una cadera torneada. Aquella noche alguien esperaba fuera a Simón. Este abrió la puerta, dio unos pasos por el patio y volvió a salir. Era aún temprano y no había luna. Era quizás esto lo que esperaba Tilburí. A éste no se le había visto por el barrio, salvo cuando salía o entraba en su accesoria. Se habían olvidado de él.

El viejo Pedralves acababa de cerrar la puerta de nuestro cuarto y vio algo por la rendija.

–Voy allí abajo –me dijo–. Vuelvo en seguida. Apaga la luz.

Yo le seguí hasta la puerta. Las mujeres del patio nos miraron. Y esto es lo que ellas recordaban después: que Simón había salido súbitamente y que el viejo Pedralves le había seguido. Así lo dijeron a la policía. Simón había desaparecido, pero el viejo siguió calle abajo, en dirección al placel. No se sintió más nada. Entonces yo corrí en la misma dirección. Como cuando muriera Mariana, me había asaltado un presentimiento. Me pasa esto con frecuencia. Uno no sabe de qué se trata. No teme nada en concreto y nada sospecha con claridad. Es sólo como si una mano nos apretara el corazón, mientras que varias otras manos más pequeñas nos tiran de los nervios y muchas bocas sucesivas nos soplan a los ojos. Yo seguí, digo, los pasos del viejo, como atraído o empujado por una fuerza misteriosa pero cierta. Al borde del placel me detuve. Allí comencé a vacilar. ¿A dónde iría? El aire parecía haberse cuajado, como si se hubiera helado de calor. Hacía calor y el silencio lo llenaba todo. De aquel silencio surgía, de tarde en tarde, un leve croar de rana. Yo iba a reanudar el paso cuando sentí un rumor atrafagado, como de la respiración de un caballo a galope, pero sin sonido de cascos. Se sentía cada vez más cerca, y a poco se hicieron concretas las figuras borrosas de dos hombres que avanzaban hacia mí a través del placel. Delante de mí se detuvieron.

–Ahí lo tienes –dijo Pedralves, señalando hacia mí–. Cuando venga el día, míralo bien. Es tu hijo. Es tuyo. Yo soy aquí el único que puede garantizarlo. Pero si dudas, vuelve por la colonia. Allí habrá alguien que lo confirme.

Eran Pedralves y Tilburí. Este traía todavía una mocha en la mano.

–Dame ese machete –continuó Pedralves–. Tú tienes que atender al pequeño. Esto se sabrá. Nadie sospechará de ti. Tú puedes comprar otro Ford y criar al muchacho. Yo no tengo ya coche, y de todos modos, es tarde para comprar coches. Nada tengo que hacer ya por estas calles. Mi puesto está en el “Príncipe”.

Tilburí, con las piernas separadas, la mocha en la mano, miraba a la tierra, respirando con dificultad. Por más de media hora permaneció así. No parecía escuchar las palabras del viejo. Estas palabras eran ahora hondas, serenas, firmes, sin irritación.

–Tú eres todavía joven –siguió–. Tienes ahí a un hijo. Yo no podría criarlo. Compréndelo. Pero si te opones será lo mismo. Nadie creerá que fuiste tú quien mató a Simón. Yo diré que fui yo, y todo el mundo en el solar confirmará de buena gana mis palabras.

¿Se lo imaginan ustedes? Lo que yo sentí entonces debió de ser muy confuso. No lo recuerdo. No sabría, al menos, representarlo con la imaginación ni con los sentidos. Algo extraño, confuso, contradictorio. Ni aún estoy seguro de que comprendiera claramente lo que pasaba. Pero una cosa sabía: que Tilburí había matado a Simón, cuyo cuerpo quedaría tendido en algún lugar del placel. Pero no me explicaba muy bien la actitud del viejo. Ahora le hablaba a su enemigo como un santo puede hablar a un arrepentido. Tilburí no respondía; seguía allí, fijo, con los brazos separados del cuerpo, como un mono gigante. Pero ¿de qué hablaba el viejo? ¿Qué quería decir con “es tuyo” y “ése es tu hijo”?

Tardé en comprenderlo. Pero de una cosa estaba cierto: que me hubiera gustado ser hijo de Tilburí, del hombre que sabía manejar las máquinas. Él no se movió de allí. El viejo le quitó el machete de la mano; Tilburí lo fue soltando poco a poco. ¿Qué ocurría en su cerebro? Inútil preguntarlo. Nadie sabrá jamás lo que pasa en el cerebro de un hombre en tales circunstancias. Ni él mismo. Yo tampoco se lo pregunté nunca. Comprendí que hay cosas que jamás deben removerse. Sería como revolver un sepulcro o vaciar un pantano. O quizás desmenuzar una flor.

El viejo cogió el machete y me dijo:

–Vamos a casa. Ya vendrá por ti. Estoy seguro.

¿De qué hablaba? Yo tampoco se lo pregunté. Lo seguí en silencio, volviendo la cabeza hasta que perdí de vista a Tilburí. Este no se movió del sitio mientras yo lo miré. Allí debe de haber permanecido toda la noche. Pero a la mañana siguiente ya no estaba. Pedralves llegó al solar con el machete en la mano y lo tiró en medio del patio. Todavía había tres o cuatro personas en pie, y al instante todo el mundo se echó fuera. Pedralves se irguió en medio de ellos y dijo:

–Yo maté a Simón. Ya pueden ustedes dar parte a la policía. Lo maté porque fue él quien voló el Ford y quien pinchó los otros. Por su culpa padecí yo prisión y por su culpa se ha muerto mi mujer abandonada de todos. Ahí tienen la explicación, por si les interesa.

Fue lo mismo que dijo a la policía y al juez. El solar entero, menos Manuela, respaldó sus palabras. Manuela permaneció extrañamente en silencio, hablando sola y riendo para sí. Yo no supe más de ella. Atando cabos, me doy cuenta de que el viejo Pedralves mintió. Simón había volado, ciertamente, el Ford, pero Pedralves y los suyos pincharon las ruedas y echaron azúcar en los tanques. Después se arrepintió. Algún cambio se fue operando en su cabeza después de la muerte de su mujer. Cuando lo subieron a la jauja, al otro día, me abrazó diciendo:

–Quédate aquí. Alguien vendrá a buscarte. Síguelo y haz lo que él te diga. Es tu padre.

Todavía hablaba para mí como en sueños. ¿Quién era mi padre? ¿Tilburí? Durante todo el día me estuve sentado en el sitio donde habían volado el Ford, pensando. No volvería a ver al viejo hasta el juicio. Entonces me llevaron allí y me preguntaron qué sabía. ¿Qué decir? Tilburí no había venido por la fonda ni por la bodega. Yo vivía aún en el solar y comía lo que me daban en la fonda del Guajiro los compañeros de Pedralves. Estos mismos creyeron que el viejo había matado a Simón. Yo –dije al juez– no había visto nada. Había seguido al viejo y lo había encontrado en la calle con la mocha en la mano. No sabía más. ¿Por qué no dije la verdad? No lo sé. Quizás la máquina. La máquina valía ya para mí más que todo lo demás. Más incluso que el viejo Pedralves. Obscuramente, yo quería salvar a Tilburí porque era el hombre de la máquina. No por otra cosa.

Eso es todo. Pero las razones del viejo tienen que haber sido otras. Los hombres somos muy distintos unos de otros. El viejo había sido movido por sentimientos toda su vida, y los sentimientos son mezclas extrañas. Los suyos, por lo menos, lo eran. Yo lo vi aquél día en el banquillo, mirando rectamente hacia adelante. Cuando se levantó, habló con una voz recia y fría, como no le había oído nunca. No parecía salirle del pecho, sino de la cabeza. Y, sin duda, era así. No lo volví a ver. Ni siquiera me dirigió más que un par de miradas. ¿Cómo no temía él que yo dijera la verdad? Otro misterio.

Pero así fue. Mi cuento no es cuento. A los pocos días se presentó por allí Tilburí, como quien no quiere la cosa, y me dijo si quería ir a vivir con él. Luego vino Tomasa, su mujer, y me llevó y me dio de comer y me dijo si no me gustaría ser chofer como Tilburí. Yo le dije que sí y la abracé llorando de alegría. No pasó más nada. Desde entonces ya no volví al solar, ni supe más nada de Manuela. Tilburí había conseguido un carro nuevo, y me llevaba junto a sí en el pescante. Así fue cómo yo dejé de ser “aliado” y me convertí en “alemán”. Pero yo nada sabía de lo que pasaba entre verdaderos aliados y alemanes más allá del mar. Sólo más tarde… Pero eso, ¿qué tiene que ver con nuestros “aliados” y nuestros “alemanes”?

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

martes, 4 de noviembre de 2025

A la otra orilla del río y a través del bosque

John O’Hara

 

El sombrero, el abrigo y la maleta del señor Winfield estaban en el vestíbulo de su departamento y, cuando le telefonearon desde abajo para decirle que el coche lo esperaba, ya estaba listo. Bajó las escaleras, saludó a Roberto, el gigantesco chofer negro, le entregó la maleta y lo siguió al coche. Fue entonces cuando se enteró de que no iba a hacer el viaje sólo con su nieta, porque había otras dos jóvenes con Sheila, quien procedió a presentárselas:

–Abuelo, quiero que conozcas a mis amigas. Esta es Elena Wales y esta otra, Kay Farnsworth. Mi abuelo, el señor Winfield.

Aquellos nombres no le dijeron nada al señor Winfield. Lo que sí le decía era que iba a tener que sentarse en el asiento supletorio, o si no, afuera con Roberto, lo cual no le convenía. No es que Roberto fuera mala compañía como chofer, peco él llevaba un abrigo de mapache y el señor Winfield no tenía abrigo de mapache. Así que, o se helaba en el asiento delantero, o tenía que ocupar el pequeño asiento supletorio de dentro.

Aparentemente a Sheila le tenía sin cuidado. Él se metió y oyó decir a su nieta cuando cerró la puerta:

–¿Qué estará deteniendo a Roberto?

–Atando mi maleta en ese trasto de atrás –le contestó el señor Winfield.

Aparentemente, a Sheila no le hacía mucha gracia aquel retraso, pero, en uno o dos minutos, se pusieron en marcha. El señor Winfield admiró la manera en que Sheila llevaba la conversación con sus dos amigas, mientras, al mismo tiempo, iba indicando a Roberto todos los vericuetos por donde tenía que meterse; de manera que estuvieron fuera de la ciudad en poco tiempo. Para el señor Winfield, resultaba grato y era un poco como en los viejos tiempos, el que alguien se encargase de la dirección de la ruta y de la conducción del vehículo. No es que él condujera todavía; pero, cuando alquilaba un automóvil, siempre tenía que ir indicando al chofer dónde tenía que dar vuelta y por dónde tenía que seguir derecho. Sheila lo sabía.

Las muchachas eran de la misma edad. Se referían a los nombres: Ted, Bob, Gwen, Jean, Mary, Liz. Prestó un poco de atención a lo que decían y se enteró de que en cambio, mencionaban los apellidos de los conocidos y amigos del colegio con quienes tenían menos relaciones.

Desde donde estaba sentado no podía ver los rostros de las jóvenes, pero fue formando su juicio sobre las señoritas Wales y Farnsworth. La primera pronunciaba cualquier otra palabra a cada dos palabras que pronunciaba Sheila. Era la más pequeña de las tres y pertenecía al tipo alegre. La señorita Farnsworth se pasaba casi todo el tiempo mirando por la ventanilla, y apenas abría la boca. El señor Winfield podía verle mejor la cara que a las otras, y se encontró de pronto pensando:

“Yo creo que esa joven no quiere a nadie”. Bueno, es una manera de ser. Obligar al mundo a que le ande buscando la cara. Y, por cierto, puede dar buenos resultados esa táctica, seguía pensando, siendo tan bonita como la señorita Farnsworth. Fueron pasando los kilómetros y el tiempo se enfrió. El señor Winfield siguió escuchando, y no tardó en comprender que con él no se contaba para la conversación.

–Aquí pararemos –dijo Sheila. Estaban en Danbury, y se habían detenido a la puerta del viejo hotel–. ¿No quieres que paremos aquí, abuelo?

Estaba bien claro que su hija había encargado a Sheila que se detuvieran allí; así que, dócilmente y sin dignidad, salió del vehículo. Cuando volvió, las tres muchachas estaban terminando sus cigarros. Al subir otra vez al automóvil observó que la señorita Farnsworth había estado mirándolo y continuaba haciéndolo, casi para subrayar deliberadamente que no quería ayudarlo… aunque él no necesitaba ayuda. No era lo que se llamaba, un hombre viejo, un viejo. Sólo tenía sesenta y cinco años de edad.

El vehículo estaba lleno de humo de cigarros, y la señorita Farnsworth preguntó al señor Winfield si no tenía inconveniente en abrir la ventanilla. La abrió. Entonces Sheila dijo que una sola ventanilla no lo arreglaba, que convenía abrir las dos, aunque sólo fuera el tiempo suficiente para que saliera el humo.

–¡Qué gusto! Este aire es delicioso –exclamó la señorita Wales, añadiendo–: ¿Pero, y usted, señor Winfield? Está ahí en medio de una corriente terrible.

Él contestó, usando su voz por primera vez, que no le parecía mal. En ese momento, las muchachas creyeron ver el automóvil de un joven a quien conocían, y, antes de que la señorita Farnsworth se diera cuenta de que las ventanillas seguían abiertas y que había una corriente terrible, ya estaban en Shefield, al otro lado de la frontera de Massachusetts. Lo advirtió cuando se le resbaló por la pierna la manta de viaje. Entonces le preguntó al señor Winfield si no tenía inconveniente en cerrarlas. Pero él no pudo menear la manivela; porque le habían quedado tan ateridas las manos que no tenía fuerza.

–Bueno, ya no tardaremos en llegar –dijo Sheila.

Sin embargo, subió los cristales de ambas ventanillas, sin hacer el mínimo caso de las disculpas avergonzadas del señor Winfield.

Fue el primero que tuvo que bajarse cuando llegaron a la casa de Lenox. Entonces fue cuando se arrepintió de haber optado por el asiento supletorio. Empezó a salir del vehículo; pero, cuando tocó con los pies la tierra, se le vino a la cara la helada grava de la pista. No tuvo fuerza en las rodillas y se cayó; quedó unos segundos en el duro suelo, tratando de disimular con una sonrisa. El servicial Roberto –casi demasiado servicial, porque el señor Winfield no era tan viejo– saltó del automóvil y le metió las manos por debajo de los sobacos. Las muchachas se asustaron, y le pareció al señor Winfield que se concentraron en la ventana de la biblioteca, como si tuvieran miedo de que ahí estuviera la madre de Sheila y las culpara de la caída. Si ellas supieran que…

–Entra, abuelo, si no te has hecho daño –le indicó Sheila–. Yo tengo que dar órdenes a Roberto sobre el equipaje.

–No me ha pasado nada –dijo el señor Winfield.

Entró a la casa y colgó su abrigo y su sombrero en el ropero que había bajo las escaleras… Allí estaba el teléfono y, delante de él, una tarjeta amarilla con los números que se marcaban más frecuentemente. Él no recordó más que unos cuantos de aquellos nombres, pero supuso que la gente que iba a casa en esos días era completamente nueva. Quince años hacían cambiar mucho las cosas, aun en un lugar como Lenox. Sí, ya habían pasado quince años desde que vino aquí a pasar el verano. Estos viajes, estos viajes anuales para pasar el día de Acción de Gracias no servían para percibir el carácter de aquel lugar. Nunca se encontraba uno más que con los miembros de su familia y, en todo caso, como ocurría hoy, con sus invitados.

Salió al sombrío vestíbulo. Ula, la sirvienta, pegó un brinco, sobresaltada.

–¡Ay! Oh. Es usted, señor Winfield, cómo le gusta asustarme.

–Hola, Ula. Me alegro mucho de verla defender todavía el fuerte. ¿Dónde está la señora Day?

–Arriba, creo… Acá viene.

La hija del señor Winfield iba bajando la escalera; lo único que al principio distinguió era la mano de ella sobre el barandal.

–¿Eres tú, padre? Me pareció oír el automóvil.

–Hoja, María –la saludó él.

Cuando llegó ella al pie de las escaleras, pasaron por el ceremonial del beso que ambos se sabían de memoria. Él se inclinó sobre su hija de manera tal que su cabeza quedó por encima del hombro de ella. A Ula, acendrada católica, debió parecerle como el ósculo litúrgico de paz. Winfield tuvo ganas de decir: “Pax tibi”. Pero preguntó:

–¿Dónde has…?

–¡Padre! ¡Estás helado!

La señora Day hizo lo posible por quitar de su voz todo eco de exasperación.

–Ha sido un viaje frío –le explicó él–. Ya sabes lo que pasa en esta época del año. Tuvimos neviscas entre Danbury y Shefield; pero las muchachas, encantadas.

–Sube ahora mismo y tómate un baño. Te mandaré… ¿qué te gustaría? ¿Té? ¿Chocolate? ¿Café?

Estaba divertido. Lo natural era ofrecerle licor, era tan obvio que ella, precisamente, hablaba muy aprisa para evitar tocar el punto.

–Creo que me sentaría muy bien un chocolate, pero será mejor que prepares un trago en toda regla para Sheila y sus amigas.

–¿Por qué hablas en ese tono, padre? Podrías tomarte un trago si quisieras, pero has dejado de beber, ¿no?

–Exacto, no necesitas recordármelo.

–Bueno, y además, el licor no te da tanto calor como algo humeante. Te mandaré una taza de chocolate. Te he preparado tu habitación de siempre, claro está. Tendrás que compartir el cuarto de baño con una de las amigas de Sheila, pero no he podido arreglarlo de otro modo. Ni siquiera Sheila sabía si iba a venir hasta el último momento.

–Por mí no te preocupes. Según parece… es que no he traído ningún traje de etiqueta.

–No vamos a vestirnos de etiqueta.

Subió las escaleras. Su habitación, lo que se dice la habitación en sí, era poco más o menos la misma; pero el mobiliario había cambiado de sitio y su sillón favorito no estaba donde a él le gustaba; pero era una buena casa. Se veía en seguida que podía ser habitada, este año, hoy, mañana. Ligeros detalles, ceniceros, flores. Parecía joven y blanco, fresco aunque con cierto ambiente cálido, confortable… y absolutamente extraño para él y, sobre todo él para la casa. Cuanto tenía la casa de recuerdos, había desaparecido. Se sentó en el sillón y encendió un cigarro. Los viejos pensamientos se agolparon en su mente como una ola, como un tropel, como una ráfaga. La mayor parte del año, estaban en receso en su cerebro; pero aquí, el señor Winfield pasaba una especie de revista anual a los lejanos pero nunca olvidados remordimientos.

La casa fue suya hasta que la compró el marido de María. A buen precio, y conste que, en 1921, le hacía falta aquel dinero. Le hacía falta todo, y hoy percibía las rentas del dinero que recibió por la casa, y eso era casi todo con lo que contaba.

Recordaba el día en que el marido de María se acercó a él y le dijo:

–Señor Winfield, detesto tener que ser el que haga esto… pero María, María no cree… bueno, piensa que usted no se portó muy bien con la señora Winfield. Yo, claro está, no sé nada del caso, pero así es como piensa María. Yo esperaba, naturalmente, que usted viniera con nosotros, ahora que la señora Winfield murió; pero… bueno, el caso es que sé que usted perdió una buena porción de dinero, y da la casualidad de que también conozco el testamento de la señora Winfield. Por esa, estoy dispuesto a hacerle una oferta bastante buena y rigurosamente legal, de conformidad con los valores actuales, por la casa de Lenox. Pagaré los impuestos pendientes y le daré ciento cincuenta mil dólares por el edificio y sus terrenos. Con eso tendrá suficiente para pagar sus deudas y quedarse con una renta bastante buena. Y, por cierto, tengo un amigo que conoce muy bien al señor Harding. De hecho, se ve informalmente con el presidente una noche a la semana, y estoy seguro de que tendrá mucho gusto, si a usted le interesara…

Recordaba cómo lo había tentado aquello. Harding podría haber arreglado las cosas para que él fuera a Londres, donde estaba Enid Walter. Pero, aun entonces, ya era demasiado tarde. Enid había vuelto a Londres porque él no tuvo valor para divorciarse de su mujer; y la razón por la cual no se divorciaba era que quería “proteger” a María, y la posición de María y la posición del marido de María, y la posición de la pequeña hija de María, y ahora estaba “protegiéndolos” a todos otra vez, al vender su casa para no convertirse en una carga familiar… protegiéndolos al mismo tiempo del estorbo de un pariente pobre.

–Puedes quedarte con la casa –contestó a Day–. Vale eso, pero no más, y te agradezco que no me ofrezcas más. En cuanto a un puesto político, creo que podría irme a California este invierno; me gustaría. Tengo allí amigos a quienes no veo desde hace años.

Se enteró de que aquello era exactamente lo que estaban deseando María y su esposo, y se fue. Sonó un toque en la puerta. Era Ula que traía una bandeja.

–¿Por qué dos tazas, Ula? –le preguntó.

–Oh… ¿puse dos tazas? Es verdad. Estoy tan acostumbrada a poner siempre dos tazas…

Había dejado ella la puerta abierta y, mientras preparaba las cosas sobre la mesa de mármol, vio él a Sheila y a las otras dos muchachas de pie y moviéndose por el pasillo.

–Esta es tu habitación, Farnie –decía Sheila–. La tuya está por aquí, Elena. Recuerda lo que te advertí Farnie. Vámonos, Elena.

–Gracias, Ula –dijo el señor Winfield.

Ella salió y cerró la puerta. Él se quedó un momento, contemplando el chocolate. Luego llenó una taza y se la tomó. Le dio un poco de sed, pero le supo bien y lo hizo entrar en calor. Tenía razón María: era mejor que el licor. Se sirvió otra taza y mordisqueó un bizcocho. Se le ocurrió una idea: quizás le gustara también a la señorita Farnsworth. Admiraba a aquella muchacha. Tenía fibra. Estaba seguro de que sabía lo que quería, o parecía saberlo, y, por insignificantes que fueran las cosas que deseaba, eran las que deseaba, y no le importaban los demás. Tenía motivos de sobra, además, para dar gracias a Dios porque era lo suficientemente joven para intentar lo que se le antojaba, sin tener que esperar como él. Esa joven se iba a decidir sobre un hombre, una fortuna o una carrera y con seguridad conseguiría lo que quisiera. Si se encontraba, como seguramente se encontraría, con que nada era suficiente, por lo menos lo averiguaría a tiempo, y un desengaño temprano producía siempre, como compensación, una actitud filosófica, la cual no arrebataría nada de su encanto a una mujer dura como aquella. El señor Winfield había sentido su encanto, y empezó a considerarla como la persona más interesante que había conocido en muchos años aburridos. Sería interesante hablar con ella, sondearla y ver cuán lejos había penetrado en el campo, digamos, de la ambición o de la desilusión. Le resultaría divertido hacerlo; por otra parte, sería una amabilidad suya, como antiguo jefe de esta casa, invitarla a saborear una taza de chocolate con él. Buen chocolate.

Estuvo pensando si debería salir al pasillo y llamar a su puerta, o llamarla por la que iba a dar al cuarto de baño. Se decidió por lo último, porque no quería que nadie lo viera tocando a su puerta. Entró al cuarto de baño y golpeó con los nudillos en la alcoba de ella.

–Un momento –creyó haberle oído contestar. Pero estaba seguro de que se había equivocado. Tenía que haberse equivocado. Sonó más bien como:

–Pase.

Aborrecía a la gente que llamaba a las puertas y necesitaba que se le repitiera dos o tres veces que podían entrar; produciría mala impresión a la joven empezar de aquella manera su amistad.

Abrió la puerta e inmediatamente comprendió cuánta razón tuvo al creer que había dicho: “Un momento”. Porque la señorita Farnswort estaba de pie, en medio de la habitación, casi desnuda. El señor Winfield comprendió inmediatamente que aquello era el mentís de toda la vida digna que había llevado. En los ojos de la muchacha había una fría chispa asesina, y una expresión de repugnancia, desprecio y anticipo de la idea que para siempre iba a evocar en ella su nombre. Esto fue lo que le dijo:

–¡Salga de aquí, viejo asqueroso!

El hombre volvió a su cuarto y a su sillón. Lentamente sacó un cigarro de su petaca, pero no lo encendió. Todo lo hizo despacio. Le sobraba tiempo, demasiado ya para él. Sabía que habían de pasar horas antes de empezar a detestarse a sí mismo. Lo mejor que podía hacer durante un rato era seguir sentado y proyectar sus propios terrores.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)