Marta Nualart Sánchez
Descalzo, huido de mí mismo, por más que haga sé
que Dios me persigue y no hay cueva, no hay bosque ni fortaleza en la cual
guarecerme.
Lo he visto:
Él, en lo alto, con su áurea corona y su beatífica sonrisa acompañado de su rebaño
levantando la mano en señal de la cruz. Y abajo, todos nosotros en un
maremágnum de seres que han sido maldecidos por el demonio.
Yo he sido tocado por el maléfico y Él lo sabe.
A mi alrededor
veo sonrisas desdentadas, carcajadas malditas. Hay mujeres que me
tientan y me arrastran lascivamente hacia las llamas del infierno.
Me dejé acarrear –lo confieso– por
angélicas personas que, desnudas, me mostraron frutos prohibidos y tocando
arpas y flautas me invitaron a sus burbujas transparentes donde todo era
placer. Pero a través del cristal adiviné sus rostros ennegrecidos con lúbricas
colas moviéndose hacia abismos de ruindad.
Dios me persigue por mis pecados que nunca
tendrán perdón.
Dios quiere, desea la muerte de mi alma y
ese es mi destino, a menos… pero no, no puede ser; mi investidura humana lleva
una trayectoria impecable como Presidente de Apelaciones de la Corte, aunque
contra Dios nadie jamás se esconde.
Me he confinado en la clínica del Dr. Flechsig;
un experto en el estudio de las nervaduras cerebrales que conducen a Dios. Sé
que Dios, en su inobjetable masculinidad, posee gran amor por las mujeres y que
mudando mi ser hacia lo femenino el mundo volverá a su antiguo orden después de
esta crisis cíclica.
He convencido al Dr. Flechsig de cambiar
mis ropas por las de una mujer, sé que así, Dios quizá podrá perdonar mi alma,
aunque sospecho que el Doctor se ha confabulado para arruinarme los nervios, a
mí que sólo tengo una vía muy pequeña para salvarme, ya que sin las Voces –voces que incesantes
murmuran a mi oído el camino del bien y el mal–, yo ya estaría bajo tierra
comido por los gusanos.
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