Georgina Tena
Rodeado
de una luz brillante apareció Thor –¿o fue que abrió la puerta y entró?–, el
caso es que estaba ahí, sonriente, ataviado igual que en las películas: botas,
espada al costado, faldón vikingo, peto, casco con alas, largos cabellos
rubios. Quedo absorta en su piel tostada, gotas de sudor brillan en sus brazos
fuertes y torneados.
Se acerca a mí –me estremezco– se me monta
a horcajadas. Me derrito con su mirada ardiente. Sus poderosas manos se
instalan en mi piel. Acaricio sus brazos, su torso perfecto, su espalda, sus
cabellos. Después, como es lógico, nos damos un beso apasionado (siempre me han
incomodado las barbas, pero confieso: en ese momento no tuve objeción).
Acaricia mi cabello, mi pecho, mis
piernas, todo al mismo tiempo. Cual lujurioso berserker entra en mí –¡Dios!,
¡su virilidad es enorme!–. En su cualidad divina detiene el espacio-tiempo y me
lleva a un orgasmo intenso e infinito; mi cuerpo se arquea en éxtasis ante la
sensación de su impetuoso falo. Gimo. Exclamo ¡Oh, Dios! Y despierto sobresaltada
ante mi propia voz. Sigo húmeda y Thor ya no está. Bummers.
Aún medio dormida entro en cavilaciones: ¿dónde
habrá dejado su martillo?, ¿por qué demonios traía espada?, pero sobre todo: ¡¿Por
qué soñé con él?! No es mi tipo –honorable y fuerte, sí, pero bien sabemos que
no es el más brillante–, prefiero al Rey Gustav, incluso podría pensar en Erik el
Rojo. Concluyo que, definitivamente, Hollywood ha hecho bien su trabajo.
N. de A.: Espero que Thor no se haya
ofendido con mi “¡oh, Dios!”, y espero que (¡por favor!) vuelva esta noche, ¿deberé
suplicar de rodillas y con las manos en oración?
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