miércoles, 21 de diciembre de 2022

Thor en mi cama

Georgina Tena

 

Rodeado de una luz brillante apareció Thor –¿o fue que abrió la puerta y entró?–, el caso es que estaba ahí, sonriente, ataviado igual que en las películas: botas, espada al costado, faldón vikingo, peto, casco con alas, largos cabellos rubios. Quedo absorta en su piel tostada, gotas de sudor brillan en sus brazos fuertes y torneados.

Se acerca a mí –me estremezco– se me monta a horcajadas. Me derrito con su mirada ardiente. Sus poderosas manos se instalan en mi piel. Acaricio sus brazos, su torso perfecto, su espalda, sus cabellos. Después, como es lógico, nos damos un beso apasionado (siempre me han incomodado las barbas, pero confieso: en ese momento no tuve objeción).

Acaricia mi cabello, mi pecho, mis piernas, todo al mismo tiempo. Cual lujurioso berserker entra en mí –¡Dios!, ¡su virilidad es enorme!–. En su cualidad divina detiene el espacio-tiempo y me lleva a un orgasmo intenso e infinito; mi cuerpo se arquea en éxtasis ante la sensación de su impetuoso falo. Gimo. Exclamo ¡Oh, Dios! Y despierto sobresaltada ante mi propia voz. Sigo húmeda y Thor ya no está. Bummers.

Aún medio dormida entro en cavilaciones: ¿dónde habrá dejado su martillo?, ¿por qué demonios traía espada?, pero sobre todo: ¡¿Por qué soñé con él?! No es mi tipo –honorable y fuerte, sí, pero bien sabemos que no es el más brillante–, prefiero al Rey Gustav, incluso podría pensar en Erik el Rojo. Concluyo que, definitivamente, Hollywood ha hecho bien su trabajo.

N. de A.: Espero que Thor no se haya ofendido con mi “¡oh, Dios!”, y espero que (¡por favor!) vuelva esta noche, ¿deberé suplicar de rodillas y con las manos en oración?

 

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