Vladimir Nabokov
En la esquina de una calle
cualquiera de Berlín oeste, bajo el dosel de un tilo en plena floración, me vi envuelto
en una ardiente fragancia. Masas de niebla ascendían en el cielo nocturno y, cuando
el último hueco de estrellas fue absorbido en ellas, el viento, ese fantasma ciego,
cubriéndose el rostro con las mangas, barrió la calle desierta. En la oscuridad
mate, sobre los postigos de hierro de una barbería, su escudo colgante –una bacía
de plata– empezó a oscilar como un péndulo.
Llegué
a casa y me encontré con que el viento me estaba esperando en la habitación: golpeaba
el marco de la ventana… pero en cuanto cerré la puerta tras de mí, escenificó un
reflujo inmediato. Bajo mi ventana había un patio profundo donde, durante el día,
las camisas, crucificadas en tendederos radiantes por el sol, brillaban a través
de los macizos de lilas. De aquel patio surgían de vez en cuando voces de todo tipo:
el ladrido melancólico de los traperos o de los que compraban botellas vacías; a
veces, el lamento de un violín lisiado y, en una ocasión, una rubia obesa se colocó
en el centro del patio y rompió a cantar una canción tan hermosa que las muchachas
se asomaron a todas las ventanas, doblando sus cuellos desnudos. Luego, cuando hubo
acabado, se produjo un momento de una quietud extraordinaria, solo se oyó a mi patrona,
una viuda desaliñada, que empezó a gemir y a sonarse la nariz en el pasillo.
Ahora,
en aquel patio iba creciendo una penumbra sofocante; luego, el ciego viento, que
se había deslizado impotente hasta la profundidad del patio, retomó sus fuerzas,
comenzó a alzarse hacia las alturas y, repentinamente, ocupó todo el lugar, sin
dejar de subir, en las aberturas ámbar de la pared negra de enfrente, empezaron
a aparecer como flechas las siluetas de brazos y de cabezas despeinadas que trataban
de alcanzar las ventanas abiertas que el viento disparaba, para cerrar ruidosamente
sus postigos y sujetarlos firmemente. Las luces se apagaron. Justo después, la avalancha
de un ruido sordo, el ruido del trueno distante, se puso en movimiento, e inició
su marcha avasalladora a través del cielo de oscuro violeta. Y, de nuevo, todo se
quedó parado y en silencio como se había quedado cuando la mujer acabó su canción,
las manos apretadas contra sus amplios senos.
En
este silencio me quedé dormido, exhausto por la felicidad de mi día, una felicidad
que no puedo describir por escrito, y mi sueño estuvo lleno de ti.
Me
desperté porque la noche había comenzado a romperse en pedazos. Un resplandor pálido
y salvaje volaba por el cielo como un rápido reflejo de radios colosales. El cielo
se rasgaba en un estrépito tras otro. La lluvia caía en un flujo espacioso y sonoro.
Yo
estaba embriagado por aquellos temblores azulados, por el frío volátil y agudo.
Me encaramé al alféizar mojado de la ventana y respiré el aire sobrenatural, que
hizo vibrar mi corazón como un cristal.
Más
cerca todavía, de forma más grandiosa aún, el carro del profeta rodaba con estrépito
a través de las nubes. La luz de la locura, de las visiones penetrantes, iluminaba
el mundo nocturno, las pendientes metálicas de los tejados, los volátiles macizos
de lilas. El dios del trueno, un gigante de pelo blanco con una barba furiosa, al
viento sobre su espalda, vestido con los pliegues flameantes de un ropaje deslumbrante,
se erguía, sacando pecho en su carro de fuego, frenando con brazos tensos a sus
enormes corceles, negros como la pez y con crines como un relámpago violeta. Habían
conseguido escapar al control de su amo, dispersaban chispas de espuma crujiente,
el carro estaba a punto de volcar, y el arrebolado profeta tiraba en vano de las
riendas. Tenía el rostro descompuesto por el viento y por el esfuerzo; el remolino,
haciendo volar los pliegues de su túnica, dejó al descubierto una poderosa rodilla;
los corceles movían sus crines llameantes y galopaban más y más violentamente en
un vertiginoso descenso por las nubes. Luego, con cascos de trueno, se lanzaron
a través de un tejado brillante; el carro daba bandazos, Elías se tambaleó, y los
corceles, enloquecidos al contacto con el metal mortal, volvieron a saltar hacia
el cielo. El profeta salió despedido. Una rueda se soltó. Desde mi ventana vi cómo
su enorme aro de fuego caía sobre un tejado, cómo vacilaba al borde del mismo hasta
caer finalmente en la oscuridad, mientras que los corceles, tirando del carro volcado,
ya alcanzaban al galope las nubes más altas; el retumbar cesó, y el resplandor tormentoso
se desvaneció en abismos lívidos.
El
dios del trueno, que había caído en un tejado, se levantó pesadamente. Se resbalaba
con aquellas sandalias; rompió la ventana de un dormitorio con el pie, gruñó, y
con un movimiento de su brazo se agarró a una chimenea para sostenerse. Lentamente
giró su rostro enfurecido mientras sus ojos buscaban algo –probablemente la rueda
que se había desprendido volando de su eje dorado. Luego miró hacia arriba, con
los dedos enganchados en su rizada barba, movió la cabeza enfadado –ésta no era
probablemente la primera vez que esto le sucedía– y, cojeando ligeramente, empezó
a descender con cautela.
Todo
excitado conseguí arrancarme de la ventana, corrí a ponerme la bata y bajé a toda
prisa la empinada escalera hasta el patio. La tormenta había pasado pero todavía
permanecía en el aire una ráfaga de lluvia. Hacia el este una palidez exquisita
iba invadiendo el cielo.
El
patio, que desde arriba parecía rebosar de densa oscuridad, no albergaba, en realidad,
más que una delicada niebla que ya se estaba fundiendo. En el macizo de césped central,
oscurecido por la humedad, había un anciano magro, encorvado, vestido con una bata
empapada, que no hacía más que murmurar entre dientes y mirar en torno suyo. Al
verme, cerró los ojos enfadado y me dijo: “¿Eres tú, Eliseo?”.
Yo
le saludé. El profeta chasqueó la lengua sin dejar de rascarse la calva.
–
He perdido una rueda. Búscamela, ¿quieres?
La
lluvia ya había cesado por completo. Unas nubes enormes del color de las llamas
se habían agrupado encima de los tejados. Los macizos, la valla, la brillante caseta
del perro, flotaban en el aire azulado y soñoliento que nos rodeaba. Buscamos durante
mucho tiempo en distintos rincones. El anciano no dejaba de gruñir, subiéndose los
faldones de su pesada túnica, salpicándose al pasar por los charcos con sus sandalias,
y una gota brillante le colgaba de su gran nariz huesuda. Al hacer a un lado un
pequeño macizo de lilas, vi, en un montón de basura, entre cristales rotos una rueda
de perfil estrecho que debía haber pertenecido al coche de un niño pequeño. El anciano
expresó un gran alivio tras de mí. Presuroso, casi bruscamente, me hizo a un lado
y me arrebató el herrumbroso aro. Con un guiño alegre dijo: “Así es que rodó hasta
aquí”.
Y
entonces se me quedó mirando, sus cejas blancas se unieron en un gesto de descontento,
y como si se hubiera acordado de algo, dijo con voz impresionante: “Vuélvete de
espaldas, Eliseo”.
Obedecí,
incluso cerré los ojos al hacerlo. Me quedé así durante unos minutos más o menos,
pero luego ya no pude controlar mi curiosidad.
El
patio estaba vacío, a excepción del viejo perro desgreñado con su hocico canoso
que había sacado la cabeza de su caseta y miraba hacia arriba, como una persona,
con ojos asustados. Yo también alcé la vista. Elías se había abierto camino hasta
el tejado, con el aro de hierro brillando en su espalda. Sobre las chimeneas negras
se perfilaba una nube de aurora como si fuera una montaña de tonos naranja, y más
allá, una segunda y una tercera. El perro, acallado, y yo observamos juntos cómo
el profeta que había alcanzado la cresta del tejado, se alzaba sin precipitación
y con toda su calma a la nube y cómo continuaba subiendo pisando pesadamente por
masas de suave fuego…
Los
rayos de sol alcanzaron su rueda y se convirtió al momento en algo grande y dorado,
y también Elías parecía ahora como si estuviera vestido de llamas, que se mezclaban
con la nube del paraíso sobre la que seguía caminando siempre más arriba hasta desaparecer
en la garganta gloriosa del cielo.
Y
el perro decrépito esperó a ese preciso momento para romper su silencio con el ladrido
ronco de la mañana. Pequeñas olas cruzaban la superficie brillante de uno de los
charcos dejados por la lluvia. La ligera brisa agitaba los geranios de los balcones.
Dos o tres ventanas se despertaron. Corrí sin quitarme mis zapatillas empapadas
ni mi vieja bata hasta la calle para tomar el primer tranvía que pasara, y levantándome
los faldones de la bata, sin parar de reírme de mí mismo mientras corría, me imaginé
que, dentro de unos momentos, estaría en tu casa y te empezaría a contar el accidente
aéreo de aquella noche y la historia del profeta enfadado que cayó en el patio de
mi casa.
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