Shirley Jackson
No había dormido bien; desde
la una y media, cuando Jamie se marchó y ella se acostó, hasta las siete, en que
al fin se permitió a sí misma levantarse a preparar café, había dormido intermitentemente,
despertándose agitada para abrir los ojos en la penumbra, recordando una y otra
vez antes de volver a sumirse en un sueño agitado. Pasó casi una hora ante la taza
de café –más tarde, de camino, tomarían un desayuno completo– y después, a menos
que quisiera vestirse con adelanto, no le quedó nada más que hacer. Lavó la taza
e hizo la cama, repasó meticulosamente la ropa que pensaba ponerse y se preocupó
innecesariamente, junto a la ventana, por si haría un buen día. Se sentó a leer,
pensó que en lugar de ello debía escribir una carta a su hermana y la empezó, con
su mejor caligrafía: “Queridísima Anne, cuando recibas la presente estaré casada.
¿No te resulta curioso? Casi no puedo creerlo ni yo misma pero, cuando te cuente
cómo sucedió verás que aún resulta más extraño…”
Sentada
con la pluma en la mano, dudó sobre qué decir a continuación, leyó las líneas ya
escritas y rompió la carta. Volvió a la ventana y comprobó que el tiempo era innegablemente
bueno. Se le ocurrió que tal vez no debería ponerse el vestido de seda azul; era
demasiado sencillo, casi severo, y ella quería mostrarse suave, femenina. Nerviosa,
pasó revista a los demás vestidos del armario y dudó si probarse un vestido estampado
que había llevado el verano anterior; era demasiado juvenil para ella y tenía el
cuello de volantes y aún no era tiempo de llevar estampados, pero aun así…
Colgó
los dos vestidos uno al lado del otro en el exterior de la puerta del armario y
abrió las puertas acristaladas que cerraban con esmero el pequeño gabinete que ocupaba
la cocina. Encendió el quemador bajo la cafetera y acudió a la ventana. Hacía sol.
Cuando la cafetera empezó a toser, volvió y se sirvió café en una taza limpia. “Si
no tomo pronto algo sólido me dará dolor de cabeza –pensó–; todo este café, demasiado
tabaco… no es un auténtico desayuno.” Dolor de cabeza en el día de su boda; fue
a buscar la cajita metálica de aspirinas en el botiquín del baño y la guardó en
el bolso azul. Si se ponía el vestido estampado, tendría que cambiar de bolso y
llevar uno marrón, y el único bolso marrón que tenía estaba muy usado. Impotente,
se quedó mirando alternativamente el bolso azul y el vestido estampado, y luego
dejó el bolso y fue a agarrar la taza de café y se sentó a tomárselo junto a la
ventana, desde donde inspeccionó detenidamente el apartamento de una sola habitación.
Los dos pensaban volver allí por la noche y todo debía estar en orden. Con súbito
horror, advirtió que había olvidado poner sábanas limpias en la cama; la ropa acababa
de llegar de la lavandería y sacó sábanas y fundas de almohada limpias del estante
superior del armario y deshizo la cama, tirando de las ropas con rapidez para evitar
pensar conscientemente en la razón por la que cambiaba las sábanas. La cama era
un diván convertible, con una colcha para que pareciera un sofá, y cuando hubo terminado
de arreglarla nadie habría sabido que acababa de poner sábanas limpias. Llevó el
otro juego de sábanas y fundas al baño y lo echó todo al cesto de la ropa sucia,
y también las toallas del baño, y puso otras limpias en los colgadores. Cuando volvió
junto a la ventana, el café ya estaba frío pero se lo tomó de todos modos.
Cuando,
por último, echó un vistazo al reloj y vio que eran más de las nueve, empezó por
fin a darse prisa. Tomó un baño y utilizó una de las toallas limpias, que echó en
el cesto y reemplazó por otra limpia. Se vistió cuidadosamente: toda la ropa interior
estaba limpia y la mayor parte de ella era nueva; todo lo que había llevado el día
anterior, incluido el camisón, lo echó al cesto. Cuando estuvo a punto para el vestido,
titubeó ante la puerta del armario. Decididamente, el vestido azul era formal y
discreto y bastante favorecedor, pero ya lo había llevado varias veces con Jamie
y no había nada en él que lo hiciera especial para el día de su boda. El estampado
era francamente bonito y nuevo para Jamie, pero ponérselo a aquellas alturas del
año era, decididamente, adelantarse a la temporada. Por último pensó: “Es el día
de mi boda, puedo vestirme como me plazca”, y descolgó de la percha el vestido estampado.
Al deslizárselo por la cabeza, lo notó fresco y ligero pero, cuando se miró en el
espejo, recordó que los volantes del cuello no le favorecían demasiado y que la
falda amplia y oscilante parecía inapelablemente pensada para una chica joven, para
alguien que corriera libremente, que bailara y que la moviera con el balanceo de
las caderas al caminar. Contemplándose ante el espejo, pensó con aversión repentina:
“Es como si intentara parecer más bonita de lo que soy: Jamie pensará que trato
de parecer más joven porque se casa conmigo”. De inmediato, se despojó del vestido
estampado con tales prisas que se descosió una costura bajo la axila. Con el viejo
vestido azul se sintió cómoda y a gusto, pero sosa. “Lo que importa no es la ropa
que lleves”, se dijo con severidad, y volvió a repasar el armario por si había algo
más. No encontró nada ni remotamente adecuado para su boda con Jamie y, por un momento,
pensó en correr a alguna tienda próxima a comprar un vestido. Entonces advirtió
que eran cerca de las diez y que no tenía tiempo más que para peinarse y maquillarse.
El cabello no era problema, recogido en un moño en la nuca, pero el maquillaje era
otro delicado equilibrio entre darse el mejor aspecto posible y engañar lo menos
posible. No podía intentar disfrazar la palidez de su piel ni las arrugas en torno
a los ojos en un día como aquél, en que parecía que solo lo estaba haciendo para
la boda, pero no podía soportar la idea de que Jamie se desposara con una mujer
ojerosa y llena de arrugas. Al fin y al cabo, tienes treinta y cuatro años, se dijo
cruelmente ante el espejo del baño. Treinta, ponía en la licencia.
Pasaban
dos minutos de las diez y no se sentía satisfecha con su ropa, con su rostro y con
el apartamento. Calentó de nuevo el café y se sentó junto a la ventana. “Ahora ya
no puedo hacer nada más –pensó–, no tiene objeto tratar de mejorar nada en el último
momento.”
Reconciliada,
dispuesta, intentó pensar en Jamie y no pudo evocar su rostro con claridad, ni oír
su voz. “Siempre sucede así con la gente que quieres”, se dijo, y dejó que su mente
vagara más allá de aquel día y del día siguiente, hasta el futuro próximo cuando
Jamie estuviera establecido con sus creaciones literarias y ella hubiera dejado
su empleo, aquel dorado futuro con la casita en el campo que habían estado preparando
durante la semana anterior. “Yo era una cocinera excelente –le había dicho a Jamie–.
Con un poco de tiempo y práctica podría volver a hacer bizcocho de ángel. Y pollo
frito –había añadido casi con ternura, sabiendo que las palabras permanecerían en
la mente de Jamie –. Y salsa holandesa.”
Las
diez y media. Se levantó y acudió al teléfono con aire resuelto. Marcó, esperó y
la voz metálica de una mujer joven dijo: “… son las diez y veintinueve minutos en
punto”. Pendiente solo a medias de lo que hacía, retrasó el reloj un minuto; estaba
recordando su propia voz junto a la puerta, la noche anterior: “Entonces, a las
diez. Estaré preparada. ¿De veras lo dices en serio?”
Y
Jamie, riéndose por el pasillo.
A
las once, ya había cosido el desperfecto del vestido estampado y había guardado
meticulosamente el costurero en el armario. De nuevo con el vestido estampado, estaba
sentada junto a la ventana tomando otra taza de café. “Después de todo, podría haberme
tomado más tiempo para vestirme”, pensó; pero ahora ya era tan tarde que él podía
presentarse en cualquier momento y no se atrevió a intentar corregir nada sin volver
otra vez al principio. En el apartamento no había nada que comer salvo lo que había
guardado escrupulosamente para el inicio de su vida en común: el paquete de jamón
sin empezar, la docena de huevos en su caja, el pan sin abrir y la mantequilla por
estrenar; todo era para el desayuno del día siguiente. Pensó en bajar corriendo
a la tienda por algo de comer: dejaría una nota en la puerta. Luego decidió esperar
un poco más.
A
las once y media estaba tan débil y mareada que tuvo que bajar. Si Jamie hubiera
tenido teléfono, lo habría llamado. Como no era así, tomó la pluma y escribió una
nota: “Jamie, bajé a la tienda. Vuelvo en cinco minutos”. La pluma le goteó en los
dedos y fue al baño a limpiarse, y usó una toalla que cambió por otra. Clavó la
nota a la puerta con una chincheta, estudió una vez más el apartamento para cerciorarse
de que todo estaba perfecto y cerró la puerta sin dar vuelta a la llave, por si
él llegaba.
En
la tienda advirtió que no tenía ganas de tomar nada, salvo más café, y dejó éste
a medio terminar porque advirtió de pronto que Jamie estaba arriba, probablemente,
aguardando con impaciencia el momento de ponerse en marcha.
Pero
arriba todo estaba preparado y silencioso, como cuando había salido: la nota sin
leer en la puerta, el aire del apartamento un poco viciado de tanto fumar. Abrió
la ventana y se sentó junto a ella hasta que advirtió que se había quedado dormida
y ya era la una menos veinte.
De
pronto, le entró miedo. Al despertar inesperadamente en la estancia donde aguardaba
con todo preparado, limpio e intacto desde las diez en punto, le entró miedo y sintió
la urgente necesidad de echarse a correr. Se levantó de la silla y, casi corriendo,
cruzó la sala hasta el baño, se echó agua fría en la cara y se secó con una toalla
limpia. Esta vez dejó despreocupadamente la toalla en el colgador sin cambiarla;
ya habría tiempo suficiente para hacerlo más tarde. Sin sombrero, aún con el vestido
estampado y un gabán por encima, y llevando en la mano el bolso azul con las aspirinas
(que no hacía juego con el resto de la indumentaria), salió del apartamento cerrando
la puerta con llave, sin dejar ninguna nota esta vez, y corrió escaleras abajo.
Tomó un taxi en la esquina e indicó al conductor la dirección de Jamie.
La
casa no estaba nada lejos; podría haber llegado hasta ella caminando, de no haberse
sentido tan débil, pero mientras iba en el taxi se dio cuenta de lo imprudente que
resultaría presentarse por las buenas ante la puerta de Jamie y preguntar por él.
Así pues, indicó al taxista que la dejara en una esquina próxima a la casa de Jamie
y, después de pagarle, aguardó a que el vehículo se alejara antes de echar a andar
por la acera. No había estado nunca en aquella casa. El edificio era viejo y agradable,
y el nombre de Jamie no aparecía en los buzones del vestíbulo ni en los timbres
de los inquilinos. Comprobó la dirección, pero era la correcta y, por último, llamó
al timbre que rezaba portería. Al cabo de un par de minutos, sonó el zumbador de
la puerta y, tras abrir ésta, penetró en el vestíbulo a oscuras, donde se detuvo
dubitativa hasta que se abrió una puerta al fondo y una voz preguntó:
-¿Sí?
En
aquel instante, se dio cuenta de que no tenía la menor idea de qué preguntar, de
modo que avanzó hacia la figura que esperaba recortada contra la luz que surgía
por el hueco de la puerta abierta.
–¿Sí?
–volvió a preguntar la figura cuando tuvo muy cerca a la desconocida, y ella advirtió
que tenía delante a un hombre en mangas de camisa, el cual no podía verla mejor
que ella a él. Con súbita decisión, respondió:
–Estoy
tratando de ponerme en contacto con una persona que vive en este edificio, pero
no encuentro su nombre ahí fuera.
–¿Cuál
es el nombre que busca? –preguntó el hombre, y ella se dio cuenta de que tenía que
responder.
–James
Harris –dijo, pues–. Harris.
El
hombre permaneció callado unos instantes y murmuró:
–Harris…
–se volvió hacia la estancia que se abría tras el umbral iluminado y exclamó–: ¡Margie,
ven aquí un momento!
–¿Qué
quieres? –replicó una voz desde dentro y, tras una pausa suficiente para que alguien
se incorporara de una silla cómoda, una mujer se unió al hombre del umbral y escrutó
con la mirada el vestíbulo a oscuras.
–Aquí,
la señora busca a un tipo llamado Harris –explicó el hombre–. Dice que vive aquí.
¿Tú conoces a algún inquilino con ese apellido en el edificio?
–No
–contestó la mujer. Su voz tenía un tonillo divertido–. Aquí no vive nadie que se
llame Harris.
–Lo
siento –dijo el hombre, al tiempo que empezaba a cerrar la puerta–. Se equivoca
usted de casa –anunció, y añadió en voz más baja–: O de tipo…
Los
porteros se echaron a reír a coro. Cuando la puerta ya estaba casi cerrada y ella
volvió a encontrarse sola en el vestíbulo, se le ocurrió decir a la estrecha rendija
de luz que aún quedaba por ajustar:
–¡Pero
él vive aquí, estoy segura!
–Escuche
–dijo la portera, abriendo la puerta de nuevo unos dedos–, estas cosas suceden continuamente.
–Por
favor, no se confunda –respondió ella, y su voz sonó muy digna, con treinta y cuatro
años de orgullo acumulado–. Me temo que no ha entendido.
–¿Qué
aspecto tiene ese hombre? –preguntó la portera en tono de fastidio, con la puerta
parcialmente abierta.
–Es
bastante alto, y rubio. Suele llevar un traje azul y es escritor.
–No
sé… –respondió la mujer, y añadió–: ¿Podría vivir en el tercer piso?
–No
estoy segura.
–Había
un tipo que solía llevar un traje azul y que ocupó temporalmente un apartamento
del tercer piso –le informó la portera, después de reflexionar–. Los Royster le
dejaron su casa mientras visitaban a unos parientes en el norte del estado.
–Podría
ser, pero yo pensaba que…
–Ese
hombre llevaba muchas veces un traje azul, pero no sé si era muy alto – continuó
la portera–. Vivió aquí hace aproximadamente un mes.
–Hace
un mes fue cuando…
–Pregunte
a los Royster –sugirió la mujer–. Volvían esta mañana. Apartamento 3B.
La
puerta se cerró definitivamente. El vestíbulo estaba muy oscuro y las escaleras,
todavía más.
En
el segundo piso había un poco de luz procedente de la claraboya del techo, a gran
altura por encima de ella. Las puertas de los apartamentos se alineaban, cuatro
por planta, silenciosas y nada comunicativas. Frente a la puerta 2C había una botella
de leche.
Al
llegar al tercer piso, hizo una pequeña pausa. De detrás de la puerta del apartamento
3B surgía una música y escuchó unas voces. Finalmente, se decidió a llamar e insistió
en la llamada. La puerta se abrió y la música envolvió a la mujer. Era una retransmisión
sinfónica de primera hora de la tarde.
–¿Cómo
está usted? –saludó educadamente a la mujer que apareció en el umbral –. ¿La señora
Royster?
–Soy
yo –la mujer llevaba una bata y el maquillaje de la noche anterior.
–¿Podría
hablar con usted un momento?
–Claro
–respondió la señora Royster, sin moverse.
–Es
acerca del señor Harris…
–¿Qué
señor Harris? –inquirió la señora Royster sin inmutarse.
–James
Harris. El caballero al que dejaron ustedes el apartamento.
–¡Ay,
señor! –exclamó la mujer. Por primera vez, pareció despertarse y abrió los ojos
con aire alarmado–. ¿Qué ha hecho?
–Nada.
Sólo estoy tratando de ponerme en contacto con él.
–¡Ay,
Señor! –repitió la señora Royster. Luego, abrió un poco más la puerta y la invitó
a entrar, y añadió–: ¡Ralph!
El
interior del apartamento estaba aún lleno de música y de maletas a medio deshacer
sobre el sofá, sobre las sillas y en el suelo. En un rincón había una mesa puesta
con los restos de una comida y el joven que estaba sentado tras ella (y que por
un instante le recordó a Jamie) se puso en pie y cruzó la estancia hasta ella.
–¿Qué
sucede? –inquirió.
–Señor
Royster… –empezó a decir ella. Era difícil hablar con la música tan alta–. La portera
me dijo que el señor James Harris había ocupado esta vivienda en su ausencia.
–En
efecto –asintió el hombre–. Si es que era así como se llamaba.
–Pensaba
que ustedes le habían dejado el apartamento –murmuró ella, desconcertada.
–No
sé nada de ese hombre –explicó el señor Royster–. Es uno de los amigos de Dottie.
–No
son mis amigos –replicó su esposa–. El tipo no es amigo mío –la señora Royster se
había acercado a la mesa y estaba untando una rebanada de pan con crema de cacahuate.
Dio un mordisco y, mientras agitaba la rebanada de pan con crema de cacahuate en
dirección a su marido, repitió con la boca llena–: No es amigo mío.
–Fuiste
tú quien trabó amistad con él en una de esas malditas reuniones –insistió el señor
Royster. Apartó la maleta de la silla contigua a la radio, se sentó y recogió una
revista caída en el suelo junto a sus pies–. Yo no he cruzado nunca más de diez
palabras con él.
–Pero
dijiste que por ti estaba bien dejarle la casa –dijo su esposa antes de dar un nuevo
mordisco–. Después de todo, nunca hiciste el menor comentario en contra.
–Nunca
digo nada de tus amigos –afirmó el señor Royster.
–Si
hubiera sido amigo mío, seguro que habrías tenido mucho que decir, créeme – replicó
su esposa con aire tenebroso. Dio un nuevo bocado y añadió–: Créame, habría tenido
mucho que decir.
–No
quiero oír nada más –exclamó el hombre por encima de la revista–. Ya basta.
–¿Lo
ve? –la señora Royster apuntó la rebanada de pan con crema de cacahuate hacia su
esposo–. Siempre es así, día y noche.
Salvo
la música que bramaba por la radio que el señor Royster tenía a su lado, la estancia
quedó en silencio.
Entonces,
con una voz que apenas confiaba en que se oyera con el estruendo de la radio, la
visitante preguntó a la mujer:
–Entonces,
¿se fue?
–¿Quién?
–replicó la señora Royster, alzando la vista del tarro de la crema de cacahuate.
–El
señor James Harris.
–¿Él?
Debe de haberse marchado esta mañana, antes de que volviéramos. No hay ni rastro
de él por ninguna parte.
–¿Se
marchó?
–Pero
todo estaba intacto, perfectamente en orden. Te lo dije –añadió, volviéndose a su
marido–. Te dije que lo encontraríamos todo en perfecto estado. Siempre sé lo que
hago.
–Tuviste
suerte –replicó el señor Royster.
–No
hay nada fuera de sitio –insistió su esposa, con un gesto amplio de la rebanada
–. Todo está exactamente como lo dejamos –añadió.
–¿Saben
dónde está ahora?
–Ni
la más remota idea –respondió la señora Royster animadamente–. Pero, como acabo
de decir, lo dejó todo ordenado. ¿Por qué? –inquirió de pronto–. ¿Por qué lo anda
buscando?
–Es
muy importante.
–Lo
siento, pero no está aquí –insistió la señora Royster, dando un paso adelante por
cortesía al ver que su visitante daba media vuelta para marcharse.
–Tal
vez el portero lo vio –dijo el señor Royster desde detrás de la revista.
Cuando
la puerta se cerró a su espalda, el vestíbulo quedó a oscuras otra vez, pero el
sonido de la radio quedó amortiguado. Ya estaba bajando el primer tramo de peldaños
cuando la puerta se abrió y la señora Royster le gritó por el hueco de la escalera:
–Si
lo veo, le diré que lo está buscando.
“¿Qué
puedo hacer?”, se preguntó ella cuando se encontró de nuevo en la calle. Volver
a casa era imposible, cuando Jamie estaba sin duda en algún lugar entre allí y el
apartamento. Permaneció inmóvil en la acera durante tanto rato que una mujer, asomada
a una ventana del otro lado de la calle, se volvió y llamó a alguien del interior
de la casa para que saliera a verla. Por último, siguiendo un impulso, entró en
la pequeña tienda de alimentos contigua a la casa, en dirección hacia su propio
apartamento. Allí había un hombrecillo leyendo un periódico, apoyado en el mostrador;
cuando entró, el hombre alzó la vista y recorrió el interior del mostrador a su
encuentro.
Por
encima de la vitrina de carnes frías y quesos, ella murmuró con timidez:
–Estoy
intentando ponerme en contacto con un hombre que vivía aquí en la casa de apartamentos
de ahí al lado y se me ocurrió que tal vez usted lo conociera.
–¿Por
qué no pregunta a la gente de la casa? –replicó el hombrecillo con los ojos entrecerrados,
inspeccionándola.
“Es
porque no compro nada”, pensó ella, y respondió:
–Lo
siento, les pregunté pero no saben nada de él. Creen que se marchó esta mañana.
–Pues
no sé qué quiere que haga –dijo el hombre, retrocediendo ligeramente hacia su periódico–.
No estoy aquí para seguir el rastro de los tipos que entran y salen del edificio
de al lado.
–Pensé
que tal vez lo hubiera visto –se apresuró a decir ella–. Es posible que pasara por
aquí un poco antes de las diez. Es un hombre bastante alto y suele llevar un traje
azul.
–¿Sabe
cuántos hombres con traje azul deben pasar por aquí cada día, señora? – replicó
el tendero–. ¿Cree que no tengo otra cosa que hacer que…?
–Lo
siento –lo interrumpió ella. Mientras salía por la puerta, oyó que el hombre exclamaba
a su espalda:
–¡Por
el amor de Dios!
Mientras
se dirigía hacia la esquina, pensó: “Debe de haber tomado este camino, es el que
tomaría si pensara venir a mi casa. Es el único que puede haber tomado”. Intentó
pensar en Jamie: ¿Por dónde habría cruzado la calle? ¿Qué clase de hombre era Jamie,
en realidad? ¿Cruzaría la calzada justo delante de la puerta de la casa, en algún
punto al azar en mitad de la cuadra, o por el paso de peatones de la esquina?
En
la esquina había un puesto de periódicos. Tal vez allí lo hubieran visto. Apretó
el paso hasta el puesto y aguardó mientras un hombre compraba un periódico y una
mujer preguntaba una dirección. Cuando el vendedor la miró, la mujer le preguntó:
–¿Podría
usted decirme si esta mañana, hacia las diez, pasó por aquí un hombre bastante alto,
vestido con un traje azul? –al advertir que el hombre se limitaba a mirarla con
los ojos como platos y la boca entreabierta, la mujer pensó: “Cree que se trata
de una broma, o de un truco”, y añadió en tono apremiante–: Por favor, créame, es
muy importante. No se trata de ninguna broma.
–Mire,
señora… –empezó a replicar el vendedor de periódicos, pero ella lo interrumpió con
vehemencia:
–Es
escritor, ¿sabe? Puede que se detuviera a comprar alguna revista.
–¿Para
qué lo busca? –preguntó el hombre, mirándola con una sonrisa, y la mujer advirtió
que había otro cliente esperando detrás de ella y que la sonrisa del vendedor también
iba dirigida a él.
–Eso
no importa –respondió, pero el vendedor comentó entonces:
–Escuche,
es posible que el hombre al que se refiere pasara por aquí –la sonrisa del hombre
estaba cargada de ironía y su mirada se dirigía hacia el hombre que esperaba detrás
de ella. De pronto, la mujer se sintió terriblemente avergonzada de su vestido estampado,
demasiado juvenil, y se apresuró a ceñirse el gabán. Tras una profunda reflexión,
el vendedor añadió–: No es que esté seguro, entiéndame, pero es posible que esta
mañana pasara por aquí alguien que se ajusta a la descripción de su amigo.
–¿Hacia
las diez?
–Sí,
hacia las diez –asintió el hombre–. Un tipo alto con un traje azul. No me sorprendería
nada.
–¿En
qué dirección iba? –preguntó ella con avidez–. ¿Hacia el norte?
–Exacto,
hacia el norte –asintió el vendedor, moviendo la cabeza–. Iba hacia el barrio residencial,
en efecto. ¿En qué puedo servirle, caballero?
Ella
retrocedió unos pasos, con el gabán ceñido todavía en torno al vestido. El cliente
que esperaba detrás de ella la miró cuando pasó a su lado, y luego cambió una mirada
con el vendedor. Por un instante, la mujer dudó sobre si dar o no una propina a
éste pero, al ver que los dos hombres se echaban a reír, continuó su apresurada
marcha y cruzó la calle.
Hacia
el norte, entonces, decidió y echó a andar por la avenida diciéndose que si Jamie
había tomado en efecto aquel camino, no habría tenido necesidad de cruzar la avenida;
le habría bastado con recorrer seis cuadras de casas y luego doblar por la calle
donde ella vivía. Casi al final del segundo bloque de edificios, pasó ante una tienda
de flores. En el escaparate había una muestra de ramos de novia y pensó: “Al fin
y al cabo, es nuestro día de bodas y es posible que haya comprado unas flores para
traérmelas”. Así pues, entró en la florería. El encargado salió de la trastienda,
sonriente y zalamero, pero ella no le dio tiempo de abrir la boca. Antes de que
pudiera pensar que estaba frente a una posible cliente, la mujer le dijo:
–Es
de vital importancia que me ponga en contacto con un caballero que esta mañana tal
vez se haya detenido aquí a comprar unas flores. Es de vital importancia.
Se
detuvo a tomar aliento y el florista inquirió:
–¿Y
qué clase de flores se llevó?
–No
lo sé –respondió ella, sorprendida–. Él nunca… –dejó la frase a medias y añadió–:
Era un hombre joven bastante alto, con traje azul. Debió pasar por aquí hacia las
diez.
–Entiendo
–asintió el encargado de la tienda–. Flores para una dama –añadió. Se acercó a una
estantería y abrió un gran dietario–. ¿Dónde había que enviarlas? – preguntó.
–No
creo que las hiciera enviar –respondió ella–. Verá usted, ese hombre venía a…, en
fin, que debió llevárselas personalmente.
–Señora…
–murmuró el florista, ofendido. Con una sonrisa de disculpa, añadió a continuación–:
Realmente, debe usted comprender que si no me da algún dato más…
–Por
favor, intente hacer memoria –suplicó ella–. Era un hombre alto, llevaba un traje
azul y pasó por aquí hacia las diez de la mañana.
El
florista cerró los ojos, se llevó un dedo a la boca e hizo una mueca pensativa.
Después, movió la cabeza con gesto de negativa.
–Sencillamente,
no me acuerdo –declaró.
–Gracias
–dijo ella con desaliento. Empezó a dirigirse hacia la puerta cuando el florista,
con voz chillona y excitada, le llamó:
–¡Espere!
¡Aguarde un momento, señora! –ella se volvió y el hombre, concentrándose de nuevo,
apuntó finalmente con un aire dubitativo–: ¿Crisantemos, tal vez?
–¡Oh,
no! –respondió ella; la voz le temblaba un poco y aguardó unos segundos antes de
continuar–. Para una ocasión así, estoy segura de que no los escogería.
El
florista apretó los labios y apartó la mirada con frialdad.
–Bien,
es evidente que no sé qué ocasión es ésa, pero estoy casi seguro de que el caballero
por el que pregunta estuvo aquí esta mañana y compró una docena de crisantemos.
Sin envío.
–¿Está
seguro?
–Desde
luego –asintió el florista con rotundidad–. Era el hombre que usted dice, sin duda.
El
hombre le dirigió una luminosa sonrisa; ella le sonrió a su vez y murmuró:
–Bien,
muchas gracias.
El
encargado la acompañó hasta la puerta.
–¿Un
ramo de flores silvestres? –apuntó mientras cruzaban la tienda–. ¿Rosas rojas? ¿Gardenias?
–Ha
sido usted muy amable ayudándome –dijo ella al llegar a la puerta.
–Las
flores siempre favorecen a una mujer –replicó él, ladeando la cabeza hacia ella
–. ¿Orquídeas, quizá?
–No,
gracias.
–Espero
que encuentre a su hombre –dijo el florista, pero sus palabras tenían un tono desagradable.
De
nuevo en la calle, la mujer pensó para sí que todo el mundo encontraba aquello muy
gracioso. Se ciñó el gabán con más fuerza todavía, de modo que solo quedaba a la
vista el volante de los bajos del vestido estampado.
En
la esquina vio a un agente y se dijo: ¿por qué no acudir a la policía? La gente
recurre a la policía cuando alguien desaparece. Pero luego pensó lo tonta que parecería
y se imaginó plantada en una comisaría, diciéndole al detective: “Sí, íbamos a casarnos
hoy, pero no se ha presentado”, y los policías, tres o cuatro de ellos, de pie en
torno a ella escuchando sus palabras, mirándola, observando su vestido estampado
y su maquillaje demasiado chillón y sonriéndose entre ellos. Si le preguntaban,
no podría decirles nada más; no podría decirles: “Sí, parece estúpido, ¿verdad?
Yo tan emperifollada y tratando de localizar al joven que prometió casarse conmigo
pero, ¿qué hay de todo lo demás que saben ustedes? Tengo más que esto, más de lo
que pueden ver: talento, tal vez, y un cierto sentido del humor, y soy una dama
y tengo orgullo y afecto y delicadeza y una visión bastante clara de la vida que
puede satisfacer a un hombre y hacerlo productivo y feliz; tengo más de lo que ustedes
puedan creer al verme”.
Evidentemente,
era imposible acudir a la comisaría, sin contar con lo que Jamie pudiera pensar
al enterarse de que había puesto a la policía tras sus pasos.
–No,
no –dijo en voz alta, apretando el paso, y alguien que pasaba se detuvo a mirarla.
En
la siguiente esquina, estaba ya a tres cuadras de su calle, había un salón de limpiabotas,
en una de cuyas sillas dormitaba un viejo. Se detuvo delante de él y, al cabo de
un minuto, el viejo abrió los ojos y le sonrió.
–Escuche
–dijo ella. Las palabras salieron de sus labios sin darle tiempo a pensarlas –,
lamento molestarlo pero estoy buscando a un joven que pasó por aquí hacia las diez
de la mañana. ¿No lo vería usted? –e inició la descripción–: Un hombre alto, con
un traje azul, que llevaba un ramo de flores…
El
viejo empezó a asentir antes de que terminara.
–Sí
que lo vi –afirmó–. ¿Es amigo suyo?
–Sí
–respondió ella, y le devolvió la sonrisa involuntariamente.
El
viejo parpadeó y declaró:
–Recuerdo
que pensé: “Vas a ver a tu chica, muchacho” Todos van a ver a sus chicas –añadió,
y movió la cabeza en un gesto de tolerancia.
–¿En
qué dirección iba? ¿Derecho avenida arriba?
–Exacto
–asintió el viejo–. Entró a limpiarse los zapatos, con las flores en la mano y muy
bien vestido, con una prisa terrible. Vas a ver a una chica, pensé.
–Gracias
–dijo ella, llevándose los dedos al bolsillo en busca de una moneda suelta.
–Me
dije, con el buen aspecto que trae, seguro que la chica se alegrará de verlo – continuó
el limpiabotas.
–Gracias
–repitió ella, y sacó la mano del bolsillo, vacía.
Por
primera vez, se sintió realmente segura de que Jamie la estaría esperando y se apresuró
a cubrir las tres calles a toda prisa, balanceando la falda del vestido estampado
bajo el gabán, hasta doblar la esquina de su casa. Desde la esquina no podía ver
las ventanas del apartamento, ni a Jamie asomado, esperándola, y casi echó a correr
por la acera para llegar cuanto antes junto a él. La llave le temblaba en la mano
ante la puerta de la calle y, al volver la vista hacia la tienda de alimentos, recordó
su pánico de por la mañana, mientras tomaba café allí, y estuvo a punto de echarse
a reír. Al llegar a la puerta del apartamento, no pudo esperar un segundo más y,
antes incluso de dar vuelta a la llave, empezó a decir:
–Jamie,
ya estoy aquí. Estaba tan preocupada…
El
apartamento la recibió silencioso y desierto, con las sombras de la tarde cada vez
más largas en la ventana. Por un instante solo vio la taza de café vacía y pensó:
“Ha estado sentado ahí”, pero luego se dio cuenta de que la taza era la suya de
por la mañana. Miró por toda la sala, el armario, el baño…
–No
lo he visto –declaró el empleado de la tienda de alimentos–. Lo sé porque me habría
fijado en las flores. No ha entrado nadie que se ajuste a esa descripción.
El
viejo del salón de limpiabotas volvió a encontrársela delante al despertar.
–Hola
otra vez –dijo, con una sonrisa.
–¿Está
usted seguro? ¿Lo vio seguir por la avenida arriba? –inquirió la mujer.
–Sí
que lo vi –aseguró el viejo con aire digno, molesto con su tono de voz–. Pensé,
ese muchacho tiene una chica, y lo vi entrar en la casa.
–¿Qué
casa? –preguntó ella vagamente.
–Una
de por ahí –dijo el limpiabotas, inclinándose hacia adelante para señalarla–. Al
otro lado de la calle. Con sus flores y sus zapatos lustrosos, yendo a ver a su
chica. Directamente a su casa.
–¿Qué
edificio? –insistió ella.
–El
que está casi en el centro de la cuadra –precisó el viejo. Se volvió hacia ella
con aire suspicaz y añadió–: ¿A qué viene todo esto, señora?
Ella
casi se echó a correr, sin detenerse a dar las gracias. Avanzó con paso apresurado
por la siguiente calle de casas, mirando las fachadas para ver si Jamie se asomaba
a alguna ventana y escuchando con atención por si le llegaba su risa de alguna parte.
Ante
una de las casas estaba sentada una mujer que movía un cochecito de niño adelante
y atrás, monótonamente, cuanto le daba el brazo. El niño del cochecito dormía, moviéndose
adelante y atrás.
A
aquellas alturas, la pregunta ya le salía de carrerilla.
–Perdone,
¿no habrá visto usted a un joven entrando en una de esas casas hacia las diez de
la mañana? Es un hombre alto, vestía traje azul y llevaba un ramo de flores…
Un
chiquillo de unos doce años se detuvo a escuchar, volviendo la atención de una a
otra y echando alguna esporádica mirada al bebé.
–Mire
–respondió la mujer, cansina–, el niño toma el baño a las diez. ¿Cómo iba a ver
hombres desconocidos rondando por ahí? ¿Qué me dice, señora?
–¿Con
un gran ramo de flores? –preguntó el chiquillo, tirándole del gabán–. ¿Con un gran
ramo de flores? Yo lo vi, señora.
Ella
bajó la vista y el niño le sonrió con insolencia.
–¿En
qué casa entró? –preguntó, cansina.
–¿Se
va a divorciar de él? –preguntó el chiquillo.
–No
debes preguntarle eso a la señora –dijo la mujer que mecía el cochecito.
–Escuche
–aseguró el chico–, yo lo vi. Entró ahí –señaló la puerta del siguiente edificio–.
Lo seguí. Me dio una moneda –el chico bajó la voz hasta convertirla en un gruñido–:
“Éste es un gran día para mí”, me dijo. Deme una moneda.
Ella
le dio un billete de un dólar.
–¿Dónde?
–insistió.
–En
el piso de arriba –aseguró el chico–. Lo seguí hasta que me dio la moneda. Arriba
de todo –retrocedió por la acera con el billete, hasta quedar fuera de su alcance
–. ¿Se va a divorciar de él? –volvió a preguntar.
–¿Llevaba
flores?
–Sí
–repitió él, y empezó a chillar–. ¿Va a divorciarse de él, señora? ¿Tiene algo contra
él?
El
chiquillo se alejó calle abajo, aullando:
–¡Tiene
algo contra el pobre tipo! –y la mujer que acunaba al bebé soltó una carcajada.
La
puerta de calle del edificio estaba abierta y en el vestíbulo no había timbres ni
listas de inquilinos. La escalera era sucia y angosta. En el piso superior había
dos puertas. La que buscaba era la que quedaba enfrente; en el suelo, ante la puerta,
había un papel de florista arrugado y una cinta, como una pista. Como la pista final
de un juego.
Llamó
a la puerta y creyó oír voces en el interior; de repente, pensó aterrada: “¿Qué
digo si Jamie está ahí, si acude a abrir la puerta?” Las voces parecían haber enmudecido
de pronto. Llamó otra vez y solo le respondió el silencio, excepto lo que le sonó
como una risotada lejana. “Puede que me haya visto por la ventana –pensó–, el apartamento
da a la calle y el chico hizo un ruido terrible.” Esperó y volvió a llamar, pero
solo escuchó el silencio.
Finalmente,
acudió a la otra puerta del rellano y llamó. La puerta se abrió al contacto con
la mano y sus ojos vieron la buhardilla vacía, las paredes de listón desnudo, el
suelo de tablones sin pintar. Penetró apenas un paso en la estancia y miró a su
alrededor; la buhardilla estaba llena de bolsas de yeso, pilas de periódicos viejos,
un baúl desvencijado. Se oía un ruido que, de pronto, identificó como el de una
rata; entonces la vio, agazapada muy cerca de ella, junto a la pared, con su cara
perversa muy alerta y los ojillos brillantes fijos en ella. En su prisa por abandonar
la estancia y cerrar la puerta tras ella, tropezó. La falda del vestido estampado
se enganchó con algo y se desgarró.
Sabía
que había alguien en el otro apartamento, pues estaba segura de oír unas voces susurrantes
y, de vez en cuando, unas risas. Volvió a la casa muchas veces, cada día durante
la primera semana. Subía cuando iba camino del trabajo, por la mañana, y por las
noches, cuando volvía para preparar su cena solitaria. Pero, por mucho que lo probara
y por fuerte que llamara, nadie acudió nunca a abrir la puerta.
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