Luis Taboada
I
Don Silverio,
el auxiliar de la clase de segundos, tiene una hermana en Crevillente, casada con
un fabricante de estera de cordelillo que está muy bien, y este año la hermana quiso
obsequiar a don Silverio y le envío un pavo, color de canela, que llegó, franco
de porte, el día 23 por la mañana.
Don
Silverio experimentó una dulce sorpresa y al ver el pavo se le humedecieron los
ojos y se le cayeron las lágrimas cuando leyó la carta siguiente:
“Mi
querido Silverio: te remito el adjunto pavo para que veas que te tenemos en la memoria
mi marido y yo. Es muy sanito y muy manso. Podéis comerlo con toda confianza porque
está criado, como quien dice, a nuestros pechos. Como no tenemos hijos, nos encariñamos
con todos los animales.
“Va
pagado el porte y te incluyo el talón, juntamente con el cariño de tu hermana, Dorotea”.
–¡Es
muy buena! –dijo don Silverio, contemplando la carta con los ojos húmedos.
–¡Gracias
a Dios que se ha acordado de nosotros! –añadió la esposa de don Silverio–. Es el
primer año que nos obsequia, y no será por falta de posibles, pues dicen todos los
de Crevillente ¡que gasta un lujo!…
A
todo esto, el pavo, rotas las ligaduras que le aprisionaban, se había arrimado a
un baúl, como si le faltaran las fuerzas, y miraba dulcemente a don Silverio y a
su esposa.
–¡Qué
limpio es! –exclamó don Silverio–. ¡Cómo se conoce que ha sido criado en una casa
decente!
El
pavo levantó la cabeza en señal de gratitud y don Silverio, que es el corazón más
generoso y el hombre más sensible de este mundo, sintió que se le ponía un nudo
en la garganta.
–Parece
que se entera de lo que estamos diciendo. ¡Animalito! – objetó la esposa.
–¿Quién
sabe? – murmuró don Silverio.
La
presencia del pavo había reverdecido los recuerdos de su juventud y al contemplarlo
silencioso, arrimado al cofre, acudió a su mente la imagen de Dorotea, que siempre
había sido muy sosa.
–¿Sabes
lo que se me ocurre? –dijo don Silverio–. Que este pavo se parece a alguien de mi
familia.
–Ya
sé: a la Dorotea, que es muy pava.
Ello
fue a don Silverio se le arrugaba el corazón al pensar que aquel animalito iba a
ser sacrificado. Primero le había encontrado parecido con Dorotea; después con un
jefe de sección de su ministerio, y finalmente con su cuñado, que era rubio.
–¿No
te parece que debíamos perdonarle la vida? –preguntó don Silverio a su esposa.
–¡Qué
atrocidad! ¿Por qué?
–Más
que un pavo parece una persona conocida –dijo don Silverio.
Aquella
noche se metió en la cama triste y abatido, no sin haber cubierto al pavo con una
cazadora vieja que se ponía por las mañanas mientras se limpiaba las botas.
–Pobrecillo,
no está acostumbrado a este clima y se nos va a acatarrar –murmuraba el buen señor.
Y
pasó parte de la noche lleno de zozobra y dando vueltas en la cama hasta que, a
fuerza de luchar con los recuerdos de su juventud, pudo quedarse dormido.
Entonces
comenzó a soñar que el pavo no era pavo, sino el jefe del personal del ministerio,
que se arrancaba una pluma de la cola y firmaba la cesantía de todos los funcionarios
valiéndose de un alón. Después el pavo se convertía en un monstruo de siete cabezas,
y las siete se metían en la cama con don Silverio. Después todas las bocas se acercaban
a su oído gritándole: “¡Criminal! ¡Mal empleado! ¡No tienes ortografía, y vas a
comerte a tu hermana! El pavo no es pavo, que es pava… ¡Es Dorotea!”.
–¡Pero,
hombre! ¿Qué tienes? –preguntó la esposa de don Silverio, despertando sobresaltada–.
Me estás dando puntapiés en un vacío.
Don
Silverio abrió los ojos y se sentó en cama, presa del espanto.
II
–Bien –decía
la esposa de don Silverio al día siguiente–, no presenciarás el sacrificio; yo mataré
al pavo a solas.
–Te
lo agradezco. Hace veinticuatro horas que está con nosotros y ya le he tomado el
mismo cariño que si fuera de mi propia sangre.
–¡Qué
tontería!
–Es
un animal muy inteligente. Esta mañana, cuando fui a darle de comer, trataba de
sonreír como si quisiera darme las gracias.
Don
Silverio no asistió a la oficina. El pobre señor no podía desechar de su mente esta
idea terrible: el pavo es un ser inofensivo y lo vamos a matar para comérnoslo.
Viene de Crevillente, donde reside Dorotea… ¡Dios mío! ¡Esto es tanto como comerse
a una hermana!
La
esposa de don Silverio cogió el pavo y se lo llevó a la cocina, sin que el infeliz
esposo lo notara. Ya allí trató de separarle la cabeza del tronco con un cuchillo.
El
pavo comenzó a mover las alas y a sacudir el cuello hasta que, no sin grandes trabajos,
la heroica esposa logró clavar el arma mortífera en el pescuezo del animal; pero
éste, con la cabeza colgando, logró desasirse de su verdugo y se dirigió al gabinete
donde estaba don Silverio quitándose las manchas del gabán y pensando en el triste
fin de los volátiles.
Con
el ruido del pobre animal que huía de la muerte, don Silverio volviose de pronto
y lanzó una carcajada histérica.
Acababa
de ver al pavo con la cabeza pendiente de un cartílago dirigirse a don Silverio
como si quisiera decirle:
–¡Fratricida!
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