H. G. Wells
Ciertos asuntos me habían
retenido en la calle Chancery hasta las nueve de la noche, y después, un incipiente
dolor de cabeza me quitó las ganas tanto de divertirme como de seguir trabajando.
Todo el escaso cielo que los altos acantilados de ese estrecho desfiladero de tráfico
dejaban visible hablaba de una noche serena, así que me decidí a caminar hasta el
Embankment a descansar la vista y refrescar la cabeza contemplando las abigarradas
luces del río. La noche es, sin comparación, el momento más esplendoroso de este
lugar. Una piadosa oscuridad oculta la suciedad de las aguas, y las luces de este
momento de transición –rojo, naranja brillante, amarillo de gas, blanco eléctrico–
se despliegan en vagos contornos con todos los matices posibles entre el gris y
el púrpura intenso. Por los arcos del puente de Waterloo cien puntos de luz señalan
la curva del Embankment, y sobre su parapeto se levantan las torres de Westminster,
cálido gris contra la fría luz de las estrellas. El negro río discurre prácticamente
sin un rizo que rompa su silencio y altere las reflexiones de las luces que flotan
en su superficie.
–Una
noche calurosa –dijo una voz a mi lado.
Volví
la cabeza y vi el perfil de un hombre apoyado sobre el parapeto junto a mí. Tenía
un rostro fino, no carente de atractivo, aunque bastante delgado y pálido; y el
cuello del abrigo, levantado y ajustado alrededor de la garganta, definía su posición
social con la precisión de un uniforme. Pensé que si le contestaba me vería en el
compromiso de pagarle la cama y el desayuno.
Lo
miré con curiosidad. ¿Tendría algo que contarme que valiera el dinero, o sería el
vulgar incapaz… incapaz de contar su propia historia? Cierto aire de inteligencia
en la mirada y en la frente, y un labio inferior algo tembloroso me decidieron a
responderle.
–Muy
calurosa –respondí yo–, pero no demasiado aquí donde estamos.
–No
–dijo todavía mirando al agua–, se está bastante bien aquí… ahora mismo.
–Es
agradable –continuó tras una pausa– encontrar un lugar tan tranquilo como éste en
Londres. Después de estar todo el día bregando en los negocios, tratando de salir
adelante, enfrentándose a las obligaciones y esquivando los peligros, no sé qué
haría uno si no fuera por estos pacíficos rincones.
Separaba
las frases con prolongadas pausas.
–Usted
debe de conocer un poco el pesado quehacer mundano, o no estaría aquí. Pero dudo
que tenga la cabeza y los pies tan doloridos como yo… ¡Bah! A veces dudo que tanto
esfuerzo merezca la pena. Siento impulsos de tirarlo todo por la ventana –nombre,
riqueza y posición– y dedicarme a un oficio modesto. Pero sé que si abandonara mi
ambición, a pesar de lo mal que me trata, no me quedarían más que remordimientos
para el resto de mi vida.
Se
calló. Yo lo miraba asombrado. Si alguna vez había visto a un hombre desesperadamente
apurado de dinero ése era precisamente el que tenía delante de mí. Andrajoso y sucio,
sin afeitar y despeinado, parecía como si hubiera estado abandonado una semana en
un basurero. Y me hablaba a mí de las enojosas preocupaciones de un gran negocio.
Casi suelto una carcajada. O estaba loco o bromeaba ridículamente con su propia
pobreza.
–Aunque
los objetivos y los puestos elevados –respondí– tengan los inconvenientes y la ansiedad
del trabajo duro, también tienen sus compensaciones. La influencia, el poder para
hacer el bien y ayudar a los más débiles y pobres que nosotros, y hasta se siente
cierta gratificación en lucir…
Dadas
las circunstancias, mi insinuación era de muy mal gusto. Hablé espoleado por el
contraste entre su aspecto y su lenguaje. Me pesó incluso cuando lo estaba diciendo.
Volvió hacia mí un rostro ojeroso, pero sereno, y comentó:
–Me
he olvidado de mí mismo. Por supuesto que usted no lo entendería.
Me
estuvo calibrando durante unos instantes.
–Sin
duda es muy absurdo. Aunque se lo cuente usted no me creerá, así que no corro muchos
riesgos haciéndolo. Y será un alivio contárselo a alguien. Realmente tengo entre
manos un gran negocio, un negocio muy grande. Pero hay problemas ahora mismo. El
hecho es que fabrico diamantes.
–Me
imagino –intervine yo– que está en el paro en este momento.
–Estoy
harto de que no me crean –respondió impaciente, y de repente, desabotonando el miserable
abrigo, sacó una pequeña bolsa de lona que le colgaba de un cordón alrededor del
cuello. Extrajo de la bolsa una piedra de color marrón.
–No
sé si tiene los conocimientos suficientes como para saber lo que es.
Me
lo pasó.
Pues
bien, hacía más o menos un año había dedicado mi tiempo libre a conseguir un diploma
de ciencias en Londres, así que tengo algunas nociones de física y mineralogía.
Aquello semejaba un diamante sin cortar, del tipo más oscuro, aunque demasiado grande,
porque tenía casi el mismo tamaño que el extremo de mi pulgar. Lo cogí y vi que
tenía la forma de un octaedro regular, con las caras talladas características del
más precioso de los minerales. Saqué mi navaja e intenté rayarlo, pero fue en vano.
Inclinándome hacia adelante en dirección a la farola de gas, lo probé sobre el cristal
de mi reloj y logré hacer una raya blanca con la mayor facilidad. Miré a mi interlocutor
con creciente curiosidad.
–Ciertamente
es bastante parecido a un diamante. Pero, de serlo de verdad, es un diamante gigante.
¿Dónde lo consiguió?
–Le
digo que lo fabriqué –contestó–. Devuélvamelo.
Volvió
a ponerlo en la bolsa rápidamente y abotonó la chaqueta.
–Se
lo venderé por cien libras –murmuró de repente con impaciencia.
Eso
me hizo volver a sospechar. Después de todo, aquello podía ser simplemente un trozo
de esa sustancia casi igual de dura, el corindón, que accidentalmente tiene una
forma similar a la del diamante. O si realmente era un diamante, ¿cómo se había
hecho con él y por qué lo vendía por cien libras?
Nos
miramos a los ojos. Parecía impaciente, pero con una impaciencia honrada. En aquel
momento creí de verdad que lo que trataba de vender era un diamante. Sin embargo,
yo soy pobre. Cien libras dejarían un visible agujero en mi economía y nadie en
su sano juicio compraría un diamante a la luz de una farola a un vagabundo andrajoso
fiándose únicamente de su garantía personal. De todas formas, un diamante de aquel
tamaño evocaba una visión de muchos miles de libras. Luego pensé que una piedra
semejante a duras penas podía existir sin que fuera mencionada en todos los libros
de gemas, y de nuevo recordé las historias de contrabando y robo de los mineros
de El Cabo. Dejé a un lado la cuestión de la compra.
–¿Cómo
lo consiguió? –pregunté.
–Lo
fabriqué.
Yo
había oído hablar de Moissan, pero sabía que sus diamantes artificiales eran muy
pequeños. Negué con la cabeza.
–Usted
parece que sabe algo de esto. Le contaré algo sobre mí. Quizá después mejore su
opinión sobre la compra.
Se
volvió dando la espalda al río y metió las manos en los bolsillos. Suspiró.
–Se
que no me creerá… Los diamantes –comenzó, y al hablar su voz iba perdiendo el desmayado
tono del vagabundo y adquiriendo la dicción fácil del hombre educado– se fabrican
echando una mezcla de carbón en un fundente adecuado y a la presión conveniente;
el carbón cristaliza entonces no en grafito o polvo de carbón, sino en pequeños
diamantes. Todo eso lo saben los químicos desde hace años, pero ninguno ha dado
todavía exactamente con el fundente correcto en el que fundir el carbón, o con la
presión adecuada para obtener los mejores resultados. Por consiguiente los diamantes
fabricados por químicos son pequeños y oscuros, y sin valor como joyas. Pues bien,
yo, sabe usted, he dedicado toda mi vida a este problema… le he sacrificado toda
mi vida.
“Comencé
a trabajar en todo lo referente a la fabricación de diamantes cuando tenía diecisiete
años, y ahora tengo treinta y dos. Me pareció que la tarea podría absorber el pensamiento
y las energías de un hombre durante diez o incluso veinte años, pero, aun así, el
esfuerzo todavía habría valido la pena. Suponga que alguien diera por fin con el
procedimiento correcto, antes de que se conociera el secreto y de que los diamantes
fueran tan corrientes como el cartón: habría hecho millones. ¡Millones!
Hizo
una pausa y buscó mi comprensión. Le brillaron los ojos con avidez.
–Y
pensar –dijo– que estoy a punto de conseguirlo, y aquí me tiene usted.
“A
los veintiún años –prosiguió– tenía mil libras y pensé que esa cantidad completada
con algunas clases sería suficiente para mantener mis investigaciones. Pasé un año
o dos estudiando, principalmente en Berlín, y luego continué por mi cuenta. El problema
estaba en el secreto. Ya sabe, si alguna vez hubiera dado a conocer lo que estaba
haciendo, mi creencia en la viabilidad de la idea podría haber espoleado a otros
hombres, y no me considero un genio de tanta categoría como para estar seguro de
llegar el primero en caso de una carrera por el descubrimiento. Y ya sabe lo importante
que era, si de verdad quería amasar una gran cantidad de dinero, que la gente no
supiera que se trataba de un proceso artificial y capaz de producir diamantes por
toneladas. Así que tuve que trabajar completamente solo. Al principio tenía un pequeño
laboratorio, pero cuando empecé a quedarme sin recursos tuve que realizar mis experimentos
en una miserable habitación sin amueblar en Kentish Town, donde terminé durmiendo
en un colchón de paja sobre el suelo entre todos mis aparatos. El dinero se evaporó
sin más. Yo me lo escatimaba todo excepto los instrumentos científicos. Intenté
mantener la situación con algunas clases, pero no soy un profesor muy bueno, no
tengo diploma universitario, ni muchos conocimientos excepto en química, y me encontré
con que tenía que dedicar mucho trabajo y mucho tiempo a cambio de muy poco dinero.
Pero conseguí acercarme cada vez más a la solución. Hace tres años que resolví el
problema de la composición del fundente, y me aproximé mucho al de la presión poniendo
este fundente mío y cierta mezcla de carbón dentro de un cañón completamente cerrado,
lo llené de agua, lo sellé bien y lo calenté.
Se
detuvo.
–Bastante
arriesgado –le dije.
–Sí.
Estalló, hizo pedazos todas las ventanas y gran parte de mis aparatos, pero conseguí
una especie de polvo de diamantes a pesar de todo. Estudiando el problema de cómo
conseguir una fuerte presión sobre la mezcla fundida que había de cristalizar en
diamantes, me encontré con unas investigaciones de Daubre en el Laboratoire des
Poudres et Salpétres de París. Hacía estallar dinamita en un cilindro de acero bien
atornillado y demasiado fuerte para reventar, y me enteré de que de este modo podía
pulverizar rocas convirtiéndolas en un limo no muy distinto al de los yacimientos
sudafricanos en los que se encuentran los diamantes. Constituyó un golpe tremendo
para mis recursos, pero logré que, siguiendo su modelo, me hicieran un cilindro
de acero para mis objetivos. Puse dentro del cilindro todo el material y los explosivos,
encendí un buen fuego en el fogón, coloqué dentro el cilindro y… me fui a dar un
paseo.
No
pude por menos de reírme de su forma realista y desconsiderada de actuar.
–¿No
pensó que podía volar la casa? ¿Había más gente en el edificio?
–Era
una cuestión de interés científico –dijo finalmente–. En el piso de abajo vivía
la familia de un vendedor ambulante, en la habitación de detrás de la mía un escritor
que pedía dinero por carta y dos vendedoras de flores en el piso de arriba. Quizá
fue un poco descuidado. Pero posiblemente algunos estaban fuera.
–Cuando
volví el cilindro estaba exactamente donde lo había dejado, entre carbones ardiendo
al rojo blanco. El explosivo no lo había reventado. Por consiguiente tenía que enfrentarme
a otro problema. Como usted sabe, el tiempo es un elemento importante en la cristalización.
Si se precipita el proceso los cristales son pequeños, solo mediante una acción
prolongada se consigue cierto tamaño. Decidí dejar enfriar el aparato durante dos
años, disminuyendo lentamente la temperatura durante ese tiempo. Por entonces mi
dinero se había agotado ya, y teniendo que atender un gran fuego, la renta de mi
habitación y mi propia hambre apenas si me quedaba un penique.
“Difícilmente
podría contarle todas las chapuzas a las que he tenido que dedicarme mientras fabricaba
los diamantes. He vendido periódicos, cuidado de caballos, abierto las puertas de
los coches. Estuve muchas semanas poniendo direcciones en sobres. Fui ayudante de
un hombre que tenía una carreta, y yo hacía un lado de la calle mientras él hacía
el otro. En una ocasión no me salió nada durante toda la semana y mendigué. ¡Qué
semana aquélla! Un día el fuego se estaba apagando y yo no había comido nada en
todo el día, y un hombrecillo que sacaba a pasear a su pequeña me dio seis peniques…
para lucirse. ¡Gracias a Dios por la vanidad! ¡Cómo olían los puestos de pescado
frito! Pero fui y me lo gasté todo en carbón, y puse el fogón al rojo vivo de nuevo,
y luego… bueno, el hambre nos atonta.
“Por
fin, hace tres semanas, dejé que el fuego se apagara. Cogí el cilindro y lo desatornillé
cuando estaba todavía tan caliente que me quemó las manos, saqué la desmenuzada
masa semejante a la lava raspando con un cincel y la pulvericé a martillazos sobre
una placa de hierro. Encontré tres diamantes grandes y cinco pequeños. Mientras
martilleaba en el suelo se abrió la puerta y entró mi vecino, el escritor de cartas
pidiendo dinero. Estaba borracho como de costumbre.
“–¡Narquista!
–farfulló.
“–Estás
borracho –le dije.
“–Sinvergüenza
destructor –exclamó.
“–Vete
con tu padre –le respondí, queriendo decir al diablo.
“–No
importa –contestó.
“Me
hizo un guiño socarrón y soltó un hipo. Apoyado sobre la puerta, con el otro ojo
contra el marco, comenzó a farfullar que había estado fisgando en mi habitación
y que había ido a la policía aquella mañana, y que ellos habían anotado todas sus
palabras, como si fueran perlas, dijo.
“Entonces
me di cuenta de repente de que estaba en un aprieto. O contaba a los policías mi
secreto y todo se sabría, o pasaría por anarquista. Así que me acerqué a mi vecino,
lo cogí por el cuello y lo zarandeé un poco; luego recogí mis diamantes y me largué.
Los periódicos de la tarde llamaban a mi cuchitril la fábrica de bombas de Kentish
Town. Y ahora no puedo desprenderme de los diamantes ni por amor ni por dinero.
“Cuando
voy a los joyeros respetables me dicen que espere, y en voz baja mandan al dependiente
a buscar a la policía; yo entonces digo que no puedo esperar. Descubrí a uno que
recogía cosas robadas, y sencillamente agarró el que le di y me dijo que si lo quería
tendría que llevarle a juicio. Ahora voy por ahí con varios cientos de miles de
libras en diamantes alrededor del cuello y sin cobijo ni comida. Usted es la primera
persona a la que he contado mi secreto. Pero me gusta su cara y estoy muy apurado.
Me
miró a los ojos.
–Sería
una locura –le dije– comprarle un diamante en estas circunstancias. Además yo no
voy por ahí con cientos de libras en el bolsillo. Sin embargo, me inclino más bien
a creer en su historia. Si le parece bien, haré lo siguiente: venga mañana a mi
oficina…
–¡Usted
cree que soy un ladrón! –dijo con viveza–. Usted se lo dirá a la policía. No voy
a meterme en una trampa.
–De
alguna forma estoy seguro de que usted no es un ladrón. Aquí tiene mi tarjeta. Cójala
de todas formas. No tiene que presentarse a una cita. Venga cuando quiera.
Cogió
la tarjeta con mis mejores promesas de buena voluntad.
–Piénselo
mejor y venga –le dije.
Movió
dubitativamente la cabeza.
–Algún
día le devolveré la media corona con intereses, unos intereses tales que le dejarán
boquiabierto –me dijo.
–De
todas formas, ¿guardará el secreto?… No me siga.
Cruzó
la calle y se dirigió en la oscuridad hacia los pequeños peldaños que, bajo el arco,
llevan a la calle de Essex. Dejé que se fuera. Y fue la última vez que lo vi.
Posteriormente
recibí dos cartas suyas pidiéndome que le enviara billetes de banco, nada de cheques,
a ciertas direcciones. Yo sopesé el asunto e hice lo que consideré más prudente.
Una vez vino a casa cuando estaba fuera. Mi hijo lo describió como un hombre delgado,
sucio, harapiento y con una tos horrible. No dejó ningún mensaje. En lo que a mi
historia concierne, ése fue el punto final. Nunca más volví a tener noticias suyas.
A veces me pregunto qué habrá sido de él. ¿Era un monomaniaco ingenioso, un fraudulento
comerciante de bisutería, o había fabricado realmente los diamantes como aseguraba?
Esto último es lo suficientemente creíble como para hacerme pensar a veces que he
perdido la oportunidad más brillante de mi vida. Quizás esté muerto y sus diamantes
tirados por ahí… Uno, repito, era casi tan grande como mi pulgar. Quizás aún esté
intentando vender los diamantes. También es posible que vuelva todavía triunfante
a la sociedad y, al pasar por mi casa con la serena altivez sagrada de los ricos
y famosos, me reproche en silencio mi falta de valor. A veces pienso que al menos
podía haber arriesgado cinco libras.
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