martes, 20 de diciembre de 2022

Vivir en un acto

María Antonia Rodríguez

 

Aquella mañana, después de varios años de matrimonio y una cansada rutina de esposa fiel y abnegada, Renata recibe la llamada del amor de su juventud.

Amor de Juventud: Hola, Renata, soy yo.

Renata: ¿Quién “yo”?

Amor de Juventud: ¿No te acuerdas de mí?

Renata: ¡¿César?!

César: Quiero verte. Te invito a comer. Acepta, por favor.

Todo el día Renata se debate entre aceptar la invitación de César o pretender que nunca llamó y bloquear su número. Sin embargo, la llegada por la tarde de su marido y la mueca que le hace cuando se entera de lo que hay para comer, la hacen decidir. Tras lavar los trastes y recoger la cocina, Renata se dirige a la sala donde su marido, cerveza en mano, está viendo el partido de la semana.

Renata: ¿Puedes recoger mañana a los niños del colegio?

Esposo: ¿Por qué? ¿Qué tienes que hacer?

Renata: Marta me invitó a comer.

Al día siguiente, la expectativa del encuentro le hace sentir un cosquilleo en el vientre, mientras conduce al restaurante acordado. El clima fresco del otoño se le figura una invitación a la renovación romántica.

La charla comienza con una copa de su vino favorito –¡por fin alguien recuerda que le gusta el vino!–, y brincan de un tema a otro poniéndose al día. Renata recuerda que con César siempre fue fácil hablar.

Llega el postre, luego la cuenta y, entonces, un cruce de miradas lo dice todo. Se desean, se quieren y un: “Todavía te amo”, flota en el aire. Llegar a la cama nunca antes fue tan natural.

Con ansia desenfrenada se despojan de la ropa y de la vergüenza, dando completa libertad al deseo. Recorren mutuamente sus cuerpos. Los besos saben al dulce fin de la espera. Las caricias audaces y delicadas sólo los dejan sedientos de más.

Miradas cómplices, mordiscos en el lugar preciso, cuerpos arqueados como tallos silvestres al viento. Son dos seres táctiles como imanes vencidos por la lujuria.

Luego llega el instante sublime cuando el placer no puede soportarse más y se acompañan en sus orgasmos.

Unos minutos, ¿una hora?, una eternidad después por fin llega la calma y la realidad.

Se despiden con un beso cómplice y la certeza del próximo encuentro.

Con la emoción contenida y trastocada por la experiencia, llega nerviosa por haber tardado un poco más de lo esperado, Renata baja del auto y entra a su casa.

Esposo: ¿Cómo te fue?

Renata: ¡De maravilla!

Esposo: ¿Y dónde comieron?

Renata: En un viejo… restaurante.

 

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