Vladimir Nabokov
1.
En las escaleras Natasha se cruzó con
su vecino de la puerta de al lado, el Barón Wolfe. Subía con una leve fatiga las
escaleras de madera lavada, acariciando la barandilla y silbando suavemente para
sí.
–¿Adónde vas tan deprisa,
Natasha?
–A la farmacia a buscar
unas medicinas. Acaba de venir el médico. Mi padre está mejor.
–Buenas noticias.
Natasha, apresurada,
con gabardina y sin sombrero, pasó de largo evitando el encuentro en un susurro
de telas.
Apoyándose en el pasamanos
de la escalera, Wolfe se detuvo a mirarla. Desde su altura le dio tiempo a atisbar
el brillo de su peinado adolescente, partido en una raya. Sin dejar de silbar, subió
hasta el último piso, arrojó su cartera toda mojada sobre la cama y se fue satisfecho
a lavarse y secarse las manos.
Luego, llamó a la puerta
del viejo Khrenov.
Khrenov vivía con su
hija en una habitación al otro lado del descansillo. Su hija dormía en un sofá desvencijado
cuyos extraños muelles se mecían como si fueran un prado de césped metálico que
apuntara bajo la tapicería gastada. El resto del mobiliario era una mesa sin pintar,
desordenada y toda cubierta con periódicos de tinta borrosa. El enfermo Khrenov,
un anciano enjuto y apergaminado que llevaba un camisón que le llegaba hasta los
tobillos, volvió a meterse en la cama –y el crujido de las tablas del suelo dio
cuenta de sus pasos apresurados– y llegó a tiempo para cubrirse con la sábana justo
en el momento en que la gran cabeza afeitada de Wolfe se asomaba por la puerta.
–Entra, me alegro de
verte, pero entra ya.
El anciano respiraba
con dificultad; la puerta de la mesilla de noche estaba entreabierta.
–Me he enterado de que
estás ya casi recuperado del todo, Alexey Ivanych –dijo el Barón Wolfe, y se sentó
junto a la cama palmeando las rodillas.
Khrenov le dio la mano,
amarillenta y pegajosa, y negó con la cabeza.
–No sé lo que te habrán
contado, pero tengo la absoluta seguridad de que me voy a morir mañana.
Y lo corroboró con un
chasquido de sus labios.
–Tonterías –le interrumpió
Wolfe alegremente mientras sacaba del bolsillo de atrás una enorme pitillera de
plata–. ¿Te importa si fumo?
Estuvo jugando mucho
rato con el mechero, sin dejar de chascar la piedra. Khrenov entrecerró los ojos.
Tenía los párpados azulados como las membranas de una rana. Unos pelillos grisáceos
cubrían su barbilla prominente. Sin abrir los ojos dijo: “Será como te acabo de
decir. Mataron a mis dos hijos y a Natasha y a mí nos echaron brutalmente de nuestro
nido natal. Ahora no nos queda más remedio que vivir y morir en una ciudad extraña.
Qué estúpido, cuando te pones a pensarlo…”.
Wolfe comenzó a hablar
alto y con determinación. Dijo que Khrenov tenía muchos años todavía por delante,
gracias a Dios, y que todo el mundo volvería a Rusia en primavera, junto con las
golondrinas. Y a continuación empezó a contar una anécdota del pasado.
–Ocurrió cuando viajaba
por el Congo –dijo mientras su cuerpo, un punto corpulento, se mecía ligeramente
al compás de sus palabras–. Ay, el lejano Congo, mi querido Alexey Ivanych, aquellas
tierras salvajes y lejanas, si tú supieras… Imagínate un pueblo en medio de la selva,
las mujeres con pechos desnudos y ondulantes y el brillo del agua, negra como el
caracul entre las chozas. Y allí en medio, bajo un árbol gigantesco, un kiroku,
había unas naranjas grandes como pelotas de goma, y por la noche desde el interior
del tronco del árbol se oía como el ruido del mar. Mantuve una larga conversación
con el reyezuelo local. Nuestro traductor era un ingeniero belga, otro hombre curioso.
Por cierto, juraba que en 1895 había visto un ictiosauro en los pantanos no lejos
de Tanganika. El reyezuelo era como una medusa tiznada de cobalto, engalanado con
anillos y con una masa gelatinosa en el estómago. Y te voy a contar lo que pasó
entonces…
Wolfe, que estaba disfrutando
con su relato, sonrió y se acarició la calva azulada.
–Natasha ya está de
vuelta –le interrumpió Khrenov con decisión callada, sin abrir los ojos.
Wolfe se ruborizó al
instante y volvió la cabeza. Un segundo más tarde y como en la distancia, se oyó
el ruido metálico de la llave de la puerta principal y unas pisadas crujieron en
el hall de entrada. Y al momento, Natasha entró en la habitación, con mirada
radiante.
–¿Cómo estás, papá?
Wolfe se levantó y dijo
con fingida indiferencia: “Tu padre está perfectamente bien y no veo razón alguna
para que siga en la cama… Iba a contarle una historia acerca de cierto brujo africano”.
Natasha sonrió a su
padre y se dispuso a abrir el sobre de la medicina.
–Está lloviendo –dijo
dulcemente–. Hace un tiempo horrible.
Como suele ocurrir cuando
se menciona el tiempo, los otros miraron por la ventana. Al incorporarse, una vena
gris azulada se dejó ver en el cuello estirado de Khrenov. Luego dejó descansar
la cabeza en la almohada. Con expresión de tristeza Natasha iba contando las gotas
de la medicina, marcando el tiempo con las pestañas. Su pelo negro, brillante, estaba
cubierto de gotas de lluvia y bajo sus ojos se veían unas adorables sombras azules.
2.
De vuelta en su habitación, Wolfe se entretuvo
en medirla con sus pasos durante un buen rato, con una sonrisa feliz y nerviosa,
y de tanto en tanto se dejaba caer en un sillón o en el borde de la cama. Luego,
por alguna razón, abrió la ventana y escrutó el oscuro borboteo del patio de abajo.
Finalmente se encogió de hombros, como en un espasmo, se puso el sombrero verde
y salió.
El viejo Khrenov, que
descansaba desplomado en el sofá mientras Natasha le arreglaba la cama para la noche,
observó con indiferencia, en un susurro apenas audible:
–Wolfe ha salido a cenar.
A continuación suspiró
y se arropó con la sábana.
–Ya está –dijo Natasha–.
Métete en la cama, papá.
Estaban rodeados por
la húmeda ciudad vespertina, por los negros torrentes de las calles, las cúpulas
móviles y brillantes de los paraguas, el resplandor de los escaparates que chorreaban
su brillo de luces hasta el asfalto. La noche empezó a fluir junto con la lluvia,
llenando las profundidades de los patios, vacilando como una llama en los ojos de
las prostitutas de largas piernas que lentamente se paseaban por las esquinas atestadas
de gente. Y, en algún lugar en las alturas, las luces circulares de un anuncio brillaban
intermitentemente como una noria iluminada que no dejara de dar vueltas.
Al caer la noche, a
Khrenov le había subido la fiebre. El termómetro estaba caliente, vivo –la columna
de mercurio había alcanzado cotas muy altas en la pequeña escala roja. Durante un
buen rato murmuró palabras ininteligibles, mientras se mordía los labios sin dejar
de menear la cabeza con suavidad. Luego se quedó dormido. Natasha se desnudó a la
débil luz de una vela y contempló su reflejo en el lóbrego cristal de la ventana,
el cuello pálido y delgado, su trenza oscura que le llegaba al hombro. Se quedó
así de pie, en una lánguida inmovilidad, y de repente le pareció que la habitación,
junto con el sofá, la mesa atestada de colillas, la cama en la que, con la boca
abierta, un viejo sudoroso de nariz afilada dormía inquieto –que todo eso comenzaba
a moverse hasta quedarse flotando, como la cubierta de un barco adentrándose en
la noche. Suspiró, se acarició la espalda desnuda, todavía caliente, y arrebatada
en parte por una especie de mareo, se acomodó en el sofá. Entonces, con una vaga
sonrisa, empezó a quitarse, enrollándolas muy despacio, aquellas medias viejas,
tantas veces remendadas. Y de nuevo la habitación empezó a flotar, y sintió como
si alguien respirara aire caliente sobre su nuca. Abrió los ojos con intensidad
–unos ojos oscuros,
alargados, cuyo blanco tenía un brillo azulado. Una mosca de otoño empezó a volar
en círculo en torno a la vela y se estampó contra la pared como si fuera un guisante
negro que emite un zumbido. Natasha se abrigó lentamente con la manta y se estiró,
sintiendo, como una espectadora de sí misma, el calor de su propio cuerpo, de sus
largos muslos y de sus brazos desnudos estirados tras su nuca. Se sentía demasiado
perezosa para apagar la vela, para ahuyentar el hormigueo que la llevaba a encoger
involuntariamente las rodillas y a cerrar los ojos. Khrenov emitió un profundo gemido
y sin dejar de dormir movió un brazo y lo alzó fuera de las sábanas. El brazo se
dejó caer como el brazo de un muerto. Natasha se incorporó ligeramente y sopló para
apagar la vela. Círculos multicolores empezaron a nadar ante sus ojos.
Me encuentro tan bien,
pensó, riéndose contra la almohada. Estaba encogida en la cama y se veía a sí misma
increíblemente pequeña, y los pensamientos que tenía en la cabeza eran todos como
chispas calientes que se dispersaran y se deslizaran dulcemente. Cuando se estaba
quedando dormida su torpor se vio roto por un grito profundo y aterrorizado.
–¿Qué te pasa, papá?
Revolvió en la mesa
y encendió la vela.
Khrenov se había incorporado
en la cama y respiraba con furia, sus dedos agarrados al cuello del camisón. Hacía
unos minutos que se había despertado y estaba congelado de terror, habiendo confundido
la esfera luminosa del reloj que aguardaba en la silla con la boca de un rifle que
inmóvil le apuntaba directamente. Aguardaba el tiro, sin atreverse a hacer el más
mínimo movimiento, y luego, perdido el control, empezó a gritar. Ahora se había
quedado mirando a su hija, pestañeando y sonriendo con una sonrisa trémula.
–Papá, cálmate, no pasa
nada…
Se levantó descalza
–los pies un leve susurro en las tablas de madera– a arreglarle las almohadas y
le tocó la frente, que tenía pegajosa y fría de sudor. Con un profundo suspiro y
temblando todavía como con espasmos, su padre se volvió hacia la pared y murmuró:
“Todos ellos, todos… y también yo. Es una pesadilla… No, no, no debes”.
Y se quedó dormido como
quien se cae a un abismo.
Natasha volvió a acostarse.
El sofá parecía ahora tener más bultos, los muelles le apretaban el costado, también
los hombros, pero al final consiguió encontrar una postura cómoda y volvió a flotar
en el cálido sueño interrumpido que todavía sentía sin por eso recordarlo. Al amanecer,
algo la despertó. Su padre la llamaba.
–Natasha, no me encuentro
bien. Dame un poco de agua.
En equilibrio precario,
su somnolencia todavía traspasada por el pálido azul del amanecer, fue hasta el
lavabo a llenar la jarra que tintineaba con sus pasos. Khrenov bebió con avidez
apurando el vaso. Dijo: “Sería tremendo que no tuviera tiempo de regresar”.
–Vuelve a dormirte,
papá. Trata de dormir.
Natasha se puso la bata
de franela y se sentó a los pies de la cama de su padre. Él repitió varias veces
las palabras: “Esto es horrible”, para luego acabar en una sonrisa de terror.
–Natasha, no dejo de
imaginar que voy paseando por nuestro pueblo. ¿Te acuerdas de aquel lugar junto
al río, cerca del aserradero? Y resulta difícil caminar. Ya sabes, todo aquel serrín
y la arena. Los pies se me hunden. Me hacen cosquillas. Una vez, cuando viajamos
al extranjero… –arrugó el ceño, luchando por seguir el curso de sus pensamientos
dispersos.
Natasha recordó con
extraordinaria nitidez el aspecto que tenía su padre entonces, recordó su rala barba
rubia, sus guantes de piel gris, su gorra escocesa que parecía una de esas bolsas
de goma donde guardas la esponja cuando te vas de viaje… y de repente se dio cuenta
de que estaba a punto de echarse a llorar.
–Sí. Eso es todo –Khrenov
musitó con indiferencia, escrutando la niebla del amanecer.
–Duerme un poco más,
papá. Yo me acuerdo de todo.
Con torpeza, bebió un
trago de agua, se lavó la cara y se volvió a descansar sobre la almohada. Desde
el patio llegó el canto dulce y vibrante del gallo.
3.
A la mañana siguiente, hacia las once,
Wolfe llamó a la puerta de los Khrenov. Unos platos tintinearon aterrorizados en
la habitación y Natasha rompió a reír. Inmediatamente se deslizó al descansillo,
después de cerrar con cuidado la puerta tras de sí.
–Estoy tan contenta.
Mi padre está mejor hoy.
Iba vestida con una
blusa blanca y una falda beige con botones en las caderas. Sus alargados ojos brillaban
de felicidad.
–Ha pasado una noche
muy inquieta –continuó rápidamente–, pero ahora está totalmente tranquilo. Ya no
tiene fiebre. Incluso ha decidido que se va a levantar. Lo acaban de bañar.
–Hoy hace un sol espléndido
–dijo Wolfe misteriosamente–. No he ido a trabajar.
Estaban de pie en el
descansillo con su luz mortecina, apoyados ambos en la pared sin saber qué más decirse.
–¿Sabes qué, Natasha?
–se aventuró finalmente Wolfe, separándose de la pared lentamente, como si la empujara,
y metiéndose las manos en los bolsillos de sus arrugados pantalones grises–. Vámonos
de excursión al campo. Estaremos de vuelta a las seis, ¿qué te parece?
Natasha le escuchaba
reclinada en la pared, aunque a su vez empezó a enderezarse.
–Pero ¿cómo voy a dejar
a mi padre solo? Aunque quizá…
Y al detectar la sombra
de la duda en sus palabras, Wolfe se alegró.
–Natasha, guapa, venga,
decídete, por favor. ¿No me acabas de decir que hoy tu padre está bien? Y la casera
está ahí al lado para cualquier cosa que necesite.
–Es verdad –dijo Natasha
lentamente–. Se lo voy a decir.
Y con un revuelo de
la falda volvió a la habitación.
Encontró a Khrenov completamente
vestido a excepción del cuello duro de la camisa; trataba de coger algo que había
en la mesa.
–Natasha, Natasha, ayer
te olvidaste de comprar los periódicos…
Natasha se dispuso a
hacer té en el hornillo de gas.
–Papá, hoy me gustaría
ir de excursión al campo. Wolfe me lo ha propuesto.
–Desde luego, hija mía,
debes ir –contestó Khrenov y los blancos azulados de sus ojos se llenaron de lágrimas–.
Créeme, hoy estoy mucho mejor. Si no fuera por esta ridícula debilidad…
Cuando Natasha se hubo
ido, su padre empezó de nuevo a andar a tientas por la habitación, inseguro, buscando
algo… Con un débil gruñido trató de mover el sofá. Y luego miró debajo del mismo…
y se quedó allí un rato, tumbado en el suelo, la cabeza le daba vueltas con náuseas.
Despacio, con mucho esfuerzo, consiguió incorporarse, ponerse de pie y llegar a
la cama… Y de nuevo tuvo la sensación de que estaba cruzando algún puente, de que
oía el ruido de un aserradero, de que unos árboles amarillentos flotaban, de que
sus pies se hundían y hundían en el húmedo serrín, de que un viento frío venía zumbando
del río, provocándole cada vez más y más escalofríos…
4.
–Sí, todos mis viajes… Natasha, a veces
me siento como un dios. He visto el Palacio de las Sombras de Ceilán y he cazado
diminutos pájaros color esmeralda en Madagascar. Los indígenas llevan collares confeccionados
con huesos de vértebras, y por la noche cantan en la costa de una forma tan extraña,
como si fueran chacales musicales. He vivido en una tienda de campaña no lejos de
Tamatave, donde la tierra es roja y el mar azul oscuro. No te podría describir aquel
mar.
Wolfe se quedó callado,
jugueteando con una piña. Luego se pasó la palma hinchada de la mano a lo largo
de su rostro y rompió a reír.
–Y aquí estoy, sin un
céntimo, atrapado en la más miserable de las ciudades europeas, ahogándome en una
oficina día tras día, como cualquier holgazán, malcomiendo pan y salchichas por
la noche en un figón de camioneros. Y sin embargo, hubo un tiempo…
Natasha estaba tumbada
boca abajo, apoyada en los codos bien abiertos, observando las copas iluminadas
de los pinos conforme iban desapareciendo en las alturas turquesas. Mientras contemplaba
el cielo, unos puntos redondos luminosos rielaban y se dispersaban en sus ojos.
De cuando en cuando algo revoloteaba como un espasmo dorado de pino a pino. Junto
a sus piernas cruzadas el Barón Wolfe se sentaba con su terno gris, su cabeza afeitada
inclinada, y seguía manoseando la piña seca.
Natasha suspiró.
–En la Edad Media –dijo
mirando las copas de los pinos– me habrían quemado en la hoguera o me habrían canonizado.
A veces tengo sensaciones extrañas. Como una especie de éxtasis. Luego me quedo
como ingrávida, y siento como si estuviera flotando en algún lugar y entonces lo
entiendo todo, la vida, la muerte, todo… En una ocasión, cuando tenía unos diez
años, estaba sentada en el comedor, dibujando. Hasta que me cansé y empecé a pensar.
Y de repente se cruzó en mis pensamientos la presencia de una mujer, descalza, con
una ropa de color azul muy gastada, y una gran tripa grávida, y su rostro era menudo,
delgado y amarillento, con unos ojos extraordinariamente bondadosos, extraordinariamente
misteriosos… Sin mirarme, pasó corriendo y desapareció en la habitación de al lado.
No me asusté. Por alguna extraña razón pensé que había venido a fregar los suelos.
Nunca me volví a encontrar con aquella mujer, pero ¿sabes quién era? La Virgen María…
Wolfe sonrió.
–¿Qué te lleva a pensar
eso, Natasha?
–Lo sé. Se me apareció
en sueños cinco años más tarde. Llevaba un niño en el regazo y a sus pies descansaban
unos ángeles apoyados en los codos, exactamente igual que en el cuadro de Rafael,
con la diferencia de que éstos estaban vivos. Y por si eso no fuera suficiente,
también tengo, a veces, otras visiones, más humildes. Cuando se llevaron a mi padre,
en Moscú, me quedé sola en la casa y ocurrió lo siguiente: en la mesa de trabajo
había una pequeña campana de bronce como las que les ponen a las vacas en el Tirol.
Sin previo aviso se elevó en el aire, empezó a tañer y luego se cayó. Qué sonido
tan puro, tan maravilloso.
Wolfe se la quedó mirando
sorprendido y luego tiró la piña y habló con voz fría y opaca.
–Hay algo que tengo
que decirte, Natasha. Verás, nunca he estado en África ni tampoco en la India. Todo
lo que te he contado es mentira. Voy a cumplir treinta años, pero aparte de dos
o tres ciudades rusas, una docena de pueblos, y este país desolado, no he visto
nada más. Por favor, perdóname.
Y sonrió con una sonrisa
melancólica. De repente, sintió una piedad intolerable por las grandiosas fantasías
que le habían sostenido desde su niñez.
El tiempo era otoñal,
seco y cálido. Los pinos apenas crujían al mecerse sus copas teñidas de oro.
–Una hormiga –dijo Natasha,
levantándose y arreglándose la falda y las medias–. Nos hemos sentado sobre las
hormigas.
–¿Me desprecias mucho?
–preguntó Wolfe.
Ella se rio.
–No seas tonto. Somos
tal para cual. Todo lo que te he contado de mis éxtasis y la Virgen María y la campanilla
eran puras fantasías. Lo inventé todo un buen día, y, claro, después de eso, naturalmente,
tuve la impresión de que realmente había sucedido.
–Eso suele pasar –dijo
Wolfe, radiante.
–Cuéntame más cosas
de tus viajes –preguntó Natasha, sin sarcasmo alguno.
Con un gesto mecánico,
Wolfe sacó su contundente pitillera de plata.
–A tu servicio. Una
vez, cuando navegaba en una goleta de Borneo a Sumatra…
5.
Una suave pendiente descendía hasta el
lago. Los postes del pantalán de madera se reflejaban como espirales grises en el
agua. Más allá del lago había un bosque de pinos negros, pero aquí y allí se divisaba
algún tronco blanco y la neblina de las hojas amarillentas de un abedul. En el agua
color turquesa oscuro flotaban relumbres de nubes y Natasha se acordó de repente
de los paisajes de Levitan. Tuvo la impresión de que estaban en Rusia, que sólo
podían estar en Rusia donde esa felicidad tórrida te aprieta la garganta, y se sentía
feliz de que Wolfe le relatara aquel sinsentido maravilloso, con sus pequeños ruidos,
lanzando pequeñas piedras planas que mágicamente patinaban sobre el agua para rebotar
a continuación. En aquel día laborable no había gente; sólo se dejaban oír de cuando
en cuando unas nubecillas de risas o de gritos, y la única sombra que se cernía
sobre el lago era un ala blanca… la vela de un yate. Caminaron un buen rato a lo
largo de la orilla del lago, subieron por la pendiente resbaladiza y encontraron
un camino donde las matas de frambuesa emitían una bocanada de humedad negra. Un
poco más adelante, junto al agua, había un café, desierto, sin camareras ni clientes
a la vista, como si se hubiera declarado un fuego y todos se hubieran tenido que
ir corriendo, llevándose consigo tazas y platos. Wolfe y Natasha dieron la vuelta
al café y luego se sentaron a una mesa vacía donde hicieron como que comían y bebían
mientras escuchaban la música de una orquesta que animaba el almuerzo. Y mientras
se divertían y reían, Natasha creyó oír el sonido nítido y real de una música de
viento de color naranja. Luego, con una sonrisa misteriosa, se levantó de improviso
y corrió a la orilla del lago. El Barón Wolfe fue tras ella penosamente: “¡Espera,
Natasha… todavía no hemos pagado!”.
Después, encontraron
un prado de color verde manzana, bordeado por juncias, a través del cual el sol
hacía que el agua brillara como oro líquido, donde Natasha, entrecerrando los ojos
y respirando con fuerza, repitió varias veces: “Dios mío, qué maravilloso…”.
Wolfe se sintió herido
por la falta de respuesta y se quedó callado, y en aquel momento ligero y soleado
junto al gran lago, una cierta tristeza le pasó flotando como un escarabajo melodioso.
Natasha frunció el ceño
y dijo: “Por alguna razón, tengo la sensación de que mi padre está peor. Quizá no
hubiéramos debido dejarlo solo”.
Wolfe recordó la escena
del día anterior cuando el anciano se metió en la cama. Se vio a sí mismo observando
aquellas piernas delgadas, con el brillo gris de sus pelos erizados. Y pensó: “¿Y
si fuera a morirse precisamente hoy?”.
–No digas eso, Natasha…
hoy estaba muy bien.
–Yo también lo pienso
–contestó y se le pasó la tristeza.
Wolfe se quitó la chaqueta
y al quedarse en mangas de camisa, la corpulencia de su cuerpo despidió una leve
aura de calor. Caminaban muy juntos y Natasha, que no dejó de mirar al frente, disfrutaba
al sentir aquel calor que caminaba a su lado.
–¡Cuántos sueños, Natasha,
cuántos sueños! –dijo, mientras describía círculos silbantes con un pequeño bastón–.
¿Tú crees que me miento a mí mismo cuando hago pasar mis fantasías por realidad?
Tuve un amigo que sirvió durante tres años en Bombay. ¿Bombay? ¡Dios mío! La música
encerrada en la geografía de los nombres. Esa palabra contiene en sí misma bombas
gigantes de luz de sol, de tambores. Imagínate, Natasha, aquel amigo mío era incapaz
de comunicar nada, no recordaba nada excepto las peleas de trabajo, el calor, la
fiebre y la mujer de un cierto coronel británico. ¿Quién de nosotros dos ha visitado
entonces realmente la India?… Resulta obvio, desde luego, que yo. Bombay, Singapur…
recuerdo, por ejemplo…
Natasha seguía caminando
a lo largo de la orilla del agua, y las olas de tamaño infantil del lago le salpicaban
los pies. En algún lugar más allá del bosque pasaba un tren, como si viajara a lo
largo de una cadencia musical, y ambos se detuvieron a escuchar. El día se había
vuelto un poco más dorado, y los bosques al otro lado del lago tenían un matiz azulado.
Cerca de la estación
del tren, Wolfe compró un cucurucho de ciruelas, pero resultaron estar amargas.
Sentado en el vacío compartimiento de madera del tren, las fue arrojando a intervalos
por la ventana, y no dejaba de lamentarse de que, en el café, no hubiera robado
algunos de esos posavasos de cartón que ponen debajo de las jarras de cerveza.
–Vuelan tan bellamente,
Natasha, como pájaros. Da gusto verlos.
Natasha estaba cansada;
cerraba los ojos con determinación, una y otra vez, y como le había ocurrido durante
la noche, se veía arrastrada y vencida por una sensación leve de mareo.
–Cuando le cuente a
mi padre nuestra excursión, por favor no me interrumpas ni me corrijas. Quizá le
cuente cosas que no hemos visto. Distintas y pequeñas maravillas. Él me entenderá.
Cuando llegaron a la
ciudad decidieron ir a casa caminando. El Barón Wolfe callaba, taciturno, con una
mueca de desagrado ante el ruido feroz de las bocinas de los automóviles; Natasha,
sin embargo, parecía empujada por velas de barcos, como si la fatiga la sostuviera,
y la dotara de alas que la hacían ingrávida, y Wolfe se había transformado a sus
ojos en un ser todo azul, tan azul como la noche. Cuando estaban a una manzana de
su casa, Wolfe se detuvo de repente. Natasha siguió andando. Luego, también ella
se paró. Miró a su alrededor. Wolfe alzó los hombros, metió las manos en los bolsillos
de aquellos pantalones que le quedaban anchos, inclinó la cabeza como un toro y
mirándola de reojo le dijo que la quería. Luego se dio la vuelta y se fue al estanco.
Natasha se quedó ahí
de pie un rato como suspendida en el aire y luego fue caminando lentamente hacia
su casa. También esto se lo tendré que decir a mi padre, pensó, avanzando a través
de una niebla azul de felicidad, en la cual las farolas de la calle iban encendiéndose
como piedras preciosas. Sintió que se iba debilitando, que unas silenciosas olas
cálidas fluían por su columna vertebral. Cuando llegó a casa, vio que su padre,
con una chaqueta negra, aguantándose la camisa sin cuello ni botón con una mano
y balanceando las llaves de la puerta con la otra, salía apresuradamente, ligeramente
encorvado en la niebla vespertina, y se dirigía al puesto de periódicos.
–Papá –le llamó y se
dispuso a seguirle.
Él se paró al borde
de la acera y, ladeando la cabeza, la miró con su habitual sonrisa taimada.
–Mi pequeño gallo de
corral, canoso ya. No debías haber salido –dijo Natasha.
Su padre ladeó la cabeza
al otro lado y dijo con mucha suavidad: “Hija mía, el periódico trae hoy una noticia
fabulosa. Pero he olvidado el dinero en casa. ¿Te importaría subir y traérmelo?
Te espero aquí”.
Ella empujó la puerta,
enfadada con su padre y a la vez contenta de que se encontrara tan animado. Subió
las escaleras deprisa, etéreamente, como en un sueño. Al llegar al descansillo apresuró
el paso. Puede coger frío esperándome ahí abajo…
Por alguna razón, la
luz del descansillo estaba encendida. Al acercarse a la puerta Natasha oyó un murmullo
de palabras suaves al otro lado de la misma. Se apresuró a abrirla de golpe. Había
una lámpara de petróleo sobre la mesa, provocando casi una humareda. La casera,
una criada y una persona desconocida bloqueaban el camino a la cama. Todas ellas
se volvieron cuando entró Natasha y la casera con un grito se lanzó hacia ella…
Sólo entonces se dio
cuenta Natasha de que su padre estaba tumbado en la cama; su aspecto era muy distinto
al que tenía cuando se habían despedido por la mañana: ahora era un hombre viejo,
muerto, con la nariz de cera.
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