Saki
De todos los bohemios auténticos
que se dejan caer de vez en cuando en el supuesto círculo bohemio del restaurante
Nuremberg, de la calle Owl, en el Soho, ninguno tan interesante ni esquivo como
Gebhard Knopfschrank. No tenía amigos, y aunque trataba como conocidos a todos los
que frecuentaban el restaurante, nunca pareció que deseara llevar ese conocimiento
más allá de la puerta que conducía a la calle Owl y al mundo exterior. Trataba con
ellos de manera bastante parecida a como una vendedora del mercado trataría con
quienes acertaran a pasar por su puesto, mostrando sus mercancías y charlando sobre
el clima y lo flojo que va el negocio, a veces sobre el reumatismo, pero sin mostrar
nunca el deseo de penetrar en sus vidas cotidianas o analizar sus ambiciones.
Se
creía que pertenecía a una familia de granjeros oriundos de algún lugar de Pomerania.
Hace unos dos años, según todo lo que se sabe de él, había abandonado el trabajo
y la responsabilidad de criar cerdos y gansos para probar fortuna como artista en
Londres.
–¿Pero
por qué Londres, y no París o Munich? –le preguntaban los curiosos.
Bueno,
pues había un barco que iba de Stolpmünde a Londres dos veces al mes, y aunque llevaba
pocos pasajeros el precio era barato; no eran baratos, en cambio, los billetes de
ferrocarril a Munich o a París. Por eso eligió Londres como escenario de su gran
aventura.
La
cuestión que hacía tiempo que había inquietado seriamente a los que frecuentaban
el Nuremberg era si el emigrante cuidador de gansos era en realidad un genio impulsado
por su alma, que extendía sus alas hacia la luz, o simplemente un joven emprendedor
que creía sería capaz de pintar y que, lógicamente, deseaba escapar de la monotonía
de la dieta de pan de centeno y de las llanuras arenosas de Pomerania recorridas
por los cerdos. Había motivos razonables para la duda y la precaución; los grupos
artísticos que se reunían en el pequeño restaurante incluían a muchas mujeres jóvenes
de cabellos cortos y muchos hombres jóvenes de cabellos largos, todos los cuales
se consideraban a sí mismos anormalmente dotados en el campo de la música, la poesía,
la pintura o el escenario, aunque hubiera muy poco o nada que apoyara esa suposición,
por lo que cualquiera que se proclamara a sí mismo como genio en cualquier esfera
resultaba inevitablemente sospechoso en medio de todos ellos. Por otra parte, existía
siempre el peligro de desairar inopinadamente a un ángel. Se había producido el
lamentable caso de Sledonti, el poeta dramático, a quien se le había tenido por
muy poco en el salón de juicios de la calle Owl, para después ser saludado como
el maestro cantor del gran duque Constantino Constantinovitch, “el más culto de
los Romanoff” según Sylvia Strubble, que hablaba como alguien que conoce a todos
los miembros de la familia imperial rusa. En realidad conocía a un corresponsal
de un periódico, un hombre joven que comía borsch con la actitud de haberlo
inventado. Los Poemas de la muerte y la pasión de Sledonti se vendían ahora
a miles en siete lenguas europeas, e iban a ser traducidos al sirio, circunstancia
que hacía que los críticos del Nuremberg no desearan madurar sus juicios con demasiada
rapidez ni demasiado irrevocablemente.
Por
lo que respecta a la obra de Knopfschrank, no carecieron de oportunidades para analizarla
y alabarla. Sin embargo, él se mantenía resueltamente apartado de la vida social
de sus conocidos del restaurante, aunque no le importaba mostrar sus realizaciones
artísticas a la mirada inquisitiva de aquéllos. Todas las tardes, o casi todas,
aparecía a las siete en punto, se sentaba en la mesa de siempre, arrojaba en la
silla de enfrente un voluminoso portafolios negro, hacía una señal indiscriminada
de reconocimiento a los otros comensales conocidos, e iniciaba seriamente la actividad
de comer y beber. Al llegar al café encendía un cigarrillo, se ponía encima el portafolios
y empezaba a hurgar entre sus contenidos. Con lenta deliberación, elegía algunos
de sus estudios y esbozos más recientes y silenciosamente los pasaba de mesa en
mesa prestando atención especial a cualquier comensal nuevo que pudiera estar presente.
Por detrás de cada esbozo había escrito con letra sencilla este anuncio: “Precio,
diez chelines”.
Si
evidentemente su obra no estaba estampada con la marca del genio, en cualquier caso
resultaba notable por su elección de un tema inusual e invariable. Sus cuadros representaban
siempre alguna calle o lugar público bien conocidos de Londres, en decadencia y
desprovistos de su población humana, que había sido sustituida por una fauna salvaje
que, por la riqueza de las especies exóticas, debía haber escapado del parque zoológico
y las exhibiciones de fieras deambulantes. “Jirafas bebiendo en la fuente de Trafalgar
Square”, era uno de sus estudios más notables y característicos, aunque más sensacional
resultaba todavía el horrible cuadro titulado “Buitres atacando a un camello moribundo
en la zona alta de Berkeley Street”. También había fotografías del lienzo grande
en el que llevaba trabajando varios meses, y que ahora intentaba vender a algún
comerciante emprendedor o un aventurado aficionado. El tema era “Hienas dormidas
en la estación de Euston”, una composición en la que no faltaba nada que sugiriera
las insondables profundidades de la desolación.
–Desde
luego puede ser algo de una inteligencia inmensa, algo que haga época en la esfera
del arte –dijo Sylvia Strubble a su particular círculo de oyentes–; pero por otra
parte podría ser algo simplemente loco. No hay que prestar demasiada atención al
aspecto comercial del caso, evidentemente; no obstante, si algún comerciante en
arte hiciera una oferta por el cuadro de las hienas, o por alguno de los esbozos,
sabríamos mejor cómo situar a ese hombre y su obra.
–Quizás
nos maldigamos todos alguno de estos días por no haber comprado todo su portafolios
de esbozos –comentó la señora Nougat-Jones–. Y al mismo tiempo, cuando hay tanto
talento auténtico por ahí no apetece desperdiciar diez chelines por lo que parece
algo extraño y caprichoso. El cuadro que nos enseñó la semana pasada, “Gallos de
los arenales posados en el Albert Memorial”, era impresionante, y desde luego veo
que hay en él un buen trabajo artístico y amplitud de tratamiento; pero no se parecía
lo más mínimo al Albert Memorial, y Sir James Beanquest me ha dicho que los gallos
de los arenales no se posan sobre palos, sino que duermen en el suelo.
Por
mucho talento o genio que pudiera poseer el artista pomerano, lo cierto es que no
logró recibir confirmación comercial. El portafolio siguió siendo voluminoso por
los esbozos no vendidos, y la “Siesta en Euston”, que así llamaban los chistosos
del Nuremberg al lienzo grande, permanecía en el mercado. Los signos exteriores
y visibles de los problemas económicos empezaron a dejarse notar; la media botella
de clarete barato de la cena cedió paso a un vaso pequeño de cerveza, que después
fue sustituido por el agua. El menú de dieciséis peniques pasó de ser un acontecimiento
cotidiano a una extravagancia dominical; en los días ordinarios, el artista se contentaba
con una tortilla de siete peniques y un poco de pan y queso, e incluso había noches
en las que ni siquiera aparecía. En las raras ocasiones en que hablaba de sus propios
asuntos, se observó que empezaba a hablar más sobre Pomerania y menos sobre el gran
mundo del arte.
–Ahora
es un momento de mucho trabajo allí –dijo melancólicamente–. Después de la cosecha
se sacan los cerdos al campo, y hay que cuidarlos. Podría ayudar a cuidarlos si
estuviera allí. Aquí es difícil vivir, el arte no se aprecia.
–¿Por
qué no vuelve a casa de visita? –le preguntó alguien con mucho tacto.
–¡Ah,
eso cuesta dinero! Hay que pagar el pasaje de barco hasta Stolpmünde, y además hay
que pensar en el dinero que debo por mi alojamiento. Incluso aquí debo unos cuantos
chelines. Si pudiera vender alguno de mis esbozos…
–Quizás
si los rebajara un poco algunos estaríamos encantados de comprarlos –intervino la
señora Nougat-Jones–. Diez chelines es siempre una suma considerable para personas
que no son muy acomodadas. Si pidiera seis o siete chelines…
Cuando
se ha sido campesino una vez, se es siempre. La mera sugerencia de un regateo produjo
un parpadeo de alerta en la mirada del artista y endureció las líneas de sus labios.
–Nueve
chelines con nueve peniques cada uno –espetó, y pareció decepcionarse de que la
señora Nougat-Jones no siguiera con el tema. Había esperado llegar a ofrecérselos
por siete chelines y cuatro peniques.
Pasaron
las semanas y Knopfschrank se presentaba cada vez menos en el restaurante de la
calle Owl; incluso en esas ocasiones sus comidas eran cada vez más y más ligeras.
Llegó luego un día triunfal en el que se presentó pronto con un elevado estado de
animación y pidió una comida muy compleja que estaba muy cerca de ser un banquete.
Los recursos ordinarios de la cocina tuvieron que aumentarse con un plato importado
de pechuga de ganso ahumada, una delicadeza de Pomerania que por suerte pudo conseguirse
en una empresa de comerciantes en delikatessen de Coventry Street, mientras
que una botella de vino del Rin, de cuello largo, daba un toque final de festividad
y alegría a la abultada mesa.
–Es
evidente que ha vendido su obra maestra –susurró Sylvia Strubble a la señora Nougat-Jones,
que había llegado tarde.
–¿Quién
lo ha comprado? –susurró ésta.
–No
lo sé; todavía no ha dicho nada, pero debe de ser un americano. Fíjese, ha puesto
una pequeña bandera americana en el plato del postre y ha echado un penique en la
caja musical por tres veces, una vez para que toque “Bandera estrellada”, después
para una marcha del estadounidense Sousa y otra vez “Bandera estrellada”. Debe de
tratarse de un millonario americano, y evidentemente ha pagado un buen precio; irradia
satisfacción.
–Debemos
preguntarle quién lo ha comprado –añadió la señora Nougat-Jones.
–No,
ni hablar. Compremos pronto alguno de sus esbozos antes de que se suponga que sabemos
que es famoso; si no, doblará el precio. Estoy tan contenta de que por fin haya
triunfado. Ya sabes que siempre creí en él.
Por
la suma de diez chelines cada uno, la señorita Strubble compró los dibujos del camello
moribundo en la parte alta de Berkeley Street y de las jirafas apagando su sed en
Trafalgar Square; por el mismo precio, la señora Nougat-Jones consiguió el estudio
de los gallos de arenal. Un dibujo más ambicioso, “Lobos y wapiti luchando en las
escalinatas del Club Ateneo” encontró un comprador por quince chelines.
–¿Y
cuáles son sus planes ahora? –preguntó un hombre joven que contribuía ocasionalmente
con algunos párrafos a un semanario artístico.
–Regreso
a Stolpmünde en cuanto zarpe el barco, y no pienso regresar. Nunca.
–Pero,
¿y su obra? ¿Su carrera como pintor?
–Ah,
no importa. Se pasa hambre. Hasta hoy no había vendido ninguno de mis esbozos. Esta
noche han comprado algunos, porque me voy, pero en las otras ocasiones no vendí
ni uno solo.
–¿Pero
es que no hay un americano que…?
–Ah,
el americano rico –dijo reprimiendo una risa el artista–. Demos gracias a Dios.
Metió su coche dentro de nuestro rebaño de cerdos cuando lo sacaban al campo. Mató
a muchos de nuestros mejores cerdos, pero pagó todos los daños. Pagó quizás más
de lo que valían, muchas veces más de lo que habrían costado en el mercado después
de un mes de engordarlos, pero tenía prisa por llegar a Danzig. Cuando se tiene
prisa, hay que pagar lo que te piden. Demos gracias a Dios por los americanos ricos
que siempre tienen prisa por llegar a algún otro lugar. Mi padre y mi madre tienen
ahora tanto dinero que me enviaron un poco para que pagara mis deudas y regresara
a casa. El lunes parto hacia Stolpmünde y no regresaré. Nunca.
–Pero,
¿y su cuadro, el de las hienas?
–No
es bueno. Y es demasiado grande para llevarlo a Stolpmünde. Lo quemé.
Con
el tiempo será olvidado, pero de momento Knopfschrank es casi un tema tan doloroso
como el de Sledonti entre algunos de los que frecuentan el restaurante Nuremberg
de la calle Owl, en el Soho.
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