Flannery O’Connor
A Tilman le dio el ataque
en la capital del estado, adonde había ido por negocios, y estuvo allí internado
dos semanas en el hospital. No recordaba la llegada a su casa en ambulancia, pero
su esposa sí. Se había pasado dos horas sentada en el asiento plegable, a los pies
de su marido, con la vista clavada en su cara. Solo el ojo izquierdo de Tilman,
desviado hacia dentro, parecía albergar su antigua personalidad. En él ardía la
ira. Por lo demás, toda su cara estaba preparada para la muerte. La justicia era
implacable y para ella era un placer cuando la encontraba. Quizá hacía falta esta
desgracia para que Walter se diera cuenta.
De
pura casualidad los dos hijos estaban en casa cuando ellos llegaron. Mary Maud regresaba
en coche de la escuela, sin darse cuenta de que la ambulancia iba detrás de ella.
Se bajó del coche, una mujer corpulenta de treinta años, con la cara redonda e infantil
y un montón de cabello color zanahoria que le caía desde lo alto de la cabeza como
una red invisible, besó a su madre, le echó una ojeada a Tilman y ahogó un grito
de asombro; luego, con cara seria y desconcertada, siguió al enfermero que iba detrás,
dándole a gritos una serie de instrucciones sobre cómo superar la curva de la escalera
del frente llevando la camilla a cuestas. “Nada más ni nada menos que como una maestra
de escuela”, pensó su madre. Maestra de escuela de la cabeza a los pies. Cuando
el enfermero que iba delante llegó al balcón, Mary Maud gritó bruscamente, con el
tono empleado para dominar a los niños:
–¡Levántate,
Walter, y abre la puerta!
Walter
estaba sentado en el borde de la silla, absorto en la operación, con el dedo metido
en el libro que había estado leyendo antes de que llegara la ambulancia. Se levantó,
aguantó la puerta mosquitera y, mientras los enfermeros cruzaban el balcón con la
camilla, observaba con evidente fascinación la cara de su padre.
–Me
alegro de verlo, mi capitán –dijo, levantó la mano y, de cualquier manera, le hizo
el saludo militar.
Cargado
de ira, el ojo izquierdo de Tilman pareció alcanzar al hijo aunque no dio señales
de reconocerlo.
Roosevelt,
que en adelante sería enfermero en lugar de peón, esperaba dentro, al lado de la
puerta. Se había puesto la chaqueta blanca que reservaba para las grandes ocasiones.
Escrutaba lo que iba en la camilla. Los ojos enrojecidos se le tornaron vidriosos.
Y, de repente, se le llenaron de lágrimas que bañaron sus negras mejillas como si
fueran sudor. Tilman hizo un gesto débil y brusco con el brazo sano, el único gesto
de afecto que se había permitido hacerle a alguno de los presentes. El negro siguió
a la camilla hasta el dormitorio de atrás, sorbiéndose los mocos como si acabaran
de pegarle.
Mary
Maud entró para dar instrucciones a los portadores de la camilla.
Walter
y su madre se quedaron en el balcón.
–Cierra
la puerta –le ordenó–, que entran las moscas.
Ella
observaba a Walter desde que había entrado, buscaba en su cara grande y sosa alguna
señal de que sentía la urgencia de la situación, alguna señal de que debía tomar
las riendas, de que debía hacer algo, lo que fuese; para ella habría sido una alegría
verlo cometer un error, incluso empantanar las cosas, si con eso al menos hacía
algo, pero comprobó que nada había ocurrido. Walter le clavaba los ojitos, levemente
brillantes detrás de las gafas. Había captado cada detalle de la cara de Tilman;
había visto las lágrimas de Roosevelt, la confusión de Mary Maud, y ahora la estudiaba
a ella para comprobar cómo reaccionaba. Se enderezó el sombrero de un manotazo cuando,
por la forma en que la miraba su hijo, se percató de que se le había ido hacia atrás.
–Deberías
llevarlo así –dijo él–. Te da un aire desenfadado, de despiste.
Ella
endureció el gesto tanto como pudo.
–Ahora
la responsabilidad es tuya –le dijo con tono severo, categórico.
Él
siguió allí de pie, con aquella media sonrisa, en silencio. Como una masa absorbente
que se queda con todo sin dar nada. Ella tuvo la impresión de estar ante un extraño
con la misma cara de la familia. Tenía la misma sonrisa evasiva de abogado que su
padre y su abuelo maternos, engastada en la misma mandíbula poderosa, bajo la misma
nariz romana; su hijo tenía los mismos ojos, ni azules, ni verdes, ni grises; no
tardaría en quedarse calvo como ellos. Ella endureció más el gesto.
–Tendrás
que tomar las riendas de la casa y el negocio –le dijo, y se cruzó de brazos–, si
quieres seguir aquí.
A
él se le borró la sonrisa. La miró con fijeza, la expresión ausente, y luego paseó
la vista por el prado, más allá de los cuatro robles y de la lejana y negra hilera
de árboles, por el cielo despejado de la tarde.
–Creía
que esta era mi casa –dijo él–, pero se ve que las suposiciones sirven de bien poco.
A
ella se le encogió el corazón. De pronto le vino la imagen de su hijo desamparado.
Desamparado allí, desamparado en todas partes.
–Por
supuesto que es tu casa –dijo ella–, pero alguien debe tomar las riendas. Alguien
tiene que encargarse de que estos negros trabajen.
–Yo
no sé hacer trabajar a los negros –rezongó él–. Es lo último de lo que sería capaz.
–Yo
te diré todo lo que tienes que hacer.
–¡Ja!
–exclamó él–. Eso, seguro.
La
miró y recuperó la media sonrisa.
–Señora
mía –le dijo–, saldrás adelante. Naciste para tomar las riendas. Si al viejo le
hubiera dado el ataque hace diez años, estaríamos todos mucho mejor. Habrías sido
capaz de guiar una caravana de carretas a través de las comarcas deshabitadas. Eres
capaz de detener a una turba. Eres la última del siglo diecinueve, eres…
–Walter
–lo interrumpió ella–, tú eres hombre. Yo soy solo una mujer.
–Una
mujer de tu generación –dijo Walter– vale más que un hombre de la mía.
Ella
apretó los labios en un gesto de indignación y la cabeza la tembló imperceptiblemente.
–¡A
mí me daría vergüenza decir eso! –susurró.
Walter
se dejó caer en la silla en la que estaba sentado antes y abrió el libro. La cara
se le tiñó de un rubor letárgico.
–La
única virtud de los de mi generación es que no nos da vergüenza decir la verdad
sobre nosotros mismos –dijo Walter, y se puso a leer otra vez. La entrevista con
su madre había concluido.
Ella
se quedó allí de pie, rígida, los ojos llenos de pasmado disgusto clavados en él.
Su hijo. Su único hijo. Los ojos de Walter, su cabeza y su sonrisa eran los de la
familia, pero por debajo se percibía un tipo de hombre distinto de cuantos ella
había conocido. En él no había inocencia, ni rectitud, ni fe en el pecado o en la
predestinación. El hombre que ella veía cultivaba con imparcialidad tanto el bien
como el mal y a todas las cosas le veía tantos matices que era incapaz de actuar,
incapaz de trabajar, incapaz incluso de hacer que los negros trabajaran. Ese vacío
era terreno abonado para todo tipo de males. “¡Sabe Dios –pensó, y se quedó sin
aliento–, sabe Dios lo que sería capaz de hacer!”
No
había hecho nada. Tenía veintiocho años y, por lo que ella alcanzaba a ver, no se
ocupaba más que de trivialidades. Tenía el aire de quien espera el gran acontecimiento
y no es capaz de iniciar trabajo alguno por miedo a ser interrumpido. Como siempre
estaba ocioso, a ella se le había ocurrido que tal vez su hijo quería ser artista,
filósofo o algo así, pero no era el caso. No quería escribir nada que llevara su
nombre. Se entretenía mandando cartas a gente que no conocía de nada y a los periódicos.
Con distintos nombres y distintas personalidades, escribía a gente extraña. Era
un pequeño vicio, peculiar y deleznable. Su padre y su abuelo habían sido hombres
honestos que habrían despreciado los vicios pequeños más que los grandes. Sabían
quiénes eran y cuál era su sitio. Era imposible decir qué era lo que sabía Walter
ni cuáles eran sus puntos de vista sobre nada. Leía libros que no tenían nada que
ver con nada de lo que importaba. Con frecuencia, le iba detrás y se encontraba
con algún extraño pasaje subrayado en un libro que él había dejado en alguna parte,
y, entonces, ella se pasaba días dándole vueltas. Un pasaje que encontró en un libro
que Walter había dejado en el suelo del cuarto de baño de arriba la persiguió de
un modo inquietante.
“El
amor debe estar lleno de ira –comenzaba, y pensó: ‘Sí es así, el mío lo está’. Siempre
estaba furiosa. Y seguía–: Y como has rechazado mi petición, quizá prestes oídos
a mi advertencia. ¿Qué empresa te trae a la casa de tu padre, oh, soldado afeminado?
¿Dónde están tus murallas y tus trincheras, dónde el invierno pasado en las líneas
del frente? ¡Escucha! Desde el cielo resuenan los clarines de guerra; ve a nuestro
general marchar completamente armado, se acerca entre las nubes a conquistar el
mundo entero. De la boca de nuestro rey sale una espada aguda de dos filos que corta
cuanto halla a su paso. ¡Despierta al fin de tu sueño, ven al campo de batalla!
Abandona la sombra y busca el sol.”
Le
dio la vuelta al libro para comprobar qué leía. Era una carta de san Jerónimo a
un tal Heliodoro, en la que lo reprendía por haber abandonado el desierto. Una nota
al pie decía que Heliodoro era miembro del famoso grupo reunido en torno a Jerónimo
en Aquilea, en el año 370. Había acompañado a Jerónimo a Oriente Próximo con la
intención de llevar una vida de ermitaño. Se separaron cuando Heliodoro prosiguió
viaje a Jerusalén. Finalmente, regresó a Italia, y en los años posteriores se convirtió
en un distinguido eclesiástico como obispo de Altino.
Este
era el tipo de cosas que leía… cosas que en el presente no tenían sentido. Entonces
le vino a la mente, con un leve y desagradable sobresalto, que el general con la
espada en la boca, que marchaba presto a la violencia, era Jesucristo.
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