H. G. Wells
Ciertamente, si alguna vez
un hombre encontró una guinea cuando estaba buscando un alfiler, ése fue mi buen
amigo, el profesor Gibberne. Yo ya había tenido noticias de investigadores que se
pasan de la raya, pero jamás hasta el punto al que él ha llegado. Realmente ha descubierto,
al menos esta vez y sin la más leve pincelada de exageración en la frase, algo que
revolucionará la vida humana. Y lo ha conseguido cuando estaba buscando simplemente
un estimulante general del sistema nervioso para levantar el ánimo de las personas
abatidas por las tensiones de estos tiempos agresivos. Yo he probado ya la droga
varias veces, y no se me ocurre nada mejor que describir el efecto que dicha sustancia
ha provocado en mí. Resulta cada vez más evidente que nos esperan experiencias sorprendentes
en la investigación de nuevas sensaciones.
El
profesor Gibberne, como mucha gente sabe, es vecino mío en Folkestone. Si la memoria
no me engaña, han aparecido retratos correspondientes a diferentes épocas de su
vida en el Strand Magazine, creo que hacia finales del año 1899; pero me resulta
imposible comprobarlo porque he prestado ese volumen a alguien que no me lo ha devuelto.
Es posible que el lector recuerde la alta frente y las largas cejas negras que daban
a su rostro un toque tan mefistofélico. Vive en una de esas agradables casitas independientes
de estilo mixto que hacen tan peculiar el extremo occidental del camino alto de
Sandgate. Su casa es la que tiene el tejado flamenco y el pórtico árabe, y es precisamente
en la habitación que tiene un mirador donde trabaja cuando se encuentra aquí, y
donde tantas noches hemos fumado y conversado juntos. El profesor es un terrible
charlatán, pero, además, le gusta conversar conmigo acerca de su trabajo. Es uno
de esos hombres que encuentran ayuda y estímulo en la conversación, y gracias a
ello me ha sido posible asistir directamente a la concepción y desarrollo del Nuevo
Acelerador desde una etapa muy temprana. Desde luego, la mayor parte del trabajo
experimental no se realizaba en Folkestone, sino en Gower Street, en el nuevo e
imponente laboratorio contiguo al hospital, que el profesor había sido el primero
en utilizar.
Como
todo el mundo sabe, o mejor dicho, como todas las personas inteligentes saben, la
especialidad en que Gibberne ha adquirido una reputación tan grande y merecida entre
los fisiólogos, es precisamente la de la acción de las drogas sobre el sistema nervioso.
En lo que se refiere a soporíferos, sedantes y anestésicos es, según me han informado,
inigualable. Es también una notable eminencia en química, y supongo que en la sutil
e intrincada jungla de enigmas que se aglutinan en torno a la célula ganglionar
y las fibras vertebrales, sus trabajos han despejado pequeños espacios, pequeños
claros en los que ahora penetra la luz, y que, hasta el momento en que crea conveniente
publicarlos, permanecerán inaccesibles al resto de los mortales. En los últimos
años se ha concentrado con especial dedicación en el problema de los estimulantes
nerviosos, con los que había cosechado éxitos importantes antes del descubrimiento
del Nuevo Acelerador. La ciencia médica tiene que agradecerle al menos tres reconstituyentes
distintos y absolutamente inocuos, de incomparable valor para los individuos activos.
En los casos de agotamiento, la mixtura conocida como “Jarabe B de Gibberne” ha
salvado ya, supongo, más vidas que cualquier bote de rescate de la costa.
–Pero
ninguna de estas limitadas fórmulas ha conseguido satisfacerme todavía –me dijo
hace casi un año–. O bien incrementan la energía central sin afectar a los nervios,
o simplemente incrementan la energía disponible reduciendo la conductividad nerviosa;
y todas ellas actúan de forma desigual y local. Una estimula el corazón y las vísceras,
pero deja el cerebro en estado de estupefacción; otra consigue imitar el efecto
del champán, pero causa trastornos en el plexo solar. Y lo que yo quiero, y lo que,
si es humanamente posible, pretendo obtener, es una droga que estimule todo el sistema,
que te despierte durante un tiempo desde la coronilla hasta la punta del dedo gordo
del pie, y que te haga dos o tres veces superior a los demás. ¿Comprendes? Ese es
el efecto que persigo.
–Ese
efecto fatigaría a un hombre –dije.
–Sin
duda. Y comerías el doble o el triple, y cosas así. Pero piensa en lo que tal cosa
significaría. Imagínate a ti mismo con un frasquito como éste –cogió una frasquito
de cristal verde y remarcó sus palabras con él–, y que en este precioso frasquito
se encuentra el poder de pensar dos veces más rápido, de moverte con el doble de
velocidad, de realizar el doble de trabajo en un tiempo determinado del que realizarías
de forma normal.
–Pero
¿es posible una cosa semejante?
–Creo
que sí. Si no lo es, he desperdiciado el tiempo durante un año. Estas diferentes
preparaciones de los hipofosfitos, por ejemplo, parecen demostrar que algo de esta
clase… Creo que sería posible conseguir una aceleración una vez y media superior
a la normal.
–Sería
posible –dije.
–Si
fueras un hombre de estado en un apuro, por ejemplo, y el tiempo corriese en contra
tuya, tendrías que hacer algo con urgencia, ¿no?
–Podría
administrar una dosis al secretario privado –dije.
–Y
ganar el doble de tiempo. Y suponte, por ejemplo, que quieres terminar un libro.
–Generalmente
–dije– deseo no haberlos empezado nunca.
–O
un doctor, que tiene que luchar contra la muerte y necesita concentrarse y reflexionar
sobre un caso. O un abogado… O una persona que tiene que empollar para un examen.
–Valdría
una guinea la gota –dije–, o más… para hombres como esos.
–Y
en un duelo también –dijo Gibberne–, donde todo depende de tu velocidad en apretar
el gatillo.
–O
en la esgrima –sugerí.
–Mira
–dijo Gibberne–, si lo consigo con una droga de estimulación general, realmente
no causará ningún daño, excepto que tal vez te haga envejecer más rápido, en un
grado infinitesimal. Habrás vivido exactamente el doble que los demás…
–Supongo
–reflexioné– que en un duelo… ¿Sería honesto?
–Esa
es una pregunta para los padrinos –dijo Gibberne.
Volví
al tema del que nos habíamos alejado.
–¿Y
crees realmente que una cosa semejante es posible? –dije.
–Tan
posible –dijo Gibberne, y miró por la ventana hacia algo que pasaba vibrando– como
un ómnibus. De hecho…
Hizo
una pausa y me sonrió astutamente; después golpeó suavemente el borde de su mesa
con el frasquito verde.
–Creo
que conozco la sustancia… Ya he conseguido resultados prometedores.
La
nerviosa sonrisa que afloró sobre su rostro traicionó la gravedad de su revelación.
Rara vez hablaba de sus actuales trabajos experimentales, a menos que estuviera
muy cerca del fin.
–Y
puede ser, puede ser… no me sorprendería… que la velocidad sea superior al doble,
incluso.
–Sería
algo realmente grande –aventuré.
–Sería,
creo, algo realmente grande.
Pero
no creo que se hiciera una idea de lo grande que iba a ser al final.
Recuerdo
que después de aquello hablamos muchas veces sobre la droga. La llamaba el “Nuevo
Acelerador”, y en cada ocasión su tono se hacía más confidencial. Algunas veces
hablaba nerviosamente de resultados fisiológicos inesperados que podían desprenderse
de su uso, y entonces se quedaba algo preocupado; otras se mostraba francamente
mercenario y discutíamos larga y apasionadamente sobre la manera de darle a la fórmula
un enfoque comercial.
–Es
una cosa muy buena –decía Gibberne–, una cosa tremenda. Sé que estoy dándole al
mundo algo importante, y creo que lo único razonable que podemos esperar es que
el mundo pague. La dignidad de la ciencia está muy bien, pero, de todos modos, creo
que debo tener el monopolio de la droga durante… diez años, digamos. No veo por
qué razón todas las diversiones de la vida han de tocarles a los tratantes de jamones.
Mi
interés por la prometedora droga no decayó con el tiempo, ciertamente. Siempre he
tenido una extraña inclinación hacia la metafísica. He sido siempre aficionado a
las paradojas sobre el espacio y el tiempo, y me parecía que Gibberne estaba preparando
nada menos que la aceleración absoluta de la vida. Imagínense a un hombre que se
administrara repetidamente dosis de una droga semejante: viviría una vida activa
y sin precedentes, sin duda, pero sería adulto a los once años, de mediana edad
a los veinticinco y, hacia los treinta, estaría bien adentrado en el camino de la
decadencia senil. Me parecía que Gibberne había llegado tan lejos con el único propósito
de ofrecer a cualquiera que tomase la droga lo que la Naturaleza ha dado precisamente
a los judíos y a los orientales, que son hombres antes de los veinte años y ancianos
hacia los cincuenta, y más rápidos en pensar y actuar que nosotros durante toda
la vida. Los prodigios de las drogas han ejercido siempre una gran atracción en
mi espíritu; pueden volver loco a un hombre, tranquilizarle, hacerle increíblemente
fuerte y despierto o convertirle en un tronco inútil, avivar tal pasión y moderar
tal otra; todo por medio de drogas. ¡Y ahora había un nuevo milagro que añadir a
este extraño arsenal de frasquitos para uso de los médicos! Pero Gibberne estaba
demasiado concentrado en los aspectos técnicos para ahondar en mi enfoque particular
de la cuestión.
Fue
el siete o el ocho de agosto cuando me dijo que la destilación que decidiría su
fracaso o su éxito, durante un periodo de tiempo, se estaba efectuando mientras
hablábamos, y el diez cuando me dijo que la cosa estaba hecha y que el Nuevo Acelerador
era una realidad tangible en el mundo. Me lo encontré mientras ascendía la colina
de Sandgate hacia Folkestone. Yo iba a cortarme el pelo, y él bajaba corriendo a
mi encuentro. Supongo que se dirigía a mi casa para informarme inmediatamente de
su éxito. Recuerdo que sus ojos tenían un brillo inusual y que su rostro aparecía
encendido; incluso advertí en ese momento una repentina aceleración de sus pasos.
–¡Está
hecho! –gritó, y agarró mi mano mientras me hablaba a toda velocidad–. Más que hecho.
Ven a mi casa y lo verás.
–¿De
verdad?
–¡De
verdad! –gritó–. ¡Increíble! Ven y lo verás.
–¿Y
el efecto es… el doble?
–Más,
mucho más. Me asusta. Ven y contempla la droga. ¡Pruébala! ¡Ensáyala! Es la droga
más asombrosa del mundo.
Se
agarró a mi brazo y, caminando a una velocidad tal que me obligaba a ir al trote,
subimos la colina mientras me gritaba. Un ómnibus repleto de gente se giró y se
nos quedó mirando al unísono, de ese modo tan peculiar con que lo hace la gente
que ocupa un ómnibus. Era uno de esos días cálidos y despejados que se dan con frecuencia
en Folkestone. Los colores brillaban de manera increíble y los contornos de las
cosas se dibujaban con nitidez. Corría un poco de brisa, desde luego, pero no lo
suficiente para mantenerse fresco y sereno en tales circunstancias. Suspiré pidiendo
clemencia.
–¿No
estaré caminando muy deprisa, verdad? –exclamó Gibberne, y redujo el paso hasta
dejarlo en una marcha rápida.
–Has
tomado una dosis de la droga –resoplé.
–No
–dijo–. A lo sumo una gota de agua que quedó en la retorta después de enjuagarla
para hacer desaparecer las últimas huellas de la sustancia. Tomé un poco anoche,
lo confieso. Pero ahora ya es una vieja historia.
–¿Y
duplica la actividad? –dije, bañado en un sudor incómodo, cuando nos acercamos a
la puerta de entrada de su casa.
–¡La
multiplica un millar de veces! ¡Muchos millares de veces! –gritó Gibberne, haciendo
un gesto dramático y abriendo de golpe la cancela de roble tallada al viejo estilo
inglés.
–¡Puf!
–dije, y le seguí hacia la puerta.
–No
sé cuántas veces multiplica la actividad –dijo con la llave en la mano.
–Y
tú…
–Este
descubrimiento arroja nuevas luces sobre la fisiología del sistema nervioso, ¡le
da a la teoría de la visión un giro completamente inesperado…! ¡Sabe Dios cuántos
miles de veces! Comprobaremos todo eso después… Lo que conviene ahora es probar
la droga.
–¿Probar
la droga? –dije, mientras caminábamos a lo largo del pasillo.
–Claro
que sí –dijo Gibberne, volviéndose hacia mí en su despacho–. ¡Está en aquel frasquito
verde! A no ser que estés asustado…
Soy
un hombre prudente por naturaleza, y solo intrépido en teoría. Estaba asustado.
Pero, por otra parte, me enfrentaba con mi orgullo.
–Bueno
–argumenté–, ¿no has dicho que la has probado?
–La
he probado –dijo–, y no parece que me haya hecho daño, ¿verdad? Ni siquiera he cambiado
de color, y me encuentro…
Me
senté.
–Dame
la poción –dije–. Si sucede lo peor, al menos me quedará el consuelo de no tener
que cortarme el pelo, que es, a mi juicio, uno de los más odiosos deberes del hombre
civilizado. ¿Cómo se toma el brebaje?
–Con
agua –dijo Gibberne, golpeando la mesa con una garrafa.
Estaba
de pie, frente a la mesa, y me miraba a mí, que ocupaba su confortable sillón. Sus
modales adquirieron de pronto un toque afectado, a la manera de un especialista
de Harley Street.
–Es
una droga extraña, ¿sabes? –dijo.
Hice
un gesto con la mano.
–Debo
advertirte, en primer lugar, que cierres los ojos inmediatamente después de ingerirla;
espera un minuto o así y ábrelos con cuidado. Uno ve todavía. El sentido de la vista
depende de la longitud de la vibración, y no de la cantidad de impactos. Si se tienen
los ojos abiertos, se puede producir un choque en la retina, acompañado de una horrible
y vertiginosa confusión. Manténlos cerrados.
–Cerrados
–dije–. ¡Bien!
–Y
la siguiente advertencia es que permanezcas quieto. No empieces a moverte de un
lado a otro. Si lo haces, puedes sufrir un tremendo golpe. Recuerda que irás varios
miles de veces más rápido de lo que has ido en toda tu vida; el corazón, los pulmones,
los músculos, el cerebro: todo. Y te pegarás un golpe espantoso sin saber cómo.
No te darás cuenta, ¿comprendes? Te sentirás exactamente igual que ahora. Solo que
todo lo que hay en el mundo te parecerá que va muchos miles de veces más despacio
de lo que ha ido nunca. Esto es lo que la hace tan endiabladamente extraña.
–¡Señor!
–dije–. ¿Quieres decir que…?
–Ya
lo verás –dijo, y cogió una pequeña probeta graduada.
Echó
una mirada al material que estaba encima de la mesa.
–Vasos,
agua. Todo está aquí. No debemos tomar demasiado en el primer ensayo.
El
frasquito dejó caer su precioso contenido.
–No
olvides lo que te he dicho –dijo, vaciando el contenido de la probeta en un vaso,
a la manera de un camarero italiano cuando mide un whisky–. Quédate sentado, con
los ojos herméticamente cerrados y en absoluta inmovilidad durante dos minutos.
Después me oirás hablar.
Añadió
uno o dos dedos de agua a la pequeña dosis que había en cada vaso.
–Por
cierto –dijo–, no dejes tu vaso encima de la mesa. Sostenlo en la mano y déjala
apoyada en la rodilla. Sí… eso es. Y ahora…
Levantó
su vaso.
–Por
el Nuevo Acelerador –dijo.
–Por
el Nuevo Acelerador –respondí.
Chocamos
nuestros vasos y bebimos, y cerré los ojos inmediatamente.
Ustedes
ya conocen esa sensación de caer en el vacío que se experimenta al respirar “gas”.
Durante un tiempo indeterminado me sentí así. Luego oí decir a Gibberne que me despertara.
Me estremecí y abrí los ojos. Seguía de pie, en el mismo sitio donde estaba antes,
con el vaso en la mano. Ahora estaba vacío: esa era la única diferencia.
–¿Y
bien? –dije.
–¿No
siente nada anormal?
–Nada.
Una ligera sensación de alegría… quizá.
Nada
más.
–¿Ruidos?
–Todo
está silencioso –dije–. ¡Por Júpiter! ¡Sí! Todo está silencioso. Excepto ese débil
golpeteo, ese sordo tamborileo, como si la lluvia cayese sobre objetos diversos.
¿Qué es?
–Sonidos
analizados –creo que fue su respuesta, pero no estoy seguro. Después miró hacia
la ventana–. ¿Has visto alguna vez que una cortina se quede fija, en la posición
que se ha quedado ésta?
Seguí
la dirección de su mirada y vi la parte inferior de la cortina levantada, como si
se hubiera quedado congelada –si me permiten la expresión en el preciso instante
de ser agitada por el viento.
–No
–dije–. ¡Qué raro!
–¿Y
esto? –dijo, y abrió la mano que sostenía el vaso.
Como
es natural, me sobresalté; esperaba que el vaso se hiciera pedazos. Pero no se rompió;
ni siquiera se movió. Se quedó suspendido en el aire… inmóvil.
–Hablando
en términos generales –dijo Gibberne–, un objeto en estas latitudes recorre dieciséis
pies en el primer segundo de caída. Este vaso está cayendo ahora a una velocidad
de dieciséis pies por segundo. Solo que para ti todavía no ha caído más que una
centésima de segundo. Esto te dará una idea de la velocidad de mi Acelerador.
Pasó
la mano por encima, por abajo y alrededor del vaso que caía de forma tan lenta.
Por último, lo cogió por abajo y lo colocó con cuidado sobre la mesa.
–¿Eh?
–me dijo, y se rio.
–Esto
es estupendo –dije, y empecé a levantarme con cautela del sillón.
Me
sentía perfectamente bien, muy ligero y cómodo, y con la suficiente confianza en
mí mismo. Todo mi ser funcionaba muy deprisa. Mi corazón, por ejemplo, latía mil
veces por segundo, pero no me causaba ningún malestar. Miré por la ventana. Un paralizado
ciclista, con la cabeza inclinada y una helada estela de polvo detrás de la rueda,
corría a toda velocidad para dar alcance a un eternizado charabán lanzado al galope.
Me quedé boquiabierto de asombro ante este espectáculo increíble.
–¡Gibberne!
–grité–. ¿Cuánto tiempo durará esta endemoniada droga?
–¡Dios
sabe! –respondió–. La última vez que la tomé me fui a la cama, a dormir la mona.
Te confieso que estaba asustado. Seguramente duró unos minutos, pero me parecieron
horas… Al cabo de un rato disminuye la velocidad de forma más bien brusca, creo.
Yo
me sentía orgulloso al comprobar que no estaba asustado; supongo que se debía al
hecho de que éramos dos.
–¿Por
qué no salimos al exterior? –pregunté.
–¿Por
qué no?
–La
gente nos verá.
–No
nos verán. ¡Gracias a Dios! Sencillamente porque iremos mil veces más deprisa que
el juego de manos más rápido que se haya realizado jamás. ¡Vamos! ¿Por dónde salimos?
¿Por la ventana o por la puerta?
Salimos
por la ventana.
Sin
duda, de todas las extrañas experiencias que he tenido o imaginado a lo largo de
mi vida, o he leído que otros han tenido o imaginado, aquella pequeña incursión
que hice en compañía de Gibberne por los prados de Folkestone bajo los efectos del
Nuevo Acelerador, fue la más extraña y enloquecedora de todas. Salimos por la cancela
a la carretera y permanecimos allí durante un minuto observando el petrificado trasiego
del tráfico. Los radios de las ruedas y algunas de las patas de los caballos de
un charabán, así como el extremo del látigo y la mandíbula inferior del conductor
–que en ese preciso instante iniciaba un bostezo– estaban en perceptible movimiento,
pero el resto del pesado vehículo parecía inmóvil. Y en absoluto silencio, a excepción
de un borroso estertor que salía de la garganta de un hombre. ¡Y los integrantes
de este monumento congelado eran un guía, un conductor, y once pasajeros! Mientras
caminábamos, el efecto de la droga nos parecía disparatadamente raro, pero acabó
siendo… desagradable. Allí había seres humanos exactamente iguales a nosotros y,
sin embargo, muy diferentes, congelados en actitudes descuidadas, atrapados en mitad
de un gesto. Una jovencita y un hombre se sonreían mutuamente, con una sonrisa impúdica
que amenazaba con prolongarse eternamente; una mujer con una capellina caída apoyaba
el brazo en la barandilla y miraba hacia la casa de Gibberne con la mirada imperturbable
de la eternidad; un hombre se mesaba el bigote, como si fuera una figura de cera,
y otro alargaba una pesada y rígida mano, con los dedos extendidos, hacia el sombrero
que se le volaba. Nosotros los mirábamos, nos reíamos de ellos, les hacíamos muecas,
hasta que sentimos una especie de desagrado; entonces dimos media vuelta y pasamos
por delante del ciclista, hacia el parque.
–¡Cielos!
–exclamó Gibberne de repente–. ¡Mira allí!
Señaló
con la mano, y allí, delante de la punta de su dedo, deslizándose por el aire y
batiendo lentamente las alas a la velocidad de un caracol excepcionalmente lánguido,
había una abeja.
Y
así llegamos al parque. Allí el fenómeno era más absurdo todavía. La banda estaba
tocando en el quiosco, aunque el sonido que nos llegaba era parecido a una carrera
de asmáticos, en un tono muy bajo, una especie de prolongado suspiro de moribundo,
que a veces se convertía en un sonido semejante al del lento y apagado tictac de
un reloj monstruoso. El congelado público permanecía rígido, extraño, silencioso,
como tímidos maniquíes sorprendidos en actitudes inestables, a mitad de un paso,
mientras paseaban sobre la hierba. Yo pasé al lado de un perrito de lanas petrificado
en el acto de saltar y contemplé el lento movimiento de sus patas dispuestas para
caer a tierra.
–¡Señor!
¡Mira allí! –gritó Gibberne.
Y
nos detuvimos un momento ante un magnífico personaje ataviado con un traje de franela
con tenues rayas blancas, zapatos blancos y un sombrero panamá, que se daba media
vuelta para guiñar el ojo a dos señoritas vestidas con ropas de colores alegres,
que en ese momento habían pasado a su lado. Un guiño, estudiado con el impune detenimiento
que nosotros podíamos permitirnos, resulta muy poco atractivo. Pierde todo su efecto
de chispeante alegría, y uno nota que el ojo que se guiña no está completamente
cerrado, y que bajo el párpado caído aparece el borde inferior del globo ocular
y una pequeña línea blanca.
–Si
el cielo me concede memoria –dije–, jamás volveré a guiñar un ojo.
–Ni
a sonreír –dijo Gibberne, que dirigía su mirada hacia los dientes obsequiosos de
las señoritas.
–Hace
un calor infernal –dije–. Vamos más despacio.
–¡Oh,
vamos! –dijo Gibberne.
Nos
abrimos camino entre las sillas de la vereda. Muchas de las personas que estaban
sentadas en las sillas parecían casi naturales en sus posturas estáticas, pero los
rostros retorcidos y congestionados de los músicos no ofrecían un espectáculo tranquilizador.
Un caballero bajito de rostro morado estaba congelado en mitad de un violento esfuerzo
contra el viento para doblar el periódico. Encontramos un montón de detalles que
probaban que todas aquellas personas, en sus actitudes inertes, estaban expuestas
a una fuerte brisa, una brisa que no tenía existencia para nuestras propias sensaciones.
Nos separamos y caminamos a cierta distancia de la muchedumbre; después nos volvimos
para contemplarla. Ver aquella multitud convertida en un cuadro, víctimas de la
rigidez, como si fueran auténticas figuras de cera, era una maravilla inconcebible.
Era absurdo, desde luego, pero me llenaba de un irracional y exultante sentimiento
de superioridad. ¡Figúrense qué maravilla! Todo lo que yo había dicho, pensado y
hecho desde que la droga empezó a correr por mis venas había sucedido –por lo que
se refiere a esa gente y al mundo en general–, en un abrir y cerrar de ojos.
–El
Nuevo Acelerador… –empecé, pero Gibberne me interrumpió.
–¡Allí
está esa vieja infernal! –dijo.
–¿Qué
vieja?
–Vive
al lado de mi casa –dijo Gibberne–. Tiene un perro faldero que no para de ladrar.
¡Cielos! La tentación es irresistible.
Hay
algo verdaderamente infantil e impulsivo en Gibberne que se manifiesta en algunas
ocasiones. Antes de que pudiera discutir con él, había salido disparado y había
arrebatado al infortunado animal de la existencia visible, y corría velozmente con
el chucho hacia la pendiente del parque. Era un espectáculo insólito. La pequeña
bestia no ladró, ni se movió, ni dio la más leve señal de vitalidad. Permanecía
completamente tieso, en una actitud de soñoliento reposo, mientras Gibberne lo sostenía
por el cuello. Daba la impresión de que corría con un perro de madera.
–¡Gibberne!
–grité–. ¡Suéltelo!
En
seguida añadí algo más.
–¡Gibberne!
¡Si sigues corriendo de esa manera, se te incendiarán las ropas! ¡Tus pantalones
de lino se están chamuscando!
Se
llevó una mano al muslo y se paró vacilante al borde de la pendiente.
–¡Gibberne!
–grité, acercándome a él–. ¡Suéltelo! ¡Este calor es excesivo! ¡Es a causa de nuestra
carrera! ¡Dos o tres millas por segundo! ¡El rozamiento del aire!
–¿Qué?
–dijo él, mirando al perro.
–¡El
rozamiento del aire! –grité–. El rozamiento del aire. Vamos a demasiada velocidad.
Como meteoritos. Demasiado calor. Y… ¡Gibberne! ¡Gibberne! Siento pinchazos por
todo el cuerpo y estoy bañado en sudor. ¡Mira! La gente se mueve ligera-mente. ¡Creo
que el efecto de la droga se está disipando! Suelta el perro.
–¿Eh?
–dijo.
–Se
está disipando –repetí–. ¡Estamos demasiado calientes y la droga se está disipando!
Estoy mojado hasta los huesos.
Me
miró. Después miró a la banda; la asmática carraca se estaba acelerando. Entonces,
describiendo una curva tremenda con el brazo, lanzó al perro lejos de él, y el animal
ascendió dando vueltas por el aire, inanimado todavía, y al final fue a caer sobre
las sombrillas de un corrillo de gente que estaba cuchicheando. Gibberne me agarró
por el codo.
–¡Por
Júpiter! –exclamó–. ¡Ya lo creo! Una especie de pinchazos ardientes… sí. ¡Aquel
hombre está moviendo su pañuelo! Claramente. Tenemos que salir de aquí cuanto antes.
Pero
nos era imposible escapar de allí con la suficiente rapidez. ¡Y tal vez fue una
suerte! Porque habríamos echado a correr; y si hubiéramos echado a correr, creo
que habríamos estallado en llamas. ¡Casi seguro que habríamos estallado en llamas!
Ninguno de los dos habíamos pensado en ello… El caso es que antes de que pudiéramos
empezar a correr, el efecto de la droga había cesado. Fue cosa de una fracción de
segundo. El efecto del Nuevo Acelerador cesó, como si hubiera caído un telón; se
desvaneció en el movimiento de una mano. Escuché la voz de Gibberne, que expresaba
una infinita alarma.
–Siéntate
–dijo, y me dejé caer pesadamente sobre el césped que crecía al borde de la pendiente;
y según me sentaba, sentí que se chamuscaba el suelo.
Todavía
hay un pedazo de hierba abrasada en el lugar donde me senté.
Pero
mientras realizaba este movimiento, la paralización general también pareció acabarse;
la vibración desarticulada de la banda desembocó en una explosión de música; los
paseantes pusieron sus pies en el suelo y reanudaron su camino; los papeles y las
banderas empezaron a agitarse; las sonrisas se convirtieron en palabras; el hombre
que estaba guiñando el ojo concluyó su guiño y prosiguió complacido su camino; las
personas que estaban sentadas se movieron y hablaron.
El
mundo entero había vuelto a la vida, y volvía a marchar tan rápido como nosotros,
o mejor dicho, nosotros no íbamos más rápido que el resto del mundo. Era como la
reducción de la velocidad de un tren al entrar en la estación. Durante un segundo
o dos, me pareció que todo giraba a mi alrededor y experimenté una ligera sensación
de náusea; y eso fue todo. ¡El perrito que parecía haber quedado suspendido un momento
en su trayectoria, después de que el vigoroso brazo de Gibberne lo lanzara por los
aires, cayó con repentina aceleración encima de la sombrilla de una dama!
Eso
fue nuestra salvación. Si no hubiera sido por un anciano y corpulento caballero
que estaba sentado en una silla de ruedas, y que ciertamente se estremeció al vernos
–y que después nos observó a intervalos con una extraña mirada de sorpresa, terminando,
creo, por decirle algo a su enfermera acerca de nosotros–, dudo que una sola persona
se diera cuenta de nuestra repentina aparición entre ellos. ¡Paf? ¡Debió de ser
de lo más brusco! Dejamos de arder casi en el mismo momento, aunque el césped que
había debajo de mí estaba endemoniadamente caliente. La atención de los presentes
–incluida la banda de la Asociación de Recreos, que en esta ocasión, se salió de
tono por primera vez en su historia– estaba concentrada en el asombroso acontecimiento,
y en el todavía más sorprendente ladrido y escándalo provocado por el insólito hecho
de que un respetable y sobrealimentado perro faldero –un tanto chamuscado debido
a la extrema velocidad de sus movimientos al surcar el aire– que dormía tranquilamente
en el ala este del quiosco de música, cayera súbitamente encima de la sombrilla
de una dama que se encontraba en el ala opuesta. ¡Y en estos tiempos absurdos –demasiado
absurdos quizá– en que todos tratamos de ser tan psíquicos, tan estúpidos, tan supersticiosos
como nos sea posible! La gente se levantó y se pisaron unos a otros; las sillas
cayeron al suelo y el guarda del parque acudió de inmediato. Ignoro cómo se resolvieron
las cosas. Estábamos demasiado ansiosos por escabullirnos de aquel lío y por salir
del campo visual del viejo caballero que estaba sentado en la silla de ruedas como
para emprender investigaciones más precisas. Tan pronto como estuvimos suficientemente
fríos y recuperados del vértigo, de las náuseas y de la confusión mental, nos levantamos
y nos alejamos de la muchedumbre, dirigiendo nuestros pasos por el camino que bajaba
del Metropol hacia la casa de Gibberne. Pero, en medio del estrépito, escuché claramente
al caballero que había estado al lado de la dama de la sombrilla rota, que profería
insultos y amenazas injustificables hacia uno de los acomodadores que lucían en
sus gorras la palabra “Inspector”.
–Si
usted no ha tirado el perro –decía–, ¿quién ha sido?
El
súbito retorno del movimiento y de los sonidos familiares, a lo que se añadía una
lógica preocupación por nosotros mismos –nuestras ropas estaban todavía terriblemente
calientes, y la parte delantera de los pantalones blancos de Gibberne lucían una
quemadura de color marrón amarillento–, me impidieron llevar a cabo las minuciosas
observaciones que me habría gustado hacer sobre todas estas cosas. En realidad,
no hice ninguna observación de valor científico durante el regreso. La abeja, evidentemente,
se había marchado. Busqué al ciclista, pero ya se había perdido de vista cuando
llegamos al camino alto de Sandgate, o quizá estaba tapado por el tráfico. El charabán,
sin embargo, con sus ocupantes resucitados, marchaba con estruendo y buen paso a
la altura de la iglesia.
Observamos,
no obstante, que el antepecho de la ventana en donde habíamos pisado al salir de
la casa estaba ligeramente chamuscado y que las huellas de nuestros pies en la grava
del sendero eran de una profundidad insólita. Esta fue mi primera experiencia con
el Nuevo Acelerador. En realidad, habíamos estado paseando de un lado a otro y diciendo
y haciendo un montón de cosas en el transcurso de unos pocos segundos. Habíamos
vivido media hora mientras la banda tocaba, quizá, dos compases. Sin embargo, bajo
el efecto de la droga, el mundo entero se había detenido para nuestra oportuna inspección.
Si consideramos todos los aspectos, y en particular nuestra temeridad al aventurarnos
fuera de la casa, la experiencia podría haber sido mucho más desagradable de lo
que fue. Demostró, sin duda, que Gibberne tiene todavía mucho que investigar antes
de que su preparación sea de fácil manejo. Pero su efectividad quedó demostrada
contundentemente, más allá de cualquier crítica.
Desde
aquella aventura, Gibberne ha estado sometiendo el uso de la droga a un severo control,
y yo mismo la he tomado varias veces, en dosis medidas y bajo su dirección, sin
resultados negativos, aunque debo confesar que no me he vuelto a aventurar a salir
al exterior mientras estaba bajo su influencia. Puedo mencionar, por ejemplo, que
esta historia ha sido escrita de un tirón y sin interrupción, excepto para mordisquear
un poco de chocolate, bajo los efectos de la droga. Empecé a las seis y veinticinco,
y mi reloj está a punto de marcar las seis y treinta y un minutos. La comodidad
de asegurarse una larga e ininterrumpida racha de trabajo en medio de un día lleno
de obligaciones no puede pasarse por alto.
Gibberne
está concentrando sus esfuerzos en la manipulación cuantitativa de su preparación,
y pone especial cuidado en el estudio de los efectos que provoca en los diferentes
tipos de constitución. Espera encontrar un Retardador con el que diluir su excesiva
potencia actual. El Retardador, evidentemente, tendrá el efecto contrario del Acelerador.
Empleado en solitario, permitirá al paciente vivir en unos pocos segundos varias
horas de tiempo ordinario y mantenerse en una inacción apática, en una helada ausencia
de vivacidad en medio de los ambientes más animados o irritantes. La combinación
de las dos preparaciones ha de provocar necesariamente una total revolución en la
forma de vida civilizada. Es el principio de nuestra liberación del Vestido del
Tiempo, del que hablaba Carlyle. Mientras que el Acelerador nos permitirá concentrarnos
con tremenda potencia en cualquier momento u ocasión que requiera nuestra máxima
inteligencia o vigor, el Retardador nos permitirá pasar con pasiva tranquilidad
las infinitas horas de infortunio o de tedio. Tal vez me muestre demasiado optimista
respecto al Retardador que, en realidad, no ha sido descubierto todavía; pero, en
cuanto al Acelerador, no hay la menor sombra de duda. Su aparición en el mercado
en una forma adecuada, controlable y asimilable es cuestión de unos cuantos meses.
Se adquirirá en todas las farmacias y droguerías, en pequeños frascos verdes, a
un precio elevado, pero no excesivo si tenemos en cuenta sus extraordinarias cualidades.
Se llamará “Acelerador Nervioso de Gibberne”, y el profesor espera ser capaz de
suministrarlo con tres potencias: una de 200, otra de 900, y otra de 2.000, que
se distinguirán por sus etiquetas amarillas, rosas y blancas respectivamente.
No
hay duda de que su empleo hace posible gran número de cosas extraordinarias; porque,
evidentemente, los actos más notables, e incluso los procedimientos más criminales
pueden ser realizados con total impunidad escurriéndose, por decirlo así, a través
de los intersticios del tiempo. Como todas las drogas potentes, será susceptible
de abuso. No obstante, Gibberne y yo hemos discutido en profundidad este aspecto
de la cuestión, y hemos llegado a la conclusión de que es un problema que atañe
exclusivamente a la jurisprudencia médica y que está al margen de nuestra competencia.
Fabricaremos y venderemos el Acelerador y, por lo que se refiere a las consecuencias…
ya veremos.
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