Horacio Quiroga
Era un caballo, un joven
potro de corazón ardiente, que llegó del desierto a la ciudad, a vivir del espectáculo
de su velocidad.
Ver
correr aquel animal era, en efecto, un espectáculo considerable. Corría con la crin
al viento y el viento en sus dilatadas narices. Corría, se estiraba; y se estiraba
más aún, y el redoble de sus cascos en la tierra no se podía medir. Corría sin regla
ni medida, en cualquier dirección del desierto y a cualquier hora del día. No existían
pistas para la libertad de su carrera, ni normas para el despliegue de su energía.
Poseía extraordinaria velocidad y un ardiente deseo de correr. De modo que se daba
todo entero en sus disparadas salvajes, y esta era la fuerza de aquel caballo.
A
ejemplo de los animales muy veloces, el joven potro tenía pocas aptitudes para el
arrastre. Tiraba mal, sin coraje ni bríos ni gusto. Y como en el desierto apenas
alcanzaba el pasto para sustentar a los caballos de pesado tiro, el veloz animal
se dirigió a la ciudad a vivir de sus carreras.
En
un principio entregó gratis el espectáculo de su gran velocidad, pues nadie hubiera
pagado una brizna de paja por verlo –ignorantes todos del corredor que había en
él. En las bellas tardes, cuando las gentes poblaban los campos inmediatos a la
ciudad –y sobre todo los domingos–, el joven potro trotaba a la vista de todos,
arrancaba de golpe, deteníase, trotaba de nuevo husmeando el viento, para lanzarse
por fin a toda velocidad, tendido en una carrera loca que parecía imposible de superar
y que superaba a cada instante, pues aquel joven potro, como hemos dicho, ponía
en sus narices, en sus cascos y su carrera, todo su ardiente corazón.
Las
gentes quedaron atónitas ante aquel espectáculo que se apartaba de todo lo que acostumbraban
ver, y se retiraron sin apreciar la belleza de aquella carrera.
“No
importa –se dijo el potro, alegremente–. Iré a ver a un empresario de espectáculos
y ganaré, entretanto, lo suficiente para vivir.”
De
qué había vivido hasta entonces en la ciudad, apenas él podía decirlo. De su propia
hambre, seguramente, y de algún desperdicio desechado en el portón de los corralones.
Fue,
pues, a ver a un organizador de fiestas.
–Yo
puedo correr ante el público –dijo el caballo– si me pagan por ello. No sé qué puedo
ganar; pero mi modo de correr ha gustado a algunos hombres.
–Sin
duda, sin duda… –le respondieron–. Siempre hay algún interesado en estas cosas…
No es cuestión, sin embargo, de que se haga ilusiones… Podríamos ofrecerle, con
un poco de sacrificio de nuestra parte…
El
potro bajó los ojos hacia la mano del hombre, y vio lo que le ofrecían: era un montón
de paja, un poco de pasto ardido y seco.
–No
podemos más… Y, asimismo…
El
joven animal consideró el puñado de pasto con que se pagaban sus extraordinarias
dotes de velocidad, y recordó las muecas de los hombres ante la libertad de su carrera,
que cortaba en zigzag las pistas trilladas.
“No
importa –se dijo alegremente–. Algún día se divertirán. Con este pasto ardido podré,
entretanto, sostenerme.”
Y
aceptó contento, porque lo que él quería era correr.
Corrió,
pues, ese domingo y los siguientes, por igual puñado de pasto cada vez, y cada vez
dándose con toda el alma en su carrera. Ni un solo momento pensó en reservarse,
engañar, seguir las rectas decorativas, para halago de los espectadores que no comprendían
su libertad. Comenzaba el trote como siempre con las narices de fuego y la cola
en arco; hacia resonar la tierra en sus arranques, para lanzarse por fin a escape
a campo traviesa, en un verdadero torbellino de ansia, polvo y tronar de cascos.
Y por premio, su puñado de pasto seco que comía contento y descansado después del
baño.
A
veces, sin embargo, mientras trituraba su joven dentadura los duros tallos, pensaba
en las repletas bolsas de avena que veía en las vidrieras, en la gula de maíz y
alfalfa olorosa que desbordaba de los pesebres.
“No
importa –se decía alegremente–. Puedo darme por contento con este rico pasto.”
Y
continuaba corriendo con el vientre ceñido de hambre, como había corrido siempre.
Poco
a poco, sin embargo, los paseantes de los domingos se acostumbraron a su libertad
de carrera, y comenzaron a decirse unos a otros que aquel espectáculo de velocidad
salvaje, sin reglas ni cercas, causaba una bella impresión.
–No
corre por las sendas, como es costumbre –decían–, pero es muy veloz. Tal vez tiene
ese arranque porque se siente más libre fuera de las pistas trilladas. Y se emplea
a fondo.
En
efecto, el joven potro, de apetito nunca saciado y que obtenía apenas de qué vivir
con su ardiente velocidad, se empleaba siempre a fondo por un puñado de pasto, como
si esa carrera fuera la que iba a consagrarlo definitivamente. Y tras el baño, comía
contento su ración, la ración basta y mínima del más oscuro de los más anónimos
caballos.
“No
importa –se decía alegremente–. Ya llegará el día en que se diviertan…”
El
tiempo pasaba, entretanto. Las voces cambiadas entre los espectadores cundieron
por la ciudad, traspasaron sus puertas, y llegó por fin un día en que la admiración
de los hombres se asentó confiada y ciega en aquel caballo de carrera. Los organizadores
de espectáculos llegaron en tropel a contratarlo, y el potro, ya de edad madura,
que había corrido toda su vida por un puñado de pasto, vio tendérsele en disputa
apretadísimos fardos de alfalfa, macizas bolsas de avena y maíz –todo en cantidad
incalculable–, por el solo espectáculo de una carrera.
Entonces
el caballo tuvo por primera vez un pensamiento de amargura, al pensar en lo feliz
que hubiera sido en su juventud si le hubieran ofrecido la milésima parte de lo
que ahora le introducían gloriosamente en el gaznate.
“En
aquel tiempo –se dijo melancólicamente– un solo puñado de alfalfa como estímulo,
cuando mi corazón saltaba de deseos de correr, hubiera hecho de mi al más feliz
de los seres. Ahora estoy cansado.”
En
efecto, estaba cansado. Su velocidad era, sin duda, la misma de siempre, y el mismo
el espectáculo de su salvaje libertad. Pero no poseía ya el ansia de correr de otros
tiempos. Aquel vibrante deseo de tenderse a fondo, que antes el joven potro entregaba
alegre por un montón de paja, precisaba ahora toneladas de exquisito forraje para
despertar.
El
triunfante caballo pesaba largamente las ofertas, calculaba, especulaba finalmente
con sus descansos. Y cuando los organizadores se entregaban por último a sus exigencias,
recién entonces sentía deseos de correr. Corría entonces, como él solo era capaz
de hacerlo; y regresaba a deleitarse ante la magnificencia del forraje ganado.
Cada
vez, sin embargo, el caballo era más difícil de satisfacer, aunque los organizadores
hicieran verdaderos sacrificios para excitar, adular, comprar aquel deseo de correr
que moría bajo la presión del éxito. Y el potro comenzó entonces a temer por su
prodigiosa velocidad, si la entregaba toda en cada carrera. Corrió entonces, por
primera vez en su vida, reservándose, aprovechándose cautamente del viento y las
largas sendas regulares. Nadie lo notó –o por ello fue acaso más aclamado que nunca–,
pues se creía ciegamente en su salvaje libertad para correr.
Libertad…
No, ya no la tenía. La había perdido desde el primer instante en que reservó sus
fuerzas para no flaquear en la carrera siguiente. No corrió más a campo traviesa
ni a fondo ni contra el viento. Corrió sobre sus propios rastros más fáciles, sobre
aquellos zigzag que más ovaciones habían arrancado. Y en el miedo siempre creciente
de agotarse, llegó el momento en que el caballo de carrera aprendió a correr con
estilo, engañando, escarceando cubierto de espumas por las sendas más trilladas.
Y un clamor de gloria lo divinizó.
Pero
dos hombres, que contemplaban aquel lamentable espectáculo, cambiaron algunas tristes
palabras.
–Yo
lo he visto correr en su juventud –dijo el primero–; y si uno pudiera llorar por
un animal, lo haría en recuerdo de lo que hizo este mismo caballo cuando no tenía
qué comer.
–No
es extraño que lo haya hecho antes –dijo el segundo–. Juventud y hambre son el más
preciado don que puede conceder la vida a un fuerte corazón.
Joven
potro: Tiéndete a fondo en tu carrera, aunque apenas se te dé para comer. Pues si
llegas sin valor a la gloria, y adquieres estilo para trocarlo fraudulentamente
por pingüe forraje, te salvará el haberte dado un día todo entero por un puñado
de pasto.
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