José Echegaray
Tomás Barrientos era persona
de juicio y de prudencia. Nunca tomaba resolución alguna sin meditarla largo rato
y sin pesar antes las ventajas y los inconvenientes en balanza de precisión.
No,
hombre precipitado no lo era don Tomás. Y no se fiaba de su razón, ni de sus impulsos
naturales, ni de su instinto, sino que pesaba y medía las cosas y las contrastaba
en la experiencia propia y en la ajena.
A
la experiencia le profesaba don Tomás Barrientos culto respetuoso.
En
lo pasado decía él que estaba escrito lo por venir, y que allí debía buscar todo
hombre las reglas de su conducta.
El
raciocinio a priori era engañoso, propio sólo de idealistas insubstanciales y de
viejos siglos de la metafísica.
Y
así él, siempre que había de tomar una resolución en asuntos de cierta importancia,
buscaba en su memoria o en los apuntes de su diario algún caso análogo, y en él
tomaba enseñanza, y por sus enseñanzas se decidía a ejecutar tales o cuales actos.
Pero
como el diablo es travieso y a quien más gusta atormentar es al hombre prudente,
la experiencia le solía dar soberanos chascos a don Tomás Barrientos.
Vaya
de ejemplos:
Llegaba
el 15 de octubre, y el diario le decía que el día 15 del octubre anterior había
hecho frío, y que por no llevar ropa de invierno había cogido un terrible catarro
que a poco más se gradúa de pulmonía.
Pues
aunque el termómetro marcaba 182 a la sombra y algunos más al sol, don Tomás vestía
ropa de invierno, mediante cuya precaución sudaba más de lo justo y se acatarraba
también.
Pero
no por esto perdía confianza en la experiencia, porque observaba que el año anterior
había sido bisiesto y que el corriente no lo era, con lo que corregía de este modo
el precepto experimental; en los años bisiestos hay que ponerse ropa de invierno
el 15 de octubre; cuando no lo son, hay que consultar el termómetro.
En
el orden moral también sufrió algunos desengaños. Le prestó a un amigo seis mil
reales sin recibo, y el amigo se los negó.
De
donde dedujo él esta regla experimental: no se debe prestar nada a los amigos sin
el recibo correspondiente.
Pero
le acompañó en cierta ocasión hasta la puerta de su casa otro amigo de los más íntimos,
y como en aquel momento empezase a llover, le pidió prestado el paraguas.
Y
don Tomás, acordándose de la regla que se había impuesto, le dio el paraguas, sí,
pero le exigió que subiese y le extendiera un recibo.
Hay,
sin embargo, gente muy susceptible, y el amigo se ofendió de veras, le tiró el paraguas
a la cabeza, le llamó imbécil y le volvió la espalda.
Don
Tomás escribió en su diario que siempre hay cierto riesgo, los paraguas pueden prestarse
a los amigos íntimos sin necesidad de recibo.
Iba
por la Carrera de San Jerónimo una tarde de verano nuestro don Tomás, naturalmente
de cara al sol. Y en dirección contraria venía una señora que resultó ser muy guapa.
Tropezó
con ella, que fue tropiezo agradable, y se disculpó galantemente diciendo:
–Dispénseme
usted, señora; iba deslumbrado, y es natural, puesto que iba de cara al sol.
Y
acompañó la galantería con un ademán gracioso, que indicaba claramente: “el sol
es usted”.
La
señora resultó muy amable, le tendió la mano sonriendo y se hicieron amigos.
Don
Tomás escribió en su diario: “En las tardes de verano hay que ir por la Carrera
de San Jerónimo de cara al sol, y hay que tropezar con todas las señoras guapas.”
Pero
al año siguiente, por la misma época, quiso aplicar la fórmula.
Tropezó
con otra señora intencionalmente, repitió la fórmula galante, y sin esperar a que
ella le diese la mano hizo ademán de cogérsela, cuando sintió que otra mano formidable
caía sobre su mejilla y le hacía ver, al mismo tiempo que el sol poniente todo un
surtidor de estrellas.
Fue
preciso modificar el resultado de la anterior experiencia, agregando: “Pero ante
todo conviene averiguar si la señora con quien ha de tropezarse va sola.”
Y
así se iba tejiendo la vida de don Tomás, y con ajustar puntualmente su conducta
a las enseñanzas de la experiencia, así y todo llovían sobre el señor de Barrientos
conflictos, calamidades y desengaños.
¿En
qué consisten, se preguntaba él a sí mismo, estos chascos que la experiencia me
da? ¿Pues no afirma el adagio vulgar que la experiencia es madre de la ciencia?
¿Cómo para mí sólo la madre amorosísima se me trueca en madrastra cruel?
A
pesar de todo, don Tomás Barrientos seguía aplicando a su conducta el método positivista.
Y
siguieron menudeando los conflictos experimentales y los bofetones prácticos.
Decididamente
en algo consistía su desdicha, pero ¿en qué consistía?
Al
fin, cierta mañana en que por entretenerse en algo leía un libro alemán de fábulas,
encontró en una la clave del problema.
La
fábula, en substancia, es como sigue:
En
una tarde de agosto, por terreno áspero, entre laderas áridas y bajo un sol de fuego,
iba un borrico cargado con unos cuantos sacos de sal.
La
carga era enorme para el pobre borrico, que caminaba jadeante y sudoroso.
Los
sacos eran viejos, con remiendos mal cosidos y agujeros y roturas por donde la sal
se escapaba, cayendo sobre las ancas y el cuello del desventurado animal.
Con
el sudor formábase salmuera, que le penetraba por los poros; y el sol, la sal, la
carga y lo escabroso del camino se ensañaban en el borrico, hasta el punto de enloquecerlo
de cansancio, dolor y desesperación.
Y
no se nos diga que no es verosímil que un borrico enloquezca, porque se han dado
muchos casos, y es de esperar que se den otros muchos en lo futuro.
Cuando
ya el borrico, que no podía más, estaba a punto de caer, llegaron él y el mozo que
lo guiaba, y que a puro palo venía animándole, a un riachuelo, que a poco más hubiera
sido río, porque arrastraba bastante caudal de agua.
En
el riachuelo se metió el borrico, o lo metió a palos el mozo; pero al llegar al
centro tropezó, y la bestia y los sacos cayeron al agua.
No
se encontró mal en aquella postura el pobre asno; así es que estirando el cuello
y sacando el hocico para no ahogarse, se quedó de buena gana todo el tiempo que
pudo en el centro de la fresca y consoladora corriente.
El
mozo juraba y maldecía, pero no podía levantar al animal ni podía darle de palos
a su gusto; así es que tal estado de cosas se prolongó mucho tiempo.
Cuando
al fin el borrico se levantó y salió a la otra orilla, toda la sal se había disuelto
en el agua y los sacos estaban vacíos por completo.
¡Qué
dicha experimentó la pobre bestia, qué felicidad tan honda! El peso había desaparecido,
la salmuera se había lavado y terminó la jornada con un trote ligero y gozoso.
Si
don Tomás hubiera sido el borrico o el borrico hubiera sido don Tomás, cosas ambas
que, dada la fecundidad de la Naturaleza, sus grandes recursos y su infinita variedad,
no son completamente absurdas, hubiera escrito en su diario: “Cuando se lleva una
carga muy pesada y se encuentra un arroyo, hay que dejarse caer en él y hay que
estar en el agua un buen rato.”
Pues
esto hizo el borrico, según parece: escribir esta sentencia o este consejo en alguna
de las circunvoluciones de su cerebro asnal; porque al cabo de algún tiempo venía
otra vez por el mismo sitio con otra carga, que esta vez no eran sacos de sal, sino
una verdadera montaña de esponjas, y sucedió lo siguiente:
Todo
era igual a lo que fue en la primera ocasión: la época del año, pues era un abrasador
día de verano; el sitio, que por el mismo barranco caminaba el asno y hacia el mismo
arroyo se iba aproximando; el cansancio, porque la jornada había sido larga aunque
la carga no era tan abrumadora como la otra vez; las molestias, porque lo que no
era en salmuera iba en moscas; todo lo mismo, con esta única diferencia: la de llevar
sobre el lomo esponjas, en vez de llevar cargamento de sal.
Pero
estas diferencias no puede apreciarlas un borrico; pedir que las apreciase sería
pedir demasiado a su modesta inteligencia.
Así
es que el animal iba pensando consigo mismo:
Todo
esto será hasta que yo llegue al arroyo: en cuanto llegue, me echo en el agua, y
en cuanto me eche, se acabó la carga y me levanto fresco y ligero.
Así
fue que al acercarse a la arroyada el borrico volvió la cabeza, miró con sorna al
mozo que le guiaba, levantó el labio, que fue una manera de sonreír, porque enseñó
los dientes y pensó para sí:
En
cuanto lleguemos al arroyo, veras tú. Y en efecto, llegó a poco, penetró con cierto
trotecillo provocativo, y en cuanto se vio en el centro, se dejó caer, y en el agua
se sumergieron las esponjas.
Así
estuvo un rato, y al fin se levantó, pero aquí fue ella.
¡Escarnio
de la suerte, desengaño cruel, traición infame!
La
sal de la otra vez se había deshecho, pero las esponjas se llenaron de agua, y la
carga se multiplicó de una manera abrumadora.
Apenas
pudo el borrico salir del arroyo, y el resto del camino fue una continua agonía.
Las piernas se le doblaban; a palos le hacía levantar el mozo; y el sudor de la
fatiga se mezclaba con lo que chorreaba del empapado cargamento.
El
borrico no sólo iba muerto del cansancio, sino absorto y confundido y abriendo mucho
los ojos, como quien dice:
No
lo comprendo, esto sí que no lo comprendo.
Realmente,
es pedir demasiado empeñarse en que un borrico entienda lo que muchos hombres, con
ser hombres, no llegan a comprender; el método experimental y el método histórico
tienen sus inconvenientes y sus quiebras.
Don
Tomás leyó la fábula y al concluirla se dio una palmada en la frente y dijo lo que
se dice al fin de muchas comedias:
Ahora
lo comprendo todo. La sal se deshace en el agua, la esponja la absorbe. La carga
desaparece en un caso, pero se acrecienta en el otro. Eso me ha sucedido a mí muchas
veces en la vida, pensó don Tomás. Sí, gran cosa es la experiencia, pero en cada
caso hay que distinguir y analizar y no proceder de ligero. En adelante, antes de
echarme en el arroyo me enteraré de si la carga que llevo es de sal o de esponjas.
Y
así lo hizo en adelante. Y cuenta la historia que lo pasó bastante bien.
Su
modestia fue recompensada: se había resignado a recibir las lecciones de un pollino,
y obró prudentemente, porque, a veces los más humildes dan lecciones provechosas
a los más sabios.
Le
fue bien hasta el fin, repetimos, porque algún tiempo después pensó en casarse,
y lo estuvo dudando, porque no sabía a punto fijo si la nueva carga iba a ser de
sal o de esponjas.
Pero
como la novia era andaluza y muy salada, creyó lo primero y se metió en el agua
resueltamente; es decir, que se casó y fue feliz. Y aquí se acabó la historia de
don Tomás Barrientos y del borrico de la sal y de las esponjas.
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