J. M. Machado de Assis
I
Son las once
de la mañana.
Doña
Augusta Vasconcelos está reclinada sobre un sofá, con un libro en la mano. Adelaida,
su hija, deja correr los dedos por el teclado del piano.
–¿Papá
ya se despertó? –pregunta Adelaida a su madre.
–No
–respondió, sin levantar los ojos del libro.
Adelaida
se incorporó y se acercó a Augusta.
–Pero
mamá, ya es muy tarde –dijo ella–. Son las once. Papá duerme demasiado.
Augusta
dejó caer el libro sobre su regazo, y mirándola le dijo:
–Sucede
que tu padre ayer se acostó muy tarde.
–Ya
me di cuenta de que nunca puedo despedirme de papá cuando me voy a acostar. Siempre
está afuera.
Augusta
sonrió:
–Eres
una campesina –dijo ella–, duermes como las gallinas. Aquí son otras las costumbres.
Tu padre tiene mucho que hacer de noche.
–¿Son
cuestiones de política, mamá? –preguntó Adelaida.
–No
lo sé –respondió Augusta.
Empecé
diciendo que Adelaida era hija de Augusta, y esta información, necesaria para el
relato, no lo era menos en la vida real en que tuvo lugar el episodio que voy a
narrar, porque a primera vista nadie diría que quienes allí estaban eran madre e
hija; parecían dos hermanas, tan joven era la mujer de Vasconcelos.
Tenía
Augusta treinta años y Adelaida quince; pero comparativamente la madre parecía más
joven que la hija. Conservaba la misma frescura de los quince años, y tenía además
lo que faltaba a Adelaida, que era la conciencia de la belleza y de la juventud;
conciencia que sería loable si no tuviese como consecuencia una inmensa y profunda
vanidad. Su estatura era mediana pero imponente. Era muy blanca y sonrosada. Tenía
los cabellos castaños y los ojos azulados. Las manos largas y bien dibujadas parecían
criadas para las caricias del amor; sin embargo, daba a sus manos mejor destino:
las calzaba en tersa cabritilla.
Todos
los encantos de Augusta estaban en Adelaida, pero en embrión. Se podía presentir
que a los veinte años Adelaida iba a competir con Augusta; pero por ahora había
en la niña ciertos restos de infancia que atenuaban el realce de los atributos de
que la naturaleza la había dotado.
Sin
embargo, era perfectamente capaz de despertar el amor de un hombre, sobre todo si
él fuese poeta, y le gustasen las vírgenes de quince años, incluso porque era un
poco pálida, y los poetas en todas las épocas tuvieron siempre debilidad por las
criaturas de piel desvaída.
Augusta
vestía con suprema elegancia; gastaba mucho, es verdad; pero aprovechaba bien los
enormes egresos que realizaba, si es que a lo que hacía podía considerárselo un
aprovechamiento. Debe, empero, hacerse justicia a un hecho: Augusta no regateaba
jamás; pagaba el precio que le pedían por cualquier cosa. Ponía en ello su grandeza,
y creía que el procedimiento contrario era ridículo, y de baja condición.
En
este punto Augusta compartía los sentimientos y servía los intereses de algunos
mercaderes que entienden que es una deshonra hacer cualquier tipo de rebaja en el
precio de sus mercaderías.
El
proveedor de telas de Augusta, cuando hablaba a este respecto, solía decirle:
–Pedir
un precio y entregar la mercadería por otro menor, es confesar que se tenía la intención
de estafar al cliente.
El
proveedor prefería realizar la estafa sin confesarla.
Otro
hecho incuestionable al que cabe hacer justicia, era que Augusta no ahorraba esfuerzos
en su afán de que Adelaida llegara a ser tan elegante como ella.
No
era pequeño el trabajo.
Desde
los cinco años Adelaida había sido educada en el campo, en casa de unos parientes
de Augusta, más dados al cultivo del café que a los menesteres de la moda. Adelaida
fue criada en la práctica de tales hábitos e ideas. Por eso, cuando llegó a la corte,
donde se reunió con su familia, se produjo en ella una verdadera transformación.
Pasaba de una civilización a otra; vivió en poco tiempo una larga serie de años.
Lo que le sirvió de mucho fue tener en su madre a una excelente maestra. Adelaida
se transformó, y el día en que comienza este relato ya era otra; todavía, sin embargo,
distaba mucho de ser como Augusta.
En
el momento en que la madre respondía a la curiosa pregunta de su hija acerca de
las ocupaciones de Vasconcelos, un carruaje se detuvo ante su puerta.
Adelaida
corrió hacia la ventana.
–Es
doña Carlota, mamá –dijo la niña volviendo hacia adentro.
Pocos
minutos después entraba en la sala de estar la referida señora. Para dar a conocer
este nuevo personaje a los lectores bastará con decirles que era un calco de Augusta;
hermosa como ella, elegante como ella, vanidosa como ella.
Todo
esto significa que eran las más afables enemigas que puede haber en este mundo.
Carlota
venía a pedirle a Augusta que fuese a cantar a su casa, donde iba a realizarse un
concierto, organizado en su honor para que estrenase un magnífico vestido nuevo.
Augusta,
de muy buen grado, accedió al pedido.
–¿Cómo
está tu marido? –le preguntó a Carlota.
–Salió
a caminar; ¿y el tuyo?
–El
mío duerme.
–¿Cómo
un justo? –preguntó Carlota sonriendo maliciosamente.
–Así
parece –respondió Augusta.
En
ese momento, Adelaida, que a pedido de Carlota había ido a ejecutar un nocturno
al piano, regresó junto a las dos mujeres.
La
amiga de Augusta le preguntó:
–¿Me
equivoco si pienso que ya tienes algún novio en vista?
La
niña se sonrojó mucho, y balbuceó:
–No
diga eso.
–¡Seguro
que sí! O entonces estarás muy cerca del momento en que habrás de tener un novio,
y yo ya profetizo que ha de ser buen mozo…
–Es
muy temprano –dijo Augusta.
–¡Temprano!
–Sí;
todavía es una niña, se casará cuando llegue el momento, y ese día aún está lejos…
–Ya
sé –dijo Carlota riendo–, quieres prepararla bien… Apruebo tus intenciones. Pero
si es así no le quites las muñecas.
–Ya
se las quité.
–Entonces
no te resultará fácil alejar a los pretendientes. Una cosa reemplaza a la otra.
Augusta
sonrió, y Carlota se incorporó para salir.
–¿Ya
te vas? –dijo Augusta.
–Debo
irme; adiós.
–Adiós.
Intercambiaron
besos y Carlota partió de inmediato.
Casi
en seguida llegaron dos mandaderos: uno con vestidos y el otro con una novela; eran
compras hechas en la víspera. Los vestidos eran carísimos y la novela tenía este
título: Fanny, por Ernesto Feydean.
II
Hacia la una
de la tarde de ese mismo día se levantó Vasconcelos de la cama.
Vasconcelos
era un hombre de cuarenta años, bien parecido, dotado de un maravilloso par de patillas
grisáceas, que le daban un aire de diplomático, actividad de la que estaba alejado
por lo menos unas buenas cien leguas. Tenía una cara risueña y una actitud extrovertida:
todo él respiraba una robusta salud.
Era
dueño de una considerable fortuna y no trabajaba, o sea trabajaba mucho en la destrucción
de dicha fortuna, obra en la que su mujer colaboraba concienzudamente.
La
observación de Adelaida era verídica; Vasconcelos se acostaba tarde; siempre se
despertaba después del mediodía; y salía al anochecer para volver a la madrugada
siguiente. Quiero decir que efectuaba con regularidad cortas o breves excursiones
a la casa de sus familiares.
Una
sola persona tenía derecho a exigir de Vasconcelos una mayor asiduidad en su casa:
era Augusta; pero ella nada le decía. No por eso se llevaban mal, porque el marido,
a cambio de la tolerancia de su esposa, no le negaba nada, y todos los caprichos
que ella pudiera tener eran satisfechos con prontitud.
Si
ocurría que Vasconcelos no podía acompañarla a todos los bailes y paseos, se encargaba
de ello un hermano de Vasconcelos, comendador de dos órdenes, político de la oposición,
excelente jugador de tresillo, y hombre amable en sus horas libres, que eran pocas.
El hermano Lorenzo era lo que se puede llamar un hermano terrible. Obedecía a todos
los deseos de su cuñada, pero no le ahorraba, de vez en cuando, un sermón al hermano.
Buena semilla que no germinaba.
Despertó,
pues, Vasconcelos, y despertó de buen humor. La hija se alegró mucho al verlo, y
él mostró una gran afabilidad hacia la mujer, que le retribuyó del mismo modo.
–¿Por
qué te despiertas tan tarde? –preguntó Adelaida acariciando las patillas de Vasconcelos.
–Porque
me acuesto tarde.
–¿Y
por qué te acuestas tarde?
–¡Eso
ya es mucho preguntar! –dijo Vasconcelos sonriendo. Y prosiguió–: Me acuesto tarde
porque así lo exigen las necesidades políticas. Tú no sabes qué es la política;
es una cosa muy fea, pero muy necesaria.
–¡Yo
sí sé qué es la política! –dijo Adelaida.
–¿No
digas? Explícame pues qué crees que es.
–Allá
en el campo, cuando le rompieron la cabeza al juez de paz, dijeron que había sido
por cuestiones políticas; a mí me pareció muy raro porque lo político hubiera sido
que no le rompieran la cabeza…
Vasconcelos
se rio mucho con la observación de la hija, y se dirigía al comedor para almorzar,
cuando entró su hermano, que no pudo dejar de exclamar:
–¡A
buena hora almuerzas tú!
–Ya
empiezas con tus reprimendas. Yo almuerzo cuando tengo hambre… No trates, ahora,
de esclavizarme a las horas y a las formalidades. Llámalo almuerzo o lunch, lo cierto
es que estoy comiendo.
Lorenzo
le contestó con una mueca.
Terminado
el almuerzo se anunció la llegada del señor Batista. Vasconcelos fue a recibirlo
en la privacidad de su estudio.
Batista
era un muchacho de veinticinco años; era el tipo acabado del farrista; excelente
compañero en una cena integrada por personas de dudosa calaña; nulo comensal en
una mesa de honesta sociedad. Tenía chispa y cierta inteligencia, pero era preciso
que se sintiese en el clima adecuado para que se manifestaran tales cualidades.
Por lo demás, era apuesto; tenía un lindo bigote; calzaba botines de Campas, y se
vestía con un excelente buen gusto; fumaba tanto como un soldado y tan bien como
un lord.
–Apuesto
a que recién te despiertas –dijo Batista mientras entraba al escritorio de Vasconcelos.
–Hace
tres cuartos de hora. Recién termino de almorzar. Toma un cigarro.
Batista
aceptó el cigarro y se estiró en una silla americana, mientras Vasconcelos prendía
un fósforo.
–¿Viste
a Gomes? –preguntó Vasconcelos.
–Ayer
lo vi. Gran novedad: rompió con la sociedad.
–¿Es
cierto?
–Cuando
le pregunté por qué motivo no se le veía desde hacía un mes, me respondió que estaba
pasando por una transformación, y que del Gomes que había sido no quedaba más que
el recuerdo. Parece mentira, pero el muchacho hablaba con convicción.
–Lo
dudo; pienso, más bien, que se trata de alguna broma que nos está preparando. ¿Qué
novedades hay?
–Nada;
mejor dicho, eres tú quien debiera saber algo…
–Yo
no sé nada.
–¡Vamos!
¿No estuviste ayer en el jardín?
–Así
es; hubo una cena…
–Una
reunión familiar, efectivamente. Yo fui al Alcázar. ¿A qué hora terminó la reunión?
–A
las cuatro de la mañana…
Vasconcelos
se extendió en una reposera, y la conversación prosiguió en ese tono, hasta que
un sirviente vino a avisarle a Vasconcelos que en el salón lo aguardaba el señor
Gomes.
–¡He
aquí a nuestro hombre! –dijo Batista.
–Dile
que suba –ordenó Vasconcelos.
El
sirviente bajó para transmitir el mensaje; pero Gomes apareció quince minutos más
tarde; se había demorado abajo conversando con Augusta y Adelaida.
–Quien
está vivo siempre aparece –dijo Vasconcelos al avistar al muchacho.
–Ustedes
no me buscan… –dijo él.
–Perdón,
pero yo estuve en tu domicilio dos veces, y me dijeron que habías salido.
–Fue
pura casualidad; yo casi nunca salgo.
–¿Así
que te has convertido en un perfecto ermitaño?
–Estoy
hecho una crisálida; voy a reaparecer transformado en mariposa –dijo Gomes sentándose.
–Tenemos
poesía… Atención, Vasconcelos…
El
nuevo personaje, este Gomes tan buscado y tan oculto, aparentaba tener unos treinta
años. Él, Vasconcelos y Batista eran la trinidad del placer y de la disipación,
unidos por una indisoluble amistad. Cuando Gomes, cerca de un mes antes, dejó de
frecuentar los círculos habituales, llamó la atención de todos, pero sólo Vasconcelos
y Batista lo lamentaron de verdad. Sin embargo, no se empeñaron demasiado en arrancarlo
a la soledad, ya que consideraron que la actitud del muchacho bien podía responder
a algún propósito determinado.
Gomes
fue, por lo tanto, recibido como un hijo pródigo.
–¿Por
dónde anduviste metido? ¿Qué quiere decir eso de la crisálida y la mariposa? ¿Te
parece que soy del campo y que tienes que hablarme así?
–Las
cosas son tal como se las transmito, mis amigos. Me están saliendo alas.
–¡Alas!
–dijo Batista sofocando una carcajada.
–A
menos que sean alas de gavilán para caer sobre…
–No,
estoy hablando en serio.
Y,
en efecto, Gomes mostraba una actitud seria y convincente.
Vasconcelos
y Batista se miraron.
–Pues,
si es verdad lo que dices, explícanos de una vez de qué alas se trata, y sobre todo
hacia dónde quieres volar.
A
estas palabras de Vasconcelos, agregó Batista las siguientes:
–Sí,
debes darnos una explicación, y si nosotros, que formamos tu consejo de familia,
consideramos que la explicación es satisfactoria, la aprobaremos; de lo contrario
quedarás sin alas y volverás a ser lo que siempre has sido…
–Totalmente
de acuerdo –refrendó Vasconcelos.
–Pues
bien, es muy sencillo; me están saliendo alas de ángel, y quiero volar al cielo
del amor.
–¡Del
amor! –exclamaron los dos amigos de Gomes.
–Así
es –prosiguió Gomes–. ¿Qué fui yo hasta hoy? Un verdadero disipado, un perfecto
calavera, derrochando mi fortuna y mi corazón. Pero ¿es esto suficiente para llenar
una vida? Creo que no…
–Hasta
ahí estoy de acuerdo… eso no basta; es preciso que haya algo más; la diferencia
está en la manera de…
–Exactamente
–dijo Gomes–, exactamente; es natural que ustedes piensen de otra manera, pero yo
creo que tengo razón en decir que sin el amor casto y puro la vida no es más que
un desierto.
Batista
dio un salto.
Vasconcelos
clavó los ojos en Gomes.
–Apuesto
a que te vas a casar –le dijo.
–No
sé si me voy a casar; sí sé que amo, y espero terminar casándome con la mujer que
amo.
–¡Casarte!
–exclamó Batista.
Y
dejó escapar una carcajada estridente.
Pero
Gomes hablaba tan seriamente, insistía con tamaña gravedad en aquellos proyectos
de regeneración, que los dos amigos terminaron por oírlo con igual seriedad.
Gomes
hablaba un lenguaje que era extraño, y enteramente nuevo en boca de un muchacho
que había sido el más loco y ruidoso en los festines de Baco y de Citera.
–¿De
modo, entonces, que nos dejas? –preguntó Vasconcelos.
–¿Yo?
Sí, y no; me encontrarán en los salones que hasta hoy frecuentamos. En los hoteles
y las casas equívocas, nunca más.
–De profundis… –canturreó Batista.
–Pero
al fin de cuentas –dijo Vasconcelos–, ¿dónde está tu Marión? ¿Puedo saber quién
es ella?
–No
es Marión, es Virginia… Pura amistad al principio, después afecto profundo, hoy
pasión verdadera. Luché mientras pude; pero rendí las armas ante una fuerza mayor.
Mi gran temor era no tener un alma capaz de ser ofrecida a esa gentil criatura.
Pues bien, la tengo, y tan fogosa y tan virgen como cuando tenía dieciocho años.
Sólo la casta mirada de una virgen podría ser capaz de descubrir en mi lodo esa
perla divina. Renazco mejor de lo que era…
–No
cabe duda, Vasconcelos, el muchacho está loco; enviémoslo a Praia Vermelha; y como
puede tener un nuevo brote aquí mismo, yo me voy…
Batista
tomó su sombrero.
–¿A
dónde vas? –le dijo Gomes.
–Tengo
que hacer; pero pronto me tendrás por tu casa; quiero ver si aún hay algo que pueda
hacerse para arrancarte a ese abismo.
Y
salió.
III
Los dos se quedaron
solos.
–¿Entonces
es cierto que estás enamorado?
–Completamente.
Yo bien sabía que ustedes difícilmente podrían creer en ello; yo mismo no lo creo
todavía, sin embargo es verdad. Termino por donde tú empezaste. ¿Será peor o mejor?
Yo creo que es mejor.
–¿Quieres
mantener oculto el nombre de la persona?
–Lo
oculto por ahora a todos, menos a ti.
–Es
una prueba de confianza…
Gomes
sonrió.
–No
–dijo él–, es una condición sine qua non; tú, por sobre cualquier otro, debes
saber quién es la elegida de mi corazón; se trata de tu hija.
–¿Adelaida?
–preguntó Vasconcelos pasmado.
–Sí,
tu hija.
La
revelación de Gomes cayó como una bomba. Vasconcelos ni de lejos sospechaba semejante
cosa.
–¿Apruebas
nuestro amor? –le preguntó Gomes.
Vasconcelos
reflexionaba, y tras algunos minutos de silencio, dijo:
–Mi
corazón aprueba tu elección; eres mi amigo, estás enamorado, y si además ella te
ama.
Gomes
iba a decir algo, pero Vasconcelos prosiguió, sonriendo:
–Pero
¿y la sociedad?
–¿Qué
sociedad?
–La
sociedad que nos considera libertinos, a ti y a mí, es natural que no apruebe el
apoyo que te doy.
–Ya
veo que es un rechazo –dijo Gomes entristecido.
–¡Qué
rechazo ni qué rechazo, tonto! Es una objeción que tú podrás destruir diciendo:
la sociedad es una gran calumniadora y una famosa indiscreta. Mi hija es tuya con
una condición.
–¿Cuál?
–A
condición de que sea un amor recíproco. ¿Ella te quiere?
–No
sé –respondió Gomes.
–Pero
lo sospechas…
–No
lo sé; sé que la amo y daría mi vida por ella, pero ignoro si soy correspondido.
–Lo
serás… yo me encargaré de explorar el terreno. Dentro de dos días te haré conocer
el resultado de mis indagaciones. ¡Quién iba a decirlo! ¡Tener que llamarte mi yerno!
La
respuesta de Gomes fue caer en sus brazos. La escena ya adquiría ribetes de comedia
cuando dieron las tres de la tarde. Gomes recordó que tenía un rendez-vous
con un amigo; Vasconcelos, a su vez, que tenía que escribir algunas cartas.
Gomes
se retiró sin hablar con las mujeres.
A
eso de las cuatro, Vasconcelos se disponía a salir, cuando le avisaron que había
venido a visitarlo el señor José Brito.
Al
oír este nombre Vasconcelos frunció el entrecejo. Poco después entraba a su escritorio
el señor José Brito.
El
señor José Brito era para Vasconcelos un verdadero fantasma, un eco del abismo,
una voz de la realidad: era un acreedor.
–No
contaba hoy con su visita –dijo Vasconcelos.
–Me
sorprende –le respondió el señor José Brito, con una placidez que desconcertaba–,
porque hoy es 21.
–Creí
que era 19 –balbuceó Vasconcelos.
–Antes
de ayer lo fue, en efecto; pero hoy es 21. Mire –prosiguió el acreedor tomando el
Jornal do Comércio que estaba sobre una silla–, jueves 21.
–¿Viene
a buscar el dinero?
–Aquí
está su letra –dijo el señor José Brito, sacando la billetera del bolsillo y un
papel de la billetera.
–¿Por
qué no vino más temprano? –preguntó Vasconcelos, tratando así de retrasar la cuestión
fundamental.
–Vine
a las ocho de la mañana –respondió el acreedor–, usted estaba durmiendo; vine a
las nueve, ídem; vine a las once, ídem; vine al mediodía, ídem. Quise venir a la
una de la tarde, pero tenía que mandar un hombre a la cárcel y no me fue posible
terminar temprano. A las tres comí algo, y a las cuatro estuve aquí.
Vasconcelos
mordisqueaba el cigarro mientras trataba de ver si se le ocurría alguna buena idea
que le permitiera escapar al pago con que no había contado. No se le ocurría nada;
pero el propio acreedor le ofreció una alternativa.
–Por
lo demás –dijo él–, poco importa la hora, ya que yo estaba seguro de que usted me
iba a pagar.
–Ah
–dijo Vasconcelos–, creo que usted se equivoca; yo no contaba con que usted viniese
hoy, y no conseguí el dinero…
–Pero
entonces, ¿qué piensa hacer? –preguntó el acreedor con ingenuidad. Vasconcelos sintió
que su alma se llenaba de esperanza.
–Nada
más simple –dijo–; espere hasta mañana…
–Mañana
quisiera presenciar el embargo de un individuo al que hice procesar por una larga
deuda; no puedo…
–Perdón,
pero yo podría llevarle el dinero a su casa…
–No
habría problema si los asuntos comerciales se arreglasen así. Si fuésemos dos amigos
es natural que yo me contentase con su promesa, y todo terminaría mañana; pero yo
soy su acreedor, y sólo me importa salvar mis intereses… Por lo tanto, creo que
lo mejor será que usted me pague hoy…
Vasconcelos
se pasó la mano por los cabellos.
–Pero
¡ya le he dicho que no tengo! –dijo él.
–Es
algo que sin duda debe resultarle muy molesto, pero que a mí no me causa la menor
impresión… Aunque debiera inquietarme, ya que su situación actual es precaria.
–¿Mi
situación?
–Así
es; sus casas de la Rua da Imperatriz están hipotecadas; la de la Rua do São Pedro
fue vendida, y la suma obtenida hace mucho se evaporó; sus esclavos han ido desapareciendo,
uno tras otro, sin que, al parecer, usted lo haya advertido, y los gastos que hace
poco tuvo usted que enfrentar para equipar la casa de una cierta dama de sociedad
de reputación algo dudosa, son inmensos. Yo sé todo; sé más que usted…
Vasconcelos
estaba visiblemente aterrorizado. Lo que el acreedor decía era cierto.
–Bueno
–dijo Vasconcelos–, ¿qué propone que hagamos?
–Una
cosa simple; duplicamos la deuda, y usted me entrega ahora un depósito a cuenta.
–¡Duplicar
la deuda!, pero esto es un…
–Es
una tabla de salvación; soy moderado. Vamos, dese cuenta y acepte mi propuesta.
Entrégueme el depósito y destruimos la letra.
Vasconcelos
aún quiso hacer alguna objeción; pero era imposible convencer al señor José Brito.
Firmó el depósito por dieciocho contos. Cuando el acreedor se fue, Vasconcelos se
puso a pensar seriamente en su vida. Hasta entonces había gastado tanto y tan ciegamente
que no había advertido el abismo que él mismo fue cavando bajo sus pies. Vino, sin
embargo, a prevenirlo la voz de uno de sus verdugos. Vasconcelos reflexionó, calculó,
reconsideró el monto de sus gastos y obligaciones, y verificó que de la fortuna
que creía poseer le quedaba en realidad menos de la cuarta parte. Para vivir como
hasta allí había vivido, aquello era nada menos que la miseria. ¿Qué hacer en tal
situación?
Vasconcelos
recogió su sombrero y salió. Iba cayendo la noche. Tras andar algún tiempo por las
calles absorto en sus meditaciones, Vasconcelos entró en el Alcázar. Era una forma
de distraerse. Allí encontraría a sus relaciones habituales. Batista vino al encuentro
de su amigo.
–¿Qué
cara es ésa? –le dijo.
–No
es nada, me pisaron un callo –respondió Vasconcelos, que no encontraba mejor respuesta.
Pero
un pedicuro que se encontraba cerca de los dos oyó sus palabras y a partir de ese
momento no perdió de vista al infeliz Vasconcelos, a quien cualquier insignificancia
podía molestarlo. La mirada insistente del pedicuro lo turbó tanto que Vasconcelos
terminó por irse de allí.
Entró
al Hotel de Milán para cenar. Por mayor que fuera su preocupación, sintió que no
podía desatender las necesidades de su estómago.
Pues
bien, en mitad de la cena se acordó de aquello que en ningún momento debió haber
salido de su cabeza: el pedido de casamiento que esa tarde le había hecho Gomes.
Fue un rayo de luz.
“Gomes
es rico”, pensó Vasconcelos; “la forma de evitar disgustos mayores es ésta; Gomes
se casa con Adelaida, y como es mi amigo no me negará nada de lo que yo necesite.
Por mi parte, trataré de recuperar lo perdido… ¡Qué oportuno fue acordarme del casamiento!”
Vasconcelos
comió alegremente, volvió después al Alcázar donde algunos muchachos y otras personas
le hicieron olvidar sus infortunios. A las tres de la mañana, Vasconcelos entraba
a su casa con la tranquilidad y regularidad habituales.
IV
Al día siguiente,
lo primero que hizo Vasconcelos fue consultar el corazón de Adelaida. Quería, empero,
hacerlo en ausencia de Augusta. Por suerte, ésta tenía que ir a la Rua da Quitanda
a ver unas telas nuevas, y salió con su cuñado, dejando a Vasconcelos en total libertad
de acción.
Como
los lectores ya saben, Adelaida quería mucho a su padre, y era capaz de hacer cualquier
cosa por él. Tenía, además, un excelente corazón. Vasconcelos contaba con esas dos
fuerzas.
–Ven
aquí, Adelaida –dijo él entrando al salón de estar–; ¿sabes cuántos años tienes?
–Tengo
quince.
–¿Sabes
cuántos años tiene tu madre?
–¿Tiene
veintisiete, verdad?
–Tiene
treinta; vale decir que tu madre se casó a los quince años.
Vasconcelos
hizo un silencio a fin de apreciar el efecto que producían sus palabras, pero fue
inútil la expectativa: Adelaida no entendió nada.
El
padre prosiguió:
–¿No
has pensado en casarte?
La
niña se sonrojó notablemente, trató de permanecer callada, pero como su padre insistiese,
respondió:
–¡Pero
papá! Yo no quiero casarme…
–¿Que
no te quieres casar? ¡Eso sí que es bueno! ¿Y por qué?
–Porque
no tengo ganas, y vivo bien aquí.
–Pero
tú puedes casarte y seguir viviendo aquí…
–Es
cierto, pero no tengo ganas.
–Vamos…
Amas a alguien, confiésalo.
–No
digas eso papá… yo no amo a nadie.
Adelaida
era sincera y Vasconcelos no lo dudó.
“Ella
dice la verdad”, pensó él; “es inútil intentar por ese lado…”
Adelaida
se sentó a sus pies, y dijo:
–Te
pido, papito, que no hablemos más del asunto…
–Hablemos,
hija mía, hablemos, tú eres una niña, no sabes ser previsora. Imagínate que tu madre
y yo desaparezcamos mañana. ¿Quién te ha de amparar? Sólo tu marido.
–Pero
a mí no me gusta nadie…
–Por
ahora es así; pero ya habrás de enamorarte si el novio es un apuesto muchacho, de
buen corazón… Yo ya elegí uno que te ama mucho, y a quien tú seguramente llegarás
a amar.
Adelaida
se estremeció.
–¿Yo?
–dijo ella–. Pero… ¿quién es?
–Gomes.
–Papá,
yo no lo amo…
–Eso
sólo es cierto por ahora; pero no me negarás que él es digno de ser amado. Dos meses
bastarán para que te enamores de él.
Adelaida
no dijo una palabra. Inclinó la cabeza y empezó a retorcer entre los dedos una de
sus trenzas pobladas y negras. El pecho se le contraía y dilataba con fuerza; la
niña tenía los ojos clavados en la alfombra.
–¿Y?
Estás de acuerdo, ¿verdad? –preguntó Vasconcelos.
–Pero
papá y ¿si llego a ser infeliz?…
–Eso
es imposible, hija mía, serás muy feliz, y amarás mucho a tu marido.
–Oh,
papá –le dijo Adelaida con los ojos bañados por el llanto–, te suplico que no me
cases todavía…
–Adelaida,
el primer deber de una hija es obedecer a su padre, y yo soy tu padre. Quiero que
te cases con Gomes; en consecuencia, te casarás con él.
Para
que estas palabras alcanzaran todo el efecto esperado, debían dar lugar a una retirada
rápida. Vasconcelos lo comprendió y salió del salón dejando a Adelaida sumida en
la desolación.
Adelaida
no amaba a nadie. Su rechazo no se apoyaba en la defensa de ningún otro amor; tampoco
era el resultado de ninguna aversión particular hacia su pretendiente. La niña sentía,
simplemente, una total indiferencia por el muchacho. En estas condiciones el casamiento
no dejaba de ser una odiosa imposición.
Pero
¿qué haría Adelaida? ¿A quién recurriría?
Recurrió
a las lágrimas.
En
cuanto a Vasconcelos, subió a su estudio y escribió las siguientes líneas a su futuro
yerno:
Todo
marcha bien; te autorizo a venir para hacerle la corte a la niña; puedes empezar
cuando quieras y espero que dentro de dos meses la fecha de casamiento esté fijada.
Cerró
la carta y la envió. Poco después regresaron de la calle Augusta y Lorenzo.
Mientras
Augusta subió al cuarto de la toilette para cambiarse de ropa, Lorenzo fue a ver
a Adelaida, que estaba en el jardín.
Advirtió
que los ojos de ella estaban enrojecidos, y preguntó por la causa, pero la muchacha
negó haber llorado.
Lorenzo
no creyó en las palabras de la sobrina, y la instó a que le dijera la verdad acerca
de lo ocurrido.
Adelaida
tenía una relación extraña con su tío, debido en gran parte a esa franqueza de carácter
de la que ahora mismo le daba pruebas. Al cabo de algunos minutos de resistencia,
Adelaida contó a Lorenzo la charla que había tenido con su padre.
–¿Así
que por eso estás llorando, querida?
–¿Y
qué te parece? ¿Cómo haré para librarme del casamiento?
–No
te aflijas, no te casarán; yo te prometo que ese matrimonio no se realizará…
La
muchacha sintió un estremecimiento de alegría.
–Tío,
¿me prometes que convencerás a papá?
–Lo
convenceré o lo venceré, poco importa; tú no te casarás, puedes estar segura. Tu
padre es un tonto.
Lorenzo
subió al escritorio de Vasconcelos, exactamente en el momento en que éste se disponía
a salir.
–¿Sales?
–le preguntó Lorenzo.
–Así
es.
–Debo
hablarte.
Lorenzo
se sentó, y Vasconcelos, que ya tenía el sombrero en la cabeza, esperó de pie que
él hablase.
–Siéntate
–dijo Lorenzo.
Vasconcelos
se sentó.
–Hace
dieciséis años…
–Empiezas
yéndote muy lejos; trata de abreviar por lo menos media docena de años, sin lo cual
no te prometo oír lo que vas a decirme.
–Hace
dieciséis años –prosiguió Lorenzo–, decías que acababas de encontrar un paraíso,
el verdadero paraíso, y fuiste durante dos o tres años un marido ejemplar. Después
cambiaste completamente; y el paraíso se hubiera convertido en un verdadero infierno
si tu mujer no fuese tan indiferente y fría como es, evitando de ese modo terribles
escenas domésticas.
–Pero
Lorenzo, ¿me puedes decir qué tienes tú que ver con todo eso?
–Nada;
ni de eso vengo a hablarte. Lo que me interesa es que no sacrifiques a tu hija por
un capricho, entregándola a uno de tus compañeros de juerga…
Vasconcelos
se puso de pie:
–¡Estás
loco! –dijo él.
–Te
aseguro que estoy perfectamente cuerdo, y te doy el prudente consejo de que no sacrifiques
una hija a un libertino.
–Gomes
no es un libertino; tuvo una vida de muchacho, es verdad, pero gusta de Adelaida,
y se ha transformado completamente. Es un buen casamiento, y por eso creo que todos
debemos aceptarlo. Es mi deseo y en esta casa mando yo.
Lorenzo
trató de seguir hablando, pero Vasconcelos ya se había alejado.
“¿Qué
hacer?”, pensó Lorenzo.
V
La oposición
de Lorenzo no impresionaba demasiado a Vasconcelos. Él podía inculcar a su sobrina
ideas de resistencia; pero Adelaida, que era un espíritu débil, cedería ante el
último que hablase, y los consejos de un día serían derrotados por la imposición
del día siguiente.
No
obstante, era conveniente obtener el apoyo de Augusta. Vasconcelos pensó en ocuparse
de eso cuanto antes.
Urgía,
sin embargo, organizar sus negocios, y Vasconcelos buscó un abogado a quien entregó
todos los papeles y la información necesaria, encargándole que lo orientase para
enfrentar las necesidades que le imponía la situación, como por ejemplo lo atinente
a los recursos legales a que podría apelar en caso de reclamo por deuda o hipoteca.
Nada
de esto hacía suponer, por parte de Vasconcelos, una reforma de sus costumbres.
Se preparaba, apenas, para proseguir su vida anterior.
Dos
días después de la conversación con el hermano, Vasconcelos fue en busca de Augusta,
para hablar francamente con ella sobre el casamiento de Adelaida.
Ya
en ese lapso, el futuro novio, siguiendo el consejo de Vasconcelos, empezó a cortejar
a la muchacha. Era posible que si el casamiento no le hubiera sido impuesto, Adelaida
terminase gustando del muchacho. Gomes era un hombre hermoso y elegante; y además,
conocía todos los recursos a los que se debe apelar para impresionar a una mujer.
¿Habría
Augusta advertido la asidua presencia del muchacho? Tal era la pregunta que Vasconcelos
formulaba a su espíritu en el momento en que entraba al toilette de la mujer.
–¿Vas
a salir? –preguntó él.
–No;
tengo visitas.
–¡Ah!
¿Quién?
–La
mujer de Seabra –dijo ella.
Vasconcelos
se sentó, y buscó una forma de empezar a hablar del asunto principal que allí lo
había llevado.
–¡Estás
muy linda hoy!
–¿De
veras? –dijo ella sonriendo–. Sin embargo, hoy estoy como siempre; me llama la atención
que me lo digas hoy…
–No;
realmente hoy estás más linda que habitualmente, a tal punto que hasta soy capaz
de ponerme celoso…
–¡Por
favor! –dijo Augusta con una sonrisa irónica.
Vasconcelos
se rascó la cabeza, sacó el reloj, le dio cuerda; después empezó a acariciarse la
barba, tomó una hoja de diario, leyó dos o tres avisos, arrojó la página al suelo,
y por fin, al cabo de un silencio ya demasiado prolongado, Vasconcelos creyó mejor
atacar la cuestión de frente.
–He
estado pensando mucho en Adelaida últimamente –dijo él.
–¡Ajá!,
¿por qué?
–Ya
es grande…
–¡Grande!
–exclamó Augusta–, es una niña…
–Ya
es mayor de lo que tú eras cuando te casaste…
Augusta
arrugó ligeramente la frente.
–Sí…
¿y entonces qué?
–Bueno,
yo quisiera hacerla feliz y feliz a través del casamiento. Un muchacho digno de
ella en todos los órdenes, me la pidió hace días, y yo le dije que sí. Sabiendo
de quién se trata, aprobarás mi elección; me refiero a Gomes. ¿Te parece bien?
–¡No!
–respondió Augusta.
–¿Cómo
no?
–Adelaida
es una niña; no tiene ni la madurez ni la edad adecuada para casarse… Lo hará en
su debido momento.
–¿En
su debido momento? ¿Tú crees que el novio esperará ese momento impreciso?
–Si
no espera, paciencia –dijo Augusta.
–¿Tienes
alguna objeción que hacerle a Gomes?
–Ninguna.
Es un muchacho distinguido; pero no le conviene a Adelaida.
Vasconcelos
no estaba seguro si le convenía seguir insistiendo; le parecía que nada habría de
lograr; pero el recuerdo de la fortuna le dio fuerzas para proseguir, y entonces
él preguntó:
–¿Por
qué?
–¿Estás
seguro que es el hombre que le conviene a Adelaida? –inquirió Augusta, eludiendo
la pregunta del marido.
–Digo
que sí.
–Le
convenga o no, nuestra niña no debe casarse todavía.
–¿Y
si ella lo amase?…
–¿Qué
importa? ¡Igual debería esperar!
–Sin
embargo, Augusta, no podemos prescindir de este casamiento… Es una necesidad fatal.
–¿Fatal?
No comprendo…
–Me
explicaré. Gomes tiene una buena fortuna.
–También
nosotros tenemos una…
–Ahí
te equivocas –interrumpió Vasconcelos.
–¿Qué
quieres decir?
Vasconcelos
prosiguió:
–Más
tarde o más temprano tenías que llegar a saberlo, y yo me alegro de que haya surgido
la oportunidad de decirte toda la verdad. La verdad es que si no estamos pobres,
estamos arruinados.
Augusta
oyó estas palabras con los ojos desorbitados por el espanto. Cuando él terminó,
dijo:
–¡No
es posible!
–¡Desgraciadamente
es verdad!
Hubo
un momento de silencio.
“Todo
está arreglado”, pensó Vasconcelos.
Augusta
rompió el silencio.
–Pero
–dijo ella–, si nuestra fortuna está menguada, creo que debieras estar haciendo
algo más útil que conversar; debieras estar reconstruyéndola.
Vasconcelos
hizo con la cabeza un movimiento de asombro, y como si ese ademán fuese una pregunta,
Augusta se apresuró a responder:
–No
te sorprendas; creo, sinceramente, que tu deber es reconstruir nuestra fortuna.
–No
es eso lo que sorprende; me sorprende que me lo recuerdes de esa manera. Se diría
que la culpa es mía…
–¡Bien!
–dijo Augusta–, ahora vas a decir que la culpable soy yo…
–La
culpa, si es que de culpa se trata, la tenemos ambos.
–¿Por
qué? ¿Qué he hecho yo?
–Tus
gastos enloquecidos contribuyeron en gran parte a llegar a donde llegamos; yo nada
te negué ni nada te niego, y ésa es mi culpa. Si ésa es la afrenta que me echas
en cara, la acepto.
Augusta
se encogió de hombros con un gesto de despecho; y le dirigió a Vasconcelos una mirada
de tamaño desdén que bastaría para iniciar un juicio de divorcio.
Vasconcelos
percibió tanto el gesto como la mirada.
–El
amor al lujo y lo superfluo –dijo él– siempre producirá estas consecuencias. Son
terribles, pero explicables. Para conjurarlas es necesario vivir con moderación.
Nunca pensaste en eso. Al cabo de seis meses de casados, empezaste a vivir en el
torbellino de la moda, y el pequeño arroyo de los gastos se convirtió en un río
inmenso de desperdicios. ¿Sabes lo que me dijo una vez mi hermano? Me dijo que la
idea de mandar a Adelaida al campo te fue sugerida por la necesidad de vivir sin
ningún tipo de ataduras.
Augusta
se había incorporado y dio algunos pasos; estaba temblorosa y pálida.
Vasconcelos
proseguía con sus recriminaciones, cuando la mujer lo interrumpió diciendo:
–Pero
¿por qué motivo no evitaste esos gastos que yo hacía?
–No
quería perturbar la paz doméstica.
–¡No!
–clamó ella–; lo que tú querías, por tu parte, era tener una vida libre e independiente;
al ver que yo me entregaba a tanto derroche, imaginaste que podías comprar con tu
tolerancia mi tolerancia. Ese es el verdadero motivo; tu vida no será igual a la
mía, pero es peor… Si yo gastaba mucho en casa, tú te dedicabas a derrochar en la
calle… Es inútil que lo niegues, porque yo lo sé todo; conozco, de nombre, a todas
las rivales que sucesivamente me diste, y nunca te dije una única palabra, ni ahora
te censuro, porque sería inútil y tarde.
La
situación había cambiado. Vasconcelos había empezado constituyéndose en juez y pasaba
a la condición de reo también él. Negar era imposible; discutir era arriesgado e
inútil. Optó por los sofismas.
–Si
así fuera (y yo no discuto ese punto), en todo caso la culpa de ello sería mutua,
y no encuentro razón para que me la arrojes en la cara. Debo reconstituir nuestra
fortuna, de acuerdo; hay un medio, y es éste: el casamiento de Adelaida con Gomes.
–¡No!
–dijo Augusta.
–Bien;
seremos pobres, llegaremos a estar peor de lo que estamos ahora; venderemos todo…
–Perdón
–dijo Augusta–, yo no sé por qué razón no has de ser tú, que eres fuerte y tienes
la responsabilidad mayor en el desastre, quien consagre su empeño en reconstituir
la fortuna destruida.
–Es
un largo trabajo; y de aquí hasta entonces la vida prosigue y se consume. El medio
más adecuado, ya te lo dije, es éste: casar a Adelaida con Gomes.
–¡No
quiero! –dijo Augusta–, no consiento en semejante casamiento.
Vasconcelos
iba a responder, pero Augusta, tras proferir estas palabras, salió precipitadamente
de la habitación.
Vasconcelos
hizo lo mismo unos minutos después.
VI
Lorenzo no se
enteró de la discusión habida entre su hermano y la cuñada, y después del empecinamiento
de Vasconcelos decidió no decir nada más; mientras tanto, como quería mucho a la
sobrina, y no deseaba verla entregada a un hombre de costumbres que él reprobaba,
resolvió esperar que la situación tomase un carácter más definido para asumir un
papel más activo.
Pero,
a fin de no perder tiempo, y poder contar con algún argumento de peso, Lorenzo se
dispuso a iniciar una investigación minuciosa mediante la cual pudiese recoger informaciones
precisas sobre Gomes.
Éste
consideraba que el casamiento era algo decidido, y no perdía un solo minuto en su
afán de conquista de Adelaida.
Notó,
sin embargo, que Augusta se iba volviendo más fría e indiferente, sin que él fuese
capaz de explicarse el motivo de semejante actitud; así fue como se adueñó de su
espíritu la sospecha de que pudiera surgir de ella alguna oposición.
En
lo que atañe a Vasconcelos, desalentado por la escena del toilette, esperó mejores
días, y contó sobre todo con el imperio de la necesidad.
Un
día, sin embargo, exactamente cuarenta y ocho horas después de la gran discusión
con Augusta, Vasconcelos se formuló esta pregunta: “Augusta rechaza la propuesta
de ofrecer la mano de nuestra hija a Gomes, ¿por qué?”
De
pregunta en pregunta, de deducción en deducción, se abrió en el espíritu de Vasconcelos
campo para una sospecha dolorosa.
“¿Lo
amará?”, se preguntó él.
Después,
como si el abismo atrajese al abismo, y una sospecha se hilvanase a otra, Vasconcelos
se preguntó:
“¿Habrán
sido amantes durante algún tiempo?”
Por
primera vez, Vasconcelos sintió que la serpiente de los celos mordía su corazón.
De
los celos, digo yo, por usar un eufemismo; no sé si aquello eran celos; tal vez
fuera amor propio herido.
¿Serían
fundadas las sospechas de Vasconcelos?
Debo
decir la verdad: no lo eran. Augusta era vanidosa, pero era fiel a su infiel marido;
y eso por dos motivos: uno por conciencia, otro por temperamento. Aun cuando ella
no estuviese convencida de sus deberes de esposa, lo cierto es que nunca había traicionado
el juramento conyugal. No estaba hecha para las pasiones, a no ser las pasiones
ridículas que impone la vanidad. Ella amaba, por sobre todo, su propia belleza;
su mejor amigo era aquel que le dijera que ella era la más hermosa de las mujeres;
pero si le daba su amistad, no le entregaba, en cambio, su corazón; eso la salvaba.
La
verdad es ésta, pero ¿quién se la diría a Vasconcelos? Una vez que sospechó que
su honor pudiese haber sido afectado, Vasconcelos empezó a recapitular toda su vida.
Gomes frecuentaba su casa desde hacía seis años, y tenía en ella plena libertad.
La traición era fácil. Vasconcelos empezó a recordar las palabras, los gestos, las
miradas, todo lo que hasta entonces le había resultado indiferente, y que en aquel
momento tomaba un carácter sospechoso.
Dos
días anduvo Vasconcelos entregado a estos pensamientos. No salía de su casa. Cuando
Gomes llegaba, Vasconcelos observaba a su mujer con desusada persistencia; la misma
frialdad con que ella recibía al muchacho era, a los ojos del marido, una prueba
del delito.
Estaba
en esto, cuando en la mañana del tercer día (Vasconcelos ya se levantaba temprano)
entró Lorenzo a su escritorio, siempre con el aire salvaje de costumbre.
La
presencia de su hermano despertó en Vasconcelos el deseo de contarle todo.
Lorenzo
era un hombre sensato, y en caso de necesidad era un punto de apoyo.
El
hermano oyó todo cuanto él le contó, y al haber terminado éste de hablar, rompió
su silencio con estas palabras:
–Todo
eso es una tontería; si tu mujer rechaza el casamiento será por algún otro motivo;
cualquiera menos ese.
–Pero
es al casamiento con Gomes a lo que ella se opone.
–Claro,
porque le hablaste de Gomes; háblale de otro y ya verás que reacciona de igual modo.
Debe haber otro motivo; tal vez Adelaida me lo cuente, tal vez ella le haya pedido
a su madre que se opusiera, porque tu hija no ama al muchacho, y siendo así no se
puede casar con él.
–No,
se casará.
–No
sólo por eso, sino que además…
–¿Además
qué?
–Sino
que además este casamiento es una especulación de Gomes.
–¿Una
especulación? –preguntó Vasconcelos.
–Igual
a la tuya –dijo Lorenzo–. Tú le entregas a tu hija con los ojos puestos en su fortuna;
él acepta con sus ojos puestos en la tuya…
–Pero
él tiene…
–No
tiene nada; está arruinado como tú. Estuve haciendo averiguaciones y supe la verdad.
Quiere naturalmente proseguir con la misma vida disipada que tuvo hasta hoy, y tu
fortuna es un medio…
–¿Estás
seguro?
–¡Segurísimo!…
Vasconcelos
se sintió aterrorizado. En medio de tantas sospechas, le quedaba todavía la esperanza
de ver su honor a salvo, y realizado el negocio que le daría una excelente situación.
Pero
la revelación de Lorenzo lo mató.
–Si
quieres una prueba, manda a llamarlo y dile que estás en la ruina, y que por eso
te niegas a entregarle a tu hija; obsérvalo bien, y verás el efecto que tus palabras
habrán de producir en él.
No
fue necesario que mandara llamar al pretendiente. Una hora después él solo se presentó
en casa de Vasconcelos.
Vasconcelos
ordenó que se le hiciera subir a su escritorio.
VI
Tras los primeros
saludos, Vasconcelos dijo:
–Iba
a hacerte avisar que vinieras.
–¿Ah,
sí? ¿Por qué? –preguntó Gomes.
–Para
que conversáramos sobre el… casamiento.
–¿Qué
pasa? ¿Hay algún problema?
–Siéntate
y hablaremos.
La
expresión de Gomes se volvió sombría; presintió alguna dificultad grande. Vasconcelos
tomó la palabra:
–Hay
circunstancias que deben quedar bien claras, para que podamos comprendernos bien…
–Claro,
estoy de acuerdo…
–¿Amas
a mi hija?
–¿Cuántas
veces quieres que te lo repita?
–¿Tu
amor está por sobre todas las circunstancias?
–Absolutamente,
salvo aquellas que comprometan la felicidad de Adelaida.
–Debemos
ser francos; además del amigo que siempre fuiste, eres ahora casi mi hijo… La discreción
entre nosotros sería indiscreta…
–¡Sin
duda! –respondió Gomes.
–Acabo
de enterarme que mis negocios andan muy mal; los gastos que hice alteran profundamente
la economía de mi vida, de modo que no te miento diciéndote que estoy en la ruina.
Gomes
reprimió una mueca.
–Adelaida
–prosiguió Vasconcelos–, no tiene fortuna, ni siquiera tendrá dote; es apenas una
mujer lo que te doy. Lo que te aseguro es que te llevas un ángel, y que ha de ser
una excelente esposa.
Vasconcelos
se calló, y su mirada clavada en el muchacho parecía querer arrancarle de las facciones
las impresiones de su alma.
Gomes
debía responder; pero durante algunos minutos hubo entre ambos un profundo silencio.
Por
fin el pretendiente tomó la palabra.
–Aprecio
–dijo él– tu franqueza, y con igual franqueza te hablaré.
–No
pido otra cosa…
–No
fue ciertamente el dinero quien me inspiró este amor; creo que tendrás a bien reconocer
que mis propósitos y sentimientos están por sobre semejantes consideraciones. Por
lo demás, el día que te pedí la mano de la querida de mi corazón, yo creía ser rico.
–¿Creías?
–Óyeme.
Recién ayer mi procurador me comunicó el estado de mis negocios.
–¿Es
malo?
–Ojalá
que no fuera más que eso. Imagínate que hace seis meses que vivo gracias a los esfuerzos
inauditos que realizó mi procurador para conseguirme algún dinero, ya que no se
sentía con fuerzas como para decirme la verdad. ¡Ayer supe todo!
–¡No
me digas!
–¡Puedes
imaginarte hasta qué punto llega la desesperación de un hombre que cree estar bien,
y un buen día reconoce que no tiene un centavo!
–Me
doy perfecta cuenta por lo que ha ocurrido conmigo.
–Llegué
alegre aquí, porque la alegría que aún me resta proviene de esta casa; pero lo cierto
es que estoy al borde de un abismo. La suerte nos castigó simultáneamente…
Después
de este relato, que Vasconcelos oyó sin pestañear, Gomes se concentró en el punto
más difícil de la cuestión.
–Agradezco
tu franqueza, y acepto a tu hija sin fortuna; tampoco yo la tengo, pero aún me restan
fuerzas para trabajar.
–¿La
aceptas?
–Escúchame.
Acepto a Adelaida con una condición; que ella quiera esperar algún tiempo, a fin
de que yo rehaga mi vida. Tengo la intención de dirigirme al gobierno y solicitar
algún cargo, creo que todavía recuerdo algo de lo que aprendí en la escuela… Apenas
esté en condiciones, vendré por ella. ¿Te parece bien?
–Si
ella está de acuerdo, no tengo nada que objetar –dijo Vasconcelos aferrándose a
esa última tabla de salvación.
Gomes
prosiguió:
–Bien;
háblale de esto mañana y hazme saber la respuesta. ¡Ah, si yo tuviere aún mi fortuna!
¡Ésta hubiera sido la circunstancia ideal para probarte mi afecto!
–Bueno,
estamos de acuerdo.
–Espero
tu respuesta.
Y
se despidieron.
Vasconcelos
se quedó sumido en esta reflexión:
“De
todo lo que dijo lo único que me parece cierto es que no tiene nada. No hay nada
que esperar: no hay que pedirle peras al olmo”.
Gomes,
por su parte, bajó la escalera diciéndose a sí mismo:
“Lo
que me parece notable es que estando en la ruina me lo haya dicho así, justamente
cuando mi propia fortuna está perdida. Me esperarás inútilmente: dos mitades de
caballo no forman un caballo.”
Vasconcelos
bajó.
Tenía
la intención de comunicarle a Augusta el resultado de la conversación que sostuviera
con el pretendiente de su hija. Una cosa, sin embargo, se lo impedía: era el empecinamiento
con que Augusta se había opuesto al casamiento de Adelaida, sin dar ninguna explicación
del rechazo.
En
eso estaba pensando cuando, al pasar frente a la sala de visitas, oyó voces que
provenían de allí. Augusta y Carlota conversaban.
Iba
a entrar cuando estas palabras llegaron a sus oídos:
–Pero
Adelaida es muy niña.
Era
la voz de Augusta.
–¡Qué
va a ser muy niña! –exclamó Carlota.
–Exactamente,
yo creo que no tiene edad para casarse.
–Yo,
en tu lugar, no pondría trabas al casamiento, aun cuando se realizase sólo dentro
de unos meses, porque Gomes me parece un excelente muchacho…
–Puede
ser; de todas maneras no quiero que Adelaida se case.
Vasconcelos
pegó el oído a la cerradura, pues no quería perderse una sola palabra del diálogo.
–Lo
que no entiendo –dijo Carlota–, es tu obstinación. Más tarde o más temprano, Adelaida
terminará por casarse.
–¡Dios
quiera que sea lo más tarde posible! –dijo Augusta.
Hubo
un silencio.
Vasconcelos
empezó a impacientarse.
–¡Ah!
–prosiguió Augusta–, si supieses el terror que me produce la idea del casamiento
de Adelaida…
–¿Por
qué? No entiendo…
–¿No
te das cuenta, Carlota?, tú piensas en todo menos en una cosa. ¡El terror me lo
inspiran sus hijos, que serán mis nietos! La idea de ser abuela es horrible, Carlota.
Vasconcelos
respiró aliviado, y abrió la puerta.
–¡Ah,
eres tú! –dijo Augusta.
Vasconcelos
saludó a Carlota, y apenas ésta se hubo retirado, se volvió hacia su mujer y dijo:
–Escuché
lo que estuviste hablando con esa señora…
–No
era ningún secreto, pero ¿qué oíste?…
Vasconcelos
respondió sonriendo:
–Pude
enterarme de la causa de tus terrores. No me imaginé nunca que el amor a la propia
belleza pudiese llevar a semejante egoísmo. El casamiento con Gomes no se realizará;
pero si Adelaida llega a enamorarse de alguien no sé cómo le negaremos nuestro consentimiento…
–Bueno…
ya veremos –respondió Augusta.
Llegados
a este punto dejaron de hablar. No era mucho más lo que tenían para decirse aquellos
dos consortes que vivían tan distanciados; uno entregado a los placeres ruidosos
de la juventud, la otra absorta en un exclusivo interés por sí misma.
Al
día siguiente Gomes recibió una carta de Vasconcelos redactada en estos términos:
Querido
Gomes:
Ha
ocurrido algo inesperado: Adelaida no se quiere casar. Inútilmente empleé mi lógica;
no pude convencerla.
Tuyo,
Vasconcelos
Gomes
dobló la carta y prendió con ella un cigarro; luego se puso a fumar haciendo esta
profunda reflexión:
“¿Dónde
encontraré yo una heredera que me quiera por marido?”
Si
alguien lo sabe, tenga a bien avisarle. Después de lo que acabamos de contar, Vasconcelos
y Gomes se encuentran a veces en la calle o en el Alcázar; charlan, fuman, caminan
tomados del brazo, exactamente como dos amigos, cosa que nunca fueron, o como dos
canallas, cosa que sí son.
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