Miguel de Unamuno
El viaje aquel de Toribio
a Madrid fue un viaje terrible: no podía quitar de la cabeza la innoble figura de
aquel Campomanes que tanta guerra le había dado en su pueblo. ¡Campomanes! Cifra
de todo lo que estorba. Toribio le atribuía todas las cualidades vulgares que más
odiaba, y se complacía en no suponerle mala intención ni perfidia. “¿Pérfido? ¿Mal
intencionado Campomanes? ¡Eso quisiera él, majadero, nada más que majadero!”, se
decía Toribio sin poder pegar ojo.
Sacó
los guantes y se los iba a poner; pero pensó entonces: “Unos guantes así gasta Campomanes…
Voy a parecer un elegante…”. Y no se los puso.
Llegó
a Madrid, y con él, en su cabeza, la innoble figura de Campomanes.
Aquella
misma tarde fue al antiguo café; allí, charlando de todo, olvidaría sus penas y
se olvidaría de Campomanes.
Cuando
llegó él al café aún no habían llegado sus amigos. En la mesa contigua estaba un
hombre solo, fumando un puro. Toribio le contemplaba pensando en Campomanes.
Llegaron
sus amigos y los del vecino, se formó en cada mesa un corrillo y se revolvió en
una y otra todo lo humano y lo divino.
Toribio
continuó asistiendo al antiguo café. Casi todos los días era el primero que llegaba,
y casi todos encontraba en la mesa contigua al mismo vecino, siempre solo y siempre
fumando su puro. Le tomó una feroz antipatía, que se convirtió en odio feroz. No
le conocía, no sabía quién era, ni qué era. Ni qué hacía, ni qué decía; no sabía
de él nada, nada más sino que él, Toribio, le odiaba con toda su alma.
“Pero,
señor –se decía–, ¿por qué me carga este hombre?”. Y para razonar su odio y justificarlo
fue inventando, sin darse cuenta de lo que hacía, mil pretextillos. “¡Qué manera
tan presuntuosa de fumar el puro! ¡Qué desdén en la mirada! ¡Qué rostro abotagado!
¡Qué sello de imbecilidad en el traje! ¡Cómo me mira…, me aborrece, nos hemos comprendido!”.
Y todo esto era mentira, y Toribio lo sabía; no había tal presunción, ni tal desdén,
ni tal rostro, ni mucho menos aborrecimiento alguno.
“¡Y
ni saluda al entrar!”… Él tampoco saludaba.
En
fuerza de repetirse los pretextos acabó por creerlos, se los sugirió como verdaderos
y se convenció de que el vecino le odiaba.
Entraba
en el café… “Ahí está, ¡cómo me mira!, me odia, bien se conoce que me odia…”.
Empezó
con sus amigos a hablar mal del otro, les dijo que se odiaban, inventó mil mentirillas
de ojeadas feroces, de gestos de desprecio; acabó por creerlas él mismo.
A
todo esto el vecino impasible, acaso adivinaba lo que sucedía en el alma de Toribio,
pero no lo daba a entender.
Un
día llegó Toribio al café un poco alegrillo, y lo primero que vio fue a su vecino
en la mesa de ellos, de Toribio y sus amigos.
“Ha
ocupado nuestra mesa teniendo la suya vacía…, busca camorra… Pero aquí las mesas
son del primero que llega. No importa, tiene la suya, ¿por qué no la ha ocupado?…
No, pues yo voy y me siento en la nuestra. ¿Busca camorra?, que empiece él… ¡Está
claro! Como lo que él quiere es que yo me siente junto a él, dirá algo…”.
Se
sentó en la misma mesa, frente al vecino odiado. Pidió café. Vino el mozo y fue
a retirar la taza que estaba delante de Toribio.
–¿Qué?
¿La vas a llevar a la otra mesa? ¡No, déjala aquí!
Y
miró a su vecino.
–No
es eso, señorito –contestó el mozo–, es que esta taza está usada: en ella ha tomado
café otro señor que ha estado con el señorito Rafael.
Se
llamaba Rafael, ¡qué nombre tan antipático!
Toribio
empezó a tomar su taza, le latía el pecho y no sabía lo que le pasaba. Concluyó
el café y de un trago se bebió la copa de coñac. Pidió otra copa y luego otra, contra
su costumbre. Le ardía la cara. Al fin se dirigió a su vecino y le dijo:
–¿Cómo
ha venido usted hoy a esta mesa, teniendo la de usted vacía?
El
vecino le miró serenamente y pensó: “Ya decía yo, este pobre muchacho está loco”.
No respondió nada.
–¿Por
qué ha venido usted a esta mesa?
–¡Porque
me ha dado la gana!
–¿No
sabe usted que es la nuestra?
Rafael
iba a contestar una crudeza, pero pensó: “Mejor será por lo blando, ¡pobre chico!”.
–Sabe
usted, cuando he llegado estaba aquí un conocido y me he sentado junto a él.
Era
la verdad.
–Y
cuando se ha ido el conocido, ¿por qué no ha dejado usted libre nuestra mesa?
Toribio
pidió otra copa. Rafael le miró con inquietud, como se mira a un loco, y contestó:
–Porque
deseaba estar con usted… ¡No beba usted tanto!
–Y
a usted, ¿qué le importa?
Rafael
pensó: “Lo más prudente será retirarse”. Se levantó y dijo a Toribio:
–¡Cálmese
usted!
Y
salió.
Todo
aquel día estuvo Toribio excitadísimo. ¡Ya se ve!, cuatro copas, en él que nunca
tomaba más que una.
Aquella
noche reflexionó y comprendió lo imbécil de su conducta. “Tengo que domarme”.
Al
día siguiente entró al café. Allí estaba Rafael; esta vez en su mesa. Toribio se
le dirigió. El otro pensó: “Otra vez el loco”.
Le
dio mil explicaciones, le pidió perdón, y acabó por convidarle. Desde entonces se
hicieron muy amigos, casi íntimos. Toribio le hablaba de Campomanes.
Rafael
era un alma de oro y de lo más simpático.
Cuando
Toribio tuvo que volver a su pueblo sintió pena al despedirse de Rafael.
Llegó
a su pueblo y lo primero que se echó a la cara fue a Campomanes. ¡Cosa más rara!
No sintió por él ni miaja de odio; al contrario, casi simpatía. “Es un infeliz”,
pensó.
Desde
entonces le dio no poco que pensar cómo se había derretido su odio a Campomanes
en un fondo de piedad.
Un
día paseaba con uno de sus amigos de Madrid cuando encontraron a Campomanes. Toribio
se lo mostró y el otro le dijo:
–¿Sabes
con quién lo encuentro parecido?
–¿Con
quién?
–Con
Rafael.
¡Y
era verdad! No lo había notado hasta entonces. Es decir, sí lo había notado, pero
sin darse cuenta de ello.
Entonces
se explicó su odio a Rafael, y entonces se explicó por qué, reconciliado con Rafael,
mató el odio que tenía a Campomanes. “Cosa más rara –se decía–, el demonio averigua
la verdadera razón de nuestros odios y de nuestros amores… El hombre es el bicho
más extraño”.
La
verdad es que tiene el alma humana repliegues estrambóticos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario