Víctor Roura
Cuando
invité a Gabriela Lessing a Cuernavaca, ignoraba su pasión por los
desdoblamientos y su fe en las otras vidas. Como acostumbra hacerlo llevado por
su inquebrantable generosidad, Jesús Bello me cedió su casa el fin de semana.
Así que, oscurecido el cielo, ya llevábamos vacía botella y media de vino
blanco. Gabriela se recostó en mis piernas, cerró los ojos y se fue por espacio
de veinte minutos. No estaba dormida. Simplemente decidió irse a otro sitio. Mientras,
yo acabé con el vino.
De pronto, volvió a la casa.
–Hay alguien merodeando en la sala –dijo,
abriendo sus ojos.
Jesús no podía ser. No es capaz de
regresar sin previo llamado telefónico. Le dije a Gabriela que se
despreocupara. Que no había nadie. Que eran sus nervios.
–¿Por qué no te vas otra vez? –pregunté,
para apaciguarla.
Abrí otra botella de vino.
Se levantó, bruscamente.
–No es alguien tangible –dijo.
Tomé directamente de la botella.
–Acuéstate –ordenó Gabriela.
Eso hice. Ya era hora, pensé. Me cerró los
ojos con sus dedos, con lentitud. Y con su dedo central empezó a presionarme en
medio de las dos cejas.
–¿No sientes algo? –preguntó.
Se le estaba pasando la mano, ciertamente.
–Dolor –dije.
Quitó su dedo.
–Eres un insensible –indicó.
Me senté sobre la cama. Estaba ella en
otro rollo. Buscaba algo. Miraba por las esquinas. Sus pupilas no se estaban
quietas.
–Trae una vela –dijo.
¿Dónde demonios iba yo a saber de velas en
casa de Jesús Bello?
Gabriela apagó la luz. Encendió un
cerillo.
–Ahí está, míralo –dijo.
Yo no veía sino el breve fuego del
fósforo.
–¿Qué deseas, hombre? –la oí preguntar.
Busqué a tientas el vino. Me eché un
trago.
–Si no puedes descansar, dime tu pena –la oí
murmurar.
Encendió otro cerillo.
–¿Puedo ayudarte en algo? –la oí
interrogar.
Estiré la mano y prendí la luz. Ella me
miró, aterrada. Se trabó un poco. Y gritó:
–¡Hazme el favor de dejarme sola con esta
aparición!
Sonreí. Para demostrarle que todo estaba en
su sitio, excepto ella.
–Te juro que no sabía que el vino te hacía
mal –dije.
Su segundo grito no lo soporté. Salí de la
recámara.
Bajé las escaleras. Oí cómo cerraba la
habitación de un portazo. No podía escuchar con claridad lo que se decían. Sólo
murmullos. Fui al refrigerador. Saqué una coca. Tomé un ron. Puse un disco. Vi el Running in the family de Level 42. Buen
grupo. Le
subí el volumen. Disfrutaba de la rola “Children say”, cuando Gabriela bajó
corriendo en camisón las escaleras.
–¡Haces demasiado ruido, carambas! –gritó.
Estaba fuera de sí. No supe qué contestar.
Nunca la había visto en ropa íntima. Fue al tornamesa y lo apagó. Luego, subió
al cuarto nuevamente.
Yo le llamé por teléfono a Jesús, que
estaba con su madre. “Ven por mí”, le dije. Al rato ya estábamos en un bar. Le
conté de mi infortunio.
–Las guapas están mimadas –dijo, al quinto
ron.
Pasada la medianoche me llevó a su casa. Entramos
con sigilo. Subí a la recámara. Estaba dormida. Le dije a Jesús que yo dormiría
en la sala, en el sofá. Sacó un cobertor, esperó a que me acostara y se fue.
Gabriela me despertó muy temprano.
–¿Por qué no subiste? –preguntó.
Me reincorporé.
–¿A qué hora se fue la aparición? –dije.
–Como a las diez. Bajé por ti, pero no
estabas. ¿A dónde fuiste?
Le conté que, mientras ella se comportaba
de manera extraña, Jesús me había invitado a un bar.
–Era un caso de desdoblamiento –dijo, serenamente.
La miré como si mirara un florero lleno de
nueces enmieladas.
Repuso:
–¿Extraño? ¿Te parece poco? Nos conocimos en
nuestra vida anterior; era el potrillo a quien yo derribé en una carrera en el
Hipódromo de las Américas…
Vaya fenómeno de la memoria, pensé.
–Estaba celoso, yo era una frondosa yegua –dijo,
en baja voz.
La plática me incomodaba.
–Pero le dije que descansara en paz, que
reposara su alma, ya que mi resurrección ahora no fue equina sino humana; que,
si acaso, tú sólo eres mi palafrenero mayor, nada más –dijo, sonriéndome.
Dos horas después, ya estábamos cada uno
en su respectiva casa en el Distrito Federal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario