Isaac Babel
A A. M Gorki
De niño mi gran deseo era tener un palomar.
Jamás conocí deseo más fuerte. A los nueve años mi padre me prometió dinero para
tablas y para tres pares de palomas. Fue en mil novecientos cuatro. Yo me disponía
a pasar los exámenes para el grado preparatorio en el gimnasio de Nikoláyev. Mi
familia vivía en la ciudad de Nikoláyev, provincia de Jersón. Hoy la provincia no
existe: nuestra ciudad fue incorporada a la región de Odesa.
Contaba solo nueve años
y temía los exámenes. En ambas asignaturas, ruso y matemáticas, no podía sacar menos
de cinco puntos. El cupo en nuestro gimnasio era muy pequeño: el cinco por ciento.
De cuarenta niños solo dos judíos podrían matricularse en el grado preparatorio.
Los maestros preguntaban a estos niños con arte: a nadie preguntaban con tantas
argucias como a nosotros. Por eso mi padre me prometió las palomas a cambio de dos
cincos con cruces. Me tenía totalmente martirizado; caí en una interminable modorra,
en un largo sueño infantil de desesperación. Sumergido en ese sopor acudí a examinarme;
no obstante pasé el examen mejor que los demás.
Las ciencias se me daban.
Los maestros, pese a las astucias, no podían privarme de la inteligencia y de una
memoria ávida. Las ciencias se me daban bien y obtuve dos cincos. Después todo cambió.
Jaritón Efrussi, mayorista de cereales que exportaba trigo a Marsella, dio quinientos
rublos por su hijo, a mí me pusieron cinco con un menos en vez del cinco y en mi
lugar ingresó en el gimnasio Efrussi hijo. Mi padre no podía consolarse. Desde los
seis años me venía enseñando todas las ciencias que yo podía asimilar. El signo
menos le llenó de desesperación. Quiso pegar a Efrussi o sobornar a dos cargadores
para que pegasen a Efrussi, pero mi madre le disuadió y yo comencé a prepararme
para los exámenes del año siguiente, para el primer grado. Sin yo enterarme, mis
padres animaron al maestro a pasar en un año el curso preparatorio y de primer grado
y como estábamos desilusionados de todo, me aprendí de memoria tres libros de texto.
Los tres libros eran la gramática de Smirnovski, el compendio de problemas de Evtushevski
y la historia inicial de Rusia de Putsikóvich. Los niños ya no estudian por esos
manuales, pero yo los aprendí de memoria, de cabo a rabo, y al año siguiente en
el examen de lengua rusa el maestro Karaváyev me puso un insuperable cinco con una
cruz.
Ese Karaváyev era un
hombre sonrosado y airado, procedente del estudiantado moscovita. Contaba treinta
años escasos. En sus viriles mejillas ardían coloretes de rajaz campesino; en una
mejilla tenía una verruga de la que nacía un matojo de cenicientos pelos de gato.
Además de Karaváyev al examen asistió Piátnitski, adjunto del curador, considerado
persona importante en el gimnasio y en toda la provincia. El adjunto del curador
me preguntó sobre Pedro Primero; experimenté una sensación de aturdimiento, una
sensación de proximidad del fin y del abismo, un abismo seco, solado de exaltación
y de desesperación.
Me sabía a Pedro Primero
de memoria por el manual de Putsikóvich y por los versos de Pushkin. Verraqueé los
versos, las caras humanas se volcaron en mis ojos y se confundieron allí como naipes
nuevos. Allí se barajaron en el fondo de mis ojos mientras yo, temblando, irguiéndome
y apresurándome gritaba a pleno pulmón los versos pushkinianos. Los grité durante
mucho tiempo: nadie interrumpió mi demencial farfulla. A través de una ceguedad
purpúrea, a través de la libertad que me arrebataba, solo percibía el rostro viejo,
inclinado de Piátnitski con su barba plateada. No me interrumpió y solo dijo a Karaváyev,
satisfecho de mí y de Pushkin:
–Qué pueblo –murmulló
el anciano–, estos judiítos. Llevan el diablo dentro.
Cuando callé me dijo:
–Bien, vete amigo mío…
Salí del aula al pasillo
y allí, recostado sobre la pared cruda, fui despertando de la convulsión de mis
sueños. Los niños rusos jugaban alrededor, la campana del gimnasio pendía junto
al hueco de la escalera oficial, el bedel dormitaba en una silla despachurrada.
Yo observaba al bedel y despertaba Los niños se acercaban a mí por todos los lados.
Venían a darme capirotazos o a jugar y en esto apareció en el pasillo Piátnitski.
Me rebasó y se detuvo un instante; la chaqueta formó una ondulación complicada y
lenta en su espalda. Noté turbación en aquella espalda espaciosa, carnosa y señorial
y avancé hacia el viejo.
–Niños –dijo a los alumnos–,
no toquéis a este muchacho–. Y colocó su mano gorda y suave en mi hombro.
–Amigo mío –se volvió
Piátnitski–, dile a tu padre que has ingresado en el primer grado.
Una exuberante estrella
refulgió en su pecho, las órdenes tintinearon en la solapa; su cuerpo grande, negro,
uniformado se alejó sobre unas piernas rígidas. El cuerpo iba comprimido por las
hoscas paredes, se movía entre ellas como se mueve una gabarra en un canal profundo,
y desapareció por la puerta del director. Un subalterno con un ruido solemne le
llevó té y yo eché a correr a casa, a la tienda.
En nuestra tienda un
comprador aldeano se rascaba lleno de dudas. Al verme, mi padre dejó al campesino
y no desconfió de mi relato. Gritó al dependiente que cerrara la tienda y se fue
a la calle Sobórnaya para comprarme una gorra con escudo. Mi pobre madre me rescató
con dificultad de aquel hombre enloquecido. En aquel momento mi madre estaba pálida
y tentaba al destino. Tan pronto me acariciaba como me apartaba con repugnancia.
Dijo que la lista de todos los matriculados en el gimnasio se publicaba en los periódicos
y que Dios nos castigaría y que la gente se mofaría de nosotros si comprábamos el
uniforme antes de tiempo. Mi madre estaba pálida, leía el destino en mis ojos y
me observaba con amarga compasión, como a un contrahecho porque solo ella conocía
la desdicha de nuestra familia.
Todos los hombres de
nuestra estirpe eran confiados con la gente y prontos a las acciones irreflexivas.
No teníamos suerte en nada. Mi abuelo, rabí en Bélaya Tsérkov y expulsado por profanar,
vivió ruidosa y pobremente otros cuarenta años, estudió lenguas extranjeras y comenzó
a; perder el juicio al rayar los ochenta. El tío Liev, hermano de mi padre, estudió
en el seminario de Volozhin, se escapó en 1892 del servicio militar y raptó a la
hija de un intendente del distrito militar de Kiev. Mi tío Liev llevó a su mujer
a California, a Los Ángeles, la abandonó allí y murió en una casa de vicios, entre
negros y malayos. Después de su muerte la policía americana nos envió la herencia
de Los Ángeles: un gran baúl guarnecido color castaño. El baúl contenía pesas de
gimnasia, mechones de pelo de mujer, el taled de mi abuelo, fustas con empuñadura
dorada y té en estuches adornados con perlas baratas. De toda la familia solo quedábamos
mi tío Simón el loco que vivía en Odesa, mi padre y yo. Pero mi padre se fiaba de
la gente, la ofendía con la exaltación del primer amor, la gente no se lo perdonaba
y le engañaba. Por eso mi padre creía que su vida estaba regida por un hado maligno,
por un ser inexplicable que le perseguía y que en nada se parecía a él. Así que
de toda la familia a mi madre solo le quedaba yo. Como todos los judíos era yo bajo
de estatura, debilucho y tenía dolores de cabeza de tanto estudiar. Mi madre veía
todo eso y jamás se dejó cegar por la soberbia mísera de su marido ni por su fe
inexplicable de que nuestra familia algún día sería la más fuerte y rica del mundo.
Ella no confiaba en nuestra suerte, temía comprar el uniforme antes de tiempo y
solo me permitió fotografiarme para un retrato grande.
El veinte de septiembre
de mil novecientos cinco en el gimnasio colgaron la lista de los matriculados en
el primer grado. Allí estaba mi nombre. Toda la familia fue a ver aquel papel y
hasta Shoil, mi tío abuelo, acudió al gimnasio. Yo quería a aquel viejo fanfarrón
porque vendía pescado en la plaza. Sus manos rollizas, húmedas, cubiertas de escamas
de pescado hedían a hermosos mundos fríos. Shoil destacaba de lo común de la gente
con sus inverosímiles historias sobre la insurrección polaca de 1861. Hacía mucho
Shoil fue tabernero en Skvir y vio cómo los soldados de Nikolai Primero fusilaron
al conde de Godlevski y a otros insurrectos polacos. Quizá no lo vio. Ahora sé que
Shoil no era más que un viejo ignorante y un mentiroso sin picardía, pero no olvidé
sus jácaras; estaban bien hechas. Así que hasta el mentecato de Shoil fue al gimnasio
a ver la lista con mi nombre y por la noche danzó y taconeó en nuestra pobre fiesta.
Mi padre, que no cabía
en sí de alegría, dio una fiesta e invitó a sus compañeros: a traficantes de trigo,
a intermediarios en venta de fincas y a los viajantes que en nuestra comarca vendían
maquinaria agrícola. Aquellos viajantes vendían maquinaria a cualquiera. Los campesinos
y los terratenientes les tenían pánico: era imposible desprenderse de ellos sin
comprarles algo. Entre los judíos, los viajantes eran la gente más corrida y alegre.
En nuestra fiesta entonaron canciones hasiditas cuya letra tenía solo tres palabras,
pero se cantaban mucho rato y con un sinfín de divertidas inflexiones. La gracia
de esas inflexiones es accesible solo al que celebró la Pascua entre los hasiditas,
o al que estuvo en sus ruidosas sinagogas de Volín. Además de los viajantes vino
el viejo Libermán que me enseñaba el Thora y el hebreo antiguo. En casa le llamábamos
mosié Libermán. Bebió vino besarabo algo más de la cuenta, los tradicionales cordones
de seda asomaron por debajo de su chaleco rojo y pronunció en mi honor un brindis
en hebreo antiguo. En ese brindis el viejo felicitó a mis padres y dijo que yo vencí
en el examen a todos mis enemigos, vencí a los mofletudos niños rusos y a los hijos
de nuestros zafios ricachones. En la antigüedad, David, rey judío, también venció
a Goliat y de la misma forma que yo me impuse a Goliat nuestro pueblo vencería con
la fuerza de su inteligencia a los enemigos que nos cercan y que ansían nuestra
sangre. Dijo eso mosié Libermán y se echó a llorar y llorando bebió más vino y gritó
¡Viva! Los invitados le hicieron corro y comenzaron a bailar en torno a él una vieja
cuadrilla como en las bodas de un lugar judío. Todos estaban alegres en nuestra
fiesta; mi madre sorbió vino, aunque no bebía vodka y no comprendía cómo podía gustar;
por esa razón tenía a todos los rusos por locos y no concebía cómo las mujeres soportaban
a los maridos rusos.
Pero nuestros días dichosos
vinieron más tarde. Para mamá vinieron con las mañanas en que antes de irme al gimnasio
me preparaba bocadillos, cuando recorrimos las tiendas comprando mis utensilios
de Reyes Magos: el plumero, la hucha, el cartapacio, los libros nuevos con pastas
de cartón y los cuadernos con sobrecubiertas satinadas. En el mundo nadie siente
las cosas nuevas con la fuerza que las siente el niño. El niño se estremece ante
ese olor como el perro ante las huellas de la liebre y experimenta una locura que
después, cuando somos mayores, se llama inspiración. Este puro sentimiento infantil
de propietario de cosas nuevas se transmitía a mi madre. Estuvimos un mes habituándonos
al plumero y a la penumbra matinal cuando yo me sentaba a tomar el té en una esquina
de la espaciosa mesa iluminada y colocaba los libros en el cartapacio; estuvimos
un mes habituándonos a nuestra vida feliz y solo al terminar el primer trimestre
volví a acordarme de las palomas.
Todo lo tenía preparado
para ellas: un rublo y cincuenta kopeks y un palomar que el abuelo Shoil construyó
de un cajón. El palomar estaba pintado de marrón. Tenía nidos para doce pares de
palomas, tablillas en el techo y un enrejado especial que yo inventé para atrapar
mejor las palomas ajenas. Todo estaba dispuesto. El domingo veinte de octubre me
dispuse a ir a la Ojótnitskaya, pero surgieron obstáculos imprevistos.
La historia que estoy
contando, mi matriculación en el primer grado del gimnasio, ocurrió en otoño de
mil novecientos cinco. Fue cuando el zar Nikolai dio la Constitución al pueblo ruso;
oradores con abrigos raídos se encaramaban a los guardacantones ante el Ayuntamiento
y arengaban al pueblo. De noche en las calles sonaban disparos y mamá no quería
que fuese a la Ojótnitskaya. La mañana del veinte de octubre los niños de la vecindad
lanzaban una corneta frente a la mismísima comisaría de la policía y nuestro aguador
dejó el trabajo y paseó por las calles engominado, con la cara colorada. Después
vimos a los hijos del panadero Kalístov sacar un potro de cuero y hacer gimnasia
en medio de la calzada. Nadie les interrumpió. Es más, el municipal Semérnikov los
animaba a saltar más alto. Semérnikov llevaba un cinto de seda de fabricación casera
y sus botas ese día habían sido lustradas con un brillo hasta entonces desconocido.
Nada asustó tanto a mamá como el municipal vestido de forma antirreglamentaria;
por ello no me dejaba salir, pero me escabullí y, cruzando patios, llegué a la Ojótnitskaya,
detrás de la estación.
En la Ojótnitskaya,
en su lugar de siempre, estaba Iván Nikodímich el palomero. Vendía, además de palomas,
conejos y un pavo real. El pavo, con la cola extendida y encaramado en un palo,
meneaba de un lado a otro su impávida cabezuela. Tenía una pata atada con un cordel;
el otro cabo estaba cogido con la silla de mimbre de Iván Nikodímich. Nada más llegar
compré al viejo un par de palomas rojizas de exuberantes colas despeinadas y un
par de palomas de moño y las metí en una saca que guardaba en el seno. De la compra
me quedaron cuarenta kopeks, pero el viejo no me cedía por ese dinero una pareja
“kriúkovo”. En las “kriúkovo” me gustaban sus picos cortos, granulosos, benevolentes.
Cuarenta kopeks era su precio justo, pero el cazador regateaba y torcía su cara
amarilla, abrasada por retraídas pasiones de pajarero. Terminaba el mercado y al
ver que no aparecían otros compradores, Iván Nikodímich me llamó. Todo salió como
yo quería y todo salió torcido.
A las once y pico o
algo más tarde cruzó la plaza un hombre con botas de fieltro. Caminaba ligero sobre
sus piernas hinchadas y en su cara borracha ardían ojos entusiásticos.
–Iván Nikodímich –dijo
al pasar al lado del pajarero–, deje las herramientas: en la ciudad los hidalgos
de Jerusalén reciben la Constitución. En la Ríbnaya al viejo Bábel lo dejaron en
las últimas.
Lo dijo y pasó ligero
entre las jaulas como el labriego que camina descalzo por el lindero.
–Mal hecho –musitó Iván
Nikodímich a las espaldas del caminante–, mal hecho –gritó con mayor severidad,
recogió los conejos y el pavo real y me dio las palomas “kriúkovo” por cuarenta
kopeks–. Las metí en el seno y observé cómo la gente abandonaba la Ojótnitskaya.
El último se iba el pavo real sobre el hombro de Iván Nikodímich. Iba como el sol
en el húmedo cielo otoñal, como julio en la orilla rosada del río, un julio incandescente
entre alta hierba fresca. En el mercado no quedaba nadie y los disparos retumbaban
cerca. Eché a correr hacia la estación, crucé un jardín que se volcó en mis ojos
e irrumpí en un callejón desierto con firme de tierra amarilla. Al final del callejón
estaba en su silla de ruedas el cojo Makárenko que en su silla recorría la ciudad
vendiendo tabaco. Los niños de nuestra calle le compraban tabaco, los niños le querían
y yo corrí por el callejón hacia él.
–Makárenko –dije con
la respiración entrecortada por la carrera y acaricié el hombro del cojo–, ¿has
visto a Shoil?
El mutilado no respondió.
Su cara tosca hecha de grasa roja, de puños y de hierro, transparentaba. Se removía
nervioso en la silla: Katiusha, su mujer, volvió hacia él su fofo trasero mientras
clasificaba los objetos apilados en el suelo.
–¿Qué has contado? –preguntó
el cojo y reclinó todo el cuerpo como si de antemano no pudiera soportar la respuesta.
–Catorce polainas –dijo
Katiusha sin incorporarse–, seis fundas de mantas, ahora cuento las cofias…
–Cofias –gritó Makárenko;
se le cortó la respiración y emitió algo así como un gemido–. Está visto, Katerina,
que Dios me señaló a mí para responder por todos… La gente lleva el lienzo por piezas.
La gente se lleva lo bueno y nosotros cofias…
Así era. Por el callejón
pasó corriendo una mujer de hermosa cara encendida. Llevaba un manojo de feces en
una mano y una pieza de paño en la otra. Con voz feliz y desesperada llamaba a los
hijos extraviados; arrastraba el vestido de seda y la chaqueta azul tras su cuerpo
veloz y no oía a Makárenko que la seguía en su silla. El cojo iba quedando atrás,
sus ruedas chirriaban; él movía las palancas con todas sus fuerzas.
–Madamita –gritaba con
voz estentórea–, ¿de dónde sacó el percal, madamita?
Pero la mujer del vestido
veloz ya había desaparecido. En dirección opuesta salió de la esquina un carro tambaleante.
Un muchacho campesino iba en el carro de pie.
–¿A dónde corre la gente?
–preguntó el muchacho y levantó una rienda roja sobre los jamelgos que se agitaban
dentro de sus colleras.
–Toda la gente está
en la plaza de la Catedral –dijo suplicando Makárenko–, allí está toda la gente,
buen hombre. Todo lo que cojas, tráemelo, lo compro todo.
El muchacho se inclinó
hacia adelante y azoto a los jamelgos píos. Los caballos corcovearon como los becerros
sus grupas sucias e iniciaron el trote. El callejón amarillo volvió a quedarse amarillo
y desierto; entonces el cojo volvió hacia mí sus ojos apagados.
–¿Es que Dios me señaló
a mí? –dijo desfallecido–. ¿Es que soy yo el hijo del hombre?…
Y Makárenko me tendió
la mano salpicada por la lepra.
–¿Qué llevas en el morral?
–dijo y cogió la saca que me calentaba el corazón. La mano gruesa del mutilado alarmó
a los tumbler y sacó a la paloma rojiza. El ave reposaba en su mano con las patas
estiradas.
–Palomas –dijo Makárenko
y chirriando sus ruedas se aproximó a mí–, palomas –repitió y me pegó en la cara.
Me pegó de revés con
la mano que sujetaba el ave. El trasero fofo de Katiusha se revolvió en mis pupilas
y caí al suelo con mi nuevo abrigo.
–Hay que eliminar a
toda su semilla –dijo entonces Katiusha y se inclinó sobre las cofias–, no puedo
ver a su semilla ni a sus hombres apestosos…
Ella dijo algo más de
nuestra semilla, pero no oí más. Estaba tirado en el suelo y por mi sien se escurrían
los intestinos del pájaro despachurrado. Se escurrían a lo largo de las mejillas,
serpenteando, salpicando y cegándome. La suave tripa de la paloma se deslizó por
mi frente; cerré el último ojo sin tapar para no ver el mundo que se extendía ante
mí. Ese mundo era pequeño y terrible. Una piedra yacía ante mis ojos, una piedra
mellada como la cara de una vieja quijaruda; algo más allá había una cuerda y un
manojo de plumas aún palpitantes. Cerré los ojos para no verlo y me apreté a la
tierra que yacía debajo de mí con su mudez tranquilizadora. Aquella tierra apisonada
no se parecía a nuestra vida ni a la espera de los exámenes en nuestra vida. Lejos
de aquí sobre ella marchaba el dolor a lomo de un caballo grande, pero el golpeteo
de los cascos se hacía más débil, se perdía y el silencio, el amargo silencio que
algunas veces asombra a los niños en desgracia, borró la raya entre mi cuerpo y
la tierra inmóvil. La tierra olía a suelo húmedo, a tumba y a flores. Escuché su
olor y lloré sin miedo. Caminé por una calle ajena, llena de cajas blancas, caminé
adornado con plumas sangrientas, solo por el medio de las aceras barridas como si
no fuese domingo y lloré con tanta amargura, plenitud y felicidad como jamás volví
a hacerlo. Los cables blanquecinos susurraban sobre mi cabeza, un perro callejero
corría delante de mí; en un callejón lateral un hombre joven con chaleco rompía
un marco en la casa de Jaritón Efrussi. Lo rompía con un mazo de madera, se impelía
con todo el cuerpo y, suspirando, sonreía a diestro y siniestro con la sonrisa bonachona
de la embriaguez, del sudor y de la fuerza espiritual. La calle toda estaba llena
de estrépitos, de crujidos y del canto de la madera quebrantada. El hombre maceaba
solo para tener motivos de inclinarse, de sudar y de gritar palabras extrañas en
un lenguaje desconocido, no ruso. Las gritaba y cantaba, desgarrando por dentro
sus ojos azules hasta que en la calle apareció la procesión que venía del Ayuntamiento.
Ancianos con barbas teñidas portaban el retrato del zar peinado, los estandartes
con santos sepulcrales se agitaban sobre la procesión, ancianas enardecidas avanzaban
rápidas. El hombre del chaleco vio la procesión, apretó el mazo contra el pecho
y corrió tras los estandartes; yo esperé el fin de la procesión y llegué a nuestra
casa. Estaba vacía. Sus puertas blancas quedaron abiertas y la hierba al pie del
palomar aplastada. Solo Kuzmá no abandonó la casa. Kuzmá el barrendero estaba en
el cobertizo y amortajaba al difunto Shoil.
–Te lleva el viento
como a la mala astilla –dijo el viejo al verme–, estuviste fuera una eternidad…
El pueblo se cargó a tu abuelo. Ya lo ves…
Kuzmá gimoteó, se revolvió
y sacó de la bragueta del abuelo una perca. Dos percas metieron a mi abuelo: una
en la bragueta y otra en la boca; el abuelo había muerto, pero una perca estaba
viva y se estremecía.
–Se cargaron al abuelo,
a nadie más –dijo Kuzmá y tiró las percas al gato–, los puso de vuelta y media y
de qué manera; un tío formidable… Tápale los ojos con monedas, anda…
Entonces, a mis diez
años, no sabía para qué los muertos necesitan las monedas.
–Kuzmá –le susurré–,
sálvanos…
Me acerqué al barrendero,
abracé su vieja espalda derrengada, con un hombro sobresaliente, y vi a su espalda
al abuelo muerto. Shoil yacía sobre serrín con el pecho aplastado, la barba erguida,
los borceguíes calzando los pies desnudos. Sus piernas separadas estaban sucias,
violáceas, muertas. Kuzmá trajinaba en torno a ellas. Amarró las mandíbulas y se
puso a cavilar qué más podría hacer con el muerto. Andaba como si tuviese en casa
muebles nuevos y se apaciguó cuando peinó la barba del muerto.
–Los puso a todos de
vuelta y media –dijo sonriendo y observó el cadáver con cariño–. Si hubiesen sido
los tártaros, los hubiese echado, pero llegaron los rusos y con ellos las mujeres
rusas. A los rusos les disgusta perdonar. Conozco a los rusos…
El barrendero puso más
serrín bajo el muerto, se quitó el mandil de carpintero y me tomó de la mano.
–Vamos a ver a tu padre
–murmulló cogiéndome más fuerte–, tu padre anda buscándote desde la mañana. No vaya
a ser que se muera…
Y Kuzmá y yo nos fuimos
a casa del recaudador de impuestos, en la que mis padres se escondían del pogromo.
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