Juan Valera
I
El señor don
Emilio Cotarelo es un erudito de notable ingenio y de muy buen gusto, a quien debemos
estar agradecidos y dar grandes alabanzas los aficionados a la amena literatura
y a todas las artes de la palabra. Sus libros nos maravillan por la diligencia y
el tino con que el autor ha sabido recoger noticias. Sus libros enseñan mucho y
deleitan más. Natural es que sean leídos, comprados y celebrados.
Los
ha compuesto ya el señor Cotarelo sobre don Enrique de Villena, sobre el conde de
Villamediana y sobre el gran poeta Tirso. Pero lo que ahora me mueve a hablar de
este escritor es la serie de estudios que está publicando sobre actores y actrices
del siglo pasado. Ya han salido a luz la vida de la divina María Ladvenant, y más
recientemente la vida de La Tirana. Ambas obras tienen mayor interés que las novelas,
y más que novelas parecen intrincadas selvas de aventuras, lances y casos raros.
Al leerlos, no podemos menos de exclamar casi con envidia: ¡Vamos, vamos, no dejaban
de divertirse nuestros morigerados abuelos!
Y
lo que es para mí el mayor mérito que tienen los libros de que voy hablando, es
ser muy sugestivos. El autor no cuenta ni afirma nada sin probar su exacta verdad
con documentos fehacientes. Quedan, pues, por contar o apenas indicados entre renglones,
mil sucesos importantes y ocultos, los cuales explican o pueden explicar otros cuyas
causas no vislumbramos, porque el señor Cotarelo, como historiador severísimo y
veraz, tiene que dejarnos a media miel, sin decir como cierto lo que no está evidentemente
demostrado, aunque se presuma y haya acerca de ello rastros e indicios. Siguiéndolos,
voy a permitirme yo poner aquí algo muy importante de la vida de La Caramba, que
el señor Cotarelo, por virtud de su severidad histórica, no ha podido menos de dejarse
en el tintero, tal vez a pesar suyo.
II
El 8 de septiembre
de 1785, día en que celebra la iglesia la Natividad de la Virgen Santísima Nuestra
Señora, en vez de acudir al templo a rezar sus devociones, la desenfadada María
Antonia Fernández bajó a pasear en el Prado, a provocar a los galanes y a escandalizar,
según tenía de costumbre. Estaba en lo mejor de su edad, como sol que culmina en
el meridiano; famosa por sus conquistas y celebrada por su gracia, por su primor
en el vestir, por su gallardo cuerpo, por su andar airoso y por su marcial y bulliciosa
desenvoltura. Iba aquel día bizarramente ataviada; brial de raso azul, justillo
recamado de seda y oro y bien peinada la negra y undosa mata de pelo, sujeta en
rodete en lo alto de la gentil cabeza por rascamoño de oro, lleno de piedras preciosas.
Completaban
su tocado el lindo adorno que ella inventó y al que dio su nombre de guerra, llamándole
La Caramba, y una mantilla blanca de preciosa y ligera blonda de Almagro.
De
repente se obscureció el cielo; se levantó terrible tempestad; el aire silbaba y
formaba remolinos; deslumbraban los relámpagos, y los truenos espantosos ensordecían
y aterraban. Se abrieron luego las nubes y abundante lluvia, un verdadero diluvio
empezó a caer sobre la tierra. No había coche ni silla de manos en que irse, y María
Antonia Fernández, alias La Caramba, se refugió en la iglesia de Capuchinos del
Prado, donde se celebraba en aquel momento una solemne función religiosa. Predicaba
fray Atanasio, predicador tan elocuente como severo. El horror de la tempestad,
que continuaba y crecía, las frases tremendas con que el padre fustigaba los vicios
y con que describía las penas eternas que Dios justiciero les impone y tal vez asimismo
el devoto cuadro de Lucas Jordán, que en aquella iglesia se parecía, representando
a la Magdalena a los pies de Cristo, todo compungió por tal arte a la bella pecadora,
penetrando en sus entrañas como agudas saetas de fuego, que se llenó de atrición
y aun de contrición, sintió que el Altísimo la llamaba a sí y como por milagro quedó
convertida.
María
Antonia Fernández no volvió a pisar las tablas; hizo desde aquel punto vida retirada
y ejemplar; y la amargura de su arrepentimiento tardío, las duras mortificaciones
con que se castigó ella misma y la vergüenza y el profundo pesar que el recuerdo
de sus pecados le causaba, acabaron pronto con la salud de su cuerpo, concediéndole
en cambio la salud del alma.
Todo
esto es perfectamente histórico, notorio y sabido entonces en Madrid, y recordado
ahora con puntualidad por el señor Cotarelo. Lo que voy a referir como apéndice
es lo que generalmente se ignora.
III
Cualquier pecado
mortal es abominable, pero cuando el pecado no contamina a ningún sujeto inocente
y puro y no le aparta de la senda de la virtud, su malicia es mucho menor que cuando
extiende su pernicioso influjo sobre criaturas humanas, y cuando todo lo inficiona
y corrompe. María Antonia Fernández, aunque arrepentida y llorosa, tenía el consuelo
de no haber pecado nunca en éste segundo sentido. Cuantos habían caído en sus redes
y habían sido con ella pecadores, estaban pervertidos muy de antemano, de modo que
ella no agostó ninguna virtud en flor, ni remedando al demonio robó ángeles al cielo
para llevárselos consigo. A María Antonia no remordía la conciencia, sino de su
propia perdición y no de haber procurado la ajena.
Sólo
en una ocasión se mostró ella propicia a cometer tan doble y feo delito, pero se
frustró y quedó en conato, gracias a la entereza de un sujeto, y sobre todo, gracias
a la misericordia divina. Con horror recordaba La Caramba aquel caso.
El
duque de Campoverde, a quien llamo así para ocultar su verdadero título, protegía
y albergaba en su casa a un sobrino suyo, tan ilustre como pobre, llamado don Jacinto
de la Mota, gallardo mancebo en la florida edad de veinticuatro años, elegantísimo,
discreto y agradable por todo extremo. Y lo más singular y raro que en él había
era su espiritual e inmaculada limpieza. No pocas damas desaforadas tenían el descoco
de reír y burlar sobre su condición arisca, apellidándole el nuevo Hipólito y tal
vez sintiendo el prurito de remedar a Fedra con mejor éxito y ventura.
El
duque, viejo alegre y algo librepensador, y dos amigos suyos, muy curtidos y versados
en aventuras ligeras y galantes, mortificaban de continuo a don Jacinto, ridiculizando
su honesto recato y urdiendo tramas y buscando ocasiones peligrosas en que de todo
punto le perdiese.
Conjurados
para tan inicuo fin, buscaron el poderoso auxilio de La Caramba. Hubo una cena,
a la que asistió don Jacinto, ignorando lo que iba a haber en ella, y le sentaron
al lado de la seductora actriz, bella como nunca aquella noche, con leves y casi
transparentes vestiduras, y adornados sus brazos y su desnuda y cándida garganta
con ricos brazaletes y espléndido collar de perlas.
Pasaré
aquí de largo, a fin de que nadie tilde de licencioso este escrito, sobre las infernales
artes con que La Caramba, industriada por los tres libertinos, excitado su amor
propio, anhelante de la victoria, y prendada además de la gallardía e inocencia
del casto mozo, se esforzó por avasallarle y rendirle a todo su talante. Don Jacinto
estuvo más firme que una roca; eclipsó casi la memoria del hijo predilecto del patriarca
Jacob, todo ello con tal dignidad y tan sin melindres ni remilgos, que la risa y
la chacota que el tío y sus dos amigos empezaron a mostrar, hubo pronto de trocarse
en admiración y respeto. Desde entonces dejaron tranquilo al mozo, sin fastidiarle
y sin embromarle más con disolutas disertaciones e impuras acechanzas.
Lo
que resultó de este frustrado delito, del que no pudo menos de tener noticia la
sociedad elegante y aristocrática de Madrid, fue la fama casi de santidad con que
resplandeció don Jacinto, a quien se dieron a reverenciar las señoronas devotas,
citándole como modelo. Y resultó también, y este fue más profundo resultado, un
alto aprecio, una amistad sublime y una extraordinaria gratitud en el generoso corazón
de la mujer desdeñada. Porque el mozo, al rechazarla con energía, no faltó en lo
más mínimo a cuanto cumple a todo cortés caballero, y nada dijo ni hizo que exacerbase
el desdén y que pudiera ser considerado como injuria. Antes bien, con dulces y piadosas
palabras suavizó lo agrio del desvío, y vertió en la herida que acababa de abrir
bálsamo celestial de consuelo.
Con
tal eficacia penetraron en el centro íntimo del alma de María Antonia Fernández
estos sentimientos delicados, que me atrevo a sospechar que predispusieron a aquella
mujer para que a poco, estimulada por la tempestad, por el sermón elocuentísimo
del padre Atanasio, y hasta por la pintura de la Magdalena, se obrase de súbito
su conversión milagrosa. Aquellos nobles sentimientos fueron como abejas, que empezaron
por clavar sus punzantes aguijones en el pecho de La Caramba, y después labraron
en su centro panal suave de místicas flores.
Lo
cierto es que María Antonia y don Jacinto quedaron amigos y que la amistad hubo
de estrecharse no bien se convirtió María Antonia. Nadie la veía ni en paseos, ni
en teatros, ni en toros, ni en verbenas y veladas. Iba sólo a las iglesias, humildemente
vestida con basquiña y negro manto de beata. Sólo un hombre, además de su confesor,
hablaba ya en ocasiones con ella. Este hombre era don Jacinto. Ora se hablaban en
la misma iglesia de Capuchinos, donde fue la conversión de ella y donde ambos solían
asistir; ora acudía él a casa de la actriz, si bien con prudente recato para evitar
la maledicencia.
No
podía ésta tener el menor fundamento, pero la malicia humana levanta en el aire
castillos de torpes embustes y conviene evitar que la malicia los levante y se haga
fuerte en ellos.
María
Antonia Fernández se sentía atraída hacia don Jacinto por un afecto angelical y
todo del espíritu, y se lisonjeaba, además, de que afecto no menos puro impulsaba
a don Jacinto a venir a visitarla.
Sus
pláticas eran edificantes y propendían a lo místico; pero María Antonia distaba
mucho de caer ni de tropezar siquiera en el error de los alumbrados. Para precaverse,
leía con frecuencia los Desengaños, del padre Arbiol. Y por otra parte, si algo
había en su mente y en su corazón de que, después de examinarlo, su conciencia pudiera
tener escrúpulos, era un leve asomo de complacencia al imaginar o al notar que,
si no había triunfado pecaminosamente de aquel mozo por los sentidos, había logrado
elevar su alma ya purificada hasta el alma de él, enlazándolas con amistoso y casto
lazo.
Aquel
nuevo género de vida daba al espíritu de María Antonia grata paz y regalo; pero
la austera crueldad con que trataba ella su cuerpo, los ayunos, las largas vigilias,
el cilicio con que maceraba su carne, y acaso la dura disciplina con que se atormentaba
en su más secreto retiro, quebrantaron tanto su salud, que cayó gravemente enferma,
y estuvo, durante tres meses, postrada en el lecho y a punto de exhalar el último
suspiro.
La
ciencia de un buen médico y el cuidadoso esmero de su criada Juana, lograron conservar
su vida y devolverle la salud.
Durante
la enfermedad y más aún en la convalecencia, en voz baja, al oído, tiñéndose sus
pálidas mejillas de leve color de rosa, preguntaba ella con frecuencia a Juana:
–¿Ha
venido a saber cómo estoy? ¿No le has visto? ¿No ha hablado contigo?
Contrariada
y afligida Juana, tenía que confesar que don Jacinto no había parecido por aquella
casa; no había enviado, al menos a un criado, a informarse de cómo estaba la enferma.
Por
último, La Caramba supo una novedad imprevista. La marquesa viuda de Montefrío,
prendada de las virtudes de don Jacinto, y después de oír los consejos e informes
del padre Atanasio, su confesor, había decidido tomar a don Jacinto para yerno,
casándole con su hija, la marquesita, heredada ya y señora de una renta anual de
más de veinte mil ducados. Se afirmaba que la marquesita era fea y tonta; pero prevaleció
la razón de estado; todo se concertó pronto y bien, y don Jacinto de la Mota era
ya rico y marqués de Montefrío.
IV
Honda melancolía
se apoderó del alma de María Antonia. Y, sin embargo, ella se esforzaba por disculpar
a su amigo. El matrimonio, pensaba, no es para santificar por medio del Sacramento
el deleite y la satisfacción de una pasión amorosa; es, en todos los que le contraen,
para cumplir con una obligación y servir a Dios en aquel estado; y es, además, en
los nobles, para conservar y perpetuar el lustre y decoro de sus familias, y sus
apellidos y títulos, gloria y ejemplo de la patria e inmediato sostén de las bien
concentradas monarquías. Así se explicaba María Antonia que don Jacinto, severamente,
sin amor y en cumplimiento de deberes impuestos por su nobleza, se hubiese al fin
casado.
Esto
discurría para disculpar a su amigo, pero se afligía de no verle, de no conversar
con él y de la soledad y del abandono en que la había dejado.
En
medio de su pena, pudo tanto aún la briosa mocedad de María Antonia, fortalecida
por el modo de vivir, menos duro y penitente que su larga convalecencia le había
impuesto, que vino al cabo a encontrarse de nuevo sana y hermosa.
Vehemente
deseo de volver a ver a don Jacinto dominó entonces su alma. Sin dejar su humilde
traje de beata, pero, con extremada, pulcra e inconsciente diligencia, peinado el
undoso cabello y acicalada toda su gentil persona La Caramba acudió de diario a
rezar en la iglesia de Capuchinos y a pasar allí largas horas.
No
se confesaba, no quería confesárselo; pero tal vez recelaba con miedo que no era
sólo la devoción la que allí le llevaba, sino también la esperanza de volver a ver
a don Jacinto.
Y
la esperanza se cumplió. María Antonia volvió a verle; mas, ¡ay, cuán diferente
del que antes era! Había descendido de un coche lujoso y llevaba al lado a la señora
marquesa, su mujer, muy engalanada y muy fea.
María
Antonia cerró involuntariamente los ojos para no ver aquello; y para no ser vista,
se echó muy a la cara el manto y se arrimó a la pared en el lugar del templo que
le pareció más sombrío.
María
Antonia volvió, no obstante, a la iglesia de Capuchinos. No deseaba ya ver a don
Jacinto en compañía de la marquesa. Deseaba verle solo y hablarle. Tardó en cumplirse
su deseo, mas se cumplió por último.
Don
Jacinto, saliendo de la sacristía, atravesó el templo. Ella le vio y salió antes
que él y le aguardó a la puerta entre varios mendigos que pedían limosna. La palidez
limpia y mate de su rostro tenía soberano hechizo y sus negros y rasgados ojos brillaban
como dos soles de luto.
Iba
tan distraído el flamante marqués que no reparó en ella, hasta que al ir a pasar
la tocó con el hombro. Viola entonces y se paró, encarnado como la grana.
–¡Ingrato!
–exclamó ella–. Te aguardaba aquí para cerciorarme de que no me has olvidado del
todo y para pedirte la limosna de una mirada y el favor y la honra de que te dignes
hablarme todavía.
–Estoy
casado –dijo él; y en el tono con que pronunció aquellas palabras, se mostraba el
temor de que alguien le viese con ella.
Don
Jacinto, con todo, parecía más mundano y menos timorato que de soltero. Se diría,
y ella lo sospechó de repente, que don Jacinto casi había desechado su mojigatería,
logrado ya el fin principal que le habla movido a tenerla. María Antonia, por primera
vez después de su conversación y olvidada de su conversión, le dirigió entonces
una mirada larga, fogosa, dulce y llena de promesas. Aproximando luego su rostro
al de él, hasta el punto de que penetró por su boca y por sus narices el aliento
de ella, dijo ella quedito y con desmayada dulzura:
–Ven
de noche a casa. Nadie te verá y no lo sabrá nadie.
Enseguida
María Antonia le volvió la espalda y se apartó de aquel sitio.
V
Salieron a relucir
las galas y las joyas que se custodiaban en el fondo del arca. María Antonia no
parecía ya la penitente. Estaba vestida, harto ligeramente vestida, como en la noche
de la tentación y de la cena. Había vuelto la espalda a Dios y dádose de nuevo al
diablo. Estaba perfumada su estancia, y lucían en ella los primorosos presentes
de sus antiguos amadores y el lujo de la plata labrada.
Don
Jacinto no dejó de acudir a la cita. Era ya otro hombre. Había desechado la máscara
del misticismo. Hasta el recuerdo de la fealdad y, de la tontería de su consorte
estimulaba su liviano deseo. Para disculpar su ingratitud, brotaron de sus labios
entrecortadas frases. Después pronunció ardientes palabras de amor, y roto ya el
freno de su bien utilizada hipocresía, se abalanzó a María Antonia, que le atraía
con los ojos y le embelesaba con blanda risa, medio abierta la húmeda boca y dejando
ver los iguales y apretados dientes, que parecían dos hilos de perlas.
Él
la estrechó frenéticamente entre sus brazos y buscó los labios de ella con sus labios.
Con
ambas manos, María Antonia le rechazó tan violentamente, que faltó poco para que
le derribase por el suelo. No parecía mujer, sino furibunda leona. No era la lánguida
y complaciente enamorada; ni era tampoco la penitente mística; era la maja de rompe
y rasga, insolente y soberbia, capaz de herir con groseros y ponzoñosos insultos
y capaz de matar con la llama fulmínea de sus ojos, cuando no con puñales.
–Vete,
huye –exclamó–, apártate de mi presencia. No pienses que la amistad y la admiración
que me infundiste con tus embustes, se han trocado en amor lascivo. Se han trocado
en asco. Si continúas aquí, corres peligro de que te asesine. Sólo muriendo a mis
manos y no gozándome conseguirás ya arrojarme en el infierno. Vete, repito; es un
hurto ruin el que intentas, dándome tu alma y tu cuerpo vendidos ya para siempre
y sin rescate a ese espantajo de mujer que te da título y dinero.
Don
Jacinto pensó que La Caramba se había vuelto loca. Si no de su material violencia,
tuvo miedo del alboroto, del escándalo y de la resonancia ridícula que podía tener
aquella escena si se prolongaba. Huyó, pues, casi despavorido. Y como era hombre
que entendía bien su interés y su conveniencia, pero que de almas sabía poco, jamás
llegó a comprender ni a darse cuenta de las singulares transformaciones del alma
de María Antonia, convertida de súbito de libre cortesana en austera penitente,
y de austera penitente en algo a modo de vengadora y aterradora Furia.
Cuando
María Antonia se vio libre de la presencia de don Jacinto, quedó inmóvil y de pie
por algunos instantes; rompió luego en insana risa y en descompuesta y nerviosa
carcajada; y por último, se arrojó al suelo, retorciéndose, derramando un mar de
lágrimas y balbuceando entre dientes el yo, pecadora.
De
allí en adelante no volvió a pecar María Antonia, ni en pensamiento ni en acto.
Persistió en sus rezos, redobló sus vigilias, ayunos y mortificaciones, y logró
pocos meses después, temprano y dichoso tránsito a mejor vida.
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