Francis Scott Fitzgerald
I
Érase una vez un sacerdote de ojos fríos y húmedos que, en el silencio de
la noche, derramaba frías lágrimas. Lloraba porque las tardes eran cálidas y largas
y era incapaz de conseguir una absoluta unión mística con Nuestro Señor. A veces,
hacia las cuatro, bajo su ventana se oía un rumor de chicas suecas en el sendero,
y en sus risas estridentes descubría una terrible disonancia que lo empujaba a rezar
en voz alta para que cayera pronto la tarde. Al atardecer las risas y las voces
se apaciguaban, pero más de una vez había pasado por la tienda de Romberg cuando
ya era casi de noche y las luces amarillas brillaban en el interior y resplandecían
los grifos de níquel del agua de Seltz, y el perfume en el aire del jabón de tocador
barato le había parecido desesperadamente dulce. Pasaba por allí cuando volvía de
confesar a los fieles los sábados por la tarde, hasta que tomó la precaución de
cruzar a la otra acera de la calle, para que el perfume del jabón se disolviera
en el aire, flotando como incienso hacia la luna de verano, antes de llegarle a
la nariz.
Pero era imposible eludir la vehemente locura de las
cuatro de la tarde. Desde la ventana, hasta donde alcanzaba a ver, el trigo de Dakota
cubría el valle del río Rojo. Era terrible la visión del trigo y el dibujo de la
alfombra, a la que, angustiado, bajaba los ojos, transportaba su imaginación melancólica
a través de laberintos grotescos, siempre abiertos al sol inevitable.
Una tarde, cuando había llegado al punto en que la mente
se para como un reloj viejo, el ama de llaves acompañó a su estudio a un hermoso
y perspicaz chico de once años llamado Rudolph Miller. El chiquillo se sentó en
una mancha de sol, y el sacerdote, en su escritorio de nogal, fingió estar muy ocupado:
quería disimular el alivio de que alguien entrara en su habitación embrujada.
Cuando se volvió, se sorprendió al clavar la vista en
aquellos dos ojos enormes, un poco separados, iluminados por chispas de luz color
cobalto. Aquella mirada lo asustó al principio, pero enseguida se dio cuenta de
que su visitante tenía miedo, un miedo abyecto.
–Te tiemblan los labios –dijo el padre Schwartz con
voz cansada.
El niño se tapó con la mano la boca temblorosa.
–¿Te ha pasado algo? –preguntó el padre Schwartz con
brusquedad–. Quítate la mano de la boca y cuéntame qué te pasa.
El chico –el padre Schwartz lo reconoció entonces: era
el hijo de uno de sus feligreses, el señor Miller, el transportista– se quitó de
mala gana la mano de la boca y empezó a hablar, con un murmullo desesperado.
–Padre Schwartz, he cometido un pecado terrible.
–¿Un pecado contra la pureza?
–No, padre… Peor.
El padre Schwartz se estremeció visiblemente.
–¿Has matado a alguien?
–No, pero tengo miedo de que… –la voz subió hasta convertirse
en un gemido agudo.
–¿Quieres confesarte?
El niño, apesadumbrado, negó con la cabeza. El padre
Schwartz se aclaró la garganta para que la voz sonara dulce cuando dijera algo agradable
y consolador. En aquel instante debía olvidar su propio dolor e intentar actuar
como Dios. Repitió mentalmente una jaculatoria, esperando que, en correspondencia,
Dios lo ayudara a comportarse como debía.
–Cuéntame lo que has hecho –dijo con su nueva y dulce
voz.
El niño lo miró a través de las lágrimas, reconfortado
por la impresión de flexibilidad moral que había conseguido transmitirle el turbado
sacerdote. Poniéndose, cuanto era capaz, en manos de aquel hombre, Rudolph Miller
empezó a contar su historia.
–El sábado, hace tres días, mi padre me dijo que tenía
que confesarme porque llevaba un mes sin hacerlo, y mi familia se confiesa todas
las semanas, y yo no me había confesado. Pero yo no fui a confesarme, me daba lo
mismo. Lo dejé para después de cenar porque estaba jugando con mis amigos, y mi
padre me preguntó si había ido, y le dije que no, y me cogió por el cuello y me
dijo que fuera inmediatamente, y yo le dije que muy bien, y fui a la iglesia. Y
mi padre me gritó: “No vuelvas hasta que no te hayas confesado”…
II
El sábado, tres días antes
Volvieron a caer los pliegues tenebrosos de la cortina
del confesionario, dejando sólo a la vista la suela del zapato viejo de un hombre
viejo. Detrás de la cortina, un alma inmortal estaba a solas con Dios y con el reverendo
Adolphus Schwartz, el párroco. Empezó a oírse un bisbiseo laborioso, sibilante y
discreto, interrumpido de vez en cuando por la voz del sacerdote, que hacía preguntas
perfectamente audibles.
Rudolph Miller se arrodilló en el reclinatorio, junto
al confesionario, y esperó, nervioso, esforzándose en escuchar, y también en no
escuchar, lo que se decía en el confesionario. El hecho de que la voz del sacerdote
fuera audible lo alarmó. Llegaba su turno, y las tres o cuatro personas que esperaban
podrían oír sin ningún escrúpulo cómo admitía haber violado el sexto y el noveno
mandamientos.
Rudolph nunca había cometido adulterio, ni había deseado
a la mujer del prójimo, pero le resultaba particularmente difícil confesar otros
pecados más o menos relacionados con aquéllos. Saboreaba, por contraste, las faltas
menos vergonzosas: formaban un fondo gris que atenuaba la marca de ébano que los
pecados sexuales imprimían en su alma.
Se tapaba los oídos con las manos, con la esperanza
de que los demás notaran su negativa a oír y, por cortesía, hicieran con él lo mismo,
cuando un brusco movimiento del penitente en el confesionario lo empujó a esconder
precipitadamente la cara en el hueco del brazo. El miedo tomó una forma sólida,
acomodándose a la fuerza entre su corazón y sus pulmones. Ahora ponía los cinco
sentidos en arrepentirse de sus pecados, no porque tuviera miedo, sino porque había
ofendido a Dios. Debía convencer a Dios de que estaba arrepentido y, para conseguirlo,
primero debería convencerse a sí mismo. Después de una violenta lucha con sus emociones,
llegó a sentir una tímida compasión de sí mismo y decidió que ya estaba preparado.
Si impedía que cualquier otro pensamiento penetrara en su mente, y conseguía conservar
intacta aquella emoción hasta el momento de entrar en el gran ataúd vertical, habría
sobrevivido a una nueva crisis de su vida religiosa.
Por un instante, sin embargo, una idea diabólica casi
se apoderó de él. Podría volver a casa ahora, antes de que le tocara el turno, y
decirle a su madre que había llegado demasiado tarde, cuando el sacerdote ya se
había ido. Una cosa así implicaba, por desgracia, el riesgo de que descubrieran
la mentira. También podía decir, y era otra alternativa, que se había confesado,
pero, en tal caso, hubiera tenido que evitar comulgar al día siguiente, porque la
hostia consagrada, recibida por un alma impura, se hubiera convertido en veneno
en su boca y él se hubiera desplomado en el comulgatorio, exánime y condenado para
siempre.
Otra vez se oía la voz del padre Schwartz:
–Y por los tuyos…
Las palabras se confundieron en un ronco murmullo, y
Rudolph, nervioso, se puso de pie. Le parecía imposible confesarse aquella tarde.
Estaba indeciso, tenso. Entonces brotaron del confesionario un golpe seco, un crujido
y un frufrú sostenido. La celosía se abrió y la cortina tembló: la tentación había
llegado demasiado tarde.
–Ave María Purísima. Deme su bendición, padre, porque
he pecado… Yo, pecador, me confieso a Dios todopoderoso y a usted, padre, porque
he pecado… Hace un mes y tres días que me confesé por última vez… Me acuso de… de
haber tomado el nombre de Dios en vano…
Este era un pecado venial. Sus blasfemias sólo habían
sido fanfarronerías, y confesarlas era poco menos que una bravata.
–… de haberme portado mal con una anciana.
La sombra triste se movió ligeramente al otro lado de
la celosía.
–¿Cómo, hijo mío?
–Fue la señora Swenson –el murmullo de Rudolph se elevó
con júbilo–. Nos había quitado la pelota de beisbol porque había golpeado en su
ventana, y no quería devolvérnosla, y entonces estuvimos gritándole toda la tarde:
“Fuera, fuera”. Y a eso de las cinco le dio un ataque y tuvieron que llevarla al
médico.
–Sigue, hijo mío.
–Me acuso de no creer que soy hijo de mis padres.
–¿Cómo? –la pregunta demostraba verdadera perplejidad.
–De no creer que soy hijo de mis padres.
–¿Por qué?
–Ah, por orgullo nada más –respondió el penitente sin
darle importancia al asunto.
–¿Quieres decir que piensas que eres demasiado bueno
para ser hijo de tus padres?
–Sí, padre –las palabras sonaban ahora con menos júbilo.
–Sigue.
–Me acuso de ser desobediente y de ponerle motes a mi
madre. De hablar mal de la gente. De haber fumado…
Ya se le habían acabado los pecados veniales y se estaba
acercando a los pecados que le dolía confesar. Se oprimía la cara con los dedos,
como si fueran rejas entre las que debía exprimir la vergüenza de su corazón.
–De decir palabras feas y tener malos pensamientos y
deseos impuros –musitó en voz muy baja.
–¿Cuántas veces?
–No lo sé.
–¿Una vez a la semana? ¿Dos veces?
–Dos veces a la semana.
–¿Has cedido a esos deseos?
–No, padre.
–¿Estabas solo cuando los tuviste?
–No, padre. Estaba con dos chicos y una chica.
–¿No sabes, hijo mío, que debes evitar las ocasiones
de pecado tanto como el pecado mismo? Las malas compañías conducen a los deseos
impuros; y los deseos impuros, a las acciones impuras. ¿Dónde estabas?
–En un granero detrás de…
–No quiero oír nombres –lo interrumpió bruscamente el
sacerdote.
–Bueno, estábamos en el pajar, y esta chica y… bueno,
un amigo, decían cosas… cosas impuras… Y yo me quedé.
–Deberías haberte ido… Deberías haberle dicho a la chica
que se fuera.
¡Debería haberse ido! No podía contarle al padre Schwartz
cómo le había latido el pulso, qué rara y romántica excitación lo había poseído
al oír aquellas cosas extrañas. Quizá en los reformatorios, entre las chicas incorregibles
de mirada dura e idiotizada, se encuentran aquéllas por las que ha ardido el fuego
más puro.
–¿Tienes algo más que contarme?
–Creo que no, padre.
Rudolph sintió un gran alivio. Le sudaban las manos,
entrelazadas con fuerza.
–¿No has dicho mentiras?
La pregunta lo sobresaltó. Como todos los que mienten
por costumbre e instinto, sentía un respeto inmenso, un temor reverencial por la
verdad. Algo casi ajeno a él le dictó una respuesta rápida y ofendida.
–No, no, padre. Jamás digo mentiras.
Durante unos segundos, como el plebeyo en el trono del
rey, saboreó con orgullo la situación. Y entonces, mientras el sacerdote empezaba
a murmurar convencionales consejos, se dio cuenta de que, al negar heroicamente
haber dicho mentiras, había cometido un pecado terrible: había mentido bajo confesión.
Obedeciendo automáticamente al padre Schwartz, que le
pedía que se arrepintiera de sus pecados, empezó a rezar en voz alta sin darse mucha
cuenta de lo que decía:
–Señor mío y Dios mío, me arrepiento de todo corazón
de haberte ofendido…
Tenía que arreglar aquello inmediatamente: era un pecado
grave; pero, mientras sus labios se cerraban tras las últimas palabras de la oración,
se oyó un golpe sordo. La rejilla del confesionario también se había cerrado.
Un instante después, a la luz del crepúsculo, el alivio
de salir de la iglesia bochornosa y respirar el aire libre del mundo de trigo y
cielo aplazó la plena conciencia de lo que había hecho. En lugar de preocuparse,
aspiró profundamente el aire vigorizante y repitió entre dientes una y otra vez
las palabras “¡Blatchford Sarnemington! ¡Blatchford Sarnemington!”
Blatchford Sarnemington era él mismo, y aquellas palabras
eran como un poema o una canción. Cuando se convertía en Blatchford Sarnemington
emanaba de él una amable nobleza. Blatchford Sarnemington vivía de triunfo en triunfo,
triunfos extraordinarios y dramáticos. Cuando Rudolph entornaba los ojos significaba
que Blatchford se había apoderado de él, y a su paso se oían murmullos de envidia:
“¡Blatchford Sarnemington! ¡Por ahí va Blatchford Sarnemington!”.
Ahora, por un instante, era Blatchford, mientras volvía
a casa por el camino lleno de baches, pero cuando el camino se cubrió de asfalto
y se convirtió en la calle principal de Ludwig, la euforia de Rudolph se desvaneció:
tenía la cabeza fría, le horrorizaba su mentira. Dios, por supuesto, ya la conocía.
Pero Rudolph se reservaba un rincón de su mente donde estaba a salvo de Dios, donde
planeaba los subterfugios con los que a menudo engañaba a Dios. Escondido en aquel
rincón, ahora reflexionaba sobre la mejor manera de evitar las consecuencias de
su mentira.
Tenía que arreglárselas como fuera para no comulgar
al día siguiente. Era demasiado grande el riesgo de ofender a Dios hasta tal punto.
Podría beber agua por descuido a la mañana siguiente, y así, de acuerdo con las
leyes de la Iglesia, no podría comulgar aquel día. A pesar de su poca consistencia,
éste fue el subterfugio más factible que se le ocurrió. Tras reconocer los riesgos
que implicaba, se estaba concentrando en la mejor manera de llevarlo a la práctica,
cuando dobló la esquina de la tienda de Romberg y apareció la casa de su padre.
III
El padre de Rudolph, el transportista local, había llegado con la segunda
oleada de inmigrantes alemanes e irlandeses a la región de Minnesota y Dakota. En
teoría, en aquel tiempo y lugar un joven emprendedor disponía de grandes oportunidades,
pero Carl Miller había sido incapaz de labrarse, entre sus superiores y subalternos,
la reputación de casi absoluta imperturbabilidad que es esencial para tener éxito
en los negocios basados en la jerarquía. Aunque algo tosco, no era, sin embargo,
lo suficientemente testarudo, ni sabía aceptar como indiscutibles ciertas relaciones
fundamentales y esta incapacidad lo hacía ser desconfiado y estar permanentemente
inquieto y descontento.
Mantenía dos vínculos con la alegría de vivir: su fe
en la Iglesia católica romana y una veneración mística por James J. Hill, constructor
del Empire. Hill era la apoteosis de aquella cualidad que le faltaba a Miller: el
sentido de la realidad, la intuición, la capacidad de presentir la lluvia en el
aire que te da en la cara. La inteligencia de Miller se malgastaba en decisiones
que ya habían tomado otros, y nunca en su vida tuvo la sensación de que de sus manos
dependía el equilibrio de algo, aunque fuera la cosa más simple. Su cuerpo cansado,
lleno aún de energía, más pequeño de lo normal, envejecía a la sombra gigantesca
de Hill. Llevaba veinte años viviendo en el nombre de Hill y Dios.
Nada mancillaba la paz de aquel domingo cuando Carl
Miller se despertó a las seis de la mañana. Arrodillado junto a la cama, inclinó
sobre la almohada la cabeza canosa y amarillenta y los bigotes de color indefinido,
y rezó unos minutos. Luego se quitó el camisón –como todos los de su generación,
nunca había soportado las piyamas– y embutió su cuerpo delgado, pálido, sin vello,
en la ropa interior de lana.
Se afeitó. Silencio en el dormitorio donde su mujer
dormía inquieta; silencio en el rincón del pasillo donde, aislada por una cortina,
estaba la cama de su hijo y donde su hijo dormía entre los libros de Alger, su colección
de vitolas de puro, sus banderines apolillados –“Cornell”, “Hamlin”, “Recuerdos
de Pueblo, Nuevo México”– y otros tesoros de su vida privada. Miller podía oír los
pájaros que chillaban fuera de la casa, el revolotear de las gallinas y, como ruido
de fondo, débil, acercándose, más fuerte, el traqueteo del tren de las seis y cuarto,
directo a Montana y las verdes costas. Entonces, mientras el agua fría goteaba de
la toalla que tenía en la mano, levantó la cabeza de repente: había oído un ruido
furtivo, abajo, en la cocina.
Secó rápidamente la navaja de afeitar, se puso los tirantes
y escuchó. Alguien andaba por la cocina y, por las pisadas ligeras, adivinaba que
no era su mujer. Con la boca entreabierta, bajó corriendo las escaleras y abrió
la puerta de la cocina.
En el fregadero, con una mano en el grifo que todavía
goteaba y un vaso de agua en la otra, estaba su hijo. Los ojos del chico, todavía
bajo el peso del sueño, de una belleza asustada y llena de reproches, se encontraron
con los del padre. El chico estaba descalzo, y se había remangado la camisa y los
pantalones de la piyama.
Se quedaron inmóviles un instante: las cejas de Carl
Miller bajaron, y se alzaron las de su hijo, como si quisieran encontrar un equilibrio
entre las emociones opuestas que los embargaban. Entonces el bigote del padre descendió
portentosamente hasta ensombrecerle la boca. El padre echó un vistazo alrededor
para comprobar si todo seguía en su sitio.
La luz del sol aureolaba la cocina, se estrellaba en
las cacerolas y daba a la madera lisa del suelo y a la mesa un color amarillo y
limpio, de trigo. La cocina era el centro de la casa, con el fuego encendido y los
cazos encajados en cazos como si fueran juguetes, y el silbido permanente del vapor,
y una suave tonalidad pastel. Nada había sido cambiado de sitio, no habían tocado
nada, excepto el grifo en el que seguían formándose gotas de agua que caían en la
pila con un instantáneo fulgor blanco.
–¿Qué haces?
–Tenía mucha sed y se me ha ocurrido bajar a…
–Creía que ibas a comulgar.
Una expresión de vehemente asombro se dibujó en la cara
de su hijo.
–Se me había olvidado.
–¿Has bebido agua?
–No…
En el mismo instante en que la palabra se le escapó
de los labios Rudolph se dio cuenta de que se había equivocado al responder, pero
los ojos apagados e indignados que lo miraban habían dictado la verdad antes de
que interviniera la voluntad del chico. Ahora comprendía además que ni siquiera
tendría que haber bajado a la cocina; por una vaga necesidad de verosimilitud había
querido dejar un vaso mojado, como prueba, en el fregadero. Lo había traicionado
la honradez de su imaginación.
–¡Tira el agua! –ordenó el padre.
Rudolph volcó el vaso con desesperación.
–¿Se puede saber qué te pasa? –preguntó Miller, de mal
humor.
–Nada.
–¿Fuiste ayer a confesarte?
–Sí.
–¿Por qué ibas a beber agua entonces?
–No lo sé. Se me había olvidado.
–Puede que te importe más pasar un poco de sed que tu
religión.
–Se me había olvidado –Rudolph sentía cómo se le saltaban
las lágrimas.
–Ésa no es manera de responder.
–Bueno, es lo que me ha pasado.
–¡Pues ten más cuidado! –la voz del padre era aguda,
insistente, inquisitiva–: Si eres tan desmemoriado que hasta puedes olvidar tu religión,
habrá que tomar medidas.
Rudolph llenó un opresivo instante de silencio diciendo:
–La recuerdo perfectamente.
–Primero descuidas tu religión –gritó su padre, atizando
su propia rabia–, luego empiezas a mentir y a robar, y el siguiente paso es el reformatorio.
Ni siquiera esta amenaza, ya familiar, hizo más hondo
el abismo que Rudolph veía ante sí. O lo confesaba todo inmediatamente, exponiéndose
a que, con toda seguridad, su cuerpo recibiera una paliza feroz, o atraía sobre
sí los truenos del infierno al recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo con un sacrilegio
en el alma. Y, de las dos posibilidades, la primera le parecía más terrible: no
temía tanto a los golpes como a la rabia salvaje, desahogo de hombre inútil, que
se escondía tras ellos.
–¡Deja ese vaso, sube y vístete! –ordenó el padre–.
Y cuando vayamos a la iglesia, antes de comulgar, deberías arrodillarte para pedirle
a Dios perdón por tu descuido.
Cierto énfasis involuntario en las palabras del padre
actuó como catalizador sobre la confusión y el miedo de Rudolph. Una furia incontrolada
y orgullosa se apoderó de él, y arrojó con rabia el vaso al fregadero.
Su padre emitió un ruido ronco, forzado, y se lanzó
sobre él. Rudolph lo esquivó, tropezó con una silla y trató de pasar al otro lado
de la mesa. Gritó cuando una mano le agarró la piyama, por el hombro, y sintió el
impacto seco de un puño en la sien, y golpes de refilón en el pecho y la espalda.
Mientras intentaba ponerse fuera del alcance de su padre, que lo arrastraba por
el suelo o lo levantaba cuando instintivamente le sujetaba el brazo, Rudolph, consciente
de la humillación y de los golpes, no abrió la boca, excepto para reírse histéricamente
alguna vez. Entonces, en menos de un minuto, las bofetadas cesaron de repente. El
padre agarraba a Rudolph con fuerza, y padre e hijo temblaban y farfullaban, comiéndose
la mitad de las sílabas, palabras sin sentido, hasta que Carl Miller obligó a su
hijo a subir las escaleras entre empellones y amenazas.
–¡Vístete!
Rudolph estaba histérico y helado. Le dolía la cabeza,
y tenía en el cuello un arañazo largo y superficial, una marca de las uñas del padre,
y sollozaba y temblaba mientras se vestía. Sabía que su madre esperaba en la puerta,
en bata, arrugando la cara arrugada, que se comprimía y se deformaba, y del cuello
a la frente se cubría de un remolino de arrugas nuevas. Despreciando la impotencia
asustada de la madre, y rechazándola sin miramientos cuando intentó untarle una
pomada en el cuello, se lavó de prisa, entre sollozos. Luego salió de casa con su
padre, camino de la iglesia católica.
IV
Andaban sin hablar, salvo cuando Carl Miller reconocía maquinalmente a aquellos
con quienes se cruzaban. Sólo la respiración entrecortada de Rudolph rompía el silencio
cálido del domingo.
El padre se detuvo con resolución ante la puerta de
la iglesia.
–He decidido que lo mejor es que vuelvas a confesarte.
Dile al padre Schwartz lo que has hecho y pídele perdón a Dios.
–¡Tú también has perdido los nervios! –se apresuró a
contestar Rudolph.
Carl Miller dio un paso hacia su hijo, que, prudentemente,
retrocedió.
–Vale, me confesaré.
–¿Vas a hacer lo que te he dicho? –preguntó el padre
con un murmullo ronco.
–Sí, sí.
Rudolph entró en la iglesia y, por segunda vez en dos
días, se acercó al confesionario y se arrodilló. La celosía se abrió casi instantáneamente.
–Me acuso de no haber rezado al despertarme.
–¿Nada más?
–Nada más.
Sintió júbilo y ganas de llorar. Nunca más volvería
a anteponer con tanta facilidad una abstracción a las necesidades de su tranquilidad
y su orgullo. Había traspasado una línea invisible: era plenamente consciente de
su soledad, consciente de que la soledad afectaba a los momentos en que era Blatchford
Sarnemington, pero también a toda su vida íntima. Hasta entonces, fenómenos como
sus ambiciones disparatadas y su mezquina timidez y sus miedos mezquinos sólo habían
sido rincones privados, secretos, no reconocidos ante el trono de su alma oficial.
Ahora sabía, inconscientemente, que aquellos rincones privados eran su propio yo,
él mismo, y que todo lo demás era una fachada vistosa y una bandera convencional.
La presión del ambiente lo había empujado al camino secreto y solitario de la adolescencia.
Se arrodilló en el banco, al lado de su padre. Empezó
la misa. Mantenía la espalda erguida –cuando estaba solo, apoyaba el trasero en
el banco– y saboreaba la idea de venganza, una venganza dolorosa y sutil. A su lado,
su padre le pedía a Dios que perdonara a Rudolph, y también pedía perdón por su
arrebato de ira. Miró de reojo a su hijo, y se sintió más tranquilo al ver que ya
no tenía la cara tensa, de rabia, y que había dejado de sollozar. La gracia de Dios,
inherente al Sacramento, haría el resto, y quizá, después de la misa, todo iría
mejor. En su corazón estaba orgulloso de Rudolph, y empezaba a sentirse sinceramente
arrepentido, no sólo formalmente, de lo que había hecho.
Habitualmente el paso de la bandeja para la colecta
era para Rudolph un momento muy importante de la misa. Si, como sucedía a menudo,
no tenía dinero, se sentía avergonzado e irritado, e inclinaba la cabeza y fingía
no ver la bandeja, para que Jeanne Brady, en el banco vecino, no se diera cuenta
y no sospechara un caso grave de indigencia familiar. Pero aquel día miró fríamente
la bandeja mientras pasaba ante sus ojos, casi rozándolo, y advirtió con momentáneo
interés que contenía muchísimas monedas.
Pero, cuando tintineó la campanilla para la comunión,
se estremeció. No existía ningún motivo para que Dios no le parara el corazón. Durante
las últimas doce horas había cometido una serie de pecados mortales, a cuál más
grave, y ahora iba a rematar la serie con un sacrilegio blasfemo.
–Domine, non sum dignum;
ut interes sub tectum neum; sed tantum dic verbum, et sanabitur anima mea.
Hubo un rumor, movimiento en los bancos, y los comulgantes
desfilaron hacia el altar con los ojos bajos y las manos juntas. Los más piadosos
unían las puntas de los dedos para formar pequeñas cúpulas. Entre ellos estaba Carl
Miller. Rudolph lo siguió hasta el comulgatorio y se arrodilló, apoyando, sin darse
cuenta, la barbilla en el mantel blanco. La campanilla tintineó con fuerza y el
sacerdote se volvió hacia los comulgantes sosteniendo la hostia blanca sobre el
copón:
–Corpus Domini nostri Jesu
Christi custodiat animam tuam in vitam aeternam.
Un sudor frío cubrió la frente de Rudolph cuando empezó
la comunión. El padre Schwartz avanzaba por la fila, y Rudolph, que cada vez tenía
más ganas de vomitar, sintió cómo las válvulas de su corazón desfallecían por voluntad
de Dios. Le pareció que la iglesia se oscurecía y que la cubría un gran silencio,
roto sólo por el confuso murmullo que anunciaba que se iba acercando el Creador
del Cielo y de la Tierra. Hundió la cabeza entre los hombros y esperó el golpe.
Entonces sintió un fuerte codazo en el costado. Su padre
le daba con el codo para que se mantuviera derecho y no se apoyara en el comulgatorio;
faltaban dos personas para que llegara el sacerdote.
–Corpus Domini nostri Jesu
Christi custodiat animam tuam in vitam aeternam.
Rudolph abrió la boca. Sintió sobre la lengua el pegajoso
sabor a cera de la hostia. Permaneció inmóvil durante un periodo de tiempo que le
pareció interminable, con la cara todavía levantada y la hostia intacta en la boca,
sin disolverse. Y otra vez lo espabiló el codo de su padre y vio que la gente se
alejaba del altar, como hojarasca, y, con los ojos bajos, sin mirar a ninguna parte,
volvía a los bancos, a solas con Dios.
Rudolph estaba a solas consigo mismo, empapado en sudor,
hundido en el pecado mortal. Mientras volvía a su sitio, sus pezuñas de demonio
resonaron con fuerza contra el suelo de la iglesia, y supo que llevaba en el corazón
un veneno negro.
V
Sagitta Volante in Dei.
El precioso chiquillo de ojos como piedras azules y
pestañas que se abrían como pétalos había terminado de confesarle al padre Schwartz
su pecado, y el rectángulo de sol en el que se sentaba había recorrido en la habitación
el espacio de media hora. Ya estaba menos asustado: se había librado del peso de
su historia, y lo notaba. Sabía que mientras estuviera en aquella habitación, con
aquel sacerdote, Dios no le pararía el corazón, así que suspiró y permaneció sentado,
en silencio, a la espera de que el sacerdote hablara.
Los ojos fríos y húmedos del padre Schwartz seguían
fijos en los dibujos de la alfombra, donde el sol resaltaba las suásticas y los
pámpanos muertos y estériles y la pálida copia de unas flores. El tictac del reloj
del recibidor sonaba con insistencia camino del atardecer, y la habitación oscurecida
y la tarde tras los cristales traían una monotonía irremediable, rota de vez en
cuando por los golpes lejanos de un martillo, que resonaban en el aire seco. Los
nervios del sacerdote estaban tensos, a punto de saltar, y las cuentas de su rosario
se arrastraban y retorcían como serpientes sobre el paño verde del escritorio. No
recordaba lo que tenía que decir.
Más allá de cuanto existía en aquella perdida ciudad
sueca, era consciente de los ojos de aquel chiquillo: unos ojos preciosos, de pestañas
que parecían nacer sin ganas, curvándose hacia atrás como si quisieran volver a
los ojos.
El silencio persistía, y Rudolph esperaba, y el sacerdote
se esforzaba en recordar algo que se le iba, se le iba cada vez más lejos, y el
tictac del reloj resonaba en la casa triste. Entonces el padre Schwartz miró fijamente
al chico y, con una voz rara, dijo:
–Cuando mucha gente se reúne en los sitios mejores,
las cosas resplandecen.
Rudolph se sobresaltó y miró al padre Schwartz.
–Digo que… –empezó a hablar el sacerdote, y se interrumpió
para escuchar algo–. ¿Oyes el martillo y el tictac del reloj y las abejas? Bueno,
eso no significa nada. Lo importante es reunir a mucha gente en el centro del mundo,
dondequiera que esté el centro del mundo. Entonces –y sus ojos húmedos se dilataron
maliciosamente– las cosas resplandecen.
–Sí, padre –asintió Rudolph, sintiendo un poco de miedo.
–¿Qué vas a ser cuando seas mayor?
–Bueno, antes quería ser jugador de beisbol –respondió
Rudolph, nervioso–, pero no creo que eso sea demasiado ambicioso, así que quiero
ser actor u oficial de marina.
El sacerdote volvía a mirarlo fijamente.
–Sé exactamente lo que quieres decir –dijo con aire
feroz.
Rudolph no quería decir nada en particular y las palabras
del sacerdote lo hicieron sentirse más incómodo.
“Este hombre está loco”, pensó, “y me da miedo. Quiere
que lo ayude, no sé cómo, pero yo no quiero”.
–Por tu aspecto, se diría que las cosas relucen –exclamó
el padre Schwartz incoherentemente–. ¿Has ido alguna vez a una fiesta?
–Sí, padre.
–¿Te diste cuenta de que todo el mundo iba bien vestido?
Eso es lo que quiero decir. Cuando llegaste a la fiesta, seguro que todos iban bien
vestidos. Y a lo mejor dos niñas esperaban en la puerta y algunos chicos se apoyaban
en el pasamanos de la escalera, y había jarrones llenos de flores.
–He ido a muchas fiestas –dijo Rudolph, aliviado por
el rumbo que tomaba la conversación.
–Claro que sí –continuó el padre Schwartz con aire triunfal–.
Sé que estás de acuerdo conmigo. Pero mi teoría es que, cuando mucha gente coincide
en los sitios mejores, las cosas resplandecen sin cesar.
Rudolph se dio cuenta de que estaba pensando en Blatchford
Sarnemington.
–Por favor, ¡escúchame! –ordenó el sacerdote con impaciencia–.
Deja de preocuparte por lo que pasó el sábado. Sólo en el supuesto de que existiera
una fe absoluta, la apostasía implicaría la absoluta condenación. ¿Está claro?
Rudolph no tenía la menor idea de lo que el padre Schwartz
quería decir, pero asintió, y el sacerdote asintió también y volvió a su misteriosa
preocupación.
–Sí –exclamó–, hoy existen luminosos tan grandes como
las estrellas, ¿te das cuenta? Me han contado que en París, o en otro sitio, hay
un luminoso tan grande como una estrella. Lo ha visto mucha gente, mucha gente feliz.
Hoy día hay cosas que ni siquiera has soñado. Mira –se acercó más a Rudolph, pero
el chico retrocedió, y el padre Schwartz volvió a retreparse en su sillón, con los
ojos secos y ardientes–. ¿Has visto alguna vez un parque de atracciones?
–No, padre.
–Bueno, ve a ver un parque de atracciones –el sacerdote
movió vagamente la mano–. Es parecido a una feria, sólo que con muchas más luces.
Ve de noche a un parque de atracciones y obsérvalo a distancia desde la oscuridad,
bajo los árboles oscuros. Verás una gran rueda hecha de luces que gira en el aire,
y un tobogán inmenso por donde se deslizan barcas hasta el agua. Y en algún sitio
está tocando una orquesta, y hay un olor a almendras garapiñadas… Y todo brilla.
Y, ¿sabes?, no te recordará a nada. Flotará en la noche como un globo de colores,
como un gran farol amarillo colgado de un mástil.
El padre Schwartz frunció el entrecejo mientras, de
repente, se le ocurría algo.
–Pero no te acerques demasiado –le advirtió–, porque,
si te acercas demasiado, sólo sentirás el calor, el sudor y la vida.
Todas aquellas palabras le parecían a Rudolph extraordinariamente
raras y terribles porque aquel hombre era un sacerdote. Allí estaba, sentado, medio
muerto de miedo, mirando fijamente con los ojos muy abiertos, preciosos, al padre
Schwartz. Pero, bajo el miedo, sentía que sus más íntimas convicciones habían sido
confirmadas. En alguna parte existía algo inefablemente maravilloso que no tenía
nada que ver con Dios. Ya no creía que Dios estuviera disgustado con él por su primera
mentira, porque Dios habría comprendido que Rudolph había mentido para hacer la
confesión más interesante, añadiendo a la nimiedad de sus pecados algo radiante,
un poco de orgullo. Y, en el preciso instante en que proclamaba su honor inmaculado,
un estandarte de plata ondeaba al viento en algún sitio, entre el crujir del cuero
y el fulgor de las espuelas de plata, y una tropa de caballeros esperaba el amanecer
en una colina verde. El sol encendía estrellas de luz en sus armaduras como en el
cuadro de los coraceros alemanes en Sedán que había en su casa.
Pero ahora el sacerdote murmuraba palabras ininteligibles,
doloridas, y el chico empezó a sentir un miedo incontrolable. El miedo entró de
pronto por la ventana abierta y la atmósfera de la habitación cambió. El padre Schwartz
cayó bruscamente de rodillas, desplomado, y ahora apoyaba la espalda contra una
silla.
–Dios mío –gritó, con una voz extraña, antes de derrumbarse.
Y de las ropas gastadas del sacerdote se desprendió
una opresión humana, y se mezcló con el leve olor de la comida que se pudría en
los rincones. Rudolph lanzó un grito y abandonó el lugar corriendo, aterrorizado,
mientras el hombre yacía inmóvil, llenando la sala, llenándola de voces y rostros,
una multitud de voces, pura ecolalia, hasta que estalló una carcajada aguda e inacabable.
Al otro lado de la ventana el siroco azul temblaba sobre
el trigo, y chicas rubias paseaban sensualmente por los caminos que unían los campos,
gritándoles frases inocentes y excitantes a los muchachos que trabajaban en los
trigales. Bajo los vestidos de algodón se adivinaba la forma de las piernas, y el
borde de los escotes estaba tibio y húmedo. Hacía ya cinco horas que la vida fértil
y caliente ardía en la tarde. Dentro de tres horas sería de noche, y en toda la
región aquellas rubias nórdicas y aquellos altos muchachos de las granjas se tenderían
junto al trigo, bajo la luna.
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