Milia Gayoso Manzur
Un
vecino prestó su camioneta para que lo trajeran a la ciudad, porque en el centro
de salud dijeron que ya no podían hacer nada, que precisaba atenciones especializadas.
Dejaron a las otras criaturas con la abuela y vinieron los dos con él. Trajeron
sus pocas pertenencias en dos bolsones y su pelota para que pudiera jugar cuando
estuviera mejor.
“Mamá, tengo frío”, dijo cuando
lo acostaron en la angosta cama del hospital, en una sala repleta de criaturas quejumbrosas
y rostros de madres preocupadas. Su papá se quitó la campera, lo arropó y se acostó
a su lado para darle más calor, pero vino la enfermera y le dijo que no podía acostarse
con el paciente, entonces trató de explicarle que lo hacía sólo para que no sintiera
frío, pero ella le ordenó que se levantara inmediatamente.
Les dieron una enorme lista
de remedios que debían comprar, revisaron su billetera y se dieron cuenta que el
dinero no les alcanzaría, entonces él se quitó la alianza y dijo que la iba a empeñar.
Regresó en una hora con los remedios, un pan y un sachet de leche pero Raulito no
quiso tomar ni comer nada. Pidió su pelota y la tuvo a su lado, pegada al ángulo
formado entre su costado y su brazo.
Al día siguiente le hicieron
varios análisis y una radiografía y compraron más remedios. Fue necesario empeñar
también la alianza de ella para pagar los gastos. Se turnaron para descansar. Extendían
la campera de él bajo la cama de Raulito, así como hacían los otros padres de la
sala y jugaban a olvidarse un momento de la preocupación para intentar conciliar
el sueño.
El médico les dijo que lo
prepararan para una intervención al día siguiente, que le dijeran que iba a ser
sencillo y rápido, sólo se trataba de un pequeño tumor en el pulmón derecho. Trataron
de animarlo hablándole de sus hermanitos y los amigos que dejó en el pueblo, de
la cercana Navidad y la visita de los Reyes Magos que este año quizás le traerían
una bicicleta para jugar con Teodoro, Pocho, Lalo y Francisco bajo el sol hermoso
de enero.
La idea lo entusiasmó y dijo
que no le tenía miedo a la operación, que iba a ser valiente como un hombrecito,
porque si no, ¿quién iba a recibir su bicicleta, si él no se curaba? Iba a precisar
sangre, dos padres de la sala se ofrecieron para donarle, para que no hiciera falta
empeñar la cadena.
Lo despertaron muy temprano,
y lo acostaron en la camilla para llevarlo hacia la sala de operaciones. Los dos
fueron con él hasta la entrada para que no tuviera miedo. Le dieron muchos besos
antes de dejarlo entrar. “Mamá, guárdame el sol para cuando salga y pueda jugar
con mi pelota”, le dijo antes de entrar lloroso.
La operación duró casi tres
horas, cuando salió dormía profundamente y su intensa palidez los asustó tanto que
ella fue corriendo a llorar al pasillo. El médico dijo que lo volvieron a coser
sin quitarle nada, que ya no había caso, que había que esperar sólo un milagro.
Les dieron una larga lista
de remedios y cuidados a seguir hasta que empeñaron la cadena de ella y sus aros
de filigrana para llevar todo lo que hiciera falta, porque a veces en el pueblo
no se consiguen algunos medicamentos, y se fueron.
Partieron de mañana, con el
sol de diciembre alumbrando y quemando tan fuerte como el dolor quemaba sus corazones.
“¡Mamá, me guardaron el sol!”, dijo Raulito cuando salió a la calle en brazos de
su padre. “Cuando estés mejor vas a jugar con los otros chicos”, le dijo su papá,
deseando en lo más profundo de su corazón que ocurra el milagro.
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