Milia Gayoso Manzur
Eloísa
se despertó a las tres. Cuando sacó el brazo de entre las mantas sintió un frío
intenso que la obligó a taparse nuevamente hasta la cabeza, remoloneó un ratito
sobre la almohada, pero haciendo un esfuerzo se levantó de golpe sin pensarlo, porque
de lo contrario se le iba a hacer muy tarde. Se colocó un sacón viejo sobre el camisón
y fue directo a la cocina, puso agua para el cocido y acomodó tres tazas sobre el
mantel raído de la pequeña mesa.
Mientras hervía el agua fue
al baño a asearse y a ponerse la ropa para salir. Una vez que estuvo preparada fue
a controlar el agua que aún no hervía, entonces entró despacio a la piecita donde
dormían sus dos hijos, les tapó mejor y arregló sobre una silla los guardapolvos
blancos y los abrigos de ambos, colocó las bufandas y los saquitos al lado de las
carteras para que los niños no se olvidaran de ponérselos antes de ir a la escuela.
Fue a la cocina a preparar
el cocido. Mientras lo cargaba en el termo tomó una taza, parada, porque se le hacía
tarde. Puso la bolsa de galleta en medio de la mesa junto al termo y las tazas,
revisó la heladera para asegurarse de que quedara carne para la comida. Tapó a su
compañero y tomando sus bolsones y su monedero se enfrentó al viento helado del
amanecer.
Llegó al mercado cuando sus
compañeras se estaban instalando en sus puestos, ocupó su lugar y comenzó a sacar
una a una sus mercaderías; las medias finas de mujer y las de hombre, las blancas
para la escuela, los bikinis, los guantes de lana, las bufandas suaves. Mientras
hacía todo eso, las manos se le helaban por efecto del viento y pensaba en Lorenzo
que dormía tranquilo mientras ella se deslomaba trabajando en el mercado y luego
en la casa al volver por la noche. Pensó en Lorenzo que siempre tenía una excusa
para salir de cada trabajo que conseguía y chuparse en caña el dinero que ella solía
dejar para que se prepare la comida. Muchas veces volvía a la casa y la nena le
decía que no merendaron porque se acabó el azúcar o la galleta y no había plata
en la cajita donde ella solía dejar para los gastos del día.
La vendedora de pulóveres
y toallas le ofreció mate y le contó que los precios en Clorinda habían subido,
con respecto al jueves pasado en que fue a traer mercaderías. Eloísa la escuchaba
pero tampoco dejaba de pensar en su familia y en sus cuentas; en tres días más vencía
la cuota del televisor, el gas estaba por acabarse, Joelito no tenía zapatos para
la escuela y Marta necesitaba un pulóver nuevo para salir y ella misma necesitaba…
de todo.
Pensó en Lorenzo que por la
noche le había pedido treinta mil guaraníes para pagar una deuda de juego, prometiendo
que iba a conseguir trabajo esa misma semana y que le iba a devolver, y hasta se
puso exageradamente cariñoso para que ella cediera. Eloísa le dijo que no tenía
plata, pero que si vendía bien se lo iba a dar al día siguiente.
A eso de las nueve de la mañana
llovió. Las vendedoras aguantaron el agua como pudieron y el frío se hizo más sensible
aún. A la hora de la comida Eloísa pensó en los niños, y deseó que Lorenzo haya
salido realmente a buscar trabajo. A las ocho de la noche volvió a su casa, cansada
y desilusionada por lo poco que había vendido.
Cuando abrió la puerta se
encontró con los niños llorando. Joel tenía la cara lastimada y Marta trataba de
curarlo con un trapo mojado en alcohol. Antes de preguntar lo ocurrido, fijó los
ojos en la habitación, todo estaba vacío. Faltaban los muebles, la heladera, la…
“Lorenzo llevó todo lo que
había”, le dijo Martita, “y como Joel le quiso impedir que vaciara la casa, le dio
una buena paliza”, le explicó. Eloísa miró en la habitación y encontró sus ropas
tiradas por el suelo, porque hasta el pequeño ropero había llevado.
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