José Carlos Somoza
Hubo
una vez una cama. Y una mujer dentro de ella.
No encima. Ni debajo. Dentro.
Es sabido que se trataba de un castigo muy frecuente
para la adúltera en el Renacimiento. Quizás no tanto. Puede que sólo alguna que
otra dama se haya visto sometida realmente a este difícil trance. Lo cierto es que
Guido Farniessi refiere, en la edición in quarto de su célebre Opúsculo dedicado
a la decoración florentina, que así fue ajusticiada la hermosa Verónica Vinebuolla,
segunda esposa del noble Giuseppe Vinebuolla, uno de los hombres de confianza de
los Médicis. Según este autor, no era para menos. Farniessi cuenta que la disoluta
Verónica “pecó varias veces, en su propio lecho conyugal, con distintos amantes,
por lo que merecía la pena capital” (sic).
Ser encamada viva es una muerte lenta y horrible como
pocas, aunque, siempre según Farniessi, prime el detalle estético: la cama utilizada
para tal fin era un modelo apropiadamente alto, de dosel decorado con la hermosa
obsesión renacentista por las formas, cuyo cuerpo central, horadado, se adaptaba
para recibir una caja paralelepípeda en todo similar a un ataúd, aunque forrada
con más primor para evitar que la podrida conclusión en que terminamos de resumirnos
infestara el dormitorio de hedores innecesarios. En esta caja se introducía a la
culpable, sin vestidura alguna, tapiándose el acceso con lindas planchas de pino,
roble o nogal. Su compleja disposición de espacios y agujeros impedía que la desdichada
pudiera realizar otra actividad que no fuera respirar con suma dificultad. Por último,
se colocaba encima el pesado ajuar de los grandes lechos de la época, y se invitaba
al marido ultrajado a dormir en ella. Tal era el rito final de la sentencia: esa
última noche (tan opuesta a la primera) que la condenada y su esposo pasaban juntos.
Fácil resulta imaginar lo que Farniessi no cuenta: los gemidos, súplicas, gritos
y jadeos de la víctima sobre los que se dormiría su cornudo cónyuge, esa canción
de cuna que terminaría meciendo dulcemente a su venganza; un tormento adecuadamente
terrorífico para el círculo del infierno quattrocentista. Según algunos, el castigo
era absoluto, no dejaba resquicios de injusticia: ¿qué mayor pena que morir bajo
el marido, para aquélla que ha gozado tanto bajo otros hombres? No en vano advierte
Farniessi, con un repunte irónico deplorable, que el encamamiento era una ejecución
homeopática: torturar con un terrible simulacro del delito.
Camas con mujeres dentro sobreviven pocas.
Alicia
Tarrasch compró la última, quizás la única.
En este caso procedía de Inglaterra, finales del siglo
XV, y era un bello y ostentoso mueble con dosel de columnas espirales y relajante
madera oscura. Pero lo interesante era que en su interior permanecían los residuos
de la que fuera en otro tiempo una dama desconocida de la nobleza. Se trataba, por
lo tanto, de una womanbed original (ese es el nombre que reciben en Inglaterra
estos pintorescos instrumentos de tortura), subastada en una de esas misteriosas
casas de arte a las que Alicia solía acudir de vez en cuando. Las radiografías practicadas
corroboraban la existencia de un souvenir de cadáver en su interior, una sombra
de ceniza y podredumbre que ya había perdido incluso el horror que rodea a la muerte:
no era una falsificación moderna, ni mucho menos, pero tampoco una de las imitaciones
de la época; podía afirmarse, en efecto, que se trataba de una de las escasas womanbeds
auténticas de Europa. Una cama con una mujer dentro.
O lo que quedaba de ambas.
Alicia Tarrasch es pintora, diletante, millonaria, frecuenta
círculos herméticos en Barcelona, se encuentra atractiva, tiene el pelo largo, negro
y rebelde, la piel caoba clara, es joven (no hay radiografías que lo demuestren,
pero ella lo afirma), de blanca dentadura que abusa en su sonrisa y ademanes tan
mundanos que no se perciben.
No está obligada a explicarnos por qué ese repentino
deseo de poseer una womanbed: surgió así. Y cuando por fin lo satisface,
se siente feliz.
–Voy a dormir en ella todas las noches –les dice a sus
amigos.
Naturalmente, era un pasatiempo. Ni por un momento se
le ocurrió creer que reposar en una de estas camas, como así aseguraba el anónimo
autor de un manuscrito pentacentenario que Alicia misma conocía (otro oscuro opúsculo,
dedicado en este caso a los exorcismos de hogar), pudiera ser peligroso. No por
espectros. No por manos que escapaban de las sábanas y te aferraban mientras dormías.
No por el posible castigo de un presunto sacrilegio (dormir sobre una tumba acolchada),
administrado en un desvaído más allá. Pero algo había de arriesgado, aunque el anónimo
autor se embarullaba y no sabía (o no quería) extenderse más en el asunto, si bien
recomendaba fervorosamente que nadie pasara la noche en una womanbed original.
Algo había.
“Quizás ahí estribe lo excitante de la experiencia”,
pensaba Alicia.
Porque lo excitante tiene que existir. En caso contrario,
¿para qué pagar tanto dinero por una cama? Es morboso saber, por ejemplo, que allí
agonizó y murió una persona (pero lechos así hay muchos en el mundo, quizás todos;
es posible que no exista ninguno que no haya sido depositario de una pequeña muerte
o, al menos, de una larga y penosa enfermedad); sin embargo, es más atractiva la
extraña certeza de que el cadáver perdura aún en su interior. Y no digamos imaginar
al cónyuge de la época conciliando el sueño sobre la armónica alucinación de los
aullidos de la víctima, la sonrisa de la venganza borrándose poco a poco de su rostro,
o convirtiéndose en la mueca angelical de quien duerme sin pecados sobre su conciencia,
la cabeza reposando en la mullida almohada de plumas, mientras su esposa, debajo,
se asfixia sin cesar.
Por eso, tanto peor descubrir el aburrimiento.
La primera noche (ansiada, como toda primera noche)
que Alicia pasó sobre la womanbed, le deparó una imprevista frustración (como
toda primera noche ansiada). Incluso peor: la cama era notoriamente incómoda y no
consiguió pegar ojo. Por mucho que intentaba asumir lo inusual (que dormía sobre
una especie de ataúd; que varios siglos antes se oían gritos de mujer bajo la almohada),
lo cotidiano irrumpía con toda la fuerza de la realidad: el edredón era muy pesado,
el colchón demasiado duro, el olor a madera rancia le atosigaba, los crujidos del
dosel le hacían pensar que podía desplomarse súbitamente sobre ella. Pasó el tiempo
contemplando aquel techo oscuro y gruñidor mientras su imaginación, como sus ojos,
se esforzaba en vano por traspasar la tiniebla y llegar hasta el triste despojo
que, sin duda (así lo probaban las radiografías), yacía debajo. Ni siquiera le resultó
útil el preliminar de desnudarse por completo (no era su costumbre: usaba cómodos
pijamas) y adoptar el papel terrible de la víctima sometida al rigor del encierro
y la asfixia: pensar en el cuerpo feliz del hombre durmiendo sobre su agonía, quizás
acariciándose el sexo con desparpajo mientras la oía gritar, quién sabe, o cruzando
el umbral del sueño al tiempo que ella traspasaba el de la muerte, excitó más su
feminismo que su masoquismo, y terminó irritándose y maldiciendo entre dientes.
Bah, después de todo, ¿qué? Ni siquiera aquella primera
noche había hecho honor a la terrible fama de las womanbeds: nada insólito
había ocurrido (¿y qué esperaba ella que ocurriera?) Llegó a creer incluso
que ahí radicaba el extraño peligro que tan mal acertaba a explicar el autor del
manuscrito de exorcismos. Quizás el terror residía en el hecho cierto y comprobado
de que uno se puede dormir sobre los restos torturados de otra persona y no sentir
nada en absoluto, ni miedo, ni alegría, ni siquiera el escalofrío catarral de una
idea filosófica importante. Tan sólo dolor de espalda.
Meditando en esto, Alicia decidió cambiar de tercio
y probó una segunda noche con uno de sus amigos, dispuesta a resarcirse: pero ni
de lejos resultó un coito memorable.
Descubrió que si no se obligaba a pensar en la víctima
esparcida bajo el crujiente lecho mientras era penetrada, si no acontecía en su
mente la esquizofrenia de gozar y razonar al mismo tiempo, de vivir ambos polvos
(el que sucedía arriba y el que yacía debajo), no existían diferencias, salvo las
dictadas por la inevitable incomodidad. Su amigo, sin embargo, sí se entusiasmó:
–Genial, tía –le dijo al terminar, cuando lo único que
aún ardía eran los cigarrillos–. Y más sobre esta cama. Qué morbo.
“Es un pobre gilipollas”, se asustó Alicia mientras
lo contemplaba fumando desnudo junto a ella. “Apenas conoce mundo. Seguro que diría
lo mismo si folláramos sobre la foto de un cementerio”. Pero ¿y ella misma? Lo que
más odiaba en el universo era la vulgaridad: esa era su asfixia particular. Y en
ese instante sintió que se ahogaba dentro de una vida mediocre mientras aquel cretino
sonreía feliz sobre las sábanas.
Pasaron los días, y Alicia consiguió por fin lo último
que quería conseguir con la womanbed: dormir. Descansar como se descansa
sobre una silla; o en el sofá, frente al televisor resplandeciente como una hoguera;
o en el autobús, con el vulgar balanceo de los motores. Incluso logró extinguir,
a fuerza de hábito, el pertinaz dolor de espalda. Pronto olvidó los misterios y
maldiciones de la cama, los manuscritos que la mencionaban con temor, el escalofrío
de la cercanía de unos restos humanos velando su sueño: “Al fin y al cabo, si nos
ponemos así, toda la tierra está llena de cadáveres”, razonaba. “Qué importa la
proximidad: siempre dormimos sobre los muertos”.
Y un día, frente a uno de sus lienzos sin terminar (sobre
el que se derramaban colores variables, inconexos), la invadió como una náusea un
sentimiento tan fuerte que casi lo juzgó impúdico: una pavorosa soledad.
Se detuvo en el trance de una nueva pincelada (se hallaba
en la terraza de su estudio costero, ultimando el cuadro; era un lindo día de verano,
y la impávida oleada azul del Mediterráneo se extendía hasta el infinito sin obstáculos;
no había nubes, todo era tan perfecto que ofendía) y contempló sus pinturas anteriores,
colgadas en hilera de las paredes del estudio.
“¿Qué he hecho con mi vida?”, pensó sin razón aparente,
estremecida. “Nada. Estoy sola”.
No era del todo cierto, y los certificados a colores
de sus cuadros estaban allí para demostrarlo. Era una artista. Había pintado. Pensó
que cada una de aquellas obras era como un trofeo del pasado, un radiante fragmento
de su propia historia. “Pero precisamente eso”, razonó: “mis cuadros poseen historia
y yo no”.
Porque de repente supo que todo lo que recordaba de
su vida estaba allí, ante sus ojos. Por ejemplo, el cezannesco motivo de flores
azules que ahora contemplaba adornando una esquina de la pared, y que había pintado
en memoria de un hombre al que apenas había conocido. Eso era una evidencia. O aquellos
círculos naranjas, no exactamente círculos sino espirales, aquel sol deforme de
rayos espirales que flotaba sobre un cielo blanco, ese sol completo de alba, mediodía
y ocaso que pintó mientras veraneaba con sus padres (o sus padres con ella) en el
sur de Francia. Hace tantos años. A su padre le había gustado siempre aquel cuadro.
Allí estaban. Todos. Y se preguntaba por qué no les
había conseguido dueños, por qué no los había vendido, regalado o compartido de
alguna forma. No podía comprender de repente la razón de aquella invasión de ella
misma en ella, aquella hiedra de recuerdos atada a las paredes, cada uno con su
voz, su particular anécdota, su íntima frustración (porque incluso los que hablaban
de momentos felices –más aún éstos– la entristecían ahora). Nunca había imaginado
que fueran tantos. Otros cuadros suyos estaban en galerías de arte o en paredes
ajenas, por supuesto, expuestos a miradas que no lograrían descifrarlos jamás, que
no obtendrían de ellos las palabras que narraban sus historias individuales (niños
mayores adoptados, incapaces de comunicar su pasado remoto a los nuevos padres),
pero esos cuadros no importaban: importaban estos que ahora contemplaba y que parecían
(siguiendo el tópico inmemorial, la leyenda eterna) robarle fragmentos de vida,
absorber su edad, o su memoria, o sus pecados (igual daba).
Tomó una decisión, y aquella misma tarde comenzó a repartir
entre sus amigos su colección más íntima de pinturas.
–Pero, Alici…
La llamaban así sus amigos: “Alici”. Sin embargo, nadie
supo (o quiso) avanzar más allá de la palabra de su nombre (o de su apodo cariñoso):
todos amenazaron con protestar, pero todos terminaron sintiéndose halagados por
la imprevista donación, aunque ninguno entendía la razón oculta de aquel gesto.
“Me siento mejor así”, pensaba Alicia, “porque es como si me desnudara. Ahora podré
contemplarme sin estorbos, saber con más claridad quién soy”.
Pero cuando regresó a su estudio de la costa y observó
las paredes ya vacías, se dijo: “Mis recuerdos han huido con mis amigos, y estos
con mis conocidos, y probablemente estos últimos con todos los desconocidos que
pueblan el mundo”.
–Mírate –se burló de su imagen en el espejo–: Treinta
y cinco años y tan solitaria.
Lo sentía como un escalofrío febril, un desmayo de hambre,
o como esa parte del cuerpo que se duerme sin avisar sobre la misma postura, un
calambre de las relaciones sociales. “Y ahora que empiezo a moverme, ay”, concluyó:
“ahora es cuando duele este entumecimiento”.
Se entregó durante varios días a pensar en su soledad,
a percibirla como alguien que se observase a sí mismo, incluso hablando con los
demás, en las galerías de arte, en las tertulias improvisadas, en el preámbulo del
amor (en su casa o en la de cualquiera de sus amigos). Aquel ojo examinador, inflexible,
dictaminó que se hallaba completamente sola, pero no abandonada (que nunca es soledad,
porque existe la excusa de una culpa), no solitaria (que tampoco, por ser la compañía
de uno mismo), sino vacía: las paredes de su estudio ya lo estaban, y ella también,
aunque desconocía la razón. “¿Quién me posee?”, se preguntó, absurda, de improviso.
¿Quién o quiénes me han adquirido? ) ¿En qué lugares me muestro ante las
miradas, incapaz de verme?” Se angustió, pero no supo dar ni siquiera con la pregunta
adecuada para esa angustia: era una sensación en medio, rodeada de niebla por ambos
lados, despojada incluso de su origen. “Me encuentro vacía, esto sí lo sé”, razonó,
“pero nada más”.
El terror surgió cuando supo algo más.
Fue varios días después de regalar sus antiguas pinturas.
Había invitado a cenar a otro amigo y se había esmerado lo necesario para mantener
intacta su inacabable fama de elegir siempre lo más interesante de lo mejor: en
decorados, en comidas, en vinos, en música, en ideas sexuales. Gustaba de que apreciaran
los detalles y le dedicaran elogios no demasiado sutiles.
Pero ocurrió en el brindis: había escogido adrede copas
venecianas del altillo de la despensa y en ese instante las estaba rebosando de
champán. Fue al alzar la suya y hacerla destellar con un toque de campanilla, y
contemplarse entonces reflejada en su cuerpo de cristal, bajo la luz suave de las
velas, observarse a sí misma en su superficie, que le otorgaba una apariencia delgada,
cilíndrica y nebulosa como la varita de un hada. Y surgir el recuerdo como un malestar
rápido, un inesperado infarto.
Claro, estas copas.
¿Cuánto tiempo hacía que no las usaba? ¿Y cuándo las
usó por última vez? Fue con Jorge. No, con Pau.
–Alici, ¿qué te ocurre? –se alarmó su amigo–. Estás
pálida.
–El champán. No voy a beber más.
Pero eran las copas. Porque mientras las contemplaba
lo comprendía todo: no eran copas (lo aparentaban, pero no). En realidad eran fragmentos
ordenados, gemelos, de esa vida solitaria sin fin ni principio. Asedios proustianos
del pasado que ni siquiera se deshacían en la boca, ni siquiera se perdían en un
sabor, o en un suave perfume, o en una música que invocara escenas remotas. No:
eran objetos sólidos de la memoria que estaban allí y seguirían estándolo, regalándole
sus propios recuerdos. “¿No es una locura?”, se horrorizó. “Regalándome lo que he
sido. Recordándomelo mientras yo me pierdo inevitablemente. Diciéndome lo que hice
en tal o cual momento, provocando que vuelva a vivir las anécdotas, los errores,
las vergüenzas, una velada parecida a ésta, un estúpido orgasmo, la felicidad de
un instante cualquiera que ahora no me interesa recordar, porque no estoy con Jorge
ni con Pau, sino con… Pero da igual. Son bolas de cristal, pero sólo profetizan
el pasado. Estas copas, pero también…”
Contempló la mesa de su propia casa, cubierta por un
hermoso mantel; la mesa sobre la que acababan de disfrutar de una (así lo creía
ella hasta ese instante) cena tan agradable. El espanto dejó sus mejillas blancas
como la sábana de un disfraz de fantasma. Sus ojos se desplegaron inmóviles: por
un instante fueron los ojos que poseería al morir. Contemplaba la mesa, cubierta
por un hermoso mantel.
–Alici –se asustó su invitado.
La mesa. Cielo santo.
–Te pediría… que te marcharas ahora mismo, por favor
–se esforzó en hablar.
–¿Te encuentras bien?
–Es posible –respondió con una sonrisa.
Una vez a solas, algo más tranquila, regresó al salón,
a la velada interrumpida (ridícula ya, como toda velada al terminar, los invitados
ya ausentes pero los objetos aún ahí, decorando el silencio). ¿Qué había sentido
un momento antes, al contemplar la mesa?
Pensó que era mejor preguntarse: ¿por qué no había sentido
nada nunca al contemplar la mesa (día tras día, desde hace años), hasta ese momento?
Y no sólo la mesa: las sillas, el sofá en azul denso,
las lámparas, sí, sobre todo aquella de cuello largo y oscuro del rincón, y la alfombra
de espeso pelo trigal, y la suave moqueta que ahora pisaba. Sintió una extrañeza
retroactiva: toda su vida había estado soñando, moviéndose en la irrealidad, hasta
esa noche reveladora.
Porque ahora lo sabía: las copas, la mesa, la lámpara,
el sofá, la alfombra, la moqueta. Ella. Todo era ella. Un poco de ella. Se había
ido dejando aquí y allá en breves racimos, pequeñas partes perdidas por la casa,
depositadas en cada objeto como el polvo, cubriéndolo todo. Era sorprendente, porque
pensaba que su revelación afectaba de igual manera al resto de los seres humanos,
aunque nunca había conocido a nadie que la sintiera. Nunca había leído ni oído nada
parecido. Al principio, lo exultante de aquel descubrimiento la trastornó: “Nadie
lo sabe, pero vivimos rodeados por nuestra propia vida. Todos los objetos que hemos
manejado, que usamos aún, nos dicen cosas sobre nosotros, Dios mío, nos cuentan
lo que hicimos hace tiempo, las ideas que tuvimos, los sentimientos, las experiencias.
Los objetos nos albergan, oh Dios”. Intentó tranquilizarse pensando que, después
de todo, su revelación se había anticipado en cuarenta años a su propia edad: “Es
algo muy común en los viejos: todo lo que miran son recuerdos. Pero ¿por qué me
sucede a mí? Soy joven aún. Quizás no tanto. Lo cierto es que he vivido mucho, y
cada uno de mis años vale por veinte. Y, a pesar de tantas experiencias, tan solitaria…”
Comprendió, estremeciéndose, que había regalado sus
cuadros antiguos de la misma forma que ahora regalaría todos los espejos de su casa:
porque cada uno guardaba algo de ella, igual que cada mueble, cada cosa que tocaba,
que miraba, que oía, la pisada gris en la alfombra (aquella mancha que nunca había
desaparecido del todo con los múltiples lavados), la esquina del sofá (donde una
vez vivió una breve escena de caricias), aquella otra esquina de la pared junto
a la que se puso a gritar (porque no podía soportar que Alfredo… pero qué importa
lo ocurrido), el lugar más cómodo, la butaca bajo la lámpara de pie, donde acostumbraba
a leer (y esas frases leídas aquel día, que tanto la emocionaron). Por supuesto,
evitó en lo posible mirar los libros de su biblioteca: no creía poder soportar recuerdos
inteligentes.
Porque eso era lo que formaba el mundo de su entorno,
que ella había creído tan ajeno, tan indiferente: una conspiración de recuerdos,
recuerdos fragmentarios (era lo peor), interrumpidos, pero restallantes ahora como
piedras preciosas, afiladas puntas de recuerdos sobre las que ella se sentía desgastarse:
“Camino por entre ellos, los rozo y voy disolviéndome”, pensó. Y mientras lo pensaba,
otra idea se le impuso. Habló en voz alta para tratar de expresarla sin enloquecer:
–Conforme pienso, mis pensamientos ya no son míos. Los
produzco y se esparcen, se alejan de mí, pero no desaparecen: quedan, de
alguna forma. Parece una locura, pero quedan, y ahora lo sé. Y es terrible volver
a verlos cuando ya no los piensas.
Decidió de repente marcharse de viaje: rellenó una pequeña
maleta con objetos personales (objetos que le hablaban: que le evocaban fugaces
recuerdos, uno tras otro, durante el instante en que sus manos los cogían y justo
hasta el momento en que lograba depositarlos en la maleta con gestos de horror,
como si agarrara culebras vivas), pidió por teléfono los datos del primer vuelo
hacia el primer país que se le ocurrió, y estuvo una semana viajando sin cesar,
de sitio en sitio, estrenando paisajes, hoteles, costumbres. Interrumpió su huida
a la semana siguiente y regresó a Barcelona, angustiada: descubrió que era imposible
escapar, porque era imposible dejar de fabricar recuerdos. Cada nuevo segundo que
pasaba en un lugar diferente era ya un segundo viejo, acumulado, memorable. Nada
duraba el lapso mínimo como para afirmar: esto no tiene mis huellas. Comprobó que
su propia mirada elaboraba recuerdos sobre las cosas que veía, se alejaba de ella
hacia lo que contemplaba y se posaba allí, y, en ese instante, lo que miraba se
hacía suyo de alguna forma y un poco de ella misma se quedaba para siempre en lo
mirado. Era una sensación espantosa de simetría: daba lo mismo Viena, París, Londres
o Saigón, cualquier lugar era también ella cuando llegaba a verlo. “Como el agobio
de buscar la parte más fresca de la almohada durante una noche de calor”, razonó:
“te mueves, giras, huyes de cada lugar recién estrenado, porque es tu propio contacto
con la cosa lo que determina el frío y el calor de esa cosa, hasta que ya no hay
espacio que no contenga un poco de la tibieza de ti misma”.
Regresó a su casa y se encerró en ella. Necesitaba reflexionar
sobre lo que le estaba sucediendo y buscar alguna causa, o alguna solución (quizás
eran lo mismo).
“Esto me pasa porque he vivido demasiado tiempo sola”,
pensó un día. “Me he vaciado en las cosas porque no he tenido verdadera compañía:
muchos ratos agradables, pero ninguno duradero, como los seres humanos que los han
compartido”.
Comenzó entonces a frecuentar a sus antiguos amigos,
pero este nuevo plan apenas duró dos días. No se concentraba en las conversaciones,
no se emocionaba con las expresiones de afecto. Contemplaba sus rostros, o percibía
sus tonos de voz, o la ropa que llevaban puesta: descubrió que ella estaba también
en ellos, igual que en los objetos o en los paisajes. Sus mismos amigos se lo decían:
–¿Qué te pasa, Alici? Es como si estuvieras en otro
sitio.
“En otro sitio, sí: en ti también. Transcurro sin permanecer.
Ya no soy yo.
“Soy el sofá azul, qué recuerdos, Laura, tú ya no te
acordarás, pero yo estoy viéndote ahí sentada, sobre mi cuerpo, las piernas cruzadas
(sólo veo tus piernas, tu culo me ahoga), apenas te oigo pero te noto sentada sobre
mí.
“Y cuántas cosas apoyadas en mi cuerpo redondo: cuántos
platos y copas; cuántos brazos, codos, servilletas, cubiertos, candelabros; cuántas
palabras pronunciadas; y cuántos errores: esos cortes fugaces del cuchillo al partir
el pan, o las quemaduras del tabaco.
“Y cuando soy blanca. O en sombras. Cuando me pliego
en un ángulo. Cuando soy un vértice sin limpiar y me adorno de una minúscula telaraña.
Cuando me tiendo y discurro con mi cuerpo de zócalo.
“Y al tomarme para hablar: qué montón de mentiras cuando
marcan números sobre mí.
“Y al encenderme: sobre cuántos libros, sobre qué escenas
ficticias de mí misma, encerrada en qué interruptor negro y rojo, mi cuerpo longilíneo,
proyectado y esbelto, tan negro y frío. Qué manos (incluso mías) me han tocado.
Qué tacto tibio he sentido a mi alrededor.
“Y los pies pisándome mientras yo, abierta y extensa,
continuamente violada, manchada y limpia, recibo los rastros de no sé cuántas huellas,
qué suciedad sobre mi piel, a veces indeleble”.
Y una noche, al acostarse, creyó saber la verdad y no
pudo reprimir el llanto:
–Treinta y cinco años de edad, y mira qué vida más horrible
–dijo en voz alta, hacia las sombras del oscuro dosel que la cubría–. Repartida
por todos sitios. Mis cenizas encerradas en cada uno de los objetos que me rodean.
Porque todo lo que miro guarda algo parecido a mi cuerpo muerto: es la maldición
de esta cama, de la womanbed. Y el mundo duerme feliz mientras yo me deshago
en gritos, encerrada en las cosas.
Decidió que, ya que no podía regresar a su estado anterior,
necesitaba encontrar alguna forma de convivir con aquel vacío. La salvación (así
la llamó después) le sobrevino inesperada, como todas las verdaderas salvaciones,
mientras paseaba por los alrededores de su estudio, en pleno campo, cerca de los
acantilados que bordeaban la playa.
–Qué savia dulce me inunda –dijo de repente.
Había caminado sin una dirección fija, casi con los
ojos cerrados, alejándose cada vez más de su casa (incapaz de soportar lo que era
dentro de ella, todos y cada uno de aquellos objetos que la señalaban, denunciando
su pasado) hasta llegar cerca de aquel árbol. Entonces se había detenido y había
dicho eso.
“Qué savia. Y qué rigidez maravillosa de mi cuerpo.
Y qué brazos tan incansables, sosteniendo mis hojas verdes. Y esa brisa que enfrento
quieta. Cómo me entierro en el suelo.
“Y cómo me alzo, y vuelo, y recorro. Qué dulzura traspasarlo
todo: extender las manos y tocar sin ser tocada, inmensamente fría e invisible.
“Y ondear azul y verde, y dispersarme sin barreras,
y plegarme en hermosas gibas llenas de espuma, sierras que crecen y cumbres en las
que nieva durante un parpadeo, y romperme sin dolor sobre la arena.
“Y brillar desde mí misma. Estallar y, estallando, entregar
mi luz. Qué magia mirar siempre sin ser mirada, guardar sin poseer este fuego que
nunca me consume, aquí, en el espacio de la noche eterna que me ciñe, iluminando
mi propio mundo”.
Regresó a su casa exultante de alegría. Dedujo que era
la consecuencia lógica, dulce, de su propia maldición, la contrapartida feliz.
“Me he dispersado”, razonó: “por lo tanto, lo soy todo”.
Y esa noche se acostó sonriente, pensando en el hermoso
peligro de dormir sobre una cama que contiene a otra persona.
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