Arturo Uslar Pietri
Apartó nuevamente las ropas, que acababa de colocar con sumo cuidado, y miró
con rapidez, en el fondo del arcón oscuro, la luz amarilla coagulada de las barras
de oro.
Era como un síntoma del mismo malestar que le molía
el cuerpo lo que le mantenía aquella constante angustia de cerciorarse de si estaba
todavía allí el oro. El instante furtivo de ver el relámpago amarillo en lo hondo
del arcón le calmaba la fiebre y lo aquietaba un instante.
Cerraba la tapa, sentábase sobre el mueble, ponía el
codo sobre el alféizar de la ventana y apoyaba en la mano sudorosa el rostro barbudo
y ardiente. Se quedaba así un largo rato como adormecido, con la boca entreabierta
y el pecho jadeante.
En el fondo de la pequeña alcoba estaba el lecho en
desorden. A la cabecera, en la pared blanca, un Cristo de madera. Debajo, una repisa
con un cirio encendido. La gruesa puerta estaba cerrada. En un rincón veíanse prendas
de vestir de varios colores, sobre la única silla otros trapos amontonados, un pesado
estoque recostado al espaldar, y junto a los pies una botija de barro llena de agua.
Lentamente pasaba el sopor del enfermo. Al rato entreabría los ojos, miraba más
claro el cirio y más oscuro el cuarto, tornaba el rostro hacia la ventana donde
se apoyaba y veía con ansiedad hacia la luz de la tarde que flotaba entre las torres
y los techos de la ciudad. Estaba en la parte alta de una calleja estrecha que,
dando vueltas, desembocaba en el puerto. Por momentos, sobre los muros de una casa
baja, asomaba el vaivén de un mástil y casi se veía temblar el reflejo del agua
en el aire.
La calleja estaba desierta. A poco se oyeron los pasos
de un caballo que iba cargado de pellejos de vino, detrás iba el arriero canturreando.
Brilló un instante en el ángulo de la lejana esquina la armadura de un soldado y
comenzó a sonar el toque de oración en todas las torres.
Con la mano temblorosa se santiguó. El cirio y las sombras
habían transformado la alcoba. Sobre los muros se estremecían las siluetas deformes
de la cama, de la silla, de la espada. La botija parecía una cabeza cortada.
Por el muro, hacia arriba, se proyectaba la sombra del
crucifijo como un rostro monstruoso. Por instantes se sentía crujir las maderas.
Le parecía que nunca había estado tan solo, ni tan lejos,
ni tan sin esperanzas y, sin embargo, aquella tiniebla que entraba por la ventana
era la noche de su niñez, la noche española que lo acogía nuevamente de manera profunda.
Respiró hasta el fondo de los pulmones resecos. El aire
estaba húmedo y viscoso como sangre. Era el mismo olor de aquella espantosa torre.
En el centro estaba la piedra de los sacrificios cubierta de costras de sangre vieja
y, en el fondo sombrío, el Huichilobos. Por la escalera subían pasos. Su vida quedó
angustiosamente en suspenso. Alguien golpeaba la puerta.
–¿Necesita algo?
–¡No, nada!
Los pasos comenzaban a alejarse, pero el corazón le
estallaba dentro del pecho.
Con todas sus fuerzas gritó:
–¿Dónde estoy?
Los pasos se detuvieron, al través de la recia puerta
pasó la voz amortiguada:
–Por Dios, en el Puerto de Palos, capitán.
Todo volvió a entrar paulatinamente en el silencio, mientras él llegaba arrastrándose hasta el lecho y se tendía, abandonado.
***
Cuando
entreabrió los pesados párpados se veían algunas estrellas en el fondo de la ventana
abierta. Fue poco a poco recobrándose y situándose en el lugar donde se encontraba.
Estaba en la misma alcoba de la posada donde lo había llevado aquella súbita enfermedad
hacía días.
Se oyeron pasos en la escalera y luego una gruesa voz
que le hablaba detrás de la puerta. Se abrió la hoja y entró un hombre gordo, descuidado,
sucio. Con una especie de movimiento de defensa, miró hacia el arcón donde estaban
las barras de oro, oculta aquella luz amarilla, quieta y profunda. No sólo sintió
que el hombre había seguido su mirada, sino que había comprendido el significado
de su gesto. Un calofrío de terror le recorrió el cuerpo.
El posadero hablaba con su voz espesa y torpe, pero
ya él no prestaba atención a las palabras, sino que iba perdido en el hilo de su
imaginación, excitada por la fiebre.
Sin duda, el posadero sospechaba la verdad. Recordaba
el día en que llegó al mesón buscando alojamiento, acosado por el malestar. Entre
dos hombres trajeron desde el puerto el pesado paquete. Desde que llegaron el posadero
comenzó a mirar con curiosidad excesiva aquel pequeño bulto que pesaba tanto. El
capitán venía de las Indias, donde las calles estaban empedradas de oro, adonde
se había ido media España a enriquecerse. Se había ido detrás del paquete, como
un perro detrás de la presa, hasta que lo vio colocar dentro del arcón.
Y ahora, mientras hablaba, veía a cada instante con
una mirada furtiva y encendida hacia el arcón. El enfermo no prestaba atención a
sus palabras, pero seguía angustiosamente el movimiento de sus ojos. Desde la cama,
de abajo hacia arriba, se veía enorme la corpulencia del posadero. Adquiría una
estatura gigantesca y amenazante. Por momentos crecía y parecía, al mismo tiempo,
alejarse en la penumbra y perderse la espada que estaba sobre la silla.
Le recordaba al enfermo aquellos inmensos terrores inexplicables
que lo conmovían hasta lo profundo de la sensibilidad en las pesadillas de la infancia.
En veces era una pared que crecía y se adelgazaba hasta troncharse y caer aplastándolo,
otras veces era un abismo por donde se caía en un vértigo infinito. Entonces lo
despertaba la voz de su padre, y se alzaba del camastro duro, todavía entre el sueño
y la noche, mascaba un mendrugo y salía a la calle del pueblón, llena de la luz
fría de la madrugada. En la misma hora comenzaba a sonar la campana en la torre
de la iglesia y salían las viejas que iban al oficio religioso. Pasaba ante la casa
del escribano, donde todo dormía en un sueño venerable y profundo. Le parecía ver
la cara demacrada, las ropas negras y el gesto solemne. Más allá estaba la casona
del cura: gordura, buena chimenea, buenos capones, regalos. Y así iba pasando por
delante de la vida del pueblo, hasta que llegaba a la corraleja, donde lo aguardaba
el gruñido de los cerdos que había de sacar al campo. Allí le comenzaba el escozor
de la inquietud. No quería resignarse a vivir de porquerizo en el pueblo, y no lo
tentaban tampoco los destinos del cura y del escribano. Él quería dinero para tener
mujeres, servidores y pajes, caballos y palacios. Para ello no había sino un camino:
el que llevaban por el mar los galeones que iban a las Indias.
Había comenzado su decisión, en el duermevela de aquellas
madrugadas pueblerinas, en que pensando y pensando en la maravillosa aventura, parecía
que no estuviera todavía despierto.
Hablaba nuevamente el posadero y aquella voz lo regresó
bruscamente a la realidad. Le ofrecía buscar un médico para que lo viese y dar algún
dinero para una rogativa.
Se negó con brusquedad. Dos hombres dentro del cuarto
podían dominarlo, estrangularlo y sacar del arcón el paquete de barras de oro.
–¡No, no! –gritó con desesperada energía.
Y mientras el posadero salía y cerraba la puerta, le
pareció que ya lo habían estrangulado y que se llevaban el oro. Se habían llevado
el pequeño paquete, y ahora… Volvía a estar como en las madrugadas en que lo despertaba
su padre en el camastro para ir a cuidar los cerdos. Todo se había desvanecido,
todo el esfuerzo, todo el batallar, toda la angustia habían sido en vano. Había
bastado aquel segundo para anular toda la razón de su existencia. No era posible.
Un sudor helado le bañaba el cuerpo. Con un formidable esfuerzo se alzó en la cama,
tomó la espada, y apoyándose en ella como en un bastón, llegó al arcón y levantó
la tapa. Aún estaban allí las barras de oro.
Con un gran suspiro de satisfacción se sentó en el borde
del mueble. Su espalda reposaba sobre el muro frío. Sentía una honda sensación de
felicidad y de contentamiento. El brazo izquierdo, caído, pendía dentro del arcón.
Deslizándose lentamente tropezó con los dedos una barra de oro. Fue un contacto
rápido, nervioso, inesperado. Vio al desgaire el reflejo atigrado de la barra.
Asimismo, entre la sombra, había brillado antes, tal
vez, aquel mismo oro.
Había entrado con los soldados españoles en la ciudadela
asaltada y vencida. Deslumbraban en el sol y bajo el cielo azul las blancas torres
y las terrazas. Al llegar al pie de la empinada escalinata dejó el caballo con un
soldado y siguió a pie, con una pequeña escolta, saltando por sobre los cadáveres
de indios, de un bronce que se hacía más oscuro sobre la piedra azul. Ya estaba
familiarizado con los rostros redondos, los ojos achinados y el pelo lacio y brillante
de aquellos muertos. En lo alto se abría la estrecha puerta del templo. A ratos
y disperso, se oía uno que otro arcabuzazo y luego la caída de un cuerpo desde una
terraza a la calle. En la puerta del templo se detuvo de pronto. Se hizo la señal
de la cruz y con un paso resuelto saltó al interior. Con el deslumbramiento que
traía de afuera no distinguía nada en la penumbra. Olía a matadero, a sangre seca,
a grasa podrida, como en todos aquellos templos donde se hacían sacrificios. El
recinto era estrecho. A poco comenzó a distinguir un reflejo amarillo que flotaba
en la sombra y, luego, detrás del reflejo, el rostro sombrío y espantoso de un teúl.
Era una plancha de oro que le brillaba sobre el pecho de piedra. Con un gesto violento
la arrancó y salió con ella de nuevo a la luz. El contacto del metal con la mano
le había producido entonces la misma indefinible impresión que hacía un instante
en el fondo del arca.
El borde del arcón se le hundía dolorosamente en la
carne. Era una molestia parecida a la que le causaba la montura rota que tuvo que
usar en consecutivos días de batalla. Sólo que, entonces, la tensión del combate,
la noción del peligro, la furia sanguinaria y la clase extraordinaria del caballo
le eran sedantes poderosos.
Era “Morilla” un caballo castaño con una estrella en
la frente. Ágil, nervioso, veloz. Lo veía, en el recuerdo, disparado en el salto,
o revolviéndose sobre las patas traseras, o parado en la carrera, resoplando, tembloroso
y húmedo.
Había llegado con él desde La Española hasta la tierra
de la aventura desconocida. Eran los días en que había ido subiendo de punto la
maravillosa sensación de ir al encuentro de un destino nuevo e incomparable. Iba
a entrar en la aventura prodigiosa.
En el puente del velero se hacinaban los caballos. Las
finas orejas y los ojos de “Morilla” descollaban sobre las cabezas gachas de los
otros. En la pereza de la travesía, los soldados pasaban el tiempo jugando a los
dados o recordando sus pueblos y sus familiares o haciendo planes para enriquecerse
en la conquista.
Con aquella vieja costumbre de estarse solo y silencioso,
se quedaba junto a la borda mirando el mar azul y buscando augurios en la forma
de las olas o de las nubes o en el vuelo lejano de los pájaros.
De la caballada venía un olor a establo que lo ponía
a rememorar constantemente. Era olor de tierra, de sembradura, de vida estable.
Olor de días iguales y sin riesgo. Todo lo contrario de lo que ahora era su vida.
Un dado tirado a la aventura. Una vida jugada contra oro a las más terribles formas
del destino.
Iba, quizás, en busca de la muerte sin provecho. En
todo caso, había aceptado abandonar todo lo que había sido hasta entonces el sabor
y el color de su existencia, para entregarse a un azar fascinador y terrible.
Era apenas ahora cuando comenzaba a pesar el pro y el
contra de su decisión. En el momento de tomarla lo hizo con una alegre ligereza
confiada. Estaba impaciente por obtenerlo todo, y tan sólo había renunciado a la
fatiga de la espera.
Cuando comenzó a entrar en contacto con el mundo espantosamente
nuevo y salvaje de las Indias tuvo la primera noción del precio de lo que había
abandonado.
Había vuelto la espalda a las estaciones, a las costumbres,
a las mujeres y a las esperanzas familiares. Ya irremisiblemente alejadas, todas
aquellas cosas se revestían de un valor inesperado y precioso. Habían sido los componentes
de su vida, su vida misma.
Iba cayendo en la melancolía y la desesperanza, hasta
que alguna risotada de los que jugaban a los dados lo despertaba de aquella pesadilla
lenta. Respiraba profundamente, sentía el buen aire del mar, oía el crujir de los
palos bajo la presión de las velas hinchadas del viento. La luz se estriaba en las
lucientes ancas de “Motilla”. Aquel caballo estaba unido a su aventura y sobre él
saldría adelante de todos los peligros y volvería con la riqueza conquistada. Su
fama había crecido con la del caballo. Todos envidiaban a “Motilla”. Sobre él se
multiplicaba su sentimiento de seguridad, de fortaleza y de audacia. Entraba barquineando,
cubierto de espumarajos, entre la chusma de los indios, rodeado del brillo de los
tajos de su jinete, como de una aureola. Sin aquel caballo su aventura hubiera sido
completamente distinta.
Cuando, ya rico, decidió el regreso a España, tuvo que
resignarse a vender el caballo. Le ofrecieron un precio fabuloso. Vino cabalgando
hasta el puerto. Le entregaron el oro del precio. Lo apretó en una mano y con la
otra se quedó abstraído palmoteando en la fina cabeza sobre la estrella de la frente,
entre los dos ojos inquietos y alertas. Saltó la borda del barco, sin volver la
cara, como quien huye de un crimen.
***
Ahora
“Morilla” era tan sólo una parte del oro de aquellas barras, como todo el resto
de su maravillosa aventura. Como la hija del cacique.
Habían llegado por la mañana a la ciudad india. Estaba
alojado con su guardia en un palacio claro de cantería, con los techos de cedro,
y vastos toldos de algodón que daban sombra sobre los jardines. Árboles de diversos
olores se abrían en el cielo, cubriendo macizos de rosas hasta el borde de los canales
por donde llegaban de la laguna las barcas cargadas de flores.
Al mediodía llegaron los caciques y pidieron hablarle.
Vestidos de telas coloreadas y de plumajes, miraban
silenciosamente los caballos que pastaban en el patio. Detrás de ellos algunos hombres
llevaban en andas cacharrerías y piezas de oro, y dos indias se disimulaban mansamente
mirando hacia el suelo.
Se volvieron hacia el capitán al ruido de las espuelas
y de la espada que arrastraba sobre las baldosas de piedra.
El lenguaraz indio que le servía de intérprete tradujo
las palabras que le dirigió el cacique principal.
–Malinche, nuestros adivinos nos han dicho que eres
de la raza divina de los teúles. Venimos humildemente a ofrecer nuestra amistad
fiel. Para sellarla te traemos ricos presentes y una doncella hija de mi sangre
para mezclarla con la tuya.
La doncella adelantó un paso acompañada de la india
que le servía. Se puso a mirarla con deleitosa calma desde los pies menudos, dentro
de las sandalias frágiles, y la dorada piel, que hacía tibio el aire, hasta la cabellera
negra y brillante, que adornaban plumas de colores vivos.
Los hombres del cacique fueron depositando en el suelo
vasos de fina alfarería, telas y armas y algunas gruesas láminas de oro.
Luego, sin ruido, se retiraron de espaldas.
Quedó solo con el intérprete y las dos mujeres. Casi
no podía mirarle el rostro porque llevaba tímidamente doblada la cabeza sobre el
pecho.
Dio orden a los soldados de que recogiesen los presentes.
Después dijo al intérprete:
–Pregúntale qué quiere.
Alzó un poco el rostro para responder con una suave
voz alada y pudo verle entonces los grandes ojos negros acobardados y la forma infantil
de la fisonomía.
–Dice que desde ahora te pertenece y que sólo podrá
querer lo que tú quieras.
La respuesta simple y el gesto sumiso lo hicieron sonreír.
Sin decir más nada dio media vuelta y regresó a sus habitaciones. El ruido de sus
hierros no le permitió oír los pasos imperceptibles con que la india lo seguía.
Cuando se volvió en el interior de la habitación se sorprendió de verla muda ante
él. El intérprete y la servidora se habían retirado.
Desciñó la espada y la lanzó ruidosamente sobre un arca,
luego se tendió con molicie sobre el lecho cubierto de pieles.
Ella continuaba inmóvil, animal, mansa en medio de la
habitación.
No podía hablarle, no podía utilizar ninguno de los
medios a que estaba habituada para acercarse a un ser humano.
Permanecía ante él entera, inesperada, como la imagen
de aquel mundo angustioso y magnífico que les había regalado la Providencia. Aquel
duro contacto de las dos soledades en presencia llegó a producirle una desazón insoportable.
Durante su vida aventurera se había acercado a infinitas
mujeres, pero era la primera vez que sentía tan despiadadamente lejos y tan impenetrable
una mujer que no hablaba ni se defendía.
Ensayó de sonreír para ver si por el camino de la risa
llegaba a su simpatía. Pero ella lo miraba sonreír inexpresiva.
Instintivamente comenzó a considerarla como a los animales
fieles y ariscos. Le hizo una seña imperiosa con la mano, llamándola hacia él. Suavemente
llegó hasta sus pies y se arrodilló ante ellos. Ahora le acariciaba suavemente los
cabellos oscuros y la oía musitar frases guturales como ruido de agua.
Estaba mansamente en sus manos y lo miraba con ojos
húmedos llenos del misterio de la tierra nueva.
***
Las
imágenes de su aventura se sucedían vertiginosamente y poblaban el silencio de su
alcoba. A ratos se interrumpía el rápido desfile y tan sólo quedaba vivo el ruido
fatigoso de su respiración. Miraba con dificultad y sentía inertes los músculos.
Por momentos entraba en un sopor agónico, con los ojos
fijos en el arcón que guardaba el oro.
Tenía conciencia de que podía morir, de que se iría
para siempre, y quedaría tan inalcanzable y remoto como la cabeza de “Motilla” o
los ojos profundos de la india.
Su energía salvaje se concentraba entonces en la voluntad
de vivir. Tenía que vivir para disfrutar de aquel oro que, sin embargo, acaso, había
consumido su vida.
Si moría, todo habría sido vano y engañoso, todo habría
sido humo y sueño, apenas una de aquellas imaginaciones que llenaban su soledad
de guardador de puercos en la aldea natal.
Ha sentido ruido a la puerta. Al través de los párpados
semicerrados se ve entrar el posadero con su siniestra cara y su gran panza marchando
de puntillas. Lo ve acercarse al rincón donde está la espada y empuñarla.
No puede mover una mano. Está enteramente a la merced
de aquel hombre. Quisiera gritar, pedir socorro, levantarse, pero una gran pereza
que asemeja al miedo lo retiene inmóvil.
Cuando el posadero se acerca al lecho, cierra enteramente
los ojos para fingirse dormido. Lo siente amenazante y poderoso sobre él. Ahora
todo importa poco con tal de salvar aquella miseria de vida que le queda.
Lo siente alejarse nuevamente, y al entreabrir los ojos
con infinito cuidado lo mira abrir las tapas del arcón, inclinarse y, con gran esfuerzo,
sacar el pesado paquete de las barras.
Cuenta los torpes e interminables pasos con que camina
hacia la puerta. Son más largos, más lentos, más misteriosos y terribles que los
oscuros años del mar y de las Indias.
Podría antes de llegar a la puerta advertir que está
despierto y ultimarlo de una estocada. Va llegando a la puerta. La abre. La cierra.
Resuenan los pasos en la escalera.
Con un gran esfuerzo, con una profunda paz, con un turbio
sentimiento de desazón y de salvación, se incorpora en el lecho, mira el arcón abierto
y, sobre él, la ventana que da al cielo, lleno de la luz del mar, de las brisas
del mar, de los caminos del mar, y vuelve a recaer inerte.
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