Arturo Uslar Pietri
A Arturo
Es una pequeña casa aislada.
Fue blanca, pero ya está sucia de intemperie. Una habitación grande y desnuda donde
yo estoy. Un retrete, un dormitorio que parece un calabozo y una cocina sucia. A
un lado dan la puerta abierta y una ventana. Al otro lado, solo una ventana. Estoy
sentado en una especie de camastro. Hay en la pared un almanaque con la cara sonriente
de una mujer rubia.
¿A quién se parece esta mujer del almanaque? Tiene
los ojos demasiado azules y los dientes demasiado blancos y perfectos. Si hubiera
una parecida así no podría ni hablar, ni respirar, ni vivir. No tiene carne ni transpiración.
Está en el papel satinado como una mariposa muerta, como una mariposa que no hubiera
podido nunca vivir. La Nina no es así. Es viviente y atractiva. Y no es rubia ni
tiene los ojos de ese color. Con esta mujer del almanaque debe soñar Loinás. Cuando
se queda solo en la casa y se sienta en el camastro éste, donde estoy yo.
No se ve la ciudad. La oculta un brazo de cerro
pelado, pedregroso y amarillento. Al otro lado, por la ventana, tampoco se ve otra
cosa que un pedazo de tierra seca alargada en pendiente. Brillan al sol como vidrios
los pedazos de caliza esparcidos por todo el terreno. No hay ni un árbol ni un verdor.
De noche debe verse y sentirse el resplandor de las luces de la ciudad. Anoche no
tuve tiempo de darme cuenta. Como una especie de bruma luminosa o de humo de luz
abombado en el espacio oscuro. El reflejo de todas las luces de la ciudad. Las de
las grandes avenidas con sus espasmos de colores, las de los postes y las ventanas,
las bocanadas rojas y verdes de los avisos, las de las ringleras de automóviles
en las calles céntricas. Las rojas de los carros de la policía. Los grandes reflectores
de los cuarteles. La de la larga fachada gris de la cárcel. Las que parpadean arracimadas
sobre las chozas de los cerros. La de la casa de Gobierno. La del zaguán de la Nina.
La que debió estar encendida hasta muy tarde en el bufete del Doctor, iluminando
las caras sudorosas y angustiadas de los contertulios.
El cielo está azul, sin una nube. Deben ser las
diez o, tal vez, las once de la mañana. El reloj lo dejé cuando me fueron a buscar
tan de carrera. Lo debí dejar en la cama, debajo de la colchoneta, cuando nos vinieron
a despertar en la madrugada. Alguien se lo habrá encontrado se lo habrá cogido.
Era un buen reloj. De plata. Con los números fosforescentes para que se vieran en
la oscuridad. Si no hubiera cometido la tontería de meterlo debajo de la colchoneta,
aquí lo tendría y sabría la hora.
Hay dos zamuros que vuelan alto. Parece que flotaran
sin esfuerzo sobre un agua que no se ve. Con las alas abiertas y las patas estiradas
debajo de la cola. Dan vueltas lentas y deben estar viendo hacia abajo. Verán el
techo de la casa y el peladero. Y de seguro ven al novillo amarrado al botalón.
Lo vi temprano esta mañana. Me levanté tan pronto
amaneció, tan pronto se dejó sentir la claridad. Pasé mala noche, sin poderme dormir
completo. Daba vueltas y me despertaba a cada rato con sobresalto. No sabía dónde
estaba. Tal vez era que extrañaba la cama, tan dura y tan angosta. Parecía una mesa
de hospital. Y también tenía que estar nervioso. Oyendo ruidos y mirando sombras.
Como si me hubieran venido a buscar. Como si me agarraran. Como si me hubieran sorprendido.
Salí temprano afuera. El hombre de la casa todavía
no se había levantado. Se llama Loinás. Me sintió abrir la puerta y se paró de un
salto: “¿Qué fue? ¿Qué pasa?” Estaba asustado el hombre. Tuve que explicarle: “No
es nada, amigo. Es que ya está amaneciendo y no tengo sueño. Voy a estirar un poco
las piernas”. Se levantó y se vino detrás de mí. Como que no me quería dejar solo.
Es más bien bajo y pequeño, Loinás. Anoche no pude
darme bien cuenta. Tiene las manos muy grandes y gruesas para su tamaño. Con unos
dedos anchos y chatos y unas venas abultadas como lombrices. La piel de la cara
y de las manos es curtida, rojiza, color de ladrillo viejo.
Al salir vi el novillo amarrado al botalón. Tenía
el testuz bajo, casi pegado al madero con la soga, los ojos rojos y la lengua colgante.
Se sacudía los ijares con la cola y tenía el trasero y las patas sucias de bosta.
Él mismo era color de bosta, amarillo oscuro, terroso, color de perro caminero.
Y más bien flaco. Los huesos del ijar le asomaban como garfios. Estaba despuntado
y debía estar capado hace tiempo porque casi no se le veía la capadura en la verija.
Pujaba a ratos, de rabia o de dolor, y trataba de seguirnos con los ojos torcidos.
Sus resoplidos levantaban polvo.
“¿De qué color es?”, le pregunté, por hablar algo.
No podía aguantarme el estar solo allí con él, sin nada. “Es barcino”. Barcinos
son los gatos, pensé. Es más bien entre marrón y rucio. Color de hoja seca mojada.
“Lo voy a beneficiar hoy”, me dijo Loinás, que andaba
pegado de mí y no me desamparaba. Después de ver el novillo me puse a tirar piedras
a la distancia. Eran como pequeñas láminas de mica y hacían un recorrido curvo y
cortante. “No hay nada que fastidie más que esperar”, me dijo Loinás, que me veía
tirar las piedras. Le dije que tirara algunas a ver quién llegaba más lejos, y ahí
estuvimos un buen rato como dos muchachos. No se oía sino el pujido del esfuerzo
y el zumbido del vuelo de la piedra. Llegué a tirar una tan lejos que Loinás no
pudo llegarme.
Si el Doctor me hubiera visto se hubiera puesto
a reír, o tal vez se hubiera puesto bravo. No le hubiera parecido cosa propia de
un hombre como yo que estaba metido en una cosa tan seria. Pero había que hacer
algo para matar el tiempo.
Después volvimos a la casa y nos desayunamos con
un poco de café y pan viejo. El pan tenía hormigas.
Unas hormigas menuditas y coloraduzcas que se metían
en los huecos de la miga y había que soplar con fuerza para que salieran. “Estamos
resoplando lo mismo que el novillo”, se me ocurrió decir.
Loinás tuvo que reírse.
Ahora miro los dos zamuros que giran quietos y altos.
Deben haber adivinado que van a carnear al novillo. Con sus ojillos redondos, tendidos
en sus alas quietas, deben verlo desde arriba por el lomo. El lomo chato del tejado
de la casa y el lomo corto y empinado del novillo. Y verán también la ciudad al
otro lado del cerro pelado, y el camino que pasa por el zanjón seco y sube hasta
la casa y sigue. Y verán también si viene un carro. Si viene un carro habrá tiempo
de sentirle el ruido del motor. Habrá tiempo de cerrar la puerta, coger el revólver
y ponerse en guardia en el vano de la ventana. Y hasta de salir por detrás y coger
por la cuesta, buscando el otro lado del cerro.
Loinás no parece saber nada y además habla poco.
Cuida la casa y recibe órdenes del General. Lo conoce desde hace tiempo. “Desde
que era muchacho estoy con él”, dice.
A mí el que me trajo fue el coriano. Tiene mucha
fuerza y es muy ancho de espaldas. Los brazos son como piernas. Colorado, con la
cara arrugada del sol. Las manos peludas. Siempre está limpiándose las uñas con
una navajita. Tiene unas patillas largas y rizadas hasta media cara.
El coriano me dijo: “Tienes que esperar aquí. Ha
habido un cambio de órdenes”. Y me trajo hasta esta casa, ya en la tardecita. Venía
manejando otro de los muchachos del General.
Todo lo que sé es que ha habido un cambio de órdenes.
Algo ha fallado o no ha resultado como se esperaba. Lo habrá dispuesto el General
o lo habrá decidido el Doctor. Sin embargo, todo parecía estar listo. Hoy mismo
en la madrugada ha debido ser el golpe. Muy temprano. Casi oscuro. Ya habríamos
cogido al hombre. Ya lo tendríamos secuestrado. Ya toda la ciudad estaría alborotada.
Ya habrían salido los periódicos con la noticia en letras grandes como un puño:
“Desaparecido el Presidente. Se forma un nuevo Gobierno”. Pero ahora estoy aquí,
donde me trajeron el coriano y su compañero.
Me dejaron con Loinás y se fueron. “Atienda al señor”,
le dijeron delante de mí. Pero quién sabe qué le dirán cuando pudieron hablarle
a solas. Cuando uno está metido en estas cosas tiene que desconfiar.
El coriano ha estado metido en cosas de éstas mucho
tiempo. Desde que era joven y el General se alzó con los hombres del resguardo.
Esa fue la primera vez que ganó fama de atrevido y tirador de paradas. “Yo no le
puedo decir que no al General”, explica.
He visto pocas veces al General. Es bajo, pálido
y delgado. Se ve nervioso e inquieto. Tiene los ojos grandes y muy fijos. No parece
el personaje de tantas y tan peligrosas aventuras. Siempre está como agazapado y
al acecho. Con una expresión de jugador de ajedrez. Uno tiene que mirar con desconfianza
y hasta con temor a un hombre que tiene tantos muertos encima. A quien debe importarle
poco matar a alguien.
A veces se queda callado, y uno no sabe lo que está
pensando. Otras veces se pone a hablar largo y tendido, con una voz muy suave y
palabras muy finas. Dice “dama” y dice “caballero” y dice “sarao”. O habla de la
mejor manera de cuidar el ganado lechero. Habla de la “estabulación” y de la “semiestabulación”.
Son palabras que poco tienen que ver con lo que uno sabe de su vida.
Al Doctor se lo he dicho. Le he explicado mi desconfianza
por el General. “¿Qué necesidad hay de meterse con este hombre que tiene tan mala
fama?”. Pero cada vez el Doctor me vuelve a dar la misma explicación. Para la acción
se necesitan hombres de acción, para hacer pan se necesitan panaderos, para decir
misa se necesitan curas. La revolución tiene que recurrir a los hombres de acción
para ciertos hechos necesarios.
Es verdad que se trata de una acción violenta y
peligrosa, pero a pesar de eso a mí no me gusta el General. “Él no puede hacer nada
solo”, me dice el Doctor. El Doctor cree que necesita a los civiles y que no podrá
cogerse el movimiento. Habrá que darle algún cargo después. Pero eso es todo.
Después del golpe vamos a cambiar todo. El coriano
no sabe, ni el General tampoco. El mismo Doctor se asustaría si supiera hasta dónde
queremos llegar. Vamos a castigar a todos los culpables. A hacer que devuelvan lo
robado. A hacer terribles escarmientos. Y a hacer verdadera justicia.
El Doctor es gordo, colorado, carón y un poco calvo.
Cuando camina parece que se meciera. Habla con una voz fina y menuda, sin parar.
En lo que se pone a explicar alguno de sus planes no tiene mérito. “Vamos a recoger
todos esos muchachos abandonados, mi amigo, para darles una educación y hacerlos
hombres útiles”.
En eso tiene razón. Hay mucho niño abandonado en
la ciudad. Sucios, rotos, más pequeños que su edad. Descalzos y diciendo groserías.
Y robando y fumando. Piden limosna. Y ya tienen la cara mala. El coriano quiso darle
un trago de ron a uno delante de mí. Para divertirse. Tuve que molestarme. “Eso
no se hace, coriano. Darle aguardiente a un niño”. No le gustó. Me dijo de mal modo:
“Eres muy delicado”.
Loinás vino hace rato y me encontró aquí sentado
en la cama mirando para arriba. Estaba viendo, en el techo, a una araña tigrito
cazar a una mosca. Qué rápida es y qué saltos da la araña. Debe tener una tremenda
fuerza para su minúsculo tamaño. Veteada de gris y negro. Se paraba inmóvil a acechar
a la mosca y poco a poco se iba acercando a distancia de salto.
Vino Loinás a decirme que si lo quería ayudar a
beneficiar el novillo. “¿Lo tiene que matar ahora?”. Me dijo que lo tenía que matar
porque vendrían a recoger la carne al mediodía. No dijo matar, sino “beneficiar”.
Me pareció, de pronto, espantosamente inapropiada la palabra para el hecho.
Matarlo, desollarlo, descuartizarlo, es lo que tiene
que hacer. El solo pensamiento me produce asco y repulsión. Lo que me viene a anunciar
es que va a matar el animal atado, con sus manos, allí mismo, en el botalón clavado
en la tierra seca, a una distancia en que tendré que oír y casi ver.
“Entonces, lo va a beneficiar”.
Quería que yo lo ayudara. Tuve que decirle que yo
no sabía nada de eso. Me miró con disgusto. “Para eso cualquiera puede ayudar”.
Pero yo no. Hubiera tenido que explicarle que me daba grima. Que me producía una
invencible repugnancia matar o ver matar aquel animal atado, fatigoso y sediento.
No había tenido agua en toda la noche, ni en la mañana. Y ahora caería en la tierra
seca su propia sangre, mojándola. Loinás ya tenía en la mano el cuchillo jifero.
Una hoja larga y estrecha de dos cuartas, que, bien metida, le podía alcanzar rápidamente
el corazón al animal.
“No cuente conmigo para eso”. No me contestó nada.
Ahora anda por la cocina trasteando. O a lo mejor ya se ha ido hacia el novillo,
porque hace rato que no oigo nada.
El cuchillo de Loinás es largo y estrecho. Tiene
una canal llana, o tal vez dos. Es plomizo y manchado. En trechos es opaco y en
trechos brillante. No me fijé si la punta es redondeada o aguda. Creo que los cuchillos
de matarife tienen la punta redondeada. Mientras él hablaba yo me quedé mirando
el cuchillo. Cuando un hombre tiene un cuchillo en la mano cambia toda su expresión.
Es como si todo él se volviera cuchillo, como si todo él convergiera y rematara
en el cuchillo.
Ya ahora Loinás debe haber salido afuera. No se
oye ningún ruido en la casa. Vuelvo a estar solo y miro al techo. Ha desaparecido
la araña tigrito. Debe haber atrapado la mosca y la estará devorando en alguna rendija
del encañado. Con sus ocho manos y su deforme mandíbula. Y sus ocho ojos cortados
en facetas que miran a todos lados al mismo tiempo.
Se fue molesto Loinás. ¡Qué cosa! Hubiera debido
explicarle mejor por qué no quería ir. O tal vez haber ido a presenciar, por lo
menos, el degüello de la res. Pero ni Loinás ni nadie puede entender la repugnancia
invencible que eso me produce. Es más fuerte que yo. Me da como calofrío y náuseas.
Y verdadero horror. Como me dan horror los sapos y algunas sabandijas.
Para degollar al novillo tendrá que llegarle al
botalón. Con la mano izquierda palparle el nacimiento del cuello, por debajo, al
borde de los huesos, en busca de la parte blanda, hueca y venosa, donde va a meter
el cuchillo con la otra mano. Y el novillo lo estará mirando con sus ojos colorados
y sedientos. Hará fuerza hacia atrás y la soga se pondrá tensa. Y se oirá un mugido
bajo, corto y desgarrado. Se va a oír.
Entre tanto estoy aquí, sobre el camastro, en espera.
Deben ser ya cerca de las once. Está más caliente el aire y más seco. Yo no sé por
qué el coriano me trajo aquí. Solo. Pensé que iba a estar con otros. Como en los
días anteriores. Siquiera puede uno hablar y oír contar historias. Así es más fácil
aguardar. Ya habíamos tenido primero dos días reunidos en grupo en la casa del General.
Se pensaba que la cosa iba a ser más pronto. Ha debido ser antier o ayer. Pero algo
pasó y hubo que suspender todo. En estas cosas uno nunca sabe bien qué es lo que
va a pasar ni qué es lo que ocurre. Los hombres que estaban conmigo en la casa del
General tampoco lo sabían. Había unos que creían que íbamos a asaltar un cuartel.
Otros decían que íbamos a secuestrar a un jefe muy alto. En su propia casa, en la
madrugada. Yo lo que había entendido, por las conversaciones del Doctor, era distinto,
pero no tenía por qué decirlo. Era un golpe completo para tumbar al Gobierno. Nosotros
íbamos a colaborar en ciertas acciones. Había misiones asignadas. Y yo debía estar
con la gente del General, que era la más peligrosa, para vigilarlos y evitar que
le fueran a dar otro sesgo a los acontecimientos. Para lograr que se hiciera la
revolución. Que la cosa no se fuera a quedar en el puro secuestro del Presidente.
Eso es lo que no quería entender la Nina. “Tú no
tienes por qué meterte en esas aventuras con esa gente, tú eres otra cosa”. Yo no
podía tampoco darle muchas explicaciones porque las mujeres son imprudentes y les
gusta hablar. Las mujeres creen que porque uno las quiere tiene que estar dedicado
a ellas y a más nada. De todos modos, mejor estaría yo con la Nina que metido en
este cuarto esperando. Tiene la piel pálida y transparente, muy pegada a los pómulos,
la cabeza pequeña, el pelo muy negro, los ojos muy grandes y una boca redonda y
gruesa que besa muy bien. Es alta y airosa. Tiene las piernas largas y un vello
muy fino que solamente se ve a ciertas horas con cierta luz. Siempre estaba sofocada
y nerviosa cuando yo la besaba. “Ten cuidado que pueden venir”. Metía la mano por
entre los muslos, le mordisqueaba las orejas. “Ten cuidado”. Hasta que ya no podía
más y se volvía entera hacia mí, indefensa y anhelante.
“Tú te estás metiendo en cosas peligrosas”, me decía
la Nina. Y eso que no sabía sino muy poca cosa de lo que yo estaba haciendo. A veces,
una tarde o una noche, le ofrecía ir a verla y la dejaba esperando porque me llamaban
de urgencia para alguna reunión o para algún contacto. Eso no podía entenderlo y
se peleaba conmigo. “Lo que pasa es que tú no me quieres”. Y yo no podía explicarle
la verdad.
Como no podría explicarle por qué estoy aquí ahora
y lo que estoy haciendo. La Nina, si todavía quisiera verme, se pondría furiosa.
“Me vas a hacer creer que todo este tiempo te lo pasaste solo en una casa, esperando.
¿Esperando qué?”. Sin embargo, no sería difícil apaciguarla. Si la tuviera aquí.
La sentaría en el camastro junto a mí. Seguramente no querría hacerlo. “Déjame explicarte”.
“No tienes que explicarme nada”. Se pondría de espaldas y yo la vería a contraluz,
inmensamente deseable. Cuando se pone brava le cambia la voz. Se le engatilla y
se le eriza. Y empieza a hablar como en un monólogo dirigido a un auditorio invisible
del que yo no formo parte. “Yo no sé por qué pierdo mi tiempo con este hombre que
no se ocupa de mí. Mías tías me lo han dicho. Mis amigas me lo han dicho: ‘Tú no
le importas nada, niña. Él lo que hace es pasar el rato contigo’. Y no te digo lo
que dicen de ti porque no es necesario. Pero si de mí dicen que soy tonta, de ti
dicen cosas peores. Y es que nadie puede comprender esto. Que una mujer hecha y
derecha, que no deja de gustar bastante, esté todo el tiempo como una pandorga,
pendiente de un hombre que no la quiere, que nunca tiene tiempo para verla y que
se la pasa metido en revoluciones y conspiraciones. Yo te lo he advertido muchas
veces: ‘Un día de estos me voy a cansar y no te voy a volver a ver más’. ¿Por qué
no te quedas con tus cosas, con tus secretos, con tus políticos, y me dejas a mí
tranquila?”.
“Tú eres lo único que me importa”, tendría que decirle.
Y la iría viendo amainar. Irían apareciendo ciertas señales seguras que yo conozco.
Se le ponen los ojos más pequeños, deja caer las manos, mueve la cabeza ligeramente
como una desesperada y final negativa. Es entonces el momento preciso de recobrarla.
Bastaría alcanzarle una mano e ir tirando de ella dulcemente para traerla toda.
Y oír, pegada al oído, su voz compungida y ahogada, entre queja y palabra.
Se acaba de oír un mugido hondo y estertoroso. Es
que Loinás debe haber empezado a meter el cuchillo. Se lo debe ir clavando lentamente
por el lado izquierdo en una larga punzadura que resbala. Por la boca estrecha de
la herida debe estar saliendo ya el caño de sangre. Tiembla el animal lancinado
con los ojos en blanco y la lengua descolgada. Pronto doblará las rodillas. Ya está
hecho. Ya Loinás debe haber retirado el cuchillo. Y lo habrá pasado dos veces de
plano sobre la piel del cuello para limpiarlo. Para que vuelva a salirle su color
de plomo manchado, por debajo de la sangre pegajosa e hilachosa que lo cubre.
No hay ni un libro ni un periódico. Sino Loinás
con el novillo allá atrás, y yo aquí solo. No debe ser hombre de leer Loinás. Tal
vez ni siquiera sepa leer. No es sino un hombre del General que sabe cumplir sus
órdenes con una fidelidad de perro. Así lo manden a beneficiar el novillo, o a recibirme
a mí, o a tomar parte en la revolución. Y aquí estamos, Loinás y yo, juntos en lo
mismo. Mientras él degüella el novillo, yo espero en el cuarto. Pero esperamos lo
mismo. No deja de ser sospechoso que Loinás y yo podamos esperar lo mismo. No puede
ser lo mismo lo que espera Loinás y lo que espero yo. Mientras él degüella el novillo
y yo pienso.
A veces le he planteado al Doctor estas dudas. Sobre
todo en relación con la participación del General en el movimiento. Pero él siempre
tiene unas razones vagas, alargadas y divagantes, que uno termina por perder las
ganas de discutir. “Mi amigo, una revolución no se puede hacer con puros intelectuales.
Se necesitan también hombres de acción. No puede uno ponerse muy difícil en escoger
la gente. Esa gente que se llama respetable no se meten en acciones peligrosas.
Pero vienen después. Deje usted que tengamos éxito para que vea. Toda la mejor gente
va a venir a ofrecérsenos y entonces nosotros podremos escoger. Pero para la hora
del peligro no podemos contar sino con los que no le tienen miedo al peligro”. El
Doctor decía “peligro” con cierto tono de unción, con una palabra salivosa y deglutida
que le mojaba las comisuras de los labios. Cuando esto le pasaba sacaba el pañuelo
y se enjugaba, como si acabara de comer. El Doctor decía estas cosas a altas horas
de la noche en su despacho, bajo una luz de neón cadavérica, respaldado por los
lomos negros y dorados de la Enciclopedia Espasa y de la colección de la Gaceta
Oficial. Y de pronto, sin son ni ton, citaba a Víctor Hugo. Decía alguna frase mal
recordada de alguna obra de Víctor Hugo, que muy poco tenía que ver con lo que estaba
hablando. Exclamaba, por ejemplo: “El genio es la región de los iguales, como decía
Víctor Hugo”. O hablaba de la Revolución Francesa, que era uno de sus temas favoritos.
El Doctor podía estar una noche entera explicando
cómo Mirabeau habría podido salvar a su país y a la Revolución si la muerte no se
lo hubiera impedido. Sonreía con aire satisfecho de su familiaridad con aquellos
tiempos y aquellos hombres. “El Conde de Mirabeau era muy feo”, decía, y se pasaba
las manos por la cara rojiza e hinchona. A veces, cuando se quedaba solo conmigo,
se ponía en un tono de consejos paternales. “Usted tiene un porvenir, pero tiene
que comprender mejor las cosas y conocer el país. Hay que conocer el pasado y las
gentes. Yo he aprendido mucho en los libros, pero mucho más en la calle, en los
tribunales y en la política. Un año en un pueblo enseña más de Venezuela que los
catorce tomos de la Historia de González Guinán”. Y entonces comenzaba a contar
interminablemente sucesos de picaresca. El juez que engañó al litigante que lo había
comprado. El jefe de fuerzas que se las ingeniaba para estar bien con el gobierno
y con los insurrectos. La ventaja que había en tener fama de tonto. Recordaba y
reía la frase de un viejo político de pueblo: “Mi capital es esta cara de pendejo”.
Tenía que ser una cara de bobo, inexpresiva y mansa. Una cara sin ideas y sin intenciones.
Una cara solemne y sorda.
El Doctor cree que esto no puede fallar. Se pone
a describir todo lo que va a pasar como si ya hubiera pasado. Como si fuera un suceso
de la Revolución Francesa. Él sabe hora por hora, y casi minuto por minuto, todo
el mecanismo del golpe. Lo primero va a ser lo nuestro. El secuestro del jefe. Bien
temprano. Cuando el hombre salga de su casa. Tendremos que llegar todavía oscuro
para acomodarnos entre los mogotes de monte y las verjas de las pocas quintas. En
la esquina hay un ventorrillo que abre toda la noche. Habrá gente amanecida o tempranera
tomando café. No vamos a llevar sino revólveres. Lo cogeremos por sorpresa, lo meteremos
en otro carro y nos lo llevaremos. Hay que hacerlo todo con mucha rapidez.
La noticia empezará a regarse como el ruido de una
explosión. De casa en casa, de calle en calle, de barrio en barrio. Toda la gente
va a quedar confundida y paralizada por la sorpresa.
Mientras describe lo que va a pasar, el Doctor se
queda por ratos callado pensativo. Se hurga la nariz con un dedo. Si mi tía lo viera
se pondría a regañarlo, como me regañaba a mí cuando era niño y me sorprendía haciendo
lo mismo. “Eso no se hace. Eso es una cochinada”. El doctor se hurga la nariz abstraídamente,
con cierto aire de paz y hasta de voluptuosidad. Como un niño distraído en la clase.
A veces me provoca hacer ruido como para despertarlo. Pero eso no dura mucho. Se
reanima y comienza a hablarme del problema del ordenamiento legal. “No puede haber
vacío legal”. El Doctor habla entonces con una voz de laboratorio de física. Recuerdo
cuando trajeron la primera campana neumática a mi colegio. No nos permitían sino
verla. Era un domo de vidrio grueso sobre una plataforma de madera pulida con llaves
de cobre. Con un volante se manipulaba la bomba de extracción de aire. Lo que más
nos gustaba era hacer el vacío y probar a levantar la campana. Ni el más forzudo
podía. A veces, en un descuido del profesor, metíamos una mosca en la campana. Para
verla morir aleteando, sin aire, en el vacío. “Así nos moriríamos todos, si no hubiera
aire”, decía alguien. Nos daba miedo y mirábamos por la ventana, hacia el patio,
el cielo azul sobre el tejado.
El Doctor tiene preparados el acta y los decretos
que habrá que publicar. “No va a haber vacío legal”. Discute conmigo sobre algunas
palabras de esos documentos. “Instaurar o establecer”. No es lo mismo. Hace largas
explicaciones llenas de citas y de antecedentes para demostrar que no es lo mismo.
Los que hayan de leer esos documentos, en la conmoción del día siguiente, pasarán
sobre esa palabra sin conocer toda su plena significación, ni las dudas y vacilaciones
que hubo sobre ella, ni la sabiduría que hubo en escogerla. Cuando los hombres del
General salgan. Cuando yo salga con ellos, todas las palabras estarán listas para
las actas y los decretos.
Huele a matadero. Ha venido en el aire el olor a
pellejo, a sangre y a tripa de los degolladeros. Loinás debe haber empezado a desollar
el novillo. Lo debe tener patas arriba, encogido, mientras le levanta la piel de
los músculos, los huesos y los nervios. Es mucho trabajo para un hombre solo. Tiene
razón en estar bravo conmigo por no haberlo ayudado. Pero no se hubiera podido nunca.
Voy a acercarme a ver lo que hace. Me levanto, paso
por la cocina y me asomo por la puerta trasera. En efecto, ha matado al novillo
y lo está desollando. Está doblado sobre el animal, de espaldas hacia mí. Lo puedo
observar sin que él me sienta. Está desollando por la parte del pecho. Ya las patas
delanteras están limpias y brillan al sol como si acabaran de barnizarlas con esmalte
rojo y blanco. Los costillares y la panza se levantan enormes sobre la piel abierta.
Loinás corta con rapidez, separando el cuero de la carne. Manchas de sanguaza y
cuajarones se miran en la parte extendida de la piel. Es grisosa y brillante.
Loinás me ha sentido y se vuelve a verme. Se levanta
y se estira con el cuchillo en la mano.
Parece más grande y más fuerte. Acaba de matar y
está desollando. Hay trabajos y momentos en que parece que los hombres se ponen
más grandes y más poderosos. Los herreros se ven más grandes. Martilleando sobre
el yunque mientras salen chispas terribles del hierro enrojecido. Generalmente,
están tiznados y grasientos. Y están rodeados del olor de la soldadura y del fuego.
Y los matarifes también. Se ven desenvueltos, seguros y temibles con sus cuchillos.
Entre los cuartos de carne que cuelgan de los ganchos.
Me dice: “¡Guá! Se animó por fin a venir”. Estoy
un rato sin contestarle, pero hay algo que contestarle, porque si no se va a quedar
en esa actitud de espera tensa con que me está mirando. “Sí. Estaba fastidiado allá
dentro”. Hay que esperar a que vuelva a su tarea. “Aquí hay trabajo, sabe”. Algo
tengo que seguirle diciendo. Estamos un poco retirados y hay que alzar la voz para
poderse oír. La voz resuena sola y desamparada en el peladero. “¿No le parece tarde
para matar?”. He podido preguntarle otra cosa, pero ya me metí por esta pregunta.
“Más temprano es mejor”, me grita, y al rato añade: “Hay menos sol”. Por algo debe
ser que ha tenido que matar a esta hora tardía, con el sol quemante encima del lomo.
“¿Para quién es la carne?”, le pregunto. Parecemos dos sordos hablando. No sólo
por lo alto y destemplado de las voces, sino además porque las preguntas y las respuestas
no corresponden. Conozco muchos cuentos divertidos de sordos. “La vienen a buscar”,
es lo que me contesta. Pero continúa parado viéndome, como en espera de algo más.
No esperará que yo vaya a ayudarlo en el desuello. Tal vez espera a que me vuelva
a meter para dentro para seguir su trabajo sin que lo esté observando. Hay gentes
que no les gusta que los vean cuando están haciendo alguna cosa. “¿Vive solo?”.
Afirma moviendo la cabeza. Se ha puesto la mano izquierda sobre los ojos para protegerse
de la luz. “¿Siempre?”. Ahora ríe. Se debe haber imaginado otra cosa. Que le quiero
hablar de mujeres. No se me ocurriría hablar de mujeres con Loinás. Ni de eso ni
de la revolución. Le pregunto por el coriano. “No le dijo el coriano cuándo va a
volver”. “A mí no”. Es todo lo que dice.
Me vuelvo al interior de la casa. Dejo a Loinás
con el novillo. Debe haberse puesto otra vez a separar la piel con el cuchillo.
Vuelvo a la habitación a sentarme en el camastro.
Ya estará tranquilo el novillo. Echado sobre su
piel como sobre una manta de sueño. Yo soy el que está sin sosiego.
Quién sabe cuándo va a venir el coriano a buscarme.
Ya es tarde. Deben ser las doce pasadas. Tal vez no venga hoy, sino mañana temprano.
El General o el Doctor habrán dispuesto otra cosa. O tal vez vengan a buscarme ya
en la tardecita para reunirnos en alguna casa donde vamos a esperar la hora de la
madrugada para el golpe. Si tuviera siquiera un libro o si pudiera conversar con
alguien. Aunque fuera uno de aquellos libros pesados y viejos que el Doctor tiene
en su biblioteca. La hipoteca judicial o La letra de cambio, en tres tomos.
Tal vez yo no he debido permitir que me dejaran
solo en esta casa aislada. He debido quedarme en la ciudad para poder hacer contactos
y averiguar lo que pudiera pasar. Se lo dije al coriano cuando me traía: “Yo no
veo para qué me van a dejar solo”. Las explicaciones del coriano son cortas y confusas.
Siempre suelta alguna frase de doctrina. “Donde manda capitán, no manda marinero”.
Después se mete a explicar que es mejor, en el último momento, tener a la gente
dispersa para no levantar sospecha. “Hay mucho espía”. Según eso todos los hombres
deben estar esparcidos en distintos sitios. Esperando, como yo, que los vengan a
buscar en el momento oportuno. Le dije al coriano muy claro que no estaba de acuerdo
con eso, que me parecía poco práctico y además peligroso. Recoger y reunir toda
esa gente con rapidez no es fácil. Le dije que me llevara a hablar con el General
para decírselo. “No se puede. El General está escondido. Yo tampoco sé dónde está”.
Podría ir a casa del Doctor. Pero el coriano me miró con asombro y casi con indignación.
Como si quisiera expresarme su desprecio por un ser que podía pensar que aquel Doctor
podía interferir en las disposiciones del General. “Cómo se le ocurre esa vaina”.
Después, como para calmarme, me dijo: “No se preocupe, yo mismo soy el que lo vengo
a buscar”.
Para el coriano todo es simple. Lo que disponga
el General. Cuando está en presencia de él se le ve la cara llena de contento. Sus
palabras para referirse a él son indirectas y reverenciales. Como si fuera blasfemia
nombrarlo por su nombre de persona. Cuando se refiere a él, dice “el general”, o
“el jefe”, o “el hombre”. “El hombre le manda a decir”. O “el jefe está disgustado”.
O “no puedo ahora porque voy para casa del General”. El General le ha dicho que
me traiga a esta casa. Le habrá dicho simplemente: “Llévelo a casa de Loinás”, y
me ha traído. Y ahora, o esta noche, o mañana, le dirá: “Váyalo a buscar”, y vendrá
hasta aquí para llevarme para la cosa. Y estará detrás del General todo el tiempo
cuando nos reunamos con él. Vigilante, callado y dispuesto. Para hacer lo que se
le mande a la menor orden. Para asegurar al que vamos a secuestrar. O para matar,
si es necesario. No se habrá preguntado ni una sola vez si esto puede fracasar,
o qué va a pasar después. Allí estará para hacer las cosas que se le vayan ordenando.
Para hacer presos, para maniatar, para conducir los prisioneros, para disparar.
A veces le he preguntado, con morbosa curiosidad: “¿Cuántos muertos tienes?”. Me
han dicho que tiene muchos. Algunos sacan la cuenta de más de cinco. Matados directamente
por sus manos. Pero el coriano lo que hace es sonreír con picardía y responder con
intencionada vaguedad: “Los que han sido necesarios. Ni uno más”.
Y sin embargo tiene aspecto de buen trabajador.
Una cara seria y hasta honrada. Se ocupa de su mujer y de sus hijos y es servicial.
“El General me consiguió una bequita para uno de los muchachos”. Tiene cuatro hijos.
Casi tantos como los muertos que le atribuyen. Y es obsequioso. No es raro verlo
regalar tabaco curado para mascar o conserva de leche de cabra. Ahora estará el
coriano junto al General y no vendrá hasta que le den la orden.
Puede ser ahora mismo, o quizás a la tarde, o al
anochecer. O tal vez mañana. Sería esperar demasiado. Ya mañana a esta hora todo
debe haber pasado. Aquí en este sitio estará el día tan tranquilo y tan seco de
luz como ahora, pero ya todo habrá pasado. Se habrá hecho el secuestro, se habrá
dado el golpe y las gentes estarán leyendo las actas y los decretos del Doctor.
Y yo. ¿Dónde estaré yo? Si todo sale bien estaré con el Doctor trabajando en la
organización. No en su casa, seguramente. En alguna oficina pública, entre mucha
gente aglomerada, entre mucho teléfono que suena, entre muchas voces que llaman
y anuncian, entre mucho fotógrafo de periódicos.
Pero antes habrá que hacer el secuestro. Es el primer
paso. Tendremos que ver muy de cerca la cara asombrada del Presidente. Rodeado de
toda aquella gente desconocida y armada. A mí no me conoce. Nunca me ha visto. Nos
verá las caras y las armas que lo apuntan. El que le hablará será el General. No
podrá hacer resistencia. Se tendrá que entregar. Mañana a esta hora, tal vez, ya
estará hecho todo. Si no hay resistencia. Porque si hay resistencia, habrá tiros,
habrá muertos, vendrán refuerzos y tendremos que huir. Tendremos que volver a escondernos
perseguidos por todas partes.
Ahora no hay sino que esperar. Que pase el tiempo
hasta que venga el coriano a buscarme. Esta tarde, o quizás esta noche. A menos
que haya que esperar todavía más. Otro día tal vez. Aquí solo con Loinás.
¿Y si han descubierto la cosa? Pueden haber detenido
a alguno de los comprometidos. Pueden estar buscando a los jefes. En ese caso tal
vez no haya quien venga a buscarme o a avisarme. El coriano no podrá venir. Estará
escondido con el General o lo habrán prendido con él. A lo mejor estará diciendo
ahora mismo: “¿Quién iba a creer que esto podía fallar?”.
Sería mejor ponerme a hacer algo mientras pasa el
tiempo. Si tuviera algo que leer. Cualquier cosa, mientras pasan las horas que faltan.
Me pongo a buscar en el cuarto.
Sobre una mesa hay una vieja cajita de hojalata
de pastillas para la tos. Vacía. Sobre la pared un espejo empañado en que se mira
la cara como tatuada. junto al espejo, sobre la pintura blanca del muro, hay unas
cuentas sacadas con lápiz. Una multiplicación y una resta. Son guarismos vacilantes.
235 multiplicados por tres. El resultado es 605. No puede ser. Tiene que haber un
error. Me pongo a rehacer la operación. El error fue haber puesto un 6 por un 7.
Son 705. El hombre que sacó la cuenta se equivocó. O pagó de menos o cobró de menos.
Puede que haya sido Loinás. Pero, sin embargo, la escritura se ve vieja. Pudo ser
alguien que vivió aquí antes que él. Y que se puso a sacar esa cuenta de monedas
y de días de trabajo y de deudas. Que no le salió exacta.
En la cocina, junto a las hornillas, hay una vieja
revista rota y chamuscada. Deben haberle arrancado páginas para encender el fuego.
Y tiene manchas de café y de grasa sobre las hojas mutiladas.
Me pongo a hojearla. Y me vuelvo con ella hacia
el camastro. Veo los retratos de una boda. Debió ser hace tiempo, por los trajes.
La página en que estaba la fecha y el título ha sido arrancada. Cuando se casaron
éstos yo estaba en otra cosa distinta a la que estoy ahora. Más adelante hay recetas
de cocina. Un pastel muy adornado y un faisán entero con sus plumas. Detrás de ellos,
muy orgulloso, aparece un cocinero con su alto gorro blanco. Después hay muchas
fotografías de casas, mobiliario y decorado. Se describen los estilos de los muebles
y los cuadros que adornan las paredes. “Mesa Chippendale”. “Precioso ‘gueridón’
Luis XV, con incrustaciones de bronce y tope de mármol”. Me pongo a leer un cuento
sentimental. Es una muchacha que recibe una carta de un desconocido. “Yo voy a estar
presente junto a ti sin que tú lo adviertas”. Leo un rato. Todo es tan empalagoso
y ñoño. La muchacha se llama Jenny. Jenny era rubia y vivía en una ciudad del Norte
de Francia. Me pongo a pensar que Jenny no es un nombre francés. Qué más da. Me
tiendo sobre el camastro y me va ganando una modorra temerosa. La revista se me
escapa de las manos. Me estoy durmiendo. Si pudiera siquiera soñar con la Nina.
Qué bueno sería. Me estoy durmiendo.
Un ronroneo se va haciendo fuerte. Un zumbido. Un
chirriar de frenos. Se ha detenido un automóvil. Es un automóvil. Un automóvil.
Debe ser conmigo. El coriano.
Me levanto de un salto. Es un automóvil viejo y
negro que se ha detenido cerca de la puerta. Me acerco. No es el coriano. Tal vez
no pudo venir. El hombre que lo conduce es muy joven y nunca lo he visto. Me mira
con extrañeza. Sigue con el motor encendido y algo ha dicho que no puedo oír. Ha
dicho mi nombre. “Sí, soy yo”. “¿Y el coriano?”. No me contesta eso, sino que grita
más fuerte. “Hay que irse. Se lo mandan a decir”. No comprendo. Algo debe haber
pasado. Le digo que me espere. Mientras entro a recoger mi saco y las cosas. Entro
ligero. El saco lo dejé colgado en el clavo del baño anoche antes de acostarme.
Lo cojo y me lo pongo. Me lo estoy poniendo cuando siento que el carro acelera y
arranca. ¿Qué es esto? Salgo de carrera, pero ya se ha ido. Le grito: “Amigo, ¿qué
es? Espéreme”. Pero sigue por el camino que se aleja de la ciudad. Se acerca al
borde del cerro. Tuerce y desaparece.
Ha desaparecido y todo ha quedado quieto de repente.
Estoy solo frente a la casa. Es raro que no haya venido Loinás. Ha tenido que sentir
el automóvil. Regreso a buscar el revólver y me lo meto en el bolsillo del pantalón
para que se distinga menos. Vuelvo a salir. Se sienten la soledad y el silencio
como una pesadez.
Ahora no me queda más que irme. Irme a pie. La ciudad
debe estar como a una hora larga de marcha. Menos mal que con este aspecto que tengo
debo parecer un vagabundo más.
No ha aparecido Loinás. Me voy caminando hacia el
zanjón, por donde vine con el coriano. Tal vez no se ha dado cuenta. A medida que
ando la casa parece retirarse y se descubre más el espacio hacia atrás. Dentro de
poco debo ver a Loinás con el novillo. Voy llegando al zanjón y todavía no lo veo.
Ahora sí. Vuelvo la cara para observarlo. Ahí está descuartizando sobre la piel
tendida. Ya ha separado la cabeza desollada. Blanca con los ojos negros y los cuernos
negros. Puesta en el suelo como si asomara desde un hueco. Ahora está a ras de altura
de mis ojos. Se ven muy grandes y brotados los dos ojos oscuros. Ya no los veo más.
Voy bajando entre las malezas del zanjón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario