Kjell Askildsen
–Tampoco te esmeras mucho con los deberes, sales corriendo en cuanto acabas
de comer. Por cierto, ¿qué haces en el bosque?
–Pasear, ya te lo he dicho.
–¿Mirando los árboles y escuchando los pájaros?
–¿Y qué tiene eso de malo?
–¿Estás seguro de que eso es lo único que haces?
–¿Qué iba a hacer si no?
–Eso lo sabrás tú mejor que nadie. Y además, no deberías
estar siempre solo. Vas a volverte loco.
–¡Entonces deja que me vuelva loco!
–¡No emplees ese tono con tu madre!
–¡Entonces deja que me vuelva loco!
–¡Ten mucho cuidado!
Ella se acercó. Él permaneció quieto. La madre le dio
una bofetada en la cara. Él ni se movió.
–Si vuelves a pegarme, blasfemaré –dijo él
–¡No lo harás! –dijo ella y le dio otra bofetada.
–Hostia –dijo él–. Me cago en la hostia.
Lo dijo del modo más tranquilo posible. Luego notó que
le salía el llanto, un llanto de rabia, se dio la vuelta y salió disparado. Siguió
corriendo cuando se encontró en la calle. No porque tuviera prisa, sino porque la
rabia también tenía que ver con sus piernas. Me cago en la hostia, pensó mientras
corría. Cuando por fin dejó atrás las casas y tuvo delante el bosque y el páramo,
aflojó el paso. Miró el reloj de pulsera que le habían regalado por su decimosexto
cumpleaños, iba bien de tiempo. Se merece que me vuelva loco, pensó. Algún día se
lo diré. Le diré: Te mereces que me vuelva loco, porque no entiendes nada. No haces
más que agobiarme todo el tiempo sin entender nada.
Siguió el sendero bosque adentro. La luz solar caía
oblicua entre los troncos. Al ver eso se dijo a sí mismo que, pensándolo bien, el
bosque es casi más bonito cuando el sol no brilla. Cuando llueve aún es más bonito.
Notó por dentro un cosquilleo de felicidad, porque nunca había pensado en eso. El
sol tiene la capacidad de engañar, pensó, y sacó un cuaderno del bolsillo. Entre
las páginas había un trozo de lápiz, se detuvo y escribió: “El sol tiene la capacidad
de engañar”. Así me acordaré, pensó, luego volvió a guardarse el cuaderno en el
bolsillo y se sintió feliz. Realmente feliz. Llegó a su destino, se sentó en una
piedra y pensó: Si ella no viene hoy, no será porque haya mentido a mi madre. Ni
porque haya decidido hacer lo que nunca hasta ahora me he atrevido. Si no viene,
será que la han mandado a hacer algo y no puede venir. Volvió a sacar el cuaderno.
Lo abrió y leyó en voz alta las cosas que había estado pensando en el transcurso
del día. “Como chasquidos voluptuosos sus oraciones subieron hacia un Dios imaginario”.
“Un cenador en el jardín sólo para el placer”. “La chica tiene piernas que suben
más allá del borde de la falda”. Cerró el cuaderno y sonrió para sus adentros. Algún
día, pensó, algún día…
Entonces llegó ella corriendo. Unas veces era rubia
y otras morena, según caían sobre ella las sombras y la luz solar. Llevaba una blusa
amarilla y unos pantalones marrones.
–Me alegro de que hayas venido –dijo él, y ella se sentó
a su lado.
–Claro que he venido –contestó ella–. Siempre vengo.
¿Me has echado de menos hoy?
–Sí.
–He venido corriendo casi todo el camino.
Él le puso una mano en el hombro. Ella volvió la cara
hacia él, y sus ojos grises le sonrieron antes de cerrarse. Me lo pone muy fácil,
pensó él, mientras la besaba.
–Vayamos al sitio donde estuvimos ayer –dijo.
–¿Qué vamos a hacer allí? –preguntó ella sonriendo.
–Ya veremos.
–Dímelo, ¿qué vamos a hacer?
–Lo mismo que ayer.
–Vale.
Siguieron el camino que se adentraba en el bosque. Iban
cogidos de la mano, y cuando dejaron el sendero y empezaron a andar por el brezo,
ella dijo que en clase de alemán había estado pensando que no sólo son los años
los que deciden la edad que tienes. Es verdad, dijo él. Y luego pensé que te diría
que sería una tontería por tu parte pensar que eres más joven que yo, porque en
realidad eres mucho mayor. No me he dado cuenta de eso, dijo él. Sólo quería decírtelo,
dijo ella. Vale, dijo él, pensando que si ella tenía alguna razón para decirlo,
era la de facilitarle las cosas. Eso significa que no va a ser nada difícil, pensó,
que los dos queremos lo mismo. Le apretó ligeramente la mano, y ella lo miró, sonriéndole
con la boca y con los ojos.
Llegaron al lugar donde habían estado tumbados uno al
lado del otro el día anterior. Ahora se sentaron uno enfrente del otro, y él dijo,
sin mirarla, ayer al llegar a casa compuse otro poema. Léemelo, le pidió ella. No
sé si es bueno, contestó él. Léemelo de todos modos. Está bien, dijo, si me acuerdo.
Era incapaz de mirarla.
Es verano, susurró ella,
verano,
y se tumbó en el brezo
dejando que el verano viviera.
Besé sus ojos hasta que se volvieron negros.
Y ella pronunciaba extrañas palabras
sobre momentos de corta duración
sobre lirios que se marchitan
sobre el caballo que se quema las alas
al acercarse demasiado al sol.
Luego ella borró las palabras
con besos caldeados por el sol.
El verano vive.
Ella se tumbó boca arriba, y él se dio cuenta de que lo estaba mirando. Qué
poema tan raro, dijo ella, y la manera en la que lo dijo lo hizo sentirse feliz.
¿Te gustó?, preguntó él. Ven aquí y te contestaré, respondió ella. Él se tumbó de
lado con la mano en el hombro de ella y el antebrazo sobre su pecho. Te admiro,
dijo ella. Lo miraba mientras lo decía, y él no entendía cómo ella podía decir algo
tan grande mirándolo a los ojos. Él llevó la mano hasta el pecho de ella, y ella
dijo pero no por eso te dejo arrugarme la blusa. No, dijo él, y empezó a desabrochársela.
–¿Nunca te hartas de mirar? –preguntó ella.
–Nunca hasta ahora he desabrochado esta blusa.
–Es nueva.
–Tiene más botones que ninguna.
Le abrió la blusa. La cogió por los hombros y la levantó
para poder pasarle la mano por detrás. Le desabrochó el sujetador y le dijo quiero
quitarte la blusa del todo. Ella se limitó a sonreír. Él le quitó la blusa y el
sujetador, y los pechos se desparramaron un poco, pero no mucho. Tenía la sensación
de que ya había vencido todas las dificultades. Ahora podía mirarla de nuevo a los
ojos. ¿Ya estás feliz?, preguntó ella. Sí, respondió él, estoy pensando que ninguna
otra cosa puede hacerme tan feliz. Pero hay algo más, y tengo que probarlo.
–Quiero desnudarte por completo –dijo, mirándola a los
ojos.
–No debes hacerlo –dijo ella.
–¿Por qué no?
–Porque no y ya está.
–No te haré nada.
–Eso no puedes asegurarlo de antemano.
–Tengo que desnudarte –dijo él–. Si no lo hago ahora,
lo haré más tarde, y entonces no será más fácil. Si no me lo permites, me harás
mucho daño; he cedido todos los días durante una semana entera, y cada vez me hace
más daño.
–Bésame –dijo ella, y él empezó a bajarle la cremallera
del pantalón marrón mientras la besaba. Tengo que hacerlo, pensaba, es lo único
correcto. Seguía besándola mientras le bajaba los pantalones. Ella se retorcía debajo
de él, y él dejó de besarla y la miró a los ojos.
–No te haré daño –dijo–. Si quieres, te prometo que
solo miraré.
Le bajó los pantalones hasta las caderas, ella no hizo
nada por impedírselo.
–Dime que me quieres –dijo ella.
–Te quiero.
Ella sonrió.
–¿Te parece bonito?
–Sí. Es más bonito que todo lo que he visto en pinturas
y estatuas.
–Lo que pasa es que me daba vergüenza –dijo ella–. Era
por eso.
–Sí –asintió él.
–Ya no me da vergüenza.
–A mí tampoco.
–Puedes tocarme si quieres.
Él dejó que su mano se deslizara por su vientre y bajara
luego por entre sus piernas.
–Bésame –dijo ella, y mientras él la besaba, ella le
desabrochó y le mostró el camino. Era extraño, cálido y agradable. Ten cuidado,
dijo ella, y él permaneció completamente quieto. Pensó estoy haciendo el amor con
ella. Este es el mejor día de mi vida, y a partir de ahora todos los días serán
los mejores, porque ahora sé qué es lo mejor.
–Ten cuidado –dijo ella.
–Sí –dijo él–. Tendré cuidado. No te haré nada.
–¿Te gusta? –preguntó ella.
–Sí.
–¿Incluso cuando permaneces quieto?
–Sí –contestó él, un poco asombrado–. Esto es lo que
deseaba.
–Yo también.
–Creo que ya nunca voy a desear nada que no conozca.
–¿Vas a echarme de menos?
–Sí –contestó él–. A ti y a esto.
–¿Te parezco muy brusca si te digo que tengo frío? –preguntó
ella sonriéndole.
–No –contestó él, y salió con mucho cuidado de ella.
Se tumbó boca arriba en el brezo y miró las copas de los árboles. Ya no estaban
del todo verdes, y pensó, pronto será otoño y luego invierno.
–¿Qué vamos a hacer cuando llegue el invierno?
–No lo pienses. Aún falta mucho.
–Sí –asintió él, pero no podía dejar de pensar en ello.
La miró, ella ya se había puesto toda la ropa menos la blusa.
–¿Quieres que te la abroche? –preguntó él.
Ella asintió con la cabeza. Él contó los botones. Once.
Se levantaron y fueron hacia el sendero. Ella dijo ya no tendremos que tener vergüenza
nunca más. Así es, dijo él. Tomaron el sendero cogidos de la mano. ¿En qué estás
pensando?, preguntó ella. En nada en especial, contestó él. Sí, estás pensando en
algo, insistió ella. Dímelo. Estoy pensando que debo haberte parecido muy raro por
estarme completamente quieto, dijo él. Seguramente es así para todo el mundo la
primera vez, dijo ella. Él la miró, ella no parecía avergonzada. Además te lo pedí
yo, dijo ella, por eso lo hiciste. No, pensó él. No fue por eso. No sé por qué lo
hice, pero no fue por eso.
–No creo que sea así para todo el mundo –dijo él.
–No pienses en eso –dijo ella.
–Tengo que pensar en eso –dijo él.
–También es culpa mía; te lo pedí porque tenía miedo.
–No es tan sencillo –dijo él–, porque yo prefería que
fuera así.
–Fue sólo porque tú también tenías miedo.
–No tenía miedo.
–Tal vez tenías miedo sin saberlo. A veces pasa.
–Sí –contestó él.
Habían salido ya del bosque, y a ninguno de los dos
se les había ocurrido que debían irse a casa cada uno por su lado, como solían hacer.
–Te acompaño hasta tu casa –dijo él.
–¿Crees que debes?
–Sí –contestó él–. Desde ahora te acompañaré a casa.
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