Milia Gayoso Manzur
El
café estaba frío. Laura olvidó que lo había preparado, tomó un sorbo pero tuvo
el impulso de expulsarlo de la boca porque además de helado estaba amargo. El
café se enfrió porque mientras la estaba esperando en la taza, ella vagaba
perdida por la habitación, trató de entretenerse arreglando la cama y poniendo
en orden los pulóveres de invierno, pero solamente sus manos estaban ocupadas,
en eso, pues su mente se encontraba completamente en otra cosa.
Se preguntó qué estaría haciendo
en esos momentos, “tal vez mire la televisión o quizás esté cargando puntos en
su aguja de tejer para comenzarle un pulóver a uno de los chicos… o puede que
esté muy triste”. Laura trató de arreglar un punto flojo en su pulóver verde,
pero en vez de solucionar el pequeño agujero lo agrandó aún más.
Le dolía la cabeza de tanto
pensar. Desgraciadamente tuvo que tomar la decisión ella sola porque su marido
no la ayudó ni apoyó en absoluto, cuando le planteó que la situación era
insostenible, él se limitó a callar y decirle a ella que decida. “Es tu madre”,
le gritó Laura, “entonces sos vos quien tiene que tomar una determinación,
porque ya no soporto más”. Esteban la miró impotente y le decía que no sabía
qué hacer, que su hermano Pedro no la podía tener y no había otros parientes
con quienes destinarla.
Entonces ella comenzó la
búsqueda de un lugar, un hogar de ancianas. Uno estaba lleno, el otro le
pareció un lugar horrible, aceptó el tercero porque era un poco más limpio y
había muchas ancianitas adorables. Cuando la suegra vino a vivir con ellos, cinco
años atrás era diferente, ella estaba aún muy fuerte, bien de salud y le
ayudaba bastante con las criaturas, pero en los últimos meses era como una
criatura más, estaba la mayor parte del tiempo enferma, se plagueaba todo el
día, insubordinaba a los niños, les llenaba de dulces a la hora del almuerzo o
de la cena y se metía en cuanta discusión tenían ella y su esposo.
Laura conversó largamente con ella sobre la
cuestión, le explicó que tenía muy poco tiempo para ocuparse de arreglar lo que
ella desarreglaba o para ponerse a discutir con Esteban por su causa, le
explicó que llegaba cansada del trabajo, que tenía que batallar con los tres
varones y la nena para que se bañen, hagan los deberes, arreglen sus cuartos y
no se peleen, se lo explicó varias veces. La suegra prometía no incomodar,
callarse cuando ellos conversaban o discutían y quedarse quietita en la cama si
se encontraba con achaques, pero no cumplió. Si estaba resfriada se levantaba
temprano y andaba en camisón regando las plantas, mojándose los pies, luego
entraba con las chancletas sucias a mojar el piso de madera, se quejaba de la
tos, de la comida, de su soledad en compañía.
Laura ya no aguantó. Se lo dijo
por última vez a Esteban, pero él no le daba soluciones, “aunque sea hablale
vos”, le repetía ella, pero él no se animaba a decirle a su madre que era una
carga y que si no se tranquilizaba, la iban a llevar a un asilo. Entonces ella
sola se lo comunicó el domingo, tres días antes para que prepare sus cosas con
tiempo. La anciana no dijo nada, sólo atinó a arrastrar sus chancletas sobre el
hermoso piso del comedor y se dirigió hacia su pieza.
Laura la llevó al hospicio, pagó
tres meses por adelantado, le dejó dinero y muchas frutas, le dejó cinco tipos
de agujas de tejer, abundante lana, en su mesita de noche le colocó un retrato
de los chicos. Le encargó que se portara muy bien y dándole un beso en la
frente la dejó sentada en un corredor amplio, rodeada de veinte ancianitas de
mirada muy triste.
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