Milia Gayoso Manzur
El inspector la sacó de
su ensimismamiento cuando le tocó el brazo para que le mostrara el boleto. Una
vez que se lo mostró continuó mirando por la ventanilla, los comercios, las
cosas, los peatones, los automóviles. Miraba los letreros de colores que empezaban
a encenderse, a horas muy tempranas a causa del invierno que hacía oscurecer
antes.
Un hombre extraño se sentó a su lado, le preguntó la hora y la
observó en forma insistente por un buen rato. Nadua se removió inquieta en su
asiento y miraba hacia el otro lado, de pronto la insistencia de la mirada de
ese extraño fue tan molesta que tuvo el impulso de ir a sentarse en otra parte
del colectivo, pero todos los asientos estaban ocupados.
Tenía ganas de gritarle al intruso que dejara de observarle, pero
pensó que tal vez su actitud la haría pasar por una desequilibrada, entonces se
calló. Realmente se sentía desequilibrada emocionalmente, pero no era como para
demostrarlo públicamente en un micro. No es para menos, pensó; a punto de
perder el empleo, con su mamá internada y sin nadie que le cuide a su hijo, a
tal punto que tuvo que dejarlo con una vecina que tiene siete. Desde quince
días atrás vivía con la incertidumbre de saber si su niño estaba bien cuidado,
si le daban la comida a hora, si no estaba descalzo y con frío.
Repartía su tiempo entre el trabajo, el hospital y unas horas para
estar con el niño. En esos días corría la versión de que iba a haber
disminución en la tienda donde trabajaba como vendedora, y cuando esto ocurre,
el golpe siempre cae sobre las empleadas que tienen más ausencias o las que
llegan tarde, y ella últimamente era una de éstas. Tenía muchos pedidos de
permiso en las dos últimas semanas, para poder asistir a su mamá, hacerle
radiografías, ver todo lo relacionado a la operación a la que iban a someterla.
Más que nunca sintió la ausencia de una hermana. Tenía dos hermanos, pero no
servían de gran ayuda. A la hora de atenderla, ninguno de ellos era apto, y mucho
menos a la hora de pagar, uno tenía la excusa de la manutención de su numerosa
prole y el otro, no trabajaba.
En la cabeza de Nadua se mezclaban todos los hechos, pasados y
presentes, y de pronto quería tener la mente en blanco, porque a veces, de
tanto pensar en cómo solucionar los problemas, terminaba doliéndole
intensamente la cabeza. De pronto se proponía pensar en algo alegre, soñar.
Soñar que no iba a quedarse sin trabajo, que su madre sanaría pronto, que su
hijito, mientras tanto era muy bien cuidado por la vecina, que no le pegaban
los otros chicos, que le daban su comida y el jarabe para el catarro a hora.
En Calle Última varios vendedores de manzanas y chipas invadieron
el colectivo ofertando a viva voz su mercadería. Subió también un hombre con
acento argentino para “regalar”, decía, el producto que estaba haciendo falta
en su hogar. Se trataba de una maravillosa plasticola, que pegaba eternamente y
no manchaba, acompañada de cuatro hermosos marcadores de colores, todo por una
suma irrisoria.
Le pasó a cada pasajero una bolsita conteniendo la ganga. Nadua
dio vueltas en su mano tales objetos, mientras pensaba en que sería realmente
maravilloso que esa plasticola pudiera servir para pegar de nuevo su corazón
hecho pedazos.
En algún momento le devolvió su producto al vendedor y continuó
mirando por la ventanilla, se había olvidado de su compañero de asiento. Éste
había comprado tres bolsitas, tal vez para sus hijos, pensó.
Cuando se dio cuenta que estaba llegando a destino, se preparó
para bajar, entonces su vecino viajero, el que le había molestado tanto con su
mirada, le pasó una bolsita con la plasticola y los marcadores de colores, “para
usted”, le dijo, “para que pinte una sonrisa en su hermoso y triste rostro”.
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