Juan Carlos Onetti
Los había conocido y extrañado de su madre. Besaba en las dos mejillas o
en la mano, a toda mujer indiferente que le presentaran, había respetado el
rito prostibulario que prohibía unir las bocas; novias, mujeres, le habían
besado con lenguas en la garganta y se habían detenido, sabias y escrupulosas,
para besarle el miembro. Saliva, calor y deslices, como debe ser.
Después, la sorpresiva entrada de la mujer, desconocida,
atravesando la herradura de dolientes, esposa e hijos, amigos llorones
suspirantes.
Se acercó, impávida, la muy puta, la muy atrevida, para
besarle la frialdad de la frente, por encima del borde del ataúd, dejando entre
la horizontalidad de las tres arrugas, una pequeña mancha carmín.
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