Kate Chopin
Con una pequeña caja roja en una mano, un hombre caminaba lentamente por
la calle. Su viejo sombrero de paja y su ropa descolorida daban la impresión de
que la lluvia los había batido muchas veces, y las mismas veces el sol los había
secado encima de él. No era mayor, pero parecía débil; y caminaba bajo el sol, por
el pavimento asfaltado que abrasaba. Al otro lado de la calle había unos árboles
que proyectaban una sombra espesa y agradable: toda la gente andaba por aquel lado.
Pero el hombre no lo sabía, porque era ciego, y además era tonto.
En la caja roja había uno lápices que intentaba vender.
No llevaba bastón, y se guiaba arrastrando los pies por los bordillos de piedra,
o la mano por las verjas de hierro. En cuanto llegase a las escaleras de una casa,
las subiría. A veces, una vez alcanzada la puerta con mucha dificultad, no lograría
encontrar el botón eléctrico, con lo cual bajaría pacientemente y seguiría su camino.
Algunas de las puertas de hierro estaban cerradas con llave, ya que los dueños estaban
fuera durante el verano, y gastaría mucho tiempo esforzándose por abrirlas, pero
daba igual, porque tenía todo el tiempo que había a su disposición.
A veces conseguía encontrar el botón eléctrico: pero
el hombre o la criada que contestaba al timbre no necesitaba lápices, o bien no
se les podía persuadir de molestar al ama de la casa para tan poca cosa.
El hombre llevaba mucho tiempo fuera y había caminado
mucho, pero sin vender nada. Esa mañana, alguien que se había cansado de tenerlo
dando vueltas le regaló esa caja de lápices, y lo envió a ganarse la vida. El hambre,
con sus colmillos afilados, roía su estómago y una sed implacable resecaba su boca
y lo torturaba. El sol achicharraba. Llevaba demasiada ropa: una chaqueta y un abrigo
encima de su camisa. Tendría que habérselos quitado y llevado en el brazo, o haberlos
tirado, pero no se le ocurrió. Una buena mujer que lo vio desde su ventana sintió
lástima por él, y deseó que cruzase la calle para ponerse a la sombra.
El hombre giró en una calle lateral, en la que un grupo
de niños ruidosos y alborotados estaban jugando. El color de la caja que llevaba
los atrajo y quisieron saber qué había en ella. Uno de ellos intentó quitársela.
Con el instinto de proteger su pertenencia y único sustento, resistió, gritó a los
niños y los insultó. Un policía que pasaba la esquina y vio que él era la causa
del disturbio, lo sacudió brutalmente agarrándolo del cuello; pero, al percatarse
de que era ciego, moderó bastante sus ganas de aporrearlo y lo mandó a seguir su
ruta.
Siguió caminando bajo el sol.
Durante su vagabundeo sin rumbo, giró en una calle en
la que había monstruosos vehículos eléctricos tronando de acá para allá, haciendo
sonar campanas salvajes y literalmente temblar el suelo bajo sus pies en su tremendo
impulso.
Empezó a cruzar la calle.
Entonces ocurrió algo, algo horrible que hizo que las
mujeres se desmayaran y que los más fuertes de los hombres que lo presenciaron se
pusieron enfermos y se marearon. Los labios del conductor de la locomotora se pusieron
tan grises como su cara, o sea de un gris ceniciento, y se puso a temblar y a tambalear
del esfuerzo sobrehumano que había tenido que hacer para parar su vehículo.
¿De dónde salió la multitud tan de repente, como si
fuera por arte de magia? Chicos corriendo, hombres y mujeres arrancándose de sus
vehículos para ver este espeluznante espectáculo: médicos apresurándose en calesas
como guiados por la Providencia.
Y el horror creció cuando la multitud reconoció en la
figura muerta y aplastada a uno de los hombres más ricos, más valiosos y más influyentes
de la ciudad, un hombre conocido por su prudencia y previsión. ¿Cómo había podido
ser alcanzado por una fatalidad tan terrible? Tenía prisa, después de haber salido
con retraso de su trabajo para reunirse con su familia, que, una hora o dos más
tarde, iba a viajar a su casa de verano en la costa atlántica. Con la prisa, no
se dio cuenta de que otro coche venía en sentido contrario, y la común y terrible
escena se repitió.
El ciego no supo la razón del alboroto. Había cruzado
la calle, y ahí estaba, avanzando y dando traspiés bajo el sol, arrastrando sus
pies a lo largo del bordillo.
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