Mercedes Chozas
Cuando
era pequeña quería parecerme a muchas personas. En el colegio quería parecerme a
dos niñas que me atraían con la misma fuerza a pesar de comportarse de manera contraria.
Una era bajita, vivaracha, con un pelo liso y escaso,
del color de la mostaza; traviesa y deslenguada. Siempre tenía los dedos manchados
de tinta y, al escribir, iba dejando sus huellas azules sobre las cuartillas como
un rastro que condujera a algún lugar secreto. Se llamaba Silvia y a mí me daba
envidia su desorden resuelto y su audacia para decir lo que se le antojara en cualquier
momento.
La otra era alta, tenía el pelo marrón, tan rizado y
tan abundante que siempre se lo ataba en una coleta gorda que le escondía el cuello
y no dejaba ver la pizarra a quien se sentara detrás. Era pausada y segura. Sus
movimientos parecían regalados por un más allá en que todo tenía un sitio exacto.
Cogía la pluma entre el índice y el pulgar sin ninguna vacilación y la sujetaba
con vigor y delicadeza. Sus cuartillas siempre estaban impolutas y, cuando escribía,
iba llenando los renglones en líneas iguales, con una letra redonda y un poco apretada
que se inclinaba hacia la derecha. La llamaban Patamen y a mí me daba envidia su
orden heredado y su elegancia.
En casa de Silvia jugábamos a las tinieblas en un cuarto
lleno de armarios y cachivaches. Bajábamos la persiana, apagábamos la luz y chillábamos
como locas con los sobos de quien la pagaba, sobre todo si se trataba de sus dos
hermanos, Manolo, que tenía catorce años, las manos largas y siempre iba de farol,
o Ñaño, con doce, suave y tímido. Todas estaban coladas por Manolo y él se chuleaba
vacilando todo el rato; a mí me gustaba Ñaño y en medio de las tinieblas hacíamos
manitas.
A casa de Patamen íbamos a hacer trabajos de ciencias
porque allí podíamos consultar las mejores enciclopedias de animales a nuestras
anchas. Nos sentábamos alrededor de una mesa oscura y resumíamos lo más importante,
luego calcábamos el dibujo y le dábamos color en el único cuarto de aquella casa
que no parecía de niñas. Al terminar, su madre nos llamaba desde la cocina donde
nos recibía con una merienda de rechupete, chocolate con churros y bizcochos. Patamen
era la segunda de cinco hermanas seguidas y un hermano pequeño al que tenían requetemimado
y al que nosotras hacíamos rabiar sacándole la lengua.
Los días en que copiaba a Silvia, me soltaba unos mechones
de pelo sobre la frente aunque no me cayeran como a ella porque el pelo fosco no
pesa y se disparata hacia arriba. Me mordía las uñas, me limpiaba las manos de tinta
en el babi, llenaba los bolsillos de papeles y hacía una letra que se erguía o se
abultaba de repente, formando líneas parecidas a montañas. Decía “cuatro y cuatro
ocho, mierda para ti y para mí un bizcocho”, si alguien me pedía que me apartase,
y “¡jolines!” cada dos palabras. Ponía una pierna doblada sobre la silla y me sentaba
mal adrede, y, si me preguntaban en clase, respondía como si la nota me trajera
sin cuidado.
Cuando me quería parecer a Patamen, alineaba los libros
en el pupitre y colocaba en los huecos las cosas que mejor encajaran: el tintero,
la goma gorda, la regla, el estuche, el secante. Revisaba los forros y las etiquetas
y, si ya estaban muy usados, los cambiaba. Doblaba el pañuelo en cuatro y sólo utilizaba
una puntita, guardándolo en el babi al que mantenía limpio y sin arrugas. Hacía
todas las letras del mismo tamaño y apoyaba las manos como si no pesasen para no
manchar las hojas. En clase me mantenía erguida y contestaba con calma y seguridad.
El fastidio era que no terminaba de copiar bien, por
mucho que afinara nunca conseguía ni ser Silvia ni ser Patamen. Me quedaba a mucha
distancia de mis modelos y me salía una caricatura. Aunque llevase los calcetines
medio comidos, no llegaban a desaparecer del todo como le ocurría a Silvia. Y cuando
me sentía orgullosa por haber contestado sacamuelas a la pregunta de ¿me cuelas?,
a ella le oía palabras inimaginables que parecían sacadas de la bolsa de un bandolero.
Decía: “maricojuñeta”, “rica, rasca, rasca, que te pica”. Y cientos de frescas que
yo oía con reverencia. Y por mucho que me desgañitara en el patio o me moviera de
aquí para allá, los gritos de Silvia eran mucho más agudos y su figura estaba en
todas partes a la vez.
Con Patamen la copia se complicaba más porque yo no
me conformaba con la simple apariencia de orden, yo pretendía alcanzar su desenvoltura,
su naturalidad para hacer las cosas bien, como si no se pudiesen hacer de otra manera.
Cuando jugábamos a balón prisionero, su modo de coger la pelota era perfecto, y
no me cansaba de mirarla para aprender. Su posición era el centro y en primera línea
donde le caían unos pepinazos tremebundos. Los recibía encogiéndose sobre sí misma
sin separar los codos del cuerpo, con las dos manos arqueadas y dispuestas según
la medida del balón. Luego, para lanzar la pelota, cogía carrerilla y con el brazo
derecho impulsado desde atrás, disparaba un tiro que rompía las filas contrarias.
Y lo más increíble era que después del partido su coleta no se había deshecho y
sólo delataban algo de fatiga unas gotas de sudor apenas visibles en la parte alta
de la frente, junto al pelo. Yo, sin embargo, terminaba siempre en el bando de las
prisioneras, con la cara a punto de estallar, sin haber logrado esconder los agujeros
por los que se me colaban todos los balones.
Además había otra pega, y supongo que eso sería lo más
importante, y era que yo nunca hubiera podido ser ni una ni la otra, porque era
una mezcla de las dos. Me agotaba fingir orden y seguridad, y tampoco aguantaba
muchos días seguidos de niña alocada y a medio hacer. Siempre me he quedado en las
medias tintas, con la impresión de ser la más divertida de los aburridos y la más
aburrida de los divertidos; y, así, podría seguir hasta el agotamiento porque, en
efecto, creo que soy la más lista de los tontos y la más tonta de los listos, o
la más buena de los malos y la más mala de los buenos.
Por suerte esto me pasaba sólo en el colegio, en vacaciones
o en casa era muy distinto; ahí me sentía libre, no tenía que demostrar nada; la
vida iba haciéndose naturalmente. Con diez años yo era la mayor de seis hermanos,
tres chicos y tres chicas, y cada uno iba ocupando el sitio que le dejaban los otros,
sin más complicaciones que alguna pelea de vez en cuando. Las reglas estaban muy
claras: si te salías de tu sitio te podían llover porrazos de todas partes, pero
si respetabas a los de al lado, se sobrevivía en paz.
En verano íbamos a Raxó, un pueblecito pesquero a las
orillas de la ría de Pontevedra, donde vivíamos casi tres meses de independencia,
sin que nadie nos vigilara ni exigiera otra cosa de nosotros más que aparecer a
las horas de la comida y de la cena; y donde podía dar rienda suelta a todos los
parecidos que quisiese. Allí me encontraba con Juana, una amiga que me había buscado
mi abuela en la playa. Nos conocimos con cinco años, cuando las dos ya arrastrábamos
tres hermanos detrás y buscábamos otra niña de la misma edad que no necesitase ser
cuidada. Aquella mañana estábamos haciendo un pozo. Cada día, al llegar a la playa,
mi abuela nos animaba a construir algo antes de bañarnos. Golpeaba dos conchas de
vieira que llevaba colgadas al cuello como si fuese una peregrina, y con voz de
mando decía: “un volcán”. Y entonces todos los niños se acercaban y cumplían la
orden junto a nosotros. Aquella mañana mandó hacer un pozo, y nos fuimos hacia la
orilla para que fuera un pozo con agua. El mío era demasiado estrecho y apenas me
cabía la mano; el de Juana era ancho y hermoso, en el fondo tenía agua y le había
puesto algas alrededor. A mi abuela le gustó más que ninguno y me llevó a verlo.
“No es un pozo, es un estanque”, dije, “pero es más bonito que el mío”. Y nos pusimos
a buscar cangrejos y almejas para que pareciera de verdad.
A partir de entonces nos entendimos. Las dos estábamos
hartas de ser las mayores y queríamos ser distintas de lo que éramos. Si alguien
nos hubiese preguntado a quién deseábamos parecernos, las dos habríamos respondido
sin vacilar que nuestro mayor deseo era ser chicos hasta los doce años para ser
brutos y libres, y después regresar a la forma de mujeres para ser madres. Nuestros
hermanos inmediatos eran varones. Pegaban duro con el puño cerrado, sabían muchísimas
palabrotas y nadie les obligaba a poner la mesa ni a vestir a los más pequeños.
Para parecernos a ellos, escalábamos las rocas del muro de la playa de Sinás. Enormes
y muy lisas, nos triplicaban en altura y llegar hasta la cima suponía una proeza.
Había que subir muy despacio, avanzando poco a poco, con los dedos de los pies y
de las manos metidos en las grietas de la pared. Nunca conseguimos culminar porque
éramos bastante patosas y las alturas nos daban mucho miedo, pero conseguimos unos
cuantos arañazos, muchas rozaduras y endurecer la piel. Una vez en el suelo, contábamos
las señales a ver quién tenía más, y a la mañana siguiente volvíamos a repasarlas
y discutíamos si quedarían cicatrices o no. También considerábamos como parte de
nuestra educación masculina tirar piedras, andar descalzas, mancharnos con chapopote,
escupir lo más lejos posible y no peinarnos. Así que, durante los días en que queríamos
ser chicos andábamos despelujadas, con los bolsillos llenos de piedras, las zapatillas
sujetas al cuello por los cordones, el tizne del alquitrán ennegreciéndonos brazos
y pantorrillas, y la boca preparada para una descarga de salivazos. Lo curioso es
que mientras nos duraba la murga de los chicos, no nos juntábamos con ellos. Nuestras
imitaciones eran secretas y ni sometidas a tortura las hubiésemos revelado.
En otra cosa coincidíamos las dos: en la inconstancia.
Nos atraían tantos modelos que los variábamos con mucha frecuencia a lo largo del
verano, sin que nos importara la continuidad entre unos y otros. Nada tenía que
ver con el aprendizaje masculino otro de nuestros calcos favoritos: el de Susana,
que nos atraía con una mezcla de rechazo por lo que tenía de cursi y de seducción
porque nos encandilaba. Era la hermana mayor de Ana Rosa, la musa de los contornos,
una mezcla de Rocío Dúrcal y la jovencita del anuncio del plan Ponds, belleza en
siete días; pretendida por todos los chicos mayores. Estábamos seguras de que podía
ser la novia de Adamo o de los Brincos, y por mucho que la mirábamos, nunca veíamos
ningún defecto en su físico, ni siquiera en los pies que considerábamos perfectos.
La remedábamos en la playa, bien cerca del original. Primero, sacudíamos las toallas
y, sólo, si estaban sin arena y sin arrugas, nos sentábamos cruzando una pierna
sobre la otra y, al levantarnos, estirábamos la punta de los pies como si bailásemos.
Nos bajábamos los tirantes del bañador por debajo de los hombros, cogíamos unas
conchas y hacíamos que nos dábamos crema mirándonos a una piedra plana que era el
espejo. Después nos tumbábamos muy estiradas y nos poníamos dos lapas encima de
los párpados. El único problema era que Ana Rosa nos llamaba idiotas y memas, cada
vez que nos pillaba, y entonces empezábamos a discutir gritando que podíamos jugar
a lo que quisiésemos, y terminábamos enfadadas.
Otro de nuestros modelos preferidos eran las pescadoras,
con las patelas rebosando de peces sobre sus cabezas, sin que el bamboleo de los
andares alterase la carga, igual que bandejas volantes. Para copiarlas, nos escondíamos
donde nadie pudiera ver cómo se nos caían los cestos y las canastas que nos colocábamos
en la cabeza. Tampoco nos cansábamos de mirarlas, tan erguidas y a la vez tan onduladas,
con sus caderas oscilando a derecha e izquierda, el cuello alto y redondos los brazos.
Tiesas al caminar y tranquilas en reposo, con una mano en la cintura y la otra acompañando
a las palabras, inquieta y descarada, y, allí arriba, en el aire, la carga ajena
a lo que ocurría abajo. Algunas se iban a las rocas para limpiar el pescado y nosotras
las seguíamos. “¡Eh, rapazas!, ¿queredes destripar os peixes?” Y en esos momentos
sí que éramos felices metiendo las manos en el amasijo blando que nos manchaba de
sangre, nos salpicaba y nos marcaba con su olor. Se introducía un dedo para rasgar
la piel y arrastrar los desperdicios con decisión según veíamos hacer a las mujeres,
y, luego, sumergíamos el pez en el agua para lavarlo bien. Las sardinas brillaban
como hojas de cuchillos, y si las cogías por la cola, parecía que nadaban. A veces
se nos rompía alguna o se escapaba, y nos caía un buen capón por parvas.
Juana era gorda, me sacaba la cabeza, el pelo le pesaba
y si el aire lo movía, volvía a quedarse en su sitio. Casi siempre estaba contenta,
no sabía decir mentiras y el demonio le daba tanto miedo como a mí. Resistía buceando
casi dos minutos, se tiraba a bomba mejor que nadie y daba unos abrazos que apretaban
muy fuerte y te aislaban del mundo. A ella le gustaba que yo fuese delgada y estudiosa,
y que casi resistiera lo mismo buceando; y le hacía gracia mi mal genio y que fuese
mandona. Las dos íbamos juntas a todas partes y no permitíamos que nadie se metiera
con la otra. A pesar de querer parecernos a tantas personas, nos sentíamos muy orgullosas
de ser niñas; en eso no teníamos dudas de ninguna clase, pertenecer a ese paréntesis
de la vida al que llamaban infancia, nos situaba en un refugio del que estaban fuera
los pecados gordos, las responsabilidades, la política y el aburrimiento. Disfrutábamos
al oír a los mayores: “Esto no es para niños” o “!Los niños fuera!” o “No les digas
nada que son niños”, porque nos dejaban libres, lejos de un mundo en que todos ocupaban
su sitio y no se salían de él. Nos sentimos completamente a salvo mientras no llegamos
a los doce años, la docena nos parecía una cosa muy seria, una línea fronteriza
que ya amenazaba con el porvenir. Por eso, el último verano en que todavía teníamos
once, quisimos que nuestras imitaciones quedaran en la memoria de los demás y decidimos
hacer teatro.
Yo elegí la obra: Pelos el Monaguillo, y también fui
yo quién asignó los papeles: el rey, Ana Rosa; el dragón, Enma; Chan Chin Chon,
Paloma; Pelos, Juana; y yo, la princesa. Todas se dieron cuenta de que me había
cogido el mejor papel y protestaron, pero, al final, cada una aceptó su personaje.
A quien más me costó convencer fue a mi hermana Paloma que se negaba a representar
al chino, porque siempre le tocaba hacer de indio, de negro o de oriental por su
pelo rizado, su lengua de trapo y su nariz chata. Por fin empezaron los ensayos
en la terraza de Juana. Fueron fatigosos y cargantes, Paloma cobró más de una vez
hasta que acabó resignándose a la mala suerte de ser la hermana pequeña de la directora.
Yo me convertí en una tirana que exigía ser puntuales, tener memoria y actuar con
sencillez. Gritaba, reñía, cortaba, mandaba repetir y, de mala gana, las actrices
me iban obedeciendo. Los últimos días antes de la representación preparamos el vestuario
con ayuda de las madres, el rey llevaba una túnica, una toalla granate como manto
y una corona de cartulina dorada; Chan Chin Chon, mi pijama amarillo; Pelos iba
con una blusa blanca sobre un vestido rojo, un apagavelas de verdad y todo el pelo
echado hacia delante en forma de taza; para el dragón nos hicieron una capucha verde
con una boca enorme por la que asomaban unos dientes asombrosos y una larguísima
lengua del color de la sangre; y la princesa vestía un camisón de su madre con un
canesú repleto de puntillas y un lazo rosa en la cintura. No necesitamos preparar
ningún decorado porque la terraza reunía todas las condiciones: una ventana doble,
a ras del suelo, que se abría a una habitación más baja y que desde el principio
fue la cueva del dragón, y cuatro escalones en la parte derecha por donde subían
los actores al escenario.
A finales de agosto se estrenó Pelos el Monaguillo sin
ningún percance y con un éxito completo. Las entradas valían un duro y las vendían
nuestros hermanos a la puerta de la casa. Eran cuadraditos de papel y tenían un
número escrito para participar en una rifa. El público lo formaban nuestros padres
y la pandilla de los mayores, y precisamente ese era el punto fuerte de la función,
porque a todas nos gustaban los García Peñuela que eran cinco hermanos de Samieira
medio novios de Susana y sus amigas, y cada una pensábamos en los efectos que produciría
nuestra actuación en ellos. Ana Rosa perdió los nervios y salió llorando en la despedida
del rey a su hija. La acotación lo decía claramente: llora,
y, así, sus palabras salieron entre gemidos: “Hija, ese terrible dragón no te escuchará
y te devorará sin piedad… Eres lo más querido que yo tengo… ¡No, no quiero perderte!”.
Chan Chin Chon gritó: “¡Hololoso, hololoso, hololoso!”, de manera tan convincente
que arrancó los primeros aplausos, y continuó de carretilla, segura ya de su importancia:
“El dlagón pide que le entleguen a la Plincesa pala devolala. Una Plincesa tan buena,
tan helmosa, tan quelida de todos… y si no, destluilá todo el leino.” Enma rugió
fuerte tras su careta: “¡Brr, brr, brr!… ¡No, no, no! No es esta la princesa que
yo esperaba. Tú eres demasiado bonita para que yo te mastique. ¡No, no, no! Yo no
puedo deshacerte como a un polvorón… Pero ¡no te hagas ilusiones!… Más te valdría
ser masticada por mí que llevar la vida que yo voy a darte… ¡Ja, ja, ja, ja!, bajaremos
a mi reino, al reino sucio y maloliente de las Entrañas de la Tierra donde quedarás
prisionera entre la oscuridad y las telarañas. “Pelos se remangó y, entre risas,
dobló el brazo izquierdo para mostrar que no tenía bolita como los hombres. El público
ya estaba entregado y gritó “¡Viva Pelos!”, y aplaudió a rabiar después de que se
acercara a la ventana y terminara de decir: “Ya estoy ante la cueva del dragón.
¡Qué mal huele! ¡Pfff!… ¡Si será guarro!… Esperaré a ver si sale… Tengo miedo, os
aseguro que tengo muchísimo miedo. Pero me lo aguanto”. Y la princesa, yo, se creyó
de verdad una princesa y desde su pedestal miraba a Lolo, segura de que la querría
para siempre: “¡Dragón!… ¡Rey de las entrañas de la tierra! ¡Soy la princesa, que
viene a ti para ser tu esclava!”
El momento más emocionante fue el saludo final. El público
en pie gritaba ¡bravo! y no dejaba de aplaudir. Fueron unos minutos perfectos en
que éramos a la vez nosotras y nuestros personajes; yo era una niña de diez años
y era también una princesa guapa y dulce a la que todos querían. En ese instante
me pareció que el mundo estaba bien hecho. Pero, en medio de la felicidad, me di
cuenta de que las sonrisas y las miradas y los aplausos se dirigían sobre todo a
Chan Chin Chon, a Pelos y al dragón, y que había más bravos y enhorabuenas para
ellas que para mí. Luego, en la calle, ya vestidas de nosotras, los García Peñuela
felicitaron a Juana por su papelón de Pelos y Lolo le dijo a Paloma que nunca había
visto un chino que hablara tan bien el chino y a Enma que sus rugidos ponían la
carne de gallina; y a mí ni me miró.
A la caída de la tarde, me separé de todos y fui a sentarme
sobre las rocas. En los ratos melancólicos en que uno se da cuenta de que no es
tan querido como se merece, se pueden hacer varias cosas: enfurruñarse, echarse
a llorar, pellizcarse, morderse las uñas, dar puñetazos, patalear o meterse el dedo
en la nariz. Eso hice yo. Y cuando ya estaba completamente concentrada en la labor
de hacer pelotillas, escuché lo que decían Juana y Paloma mientras se acercaban:
“Mira, la princesa se anda en la nariz”.
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